El libro secreto de Dante (33 page)

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Authors: Francesco Fioretti

Tags: #Historico, Intriga

BOOK: El libro secreto de Dante
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Tuvo un ataque de ira. «Es falso, gente, observad a vuestro alrededor: ¿quién hace la historia? ¿Quién ha decidido el destino de ese mentecato, su exilio, incluso su muerte: Dios o el que suscribe?». Pero después, inmediatamente, se calmó y enseguida pidió perdón por sus pensamientos al mismísimo don Dios. «Yo no ordené la muerte del poeta, fue un lamentable malentendido, pero
fiat voluntas tua,
don Dios, yo no soy un asesino… Has sido tú quien ha decidido, no yo, que no acabe jamás su maldito poema,
vuolsi così colà dove si puote ciò che si vuole…
("Así se quiere allí donde es posible lo que se quiere…"). Si no has querido que lo terminara, habrás tenido tus buenas razones, eso quiere decir que a ti, a fin de cuentas, tampoco te gustaba en absoluto… Tenemos los mismos gustos tú y yo, don Dios…».

Le dio las gracias a Daniel por su trabajo y le entregó unos lingotes de oro como recompensa. «Seré recordado como un hombre bien provisto de recursos y pródigo —se dijo—. ¿Recordado por quién?». A su hija Francesca, la hija de Bice, incluso la había maltratado… y en la práctica casi la había repudiado, pues ni tan siquiera había acudido a su boda… La culpaba de la muerte de su primera mujer; había sido ella, al nacer, la que había matado a su pequeña Bice… ¿Sería recordado por los numerosos hijos de su segunda mujer, esos que ya se habían peleado entre ellos por culpa de la herencia…? ¿O por los hijos de sus ávidas rameras?… «Mandaré que me construyan una tumba para mi eterna memoria en la iglesia de los franciscanos, llamaré al maestro Giotto en persona para que pinte un fresco, así todos los que la vean se acordarán de mí.
Per omnia saecula hominum».


Gracias —dijo Daniel—, siempre te recordaré como a un hombre bueno y generoso.

Espoleando a su caballo, Daniel de Saintbrun galopó a gran velocidad de regreso a la villa de Bonturo, en la campiña. Finalmente había acabado su trabajo. Un trabajo sucio, pero alguien tenía que hacerlo… Ahora llegaba un merecido descanso: dinero a espuertas y bellas mujeres para olvidar… «Que no siempre es fácil, feo oficio el de arruinar o incluso matar a la gente, y algunas veces te asalta la compasión… Aunque no hay que pararse demasiado a pensar, cuando se tiene que hacer algo se hace…». Se acordó de Bernard. Lo había matado como hacía siempre, pero después le había asaltado la duda de si su acción respondería a razones más profundas y misteriosas que aquellas con las que la había justificado ante sí mismo. En el fondo, como los sicarios estaban muertos, ese viejo bobo nunca habría podido reconstruir la verdad de los hechos… Sin embargo en su interior latía un rencor sordo y arraigado, ni siquiera él sabía cómo expresarlo. Bernard no le gustaba, le irritaba, y no sabía explicar por qué. Quizá simplemente no podía soportar la admiración que Bernard había sentido por él, y menos que siguiera igual, que le mirara con esos ojos cargados de esperanza. Recordaba el momento en que, de regreso a Europa, había entendido todo el engaño. Recordaba la rabia que había experimentado. Después, un día se dijo que se imponía seguir adelante y olvidar, que la vida es un error, una extraña enfermedad que se reproduce sin éxito en un universo inconexo. Hay hombres que dominan a otros hombres, a eso se reduce todo; por tanto, intentar comportarse como un héroe es algo propio de ingenuos, igual que ir a morir luchando contra un enemigo construido de forma artificial mientras otros especulan y hacen negocios a tu costa… «Mejor estar de su lado y exprimir las ubres del sistema —se había dicho—, disfrutar de lo poco que se puede aprovechar, al fin y al cabo…». Quizá al matar a Bernard había matado una parte de sí mismo que aún sangraba. O tal vez había intentado, y quién sabe si lo había conseguido, matarse a sí mismo por segunda vez…

Al llegar a su destino, dejó el caballo a los mozos de cuadra y se precipitó a la habitación de Ester. La encontró tumbada, encogida en la cama, aún descansando.

—¡Desnúdate! —le dijo bruscamente.

Después se quitó la capa y la espada, y las dejó sobre la mesa que había junto a la ventana.

Ella sabía lo que tenía que hacer con ese hombre que ya no tenía veinte años, había que calentarlo a fuego lento. Se acercó, gateando sobre la cama, a su badajo colgante y holgazán, y lo mojó por completo con su saliva. Al olor a establo y sudor se había acostumbrado con su larga experiencia.

—¡Ah! —exclamó él, un «ah» ahogado, más de tormento que de placer. En un primer momento se sintió casi ofendida, pero cuando levantó la mirada descubrió la punta de la espada que asomaba en el pecho, y se vio inundada por su sangre caliente, saliendo a borbotones. El viejo Dan cayó exánime sobre la cama. Terino, el desfigurado, sacó con rabia la espada de la espalda del extemplario.

—Si es posible, no me juzgues —le dijo—. ¡Yo siempre te he amado!

Después acercó el filo de la espada a su propia garganta y con un corte limpio se rebanó la yugular.

Ester se vistió deprisa, abrió la bolsa del extemplario y halló los lingotes de oro. Los puso a buen recaudo en su escondite secreto y después bajó las escaleras corriendo hasta el alojamiento de la servidumbre.

—¡Rápido! —gritó —. Mi habitación está llena de sangre, subid con las escobas, las esponjas, el jabón y un cubo de agua… —Al poco volvió a subir las escaleras seguida por una criada que llevaba un cubo y un trapo—. ¡Rápido! —repitió varias veces.

Más tarde llegaron otros criados de la villa, que sacaron los cuerpos y los tiraron en una fosa abierta fuera de los muros. Ester se encontraba alterada. La sangre la horrorizaba. Bonturo le dijo que le daba esa noche libre, que podía quedarse en la casa de invitados, donde estaban alojados sus hijos. Hizo que le enviaran a la más joven a su habitación.

«Pobre Dan, viejo truhán —pensó el de Lucca—. Te recordaré siempre como a un hombre…».

Pero a su mente no afloraban cualidades de ninguna clase y, algunos minutos después, ya se había olvidado de él.

VIII

16 de septiembre de 1327

P
or lo menos había muerto bien el ascolano, entre Porta a Pinti y Porta alla Croce: tosiendo en medio del humo y expectorando el alma cuando las llamas envolvían todos sus libros, a sus pies, y ya prendían en su ropa. Pero al menos al final había impresionado a todos los presentes con un último gesto extremo cuando, desgarrándose los pulmones, había sacado fuera sus postreras y roncas palabras:

—Lo escribí, lo enseñé, lo creo… Las dijo justo en el momento en que se transformaba en una antorcha humana, un tizón flexible atado al palo y retorciéndose en el fuego entre los espasmos del ahogo.

A don Mone le había tocado asistir al espectáculo junto a los demás notables de Florencia, pero hubiera preferido ahorrárselo. Había sido absolutamente innecesario que su hombre se pusiera a predicar como un hereje, habría tenido que ser más prudente, sobre todo después de que él, don Mone, le hubiera salvado ya una vez de la Inquisición de Bolonia para recomendarlo ante Carlos de Calabria (o de Anjou), quien lo había llevado a Florencia con los demás médicos de su séquito. Al menos había muerto con dignidad, había salvado lo salvable, había pagado a la muerte el tributo de reconocimiento que le debía. No había sido posible evitarle el suplicio. Corromper a los curas se había convertido en algo demasiado caro y, por otro lado, habría sido inútil, pues la epidemia se había extendido… Punzadas de dolor en la ingle y una sensación de opresión que le dificultaba la respiración, además del viento incesante que llevaba el humo y el olor de la carne humana quemada directamente al palco de las autoridades…

Ceceo d'Ascoli había sido el más feroz detractor del poema de Dante, el más eficaz en demoler el mito naciente en la docta ciudad del
Studium
más antiguo de Europa. Lástima que también él fuera un cabeza de chorlito. Todo el dinero que don Mone le había enviado para enfangar la memoria del poeta ahora corría el riesgo de haber sido gastado en vano. En Florencia continuó enseñando las mismas doctrinas que ya habían sido condenadas como heréticas en Bolonia. Ese maldito comentario al Bosque sagrado… Si hubieran sido teorías importantes las que hubiera defendido jugándose la vida, lo habría entendido, pero el suyo era solo un gusto perverso por la provocación, una curiosa manía de exhibirse y sobresalir, y los rencores que siempre le habían rodeado lo habían seguido hasta la ciudad de la flor. La situación se complicó aún más, porque el inquisidor al que habían encargado el caso era un gran admirador de Dante. ¡Eso había sido lo peor! Entre los presentes alrededor de la hoguera había visto de refilón a Iacopo Alighieri… Habían regresado, los malditos, al caducar la pena de destierro con la muerte del poeta. Habían llegado a Florencia algunos años antes, Gemma con los dos chicos, y habían traído consigo los últimos trece cantos del
Paraíso.
Una desgracia para don Mone. Había maldecido a Dan y su crimen inútil… Después Pietro se había marchado enseguida a Bolonia y el más joven de los dos se había quedado con la madre, intentando recuperar las propiedades confiscadas y saldar las deudas acumuladas por el poeta con su hermanastro Francesco. En la ciudad de la flor se estaba difundiendo el contagio, la pandemia: todos leían el poema de Dante, todos aseguraban que era un profeta, todos execraban a la maldita loba… Y lo más triste era que también a él le tocaba participar en los homenajes que se celebraban en honor a su «ilustre conciudadano».

Le faltaba el aire y lo atormentaban esos dolores agudísimos en la ingle, el mal desconocido que lo estaba devorando. Cuando vio derrumbarse el cuerpo en llamas, pues el fuego había consumido las cuerdas, se apresuró a marcharse. Llamó a sus guardias, montó a caballo y se puso en marcha.

Delante del palacio de los Priores le tocó el acostumbrado castigo suplementario: el juglar lisiado, el mismo de siempre, no había cambiado nada con los golpes que recibió. Pero ahora ya no improvisaba cuando él pasaba; todas las veces, en su honor, se limitaba a recitar los versos de Dante, los últimos del poema, sobre Beatrice:

Dal primo giorno ch'i' vidi il suo viso

in questa vita, infino a questa vista,

non m'è il seguire al mió cantar preciso;

ma or convien che mio seguir desista

più dietro a sua bellezza, poetando,

come a l’ultimo suo ciascun artista
[62]
.

«Mujer cruel —pensó—, para un hombre de quien has sido la salvación, hay otro de quien fuiste la condena». Pasó de largo, había demasiada gente para hacer castigar una vez más al poetastro. Mostró una sublime indiferencia. Pero allí estaban sus recuerdos, al acecho, siempre dispuestos a perseguirlo. Dos escenas en concreto no dejaban nunca de atormentarlo: la primera, el regreso de los soldados florentinos de la batalla de Campaldino; la segunda, el día en que su pequeña Bice se había marchado a lo más alto y acaso se había convertido en una estrella.

Pues bien, sí, ella le gustaba desde siempre. La había querido a cualquier precio. Cuando la vio, le dijo su padre:

—Quiero a aquella, consíguemela…

Él enseguida lo había complacido. La trataba siempre con enorme respeto, todo lo hacía para que hubiera armonía entre ellos, pues quería un hijo varón, está claro, el heredero, y Aristóteles dice que si se quiere un varón
bisogna rendersi le mogli uniformi e congiunte in tutto e per tutto, trattarle bene e amorevolmente…
(«hay que hacer que las mujeres estén concordes y conformes en todo y para todo, tratarlas bien y amorosamente…»). En los primeros años de matrimonio don Mone iba a menudo a Francia con su padre, para aprender a comerciar y cómo relacionarse en la corte; las raras veces que regresaba hallaba a su mujer siempre con ese ceño permanente de infelicidad o de aburrimiento, y no entendía por qué… Nadaban en oro, él era recibido con todos los honores en las principales cortes europeas, ella estaba en casa, feliz, con el servicio. Pero Beatrice seguía rechazando sus torpes gestos de afecto, sus intentos de tener intimidad con ella, aduciendo cada vez una excusa distinta, un voto, una cuaresma, un dolor, para evitar todo contacto… No podía, ciertamente, tenerla por la fuerza porque, es cosa sabida, de la violencia carnal, si la mujer no se adhiere secretamente, nacen solo niñas. Al principio no se había dado cuenta, no había entendido cuál era la verdadera causa de ese resentimiento. Al menos no antes del año en que se produjo la batalla de Campaldino, donde los florentinos de Corso Donati habían vencido inesperadamente a las tropas de Arezzo, un año afortunado para la República…, pero para él había sido un año digno de ser olvidado…

Desfilaba por la calle de Santa Reparata la caballería florentina, con el líder de los güelfos negros, Corso Donad, a la cabeza; él y Bice estaban en el palco de las autoridades… Dante estaba entre los caballeros: llevaba una cinta en la frente y no tenía puesto el yelmo, la espesa cabellera al viento, la barba apenas insinuada. Se volvió hacia ella, la buscó y la encontró entre la multitud, y su Beatrice estaba ansiosa; ella también lo había buscado con la mirada entre los caballeros y había exhalado un suspiro de alivio cuando lo vio. Entonces se volvió hacia su marido, que la observaba sombrío; a saber qué deducciones se habría hecho… Había bajado la mirada entristecida y no la había vuelto a levantar. Ese había sido el momento en que don Mone había empezado a alimentar un odio profundo contra el poeta. Y también se volvió peor con su mujer.

Terribles punzadas de dolor le subían desde el bajo vientre. Dejó atrás a su escolta y empezó a galopar a toda velocidad hacia su villa. Pasó el puente viejo y llegó enseguida a casa; cruzó el jardín aún montado al caballo. No desmontó hasta llegar a la puerta de su residencia, entró, recorrió el salón de acceso y cayó al suelo sobre la gran alfombra que había frente a la escalinata mayor. El corazón, el corazón estaba a punto de estallarle… Se levantó, entró en la sala de los invitados y se sentó cerca de la mesa. Había una nota en la que Ester, su preferida, le informaba de que se iba a marchar para siempre, pues sus hijos ya eran mayores y quería empezar con ellos una nueva vida. Se esforzó entonces en recordarla desnuda para dejar de pensar en el dolor. Pero eran otros los recuerdos que lo asaltaban, y no eran agradables. Ahora Bice no podía salvarlo, como había hecho con el poeta…

Llamó a Guccio, su criado más fiel, y le pidió que le llevara, sirviéndole de apoyo, al dormitorio del piso de arriba. Tras ayudarle a tumbarse, Guccio le pasó bajo la nariz la esponja empapada de opio, beleño y mandrágora, y después se marchó por iniciativa propia a llamar al cura. Cuando se quedó solo, don Mone, medio atontado pero reanimado, imaginó por un instante su propio funeral: toda la Florencia biempensante detrás del féretro, el rostro compungido, el respeto que se debe a un hombre importante… Después vio con la imaginación a muchos otros que incluso lo celebrarían… Cierto, había arruinado a mucha gente, pero los negocios son los negocios, no había sido culpa suya: a unos les va bien y a otros no tanto. Él había cumplido con su deber, había doblado el capital de su familia, había sido incluso mejor que su padre, a pesar de haber tenido que afrontar épocas más inciertas y de ser un poco más temerario y despreocupado que él…

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