Un día se retrasó a la hora de volver a casa, debían de ser vacaciones, fue un poco raro, la nena ya era una mujercita, las pandillas se entretienen, los retrasos empezaron a ser más frecuentes, una noche no regresó, se alarmaron, llamaron a casa de las compañeras, importunaron a sus familias, llegó a la hora del desayuno, no mostró arrepentimiento, dijo que había pasado la noche con unos amigos, que estaba muy cansada, se fue a dormir prometiendo vagamente que no lo volvería a hacer, que avisaría por teléfono si se retrasaba.
Por eso no hubo demasiada sorpresa cuando, un fin de semana, aprovechando una salida del matrimonio, su hija reunió a una docena de amigos y amigas, que invadían la sala familiar cuando ellos regresaron a las dos de la madrugada, mientras resonaba la música con tanta fuerza que, al día siguiente, hubo quejas de los vecinos por el alboroto.
Tampoco hubo demasiada sorpresa cuando, una mañana de domingo, al volver a casa después de un paseo, supieron que en la habitación de su hija había dormido también un muchacho de pelos erizados que, con asombrosa impasibilidad, sobre su torso una camiseta desgarrada con estudiados enganchones, desayunaba café con leche en la cocina.
No hubo demasiada sorpresa porque ya estaban preparados para algo así, aunque no imaginaban que se iba a presentar de aquella forma, el chico mirándoles sin inmutarse y su hija diciendo es un amigo, como si la presencia del desconocido en la cocina aquel día y a aquella hora fuese lo más natural. Habían llamado aparte a la nena, le exigieron que despidiese al muchacho, tardó mucho en hacerlo, luego mantuvieron una fortísima discusión, la nena decía que aquélla era su casa y que mientras viviese en ella podría invitar a quien le diese la gana.
No eran precisamente sorpresas, sino pasos, secuencias, piensa la doctora mientras la estela del barco se hace y se deshace en el azul oscuro del agua, un sucederse de situaciones que iban completando el sentido de la anterior, travesuras que adquirían importancia cuando otra mayor las consolidaba.
A finales de aquel curso, marcado por las calificaciones deficientes, la nena dejó de estudiar. Todos los argumentos de sus padres eran rechazados por ella, no le gustaba lo que hacía, no le apetecía ni esto ni aquello, no era vulnerable a las consideraciones sobre la necesidad de tener una profesión, tus padres trabajan, hemos trabajado siempre, estamos orgullosos de nuestras profesiones, pero nada la conmovía, los miraba con ojos entre escépticos e irónicos y desde luego con mucha frialdad, como si fuesen vendedores de una mercancía descartada por ella de antemano, pero de qué vas a vivir, qué va a ser de ti, ya me las arreglaré cuando lo necesite.
Las discusiones se habían ido haciendo cada vez más frecuentes y la muchacha parecía conducir siempre la controversia al punto en el que se viesen obligados a emplear la supuesta fuerza de su autoridad, la evidencia de que ella estaba sometida a la tutela familiar, a la patria potestad, pero sabían que el uso de ese argumento podía llevarles a un límite de derrota, a un fracaso sin posible recuperación. Sin hablar entre ellos del asunto, comprendían que no podían amenazar a la nena con nada verdaderamente grave, y esa certeza debilitaba en la misma raíz todos sus razonamientos, ya que no estaban apoyados en ninguna capacidad real de presión, no podían ejercer sobre ella ninguna violencia.
La nena lo intuía, o lo sabía, porque en cierta ocasión, cuando una vez más pretendían ayudarla a reflexionar sobre su futuro, a buscar, ya que no una profesión, al menos un oficio que pudiese permitirle vivir independientemente cuando lo necesitase, resolvió la discusión con un tajante yo no os pedí nacer, que sonó como atribución de responsabilidades formulada sin piedad ni simpatía, y que tanto a ella como a su marido los desasosegó mucho, pero que, además, ante su desconcertada falta de respuesta, determinó un grado nuevo en el desarrollo de la difícil relación familiar.
Con la hija dejó de haber expresiones de afecto, besos, abrazos, porque ella no facilitaba ninguna cercanía física, como si ellos fuesen culpables de una falta que no pudiese perdonarles nunca, acaso ese haber nacido sin permiso que un día les había reprochado. Más que rebeldía, de su actitud parecía emanar resentimiento, la ejecución de una venganza fervorosamente ejercitada por algún daño que ellos le hubiesen ocasionado, y que podía quedar demostrado en la misma debilidad al responderla, en la falta de energía con la que se enfrentaban a su permanente y caprichoso enfurruñamiento, como si, para aceptar la inocencia de ellos, debiese escuchar de su boca un tajante márchate de esta casa de una vez, lárgate, ya que no quieres obedecernos.
Cuando la nena desapareció, habían intentado aclarar con sus también extrañas amigas las causas profundas de aquella actitud, pero sus amigas tampoco habían recibido confidencias demasiado diáfanas, lo que contaban era banal, decía que en su casa la trataban como si fuese una niña, decía que se estaban metiendo siempre en su vida, decía que se empeñaban en hacerla seguir estudios que no le gustaban, decían que decía.
Una de aquellas muchachas de narices y labios perforados por estrafalarios pendientes les aseguró con desparpajo que su hija sabía que no la querían, que en su casa no encontraba ningún afecto, ningún calor familiar, que sentía que a sus padres les daba horror, asco, que la odiaban, y les miraba con frialdad, reproduciendo en sus ojos algo de aquel indescifrable resentimiento filial.
Ellos se encontraron aturdidos, como si todas aquellas imputaciones no pudiesen provenir de su hija, sobre todo la de la falta de amor, como si sus destinatarios fuesen los padres de otra muchacha diferente de la Nena Enfurruñada, en quienes ellos no podían reconocerse. Su desorientación era tan grande que la doctora había sacado del bolso la cartera, donde llevaba una fotografía de su hija, y se la mostró a aquella muchacha displicente con nerviosismo, preguntándole si estaba hablando de la misma persona a la que correspondía la foto. Claro que estaba hablando de ella, confirmó la otra, y nos decía que sus padres no podían ni verla.
La doctora y su marido habían hablado mucho de aquello, hasta el punto en que comprendieron que su perplejidad sólo les conducía a encarnizar más su amargura. Sin embargo, no les parecía posible que su enojo y preocupación por la conducta de la hija hubiese conseguido sustituir todos los signos del afecto, hasta originar aquellas apariencias de distancia sentimental. Dejaron al fin de seguir reconstruyendo situaciones, desalentados ante la posibilidad de que, en el camino hacia aquella desaparición abrupta, hubiesen sido ellos mismos, a pesar de todas sus cautelas y zozobras, los inductores del terrible malentendido.
Si el afecto no se siente como una cobertura invisible pero continua, cualquier pequeña desavenencia puede convertirse en una fisura en los cimientos mismos de la relación. Las palabras de aquella muchacha malencarada vuelven a su recuerdo como un testimonio sincero. Sin duda la Nena Enfurruñada proclamaba el desafecto de su familia, ¿y no había algo de cierto en ello? El amor que sentían por la nena desde su nacimiento ¿no estaba firmemente anclado en su docilidad, en su dependencia? Salvo esos casos, patológicos, de los amores desesperados que no piden nada a cambio, o incluso de los que se realizan en el sufrimiento, ¿no exige siempre el amor la contraprestación del amor? Puede que, en las lagartijas, las relaciones no agresivas, o sexuales entre los miembros de la especie, se basen en olores, en emanaciones mutuas, pero en el ser humano la amistad, el amor, se apoyan también en reciprocidades de misteriosas y mutuas señales, un código recíproco, la nena empezó a no ser dócil, a no querer depender de su continua tutela, y en la extrañeza con que ellos respondieron sin duda había una mengua de afecto, aunque nunca habían querido reconocerlo, se da por supuesto que el amor está en la vida familiar y que permanece inmutable, como la mayoría de los muebles de la casa, a lo largo de los años, nadie se mide cada día los grados del amor hacia las personas que son deudoras de ello, y sin embargo hay quien se mide a menudo la temperatura, un aparatito llamado afectómetro, o algo así, erómetro, qué bobada, basta con reflexionar un poco y ser lo más sinceros que podamos con nosotros mismos, y si el afecto, el amor, siguen firmes, hay que demostrarlo, hay que decirlo aunque luego se añada una queja o un reproche. Acaso dejamos de querer a la nena, acaso es cierto que comenzamos a aborrecerla, y que ella lo notó, esas cosas se perciben enseguida. ¿Es que de verdad yo quería a la nena a lo largo de todo aquel tiempo? ¿No estaba harta de ella? ¿No estábamos deseando perderla de vista, como pensaba aquella chica horrible?
En el remolino de espumas sobre las aguas del mar y de su desasosiego, la imaginación de la doctora encuentra el rostro de su madre. Ella también había sentido el desafecto maternal, pero tampoco podía identificar las señales certeras de su origen. Había dado como seguro, de parte de su madre, un trato diferente del que su hermana recibía, sin pararse a pensar en las fechas, los tiempos, y ahora se sentía confusa, acaso su madre también reñía a su hermana por razones distintas, no por los lazos, ni por correr, pero no era verdad que para su hermana siempre hubiese elogios, aunque su hermana había sido siempre la preferida, o no era así, lo cierto era que su hermana nunca había mostrado que el trato de su madre la desagradase, siempre había estado junto a ella, haciéndole la pelota, le reprochaba ella cuando eran adolescentes, servil, sin manifestar ni una pizca de rebeldía.
Las relaciones habían empezado a ser cada vez más diferentes desde la muerte del padre, aquella pérdida las había castigado a las tres con un inesperado e irremediable golpe de soledad, y ella había sentido que su madre parecía mostrarle más rechazo que antes, una actitud que no era posible imaginar con la hermana, la Hermana Preferida, la empezó a llamar a partir de aquellos tiempos, pero lo cierto es que la hermana estaba muy a menudo con la madre, llegaba del colegio y se sentaba con ella en la sala, veían juntas algunos programas de televisión, en cambio ella se iba a su cuarto, se alejaba de aquella compañía, por un lado, por no advertir la ausencia del padre, la concavidad de su pérdida en el sillón verde, a su padre sí que le había querido de verdad, su padre nunca la reconvenía por nada, por otro, para no sentir la falta de calor de la madre, la preferencia hacia la otra hija, pero acaso su actitud iba ayudando a que aquella pérdida de calor progresase, a que el predominio de la hermana se consolidase, quizá también en esto se había ido fraguando un malentendido que había acabado por suscitar en su madre el aborrecimiento hacia ella que se mostraba en su locura, en esos insultos soeces.
La confesión del arqueólogo volvía a su imaginación, las sospechas oscuras, los reconcomios que nunca esclarecemos, esos secretos propios que ni siquiera nosotros mismos nos atrevemos a desvelar. ¿Quién había levantado la primera barrera?
Una vez más consideró el ser de la isla, las lagartijas, los matorrales, el pino plácidamente alzado delante de la puerta del laboratorio. La naturaleza ignora las relaciones tortuosas, detrás de sus misterios no se guardan los secretos de los deseos vergonzosos ni de las envidias disimuladas, la naturaleza establece un círculo sin fantasmas, la nutrición, la reproducción, la transmisión de la vida, o ni siquiera eso, la estructura de la piedra, el simple estar ahí, indiferente al tiempo y a la memoria.
Recordó con desaliento aquellas vagas sospechas suyas de que en la actitud de la hija y de la madre podía haber una extraña petición de auxilio, pero cómo adivinar lo que de verdad se esconde en esa densidad azul, bajo el remolino blancuzco de las espumas, en esa profundidad que apenas ilumina el resplandor del día. Ni siquiera el Intrépido Buceador podría identificar claramente los antiguos pecios, las masas rocosas, lo que puede permanecer a tantos metros bajo la superficie del agua entre las algas y las formaciones orgánicas.
Ahora ya la isla y su pequeño cortejo rocoso están muy lejos, las lagartijas, la placidez de la ensenada. Deja de contemplar la estela del barco y se dirige a la parte de proa. La isla mayor ha ido aclarando poco a poco sus perfiles borrosos, los volúmenes del terreno, las hondonadas de las calas, las figuras de los caseríos, hasta que la gran bahía muestra por fin la abundancia de las viviendas, en una aglomeración cada vez más nutrida, y ya sólo el cuerpo de la ciudad ocupa la línea del horizonte.
La doctora Gracia recuperaba la consistencia de imágenes urbanas muy parecidas a las que habían sido familiares para ella, rodeándola durante toda su vida, y de las que llevaba separada tantos meses. Los grandes muros acristalados, las galerías, las superficies de tejados y terrazas, las sombras de los toldos, la copa de algún árbol, postes y señales de la circulación, torres de iglesias, el movimiento atisbado de los vehículos en los súbitos brillos de las carrocerías y de los parabrisas. Ahí estaba el cuerpo de la ciudad como una gran materia artificial y sin embargo palpitante. Al desembarcar, el calor denso que se derramaba sobre el puerto no era sólo una señal de la mañana, sino de la masa apretada de los edificios.
Un taxista amable le dijo que no le merecía la pena coger un coche para acercarse al depósito de cadáveres, pues estaba bastante cerca andando, en coche habría que dar mucho rodeo, y hacia allí se encaminó, asaltada por una creciente desazón, como si todas las señales urbanas, las calles, las tiendas, las gentes, el tráfico, concurriesen con el único objetivo de hacerle patente su verdadero estatuto, el tipo de lugar huraño al que ella pertenecía, lejos de cualquier veleidad bucólica.
El depósito de cadáveres es un edificio antiguo, negruzco, con reformas en los marcos de las ventanas y en el acceso, una amplia entrada acristalada, que no han conseguido disimular la lobreguez del conjunto. Una parte de él cumple también funciones propias de la universidad y está claramente marcada por pasquines y carteles en la entrada. La otra parte muestra un portal estrecho y oscuro.
Entró en el vestíbulo, que estaba vacío, y tampoco encontró a nadie tras el pequeño mostrador del punto de recepción. Después de unos minutos escuchó unas pisadas lentas en las escaleras y por fin vio aparecer un hombre de aire soñoliento, una corbata negra en una camisa de manga corta, arrugada, una descolorida identificación enganchada en el bolsillo pectoral, como únicas señales de uniforme, que tras escucharla con poco interés se fue otra vez, sin responderle nada. El hombre volvió al rato con un tipo muy alto y ella repitió sus explicaciones, le mostró el documento que la identificaba como miembro del equipo científico de la isla, allí está su lugar de trabajo, anoche se encontraba presente cuando llevaron a una chica ahogada que había sido trasladada a la capital esta mañana, imaginaba que el cadáver estaría aquí, podría tratarse de alguien de su propia familia, quería reconocerlo, anoche no pudo hacerlo.