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Authors: José María Merino

Tags: #Otros

El lugar sin culpa (15 page)

BOOK: El lugar sin culpa
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Cuando el camino estaba a punto de desembocar en la cancela de la casa, el chico detuvo el paso, un farolillo sobre el portal no conseguía hacer llegar la luz hasta aquel punto, la abrazó y la besó en la boca, y ella se quedó sorprendida, desconcertada, porque ninguna palabra le había advertido de aquel comportamiento, ningún halago, pero no lo consideró una agresión porque el chico le agradaba, y además él le dijo claramente, aunque en un murmullo, que ella le gustaba muchísimo, no sabes cuánto siento que no hayamos hablado antes, siempre hemos estado en pandilla, me voy a finales de esta semana.

Este paseo de ahora en la noche, con el teniente a su lado, le ha recordado vivamente aquella misma situación, puede que en la vida de cada uno haya sólo unas cuantas experiencias fundamentales y acaso no necesiten ser dramáticas para quedar grabadas en nosotros de tal modo que pueden surgir como referencia en muchos otros momentos parecidos, piensa, en ellas se han conjugado estímulos de muchas clases, sonidos, olores, gradaciones de luz y sombra, y aquel paseo, el tacto súbito de la mano, el beso en la boca, quedan como señales memorables de una de esas experiencias.

La presencia del bosque, la soledad del lugar, acompasaban el beso a una armonía misteriosa, una melodía inaudible pero presente alrededor, que se había hecho reconocible en esos momentos, y la armonía estuvo en ella los días siguientes. Apuraron, buscando la soledad, el pequeño plazo que les quedaba hasta la partida de él, hubo más besos, caricias antes desconocidas para ella.

La víspera de la separación, en un lugar del bosque que parecía preparado para el encuentro, alcanzaron la intimidad completa de sus cuerpos, para ella era la primera vez y él dijo que también para él, torpeza y dulzura, el recuerdo de otro cuerpo invadiendo el suyo como la más emocionante de las mareas, luego Arturo, o Anselmo, se marchó, se prometieron escribirse y él cumplió su palabra.

Ella nunca le había contestado, su silencio no era voluntario, apatía, pereza, o un vacío de la voluntad que no sabía cómo considerar. Tras la primera carta pasó una semana, y luego otra, mientras tanto habían llegado cinco cartas más. La sorpresa y el placer de recibirlas, ante su falta de respuesta, se iban convirtiendo en el remordimiento frente a una demanda ya moral, más que amorosa, desatendida sin razón, claro que el chico le gustaba mucho, pero tampoco era una pasión, ni siquiera un verdadero enamoramiento, a pesar de aquel abrazo total sobre los musgos, en las cartas él le hablaba de su curso, de sus planes, de lo que quería hacer en el futuro, de cuánto la recordaba, de que lo breve de su encuentro no hacía menos intenso su recuerdo, pero no le exigía contestación, le decía con mucha discreción que esperaba tener alguna respuesta, y así carta tras carta, hasta que al fin le dijo muy finamente que no iba a escribirla nunca más si de una vez ella no contestaba, que no quería ser inoportuno, y ese silencio total que ella seguía manteniendo ante todas sus cartas le hacía pensar que lo era, que ella no quería saber nada de él, que le había olvidado.

Ni siquiera entonces le contestó, voy a hacerlo mañana, se decía, mañana sin falta le contesto, y le cuento la verdad, mi abulia para escribir cartas, no hay cosa que más me desazone pero es así, mañana se lo digo, y los días pasaron, nunca volvió a encontrarse con él, durante algunos años conservó aquellas cartas, un día las tiró, en una limpieza, ya ni recuerda el nombre del chico, aunque aquel beso en la noche, entre la sombra de los árboles, cerca de la cancela del jardín descuidado, salvaje, que rodeaba el edificio decrépito, del que sólo se podían utilizar la cocina, un baño asombrosamente vetusto y dos habitaciones, permanecía preciso en su memoria.

El teniente tiene un aire de lo que aquel chico era, un cuerpo sólido, unas manos grandes pero bonitas, unos ojos muy expresivos, un poco tristes, es sin duda un muchachón demasiado solitario, acaso debería cogerle de la mano y darle un beso que le transmitiese su simpatía, su sentimiento de cercanía, su comprensión al verlo en verdad tan náufrago, y además aborrecedor del lugar de su naufragio, una idea de adolescente, propia de aquella muchacha que ella fue, llena de impulsos románticos.

Al llegar al laboratorio le hace sentarse en un taburete, busca agua oxigenada y le limpia con un algodón la sangre que mancha su mejilla, una pequeña costra, la barbilla, con una punta de gasa le quita los pequeños coágulos de los cañones de la nariz, de la misma forma lo hacía con la nena cuando era muy pequeña y tenía alguna de esas hemorragias tan propias de la infancia, a la nena le hacía cosquillas, como al teniente, en cuyo rostro se trazan muecas infantiles. Ya está, dice la doctora al terminar y le da en la mejilla un beso, como si estuviese dándoselo a la nena, a la vez premio y consuelo, porque una imagen instantánea ha puesto los dos rostros en uno.

De pronto es consciente del gesto y se queda mirando al teniente con turbación, no sabe qué decir, pero el teniente la abraza y la besa en la boca, se llamaba Anselmo y su padre estaba destinado en una ciudad del sur de Francia, también le interesaba mucho la astronomía y coleccionaba sellos.

Tampoco rechaza al teniente. La jornada ha sido muy extraña, con el largo insomnio impregnado de malas premoniciones, los viajes por el mar y por el aire, el sueño de la tarde, el paseo nocturno, el barco con los niños tirándose al agua como una visión retrospectiva, la escena de ópera tenebrosa, y esta situación se ajusta a esa extrañeza con naturalidad, además ella ha sentido que en su propio beso había también una señal, una especie de conjuro capaz de suscitar esta reacción, este desdoblamiento del teniente que la sigue abrazando con fuerza pero con delicadeza y que murmura me encanta usted, doctora, tiene que perdonarme, usted es lo único decente en esta mierda de isla, voy a ese cuchitril cada noche sólo por verla, por oírla reír, por escuchar su voz, lo de esa chica es un mal rollo que vengo arrastrando por puro aburrimiento, entre nosotros no hay nada más que los celos de ese tío loco.

Ella se deja besar, abrazar, está a punto de decirle basta, esto es absurdo, vamos a ser formales, pero siente la apatía profunda, sustantiva, de quien no es capaz de contestar a las cartas. Además, también hay en el abrazo de ese hombre la recuperación de momentos memorables, la intimidad de un cuerpo que le atrae, que le agrada, le hace considerar la importancia de esa cercanía, sentir que no debe rechazar el fulgor de la ternura, y se deja ir en una inercia placentera.

Cruzan abrazándose la puerta del dormitorio y caen sobre la cama. A través del vano llega la iluminación del laboratorio y en la penumbra el rostro del teniente es decididamente el de aquel Anselmo, los ojos brillantes, que la desnuda con cuidado, me tiene que perdonar pero la observo cuando se baña en la playa, contemplo su cuerpo, había allí un puesto de guardia y lo mandé cambiar de sitio para que no la molestasen, su cuerpo precioso, tan blanco, tan bien proporcionado.

La doctora, mientras las grandes manos del teniente exploran con mimo los territorios de su piel, las suavidades redondeadas, los pliegues recónditos, las dos bocas unidas, las lenguas saboreándose, le acaricia la espalda y descubre una cicatriz, un golpe de una ola contra una roca, Anselmo tenía la misma cicatriz, toca también su piel, sus lugares secretos, asombrada de lo fácilmente que se ha despertado en ella la famosa libido, como la Bella Durmiente, piensa, ese beso me despertó de una postración profunda, pero la Bella Durmiente es también la muchacha en la mesa del depósito que resultó no ser la nena, una Bella Durmiente sin despertar posible, cómo pude sentir alegría delante de ese cadáver, la doctora se va dejando llevar en la comunicación acuciante de la carne, más allá también de la memoria y de la razón, más allá de los recuerdos y de los símbolos y de los arquetipos, en la sensación pura que no tiene imágenes ni es tiempo, que llega a la culminación de su intensidad en ese instante tan breve que, sin embargo, concede la percepción de una energía inmóvil, eterna, la generadora de la materia misma del mar, de la isla, de las lagartijas y los matorrales.

La doctora se despierta a las seis. Está sola en su habitación, y en el bosque de la memoria y del sueño se desvanecen la figura del Guapo Nadador y del Apuesto Oficial. Permanece en la cama un rato, la luz del laboratorio no está encendida, a través de la ventana, las contras entornadas, se vierte la claridad crepuscular del alba. La doctora se levanta, bastante confusa, para comprobar el contenido del pequeño cubo metálico del laboratorio, lo que no se incinera, y descubre unos algodones sucios, un fragmento de gasa, el frasco de agua oxigenada sobre el mostrador, pero dos días antes su ayudante se hizo un pequeño corte en un dedo y echó al cubo los restos de la cura.

Sale del laboratorio y contempla la quietud del paraje. Ya no hace viento y la isla, cimas de roca, vaguadas, arboledas y senderos, presenta una pasividad de la que parece imposible que pueda llegar a salir. La doctora recoge una toalla y se encamina a buen paso hacia la pequeña playa que frecuenta.

En el agua intenta ordenar su confusión, identificar los extremos de su recuerdo, poner a un lado lo que corresponde a la vigilia y al otro lo que corresponde al sueño, pero su cuerpo flotando en el agua cálida, mientras el día va aclarando poco a poco el pinar, la playa, las rocas, la bahía, suscita también una sospecha de acción soñada, a veces los sueños tienen esta intensidad de impresiones y sabores, sólo podemos contrastar su inconsistencia al despertar, si no lo hiciésemos estaríamos convencidos de permanecer en la única realidad, en la única vigilia posible.

Entre el último velero fondeado y las rocas de la costa advierte una súbita agitación del agua, un brotar de espuma, y puede distinguir el cuerpo de un delfín y luego el de otro, a veces entran en la ensenada para cebarse en las miles de obladas que aquí se refugian, los delfines siguen saltando y se acercan mucho al lugar donde ella está, brillan sus cuerpos perfectos, esa piel bruñida que fabricó la tecnología cósmica, y la doctora quiere acoger en su cuerpo las salpicaduras de ese jubiloso saltar y el eco de esos chapuzones como si ella fuese una pieza más del paraje, inerte, ensimismada en su puro existir, al margen de los espacios humanos que oscilan entre el sueño y la vigilia.

Sin embargo, comprende que está del todo despierta y que del lado del despertar es muy difícil que la memoria se disuelva, que los sentimientos se extingan y las amarguras se desvanezcan.

19.45

Hay una lagartija sobre el alféizar. El cuerpo turquesa salpicado de pequeñas manchas malvas y rojas, los dedos tan largos que parecen ramificaciones vegetales, una lagartija ha subido al alféizar y permanece inmóvil, la cabeza vuelta hacia la doctora Gracia, reprochándole acaso que esta tarde no se haya acordado de convidar a sus pequeñas amigas.

¿Cómo transcurre realmente la vida de las lagartijas? La verdad es que se sabe poco de ellas. Se esconden en las grietas de los muros, en las rendijas de los troncos, en los huecos entre las piedras, ella las ha visto perseguirse en los meses de celo, incluso ha contemplado su apareamiento, el macho sacudiendo las patas traseras como en un ataque de epilepsia, al parecer ponen hasta cinco huevos, pero ¿qué sucede cuando nacen las crías?, ¿las ayudan o no en sus primeros momentos?, ¿hay algún tipo de tutela, de enseñanza para cazar, para alimentarse?

Las vemos subir las tapias con esa asombrosa capacidad para dominar la verticalidad, los troncos, les gusta el sol, permanecen al acecho de los pequeños insectos del verano, sin embargo no sabemos nada de su comunidad, de sus reglas de convivencia, de su posible organización en familias, de su territorialidad, si algo de ello fuese cierto ya no estaríamos hablando de libertad absoluta, acaso también las lagartijas tienen sus restricciones afectivas, sus simpatías y antipatías, sus cercanías y sus rencores.

También éste ha sido un día largo. Tras el baño en la playa, al amanecer, desayunó con hambre, y luego se puso a ordenar todos los datos sobre los cultivos de la foca. La Alegre Rosita llegó pronto, con muchas ganas de trabajar, y durante más de tres horas hicieron las comprobaciones que les iban a permitir ajustar su diagnóstico. A media mañana la muchacha se preparó para bajar hasta la playa a darse un chapuzón, pero antes de salir le dijo a la doctora que estaba feliz de haber comprendido lo importante que podía ser su trabajo. Sólo me preocupa una cosa, ¿sabe?, que hay un chico con el que estaba muy bien, muy a gusto, haciendo ciertos planes, y que aquí ha surgido algo que me tiene perpleja, a lo mejor usted se ha dado cuenta, no sé qué hacer, ya le contaré, a ver qué me aconseja, y la doctora se sintió mirada como le hubiera gustado haber sido mirada alguna vez por la Nena Enfurruñada y le dio un breve abrazo a la muchacha, que echó a correr riendo.

A eso de la una llamó por teléfono a su marido, que acogió su voz sin sorpresa, como si estuviera esperando la llamada. Hoy me he dado un baño al amanecer y he mirado las cosas de la nena con otra perspectiva, dijo ella.

La doctora piensa que, del mismo modo que el cadáver entrevisto anteanoche parecía confirmar temores secretos, como si fuese una señal segura de ciertas intuiciones sombrías, la certificación de una muerte entrevista en sueños dolorosos, donde el cuerpo desnudo de la hija niña, empapado de un líquido brillante, estaba caído en el espacio estrecho de un pasillo que se perdía en lo oscuro, suelo de baldosas, paredes desconchadas, todos esos sueños que la habían invadido cuando la ausencia de la hija era ya alarmante, el reconocimiento de aquel cadáver, el día anterior, suponía lo contrario, una certificación de vida, la muerte había encontrado a otra muchacha que no era ella, la Nena Enfurruñada estaba viva y acaso no la habían buscado bien, no habían orientado correctamente sus pesquisas, había que empezar otra vez la investigación, no confiar tanto en la policía, en los detectives, había que escudriñar de nuevo en su agenda y volver a interrogar con paciencia a sus amigos y conocidos.

El Buen Marido se manifestaba algo perplejo, como era su costumbre le daba la razón pero dudaba, y ella sabía que era para mostrar su propia falta de adecuación, su escasa capacidad resolutoria en el asunto, ya te lo explicaré cuando vaya, regreso en cuanto pueda arreglarlo, no creo que tarde demasiado, lo malo es que ahora todo el mundo está de vacaciones, tendré que esperar por lo menos al mes que viene, pero tú vuelve a echarle una ojeada a los papeles de la nena, en las direcciones de la agenda tiene que haber algo que nos dé una pista, algo que entonces se nos escapó.

BOOK: El lugar sin culpa
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