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Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

El maestro iluminador (24 page)

BOOK: El maestro iluminador
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La chica era tonta, lo que era una lástima. Agnes la miró más atentamente. No cabía duda de que era tonta. Pero tenía algo, quizá incluso había algo de inteligencia en esa mirada.

La muchacha señaló el fuego y después a sí misma, moviendo la cabeza con vigor.

—¿Qué intentas decirme, niña? Habla.

—Magda. —Se señaló a sí misma y después la chimenea—. F-fuego.

—¿Tú has mantenido el fuego encendido?

Con una ancha sonrisa, la niña asintió.

—Pedí al mo..., pedí leña al mozo.

—Bien, bien, conque has mantenido el fuego encendido. Puede que no seas tan simplona como dicen.

La muchacha se frotó los brazos cruzados.

—Magda, frío —dijo con una sonrisa.

El calor del fuego también reconfortó a Agnes. No se había dado cuenta del frío que tenía hasta ese momento. Frío. ¿Tenía John frío en el camposanto? Mejor no pensar en esas cosas. Eso sólo acarreaba un dolor insoportable. Dirigió una mirada escrutadora a la chica. Supuso que, al verla, el mozo de cuadra habría tenido motivos suficientes para acudir en su ayuda. La muchacha era menuda, pero bajo los harapos se veían los pechos en ciernes de una mujer.

—Comida. Para ti. —Magda señaló un plato de huevos fritos.

—¿También has hecho los huevos tú?

La chica agachó la cabeza como si lamentara no poder contestar que sí.

—No. Un hombre y la señora. —A continuación, casi en tono desafiante, añadió—: Pero yo sé freír huevos.

—Ah, ¿sí?

Lady Kathryn, bendita sea. y un hombre: el iluminador debía de haber vuelto. Cuánto se alegraba. Los huevos eran una bendición, no sólo porque necesitaba comer —aunque el dolor le había quitado el apetito—, sino porque significaba que los demás habían comido. Aún tendrían que cenar, pero eso ya no era tan urgente.

Con una mano sucia, la chica le dio un trozo de pan. Agnes lo miró y frunció el entrecejo —pan horneado antes del incendio, cuando su John todavía estaba con ella—, pero lo aceptó y lo remojó en un trozo de yema con la costra que la chica no había tocado. Mientras masticaba miró a la fregona con cara pensativa.

—Pon agua a hervir, Magda. Vas a bañarte.

La muchacha negó con la cabeza, abriendo los ojos asustada.

—No te matará, niña. Y en cuanto te hayas librado de las pulgas y los piojos, ya no tendrás que dormir con los perros.

La mirada de miedo de Magda se atenuó un poco y vertió agua en el hervidor. Aunque esa mañana había llenado la tinaja de agua en el pozo, la echó con cicatería, como si cada gota fuera veneno.

—Llénala del todo. Así.

Por primera vez desde el incendio, Agnes sintió que la opresión en el pecho se le aligeraba un poco. Entró en la despensa y cogió una pastilla de jabón de lejía y trapos de lana deshilachada. Pero cuando salió, la muchacha había desaparecido. El único sonido era el borboteo del agua hirviendo. Oyó un ligero movimiento debajo de la pesada mesa de roble, poco más que el roce del ala de un vencejo.

—Sal de ahí, niña. No te haré daño ni te derretirás.

La chica salió obedientemente, pero se encogió cuando vio el jabón y el trapo. Agnes la cogió por el brazo con suavidad y la acercó a la chimenea, donde la sentó en el extremo de piedra elevado. La chica permaneció inmóvil, pero hizo ademán de huir cuando la cocinera llenó un cuenco de agua hirviendo. A continuación Agnes la cogió por la barbilla, le levantó la cara y empezó a frotar hasta que se vio la piel rosada.

—Esta noche compartirás mi cama —dijo Agnes—. Así las dos nos daremos calor.

Kathryn oyó a Colin rezar en la capilla a su paso hacia el gran salón para la reunión mensual con Simpson. «Misere Nobis, Kyrie Eleison.» Oraciones en la prima al salir el sol, más oraciones en la tercia, la sexta y la nona, y luego otra vez, cuando las sombras del crepúsculo llegaban sigilosamente en la víspera. Últimamente a cualquier hora del día —incluso cuando la campana anunciaba el toque de queda en las completas— veía a su hijo inmerso en sus rezos. Y no eran simples ofrendas sacerdotales, sino súplicas sinceras.

¿Acaso los pecados de Blackingham eran tan graves que su hermoso niño, pálido y demacrado por el ayuno —no recordaba cuándo lo había visto comer por última vez—, tenía que murmurar esos continuos ruegos de misericordia? ¿Susurraba sus súplicas allí, en la fría capilla, incluso en los maitines, cuando la luz de las velas bailaba con las sombras de los demonios en la pared, y de nuevo en las laudes, cuando el gallo de san Pedro cantaba en la oscuridad justo antes del alba? Mientras los pecadores de Blackingham dormían, mientras ella dormía con un asesino de Cristo —un «asesino de Cristo» que tenía más de Cristo que cualquier cura que hubiera conocido—, su hijo, sin duda el más inocente de todos, velaba con sus oraciones.

Se detuvo ante la puerta de la capilla con la intención de entrar e interrumpir sus pías devociones para llevárselo al brillante sol de ese día de noviembre. No se acordaba de cuándo habían hablado por última vez. No desde la muerte del pastor, una semana antes, eso por descontado. Finn tampoco se había acercado desde la tarde en que ella lo echó. Lo había esperado siete noches, pendiente de oírlo llamar a la puerta. Al día siguiente, Glynis le llevó un mensaje: «Un regalo de agradecimiento para mi señora, que da cobijo a un pobre artesano y su hija»,junto con un paquete. «Artesano.» La palabra la abofeteó en la cara. El paquete contenía unos zapatos de ante suave con una hebilla que nunca había visto. Sabía que las hebillas estaban de moda, pero era la primera vez que veía una. Los botines eran preciosos. ¿Por qué no se los había dado él mismo?

«Domini Deus.» Colin sollozaba en la capilla. Su pelo claro resplandecía como un halo en torno a su rostro de rasgos delicados, ahora demacrado de tanta devoción. La luz de la cruz carmesí en el ventanal de la capilla se reflejaba en su pelo, y la forma sagrada se proyectaba en su coronilla y por sus hombros como el manto de un monje. El ventanal de Santa Margarita. Roderick había pagado una importante suma por los vivos colores que representaban a la santa patrona de los partos. Cuando ella esperaba a sus hijos, su esposo había prendido velas, cambiado el nombre de la capilla de Santa Julia a Santa Margarita, disponiendo de los santos con la misma facilidad con que disponía de sus favoritas. Cuántas molestias y cuánto gasto, no por ella, eso lo sabía, sino por su descendencia, «el orgullo de sus entrañas», como había llamado a los lozanos gemelos que le enseñó la comadrona, aunque desde el principio se mostró más orgulloso de uno que del otro.

Había devuelto a la criatura dormida y más pequeña a Kathryn Y sostenido en el aire con una sola mano, como un trofeo, al bebé rubicundo y chillón al que llamó Alfred. «Éste, éste —había dicho— está destinado a ser un luchador.» Ella se había estremecido al oír esas palabras, y había rezado a santa Margarita para que protegiera a sus dos hijos. A santa Margarita, que ahora conspiraba con la cruz iluminada por el sol para llevarse a Colin. ¿Qué diría Roderick si viera a su hijo menor lloriqueando ante el altar día y noche? Su esposo no tenía la menor inclinación hacia la penitencia, aunque Dios sabía que sus graves pecados eran motivo suficiente para ello.

Colin estaba inmóvil, arrodillado ante el altar, con las manos juntas y los ojos cerrados: la típica postura de penitencia. Seguro que notó la presencia de su madre, que oyó el susurro de su falda, pero no dio la menor señal.

—Colin —llamó ella en voz baja, casi en un susurro.

Habría podido ser una estatua de piedra, salvo por el leve movimiento de sus labios al pronunciar las oraciones.

Con un suspiro, Kathryn dio media vuelta. Al ver que no podía salvar a Alfred, había arrebatado al hermano más joven de la maldición del afecto de su padre. Pero no se enfrentaría a ese otro Padre, ni siquiera por un hijo. Temía poner en peligro no sólo su propia alma, sino también la de Colin.

«Christe eleison.» Aunque más débil, la voz siguió suplicando mientras ella se alejaba.

«Cristo ten piedad de nosotros. Sí, y sobre todo de ti, Colin, de mi hermoso niño. Piedad de ti —dijo para sus adentros— Christe eleison.»

«Y ten piedad de mí también», rogó. Sintió la palpitación bajo la mejilla. Pronto le sobrevendría el dolor de cabeza. Se le había retrasado la menstruación. ¿Debía preocuparse? No era la primera vez, lo había atribuido a la edad critica. Pero eso era antes. ¿Podía estar la semilla de Finn buscando incluso en ese momento algún hueco todavía fértil en su vientre? Él siempre se había retirado, ¿no? ¿Cada vez? Nunca le había dicho nada al respecto, no la había invitado a participar en una conspiración pecaminosa, y ella había aprendido a esperar que él culminara su pasión contra la suavidad de su vientre, como vino derramado.

Coitus interruptus.

Se masajeó la sien izquierda, intentando ahuyentar el dolor.

Todavía tenía que ver a Simpson.

Coitus interruptus. Christe eleison.
Inspiró hondo, exhaló el aire y su pecho se movió con la opresión que sentía. Demasiado latín en su vida.

Cuando Kathryn entró en el gran salón donde debía reunirse con el administrador, vio que las mesas y los bancos de los banquetes habían sido retirados. Desde la muerte de Roderick, los festines eran escasos. En ese momento los únicos adornos del salón eran los pesados tapices que cubrían las paredes, amortiguando el frío que se filtraba por los ladrillos, y una mesa y una silla, en la que ella se sentaba cuando ejercía de señora de la heredad. El tamaño de ese mueble de roble sólido había sido adecuado para su marido; Roderick era un hombre grande y la ocupaba por entero, como un amo en su trono. Pero incluso con su voluminosa túnica de terciopelo remetida entre los brazos curvos de la silla, Kathryn se sentía en ella como un pájaro herido y desguarnecido.

Prefería llevar sus asuntos en el ambiente más cálido del salón de retiro, pero esta vez había decidido servirse del gran salón para recordar su posición al hosco administrador. Había ordenado que apartaran la silla de la tarima para ponerla en el centro del salón, pensando que así resultaría menos amenazadora. En ese momento se dio cuenta de que había cometido un error al hacerlo; necesitaba que Simpson alzara la vista hacia ella y, además, se sentía muy pequeña en medio de ese enorme espacio vacío, pero la silla pesaba demasiado para devolverla a la tarima. Y le dolía mucho la cabeza.

Cerró los ojos para conjurar el familiar dolor, o más bien para reunir fuerzas y aguantarlo, mientras esperaba la llegada del administrador. ¿Por qué permitía que ese hombre le causara tantas molestias? Era un sirviente. Ella era el ama. Debería despedirlo, pero ¿dónde encontraría un sustituto? Oyó ruido de pasos y un murmullo de voces. Al abrir los ojos, además de Simpson vio también a su hijo. Claro, ¿cómo no había reparado en que Alfred lo acompañaría? Alfred —¿cuándo se había vuelto tan alto y tan guapo?— estaba aliado de Simpson. El malestar disminuyó. Enderezó la espalda y alzó la barbilla.

Alfred le cogió la mano y se la acercó a los labios mientras apoyaba una rodilla en el suelo con gesto cortesano.

—Confío en que mi señora madre goce de buena salud. «Está practicando sus modales cortesanos —pensó ella— Cuánto se parece a su padre, quizá demasiado. Pero me pertenece a mí, se amamantó de mis pechos. Ese vínculo es fuerte. y será un buen amo de Blackingham.» Sonrió al pensar cómo su padre, el primer señor de Blackingham, se habría enorgullecido de su robusto heredero.

Tenía muchas cosas que decirle a Alfred, lo había aplazado demasiado tiempo, pero era consciente de la presencia de Simpson, que estaba detrás de él en una postura —pero no en una actitud, advirtió ella— de sumisión.

Indicó a Alfred que se pusiera en pie.

—Estoy bien, dadas las circunstancias. Me alegro de que por fin hayas decidido venir a ver a tu madre. Se ha notado tu ausencia en esta desgracia. —Dirigió una mirada iracunda al administrador—. Y también la vuestra. Deberíais haber asistido a la misa.

Por detrás de Alfred, Simpson esbozó una sonrisa petulante.

Kathryn vio en ella lo que el propio administrador no se había atrevido a decir: una misa por el alma de un vulgar campesino era una ridiculez en la que no participaría.

—Mi señora madre, no era mi intención ser negligente. He estado ocupado con la misión que me asignasteis.

Palabras bonitas, pero el tono no acababa de convencerla.

—Fui a los aposentos de mi madre la tarde del funeral del pastor, con la intención de prestar el apoyo que corresponde a un hijo responsable en los momentos difíciles, pero encontré la puerta cerrada y a mi señora madre con otra persona. Como no quise molestar, me marché.

El administrador seguía con su sonrisa petulante, pero ella se quedó tan desconcertada que apenas reparó en ello. La tarde del funeral del pastor. La última vez que Finn y ella habían estado juntos. Sintió que se ponía lívida. Había atrancado la puerta, de eso estaba segura. Alfred no podía saber a quién recibía ni los detalles íntimos. Decidió negarlo con rotundidad. La mejor defensa era el ataque. Al menos ésa había sido siempre la estrategia de Roderick.

—Tenías que haber llamado a la puerta, seguro que estaba sola, y mis hijos siempre son bienvenidos. Necesitaba hablar contigo, tengo unas cuantas preguntas que hacerte acerca del incendio y acerca de lo que hacías en la lonja antes de devorarla el fuego.

¿Eran imaginaciones suyas o Simpson se movía inquieto? «Si lo que dijo de Alfred era mentira, que lo explique ahora», pensó.

—¿El incendio? —Alfred se mostró perplejo y luego se sonrojó. Kathryn reconoció el color de la ira— ¿No iréis a echarme la culpa a mí? Yo sólo estuve allí una vez, tal vez dos, para..., para ayudar a John a extender los vellones.

—Es que alguien te vio entrar la mañana del incendio y creí que...

—¿Qué creísteis? ¿Que yo provoqué el incendio? Seguro que no le preguntasteis a Colin dónde estuvo.

Kathryn vio que de pronto Simpson estaba muy interesado en el techo abovedado del gran salón, pero seguro que escuchaba, regocijándose con cada palabra, y no intentaba disimular su sonrisa petulante.

—Hablaremos de ello en privado, después de examinar las cuentas —dijo ella.

Simpson dio un paso al frente y entregó las hojas unidas con cordones de cuero a Alfred, que se las pasó a lady Kathryn. Ella las examinó con cuidado y vio que los balances coincidían con las cuentas de la cosecha del año anterior, que ya había estudiado previamente preparándose para ese día.

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