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Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

El maestro iluminador (21 page)

BOOK: El maestro iluminador
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—Padre, es horrible. Teníais que haber estado aquí. No pude soportarlo.

El sheriff miró cómo Finn retiraba con delicadeza los brazos con que su hija le rodeaba el cuello y le secaba una lágrima en la mejilla con un dedo manchado de pintura.

Es curioso que no se hubiera fijado antes en lo exótica que era la muchacha. De una tez y color de pelo muy distintos de los de su padre. «Debe de ser una hija ilegítima de una furcia de piel oscura», pensó

—Shhh, Rose, tranquilízate. Y ahora cuéntamelo.

La muchacha miró alrededor, advirtiendo por primera vez que no estaban solos.

—Fue la lonja, padre. Se incendió. Y John estaba dentro —contó con un hilo de voz.

El iluminador se horrorizó, incluso pareció disgustarse. ¿Qué significaba aquel pastor para él?, se preguntó sir Guy.

—Pobre John. —Finn meneó la cabeza en lo que parecía una expresión sincera de dolor y murmuró—: Pobre Agnes. —y luego—: Una verdadera lástima.

El sheriff estaba cada vez más confuso.

—También supuso una gran pérdida para lady Kathryn, padre. Contaba con la lana.

Bueno, al menos eso sí lo entendía el sheriff.

—No dijo gran cosa —prosiguió la muchacha—, pero estaba destrozada. Creo que deseó que estuvierais aquí.

«¡Deseó que estuvierais aquí! ¿Ella? ¿Lady Kathryn?», se dijo el sheriff. Pequeños granos de incertidumbre e irritación chirriaron al rozar la lisa superficie de sus planes.

—Ahora mismo voy a verla. Sécate las lágrimas. ¿Qué haces aquí tan temprano?

—He venido a ayudar. Cuando vuelvan del entierro, tendrán que comer. Lady Kathryn, Colin y Agnes.

«¿Agnes? Esta chica, una invitada de una casa noble, ¿va a hacer de criada para la cocinera? —pensó el sheriff—. ¿Es que de pronto se ha invertido el orden natural de las cosas?»

—Puedo ayudar —afirmó la muchacha con orgullo— Anoche ayudé a lady Kathryn. Preparamos un guiso de paloma.

El estómago del sheriff gruñó al recordarlo.

—En ese caso yo también ayudaré —dijo el padre— Será como en los viejos tiempos. Y cuando vuelvan, lady Kathryn, Colin y Agnes encontrarán el consuelo de una cocina y comida calientes.

Poco después el sheriff se marchó, mascullando maldiciones, plenamente consciente de que Finn y Rose, que atizaban el fuego, no se daban cuenta de su marcha.

A solas con un mendrugo de pan y un trozo de queso en La Hija del Mendigo, una taberna en Aylsham donde el dueño solía dar de comer gratis al sheriff (y también a cualquiera de los adláteres que lo acompañaran), éste masticaba algo más que la comida.

«Ahora mismo voy a verla», había dicho el iluminador. Había pronunciado esas palabras en tono de amo y señor, como si hubiera algo entre lady Kathryn y ese Finn , una especie de amistad. Sir Guy masticó y tragó. Semejante amistad podría ser un obstáculo para sus objetivos. Si ella ya tenía un protector, no era tan vulnerable como él necesitaba que lo fuera. O a lo mejor lo que había entre ellos era una cama. Quizá eran amantes. No, imposible. Una mujer noble y un artesano. Además, sería fornicación, y aunque, a juzgar por los comentarios de Roderick, lady Kathryn no era una mujer excesivamente piadosa, sí era prudente y si lo que decía Roderick era verdad, también fría. No, más bien sospechaba que el iluminador desempeñaba un papel de amigo y consejero. Aun así, había sabido granjearse su favor, y quién sabía qué podría resultar de eso. De una cosa estaba seguro: amigo o amante, el iluminador era un obstáculo que había que eliminar. Pero antes tenía asuntos más importantes que atender.

Primero debía ocuparse del sacerdote muerto. Habían pasado tres meses. Al principio el obispo tenía otras preocupaciones; estaba convirtiendo las ruinas de la antigua catedral anglosajona de North Elmham en una casa de campo y pabellón de caza. Pero cuando el arzobispo empezó a impacientarse, el obispo exigió acción. Así que ahora era problema del sheriff. Sir Guy apuró la cerveza, pellizcó a la muchacha que le había servido a modo de pago y, sin siquiera despedirse del tabernero con un gesto, se marchó a investigar la escena del crimen.

El Bure era uno de los muchos ríos que vertían sus aguas en las turberas de East Anglia. Una corriente perezosa y poco profunda, que rebasaba a menudo sus estrechos márgenes en los meandros hacia el mar, fluía hacia el norte y el este de Aylsham y bordeaba los campos al sur de Blackingham, donde las ovejas pastaban plácidamente. Allí donde el río atravesaba la carretera principal que conducía al sur de Aylsham y más allá de Norwich, había un vado. Y era allí donde habían encontrado al sacerdote muerto, en las márgenes poco profundas del arroyo, entre los juncos: en tierras de Blackingham. El sacerdote debía de estar de camino a Blackingham —no de regreso, dado que lady Kathryn había dicho que no lo había visto—, o tal vez iba más al norte, a la abadía de Broomholm. De modo que fue allí adonde volvió sir Guy ese sombrío día a reanudar la investigación, aunque no sabía qué podía encontrar, ya que el paraje pantanoso habría borrado cualquier prueba del crimen. Un rastro débil, pero no dejaba de ser un rastro. Sus hombres habían batido la zona pocos días después y al parecer no habían encontrado nada. Pero bajo la renovada presión del obispo, necesitaba asegurarse.

El caballo avanzaba a regañadientes por el borde pantanoso, perturbando a una tadorna que chapoteaba entre los juncos en busca de comida. La mirada aguda del sheriff no divisó nada especial. Por supuesto cualquier señal de violencia y sangre habría desaparecido hacía tiempo; sólo había un trozo de turba apartada, donde los cosechadores habían cortado los juncos. Se habían dejado una gavilla medio oculta entre la hierba más alta. No había ninguna piedra vuelta hacia arriba. Si por algo destacaba sir Guy era por su minuciosidad, pero como no deseaba desmontar, clavó la hoja de su espada en el atado de juncos. La tadorna, de nuevo interrumpida, graznó y, agitando las alas en un estallido de frustración, alzó el vuelo.

Al no encontrar nada bajo el atado de juncos, retiró la espada y, empleando la hoja como guadaña, la pasó por los juncos sin cortar. Allí tampoco había nada, como sospechaba. Tiró bruscamente de las riendas de su caballo hacia la derecha. Uno de los cascos volvió a apartar la gavilla de juncos. Esta vez un paquete marrón y cuadrado se desprendió y cayó. Probablemente una bolsa con la comida del cortador de juncos. Aun así, valía la pena investigar.

Le despertó curiosidad suficiente para decidirse a desmontar. Cogió el objeto caído, que estaba sorprendentemente seco, protegido del agua por el pesado atado de juncos. Debió de quedar atrapado entre la hierba y se habría entreverado en la gavilla después de cortarse los juncos. Al examinarlo vio que era una pizarra forrada de cuero con un trozo de tiza atado con un cordel. Se le aceleró la respiración cuando vio el sello repujado de la Iglesia en la tapa de cuero. Ajeno a la humedad que calaba sus elegantes botas, el sheriff examinó con profundo interés los trazos garabateados en la pizarra. Sabía suficiente latín para hacer una somera traducción.

«2 florines de oro», seguido de las iniciales «P. G.». Apenas pudo descifrar «por el alma de su madre».

«1 copa de plata, seguido de las iniciales «R. S., por el alma de su difunta esposa».

«2 peniques de Jim el Candelero por el pecado de avaricia.» Los tres estaban unidos por unos paréntesis y la palabra «Aylsham».

El sheriff comprendió lo que había encontrado. Era el inventario de bienes que el sacerdote había reunido para la Iglesia en su última incursión. Incluso llevaba una fecha en lo alto: «22 de julio, día de María Magdalena».

Había más. Otra entrada. La última. «1 collar de perlas. L. K. por los pecados de sir Roderick.» La entrada a su lado decía «Blackingham» .

Lady Kathryn había dicho que el sacerdote no había ido a Blackingham. Pero allí, escrita por el cura de su puño y letra, tenía la prueba de que había mentido.

Bien entrada la mañana, Alfred espoleó el palafrén de lady Kathryn para ir a San Miguel a ver a su madre. Antes había ido a buscarla para hacer las paces y Glynis le había dicho que su señora madre y su hermano se habían sumado al cortejo fúnebre. Supuso que su madre se enfadaría por haberle cogido el caballo sin su permiso, pero él debía tener su propia montura. Su padre había prometido a sus dos hijos que les regalaría cinco sementales cuando llegaran a la mayoría de edad, pero su madre, con la excusa del dinero, le había dicho que no podía ser. Colin había estado de acuerdo. Aunque, claro, ¿qué importancia iba concederle a eso un afeminado como él? Ahora Colin estaba con su madre, como siempre, intentando congraciarse. Alfred también debía estar allí, porque eso la habría complacido, y en ese momento deseaba complacerla.

Se estremeció bajo su túnica de hilo, lamentando no haberse puesto otra de más abrigo, y respiró el aire húmedo y cargado de humo de las cocinas de Aylsham. El olor a grasa quemada le recordó que no había comido. Veía la pequeña aguja achaparrada de San Miguel justo delante de él. ¡Qué muerte tan horrible! Lamentó no haber estado allí cuando sacaron el cadáver del pastor. ¿Se le habían derretido los globos oculares? ¿Había perdido la piel? Habría apostado una corona a que habría sido lo suficientemente hombre para mirar el cadáver sin dar arcadas. Si Colin había estado allí, seguro que se puso verde y vomitó. Era un auténtico gallina. Seguro que ni siquiera había estado nunca con una chica.

Según Simpson, John se había emborrachado e incendiado la lonja por un descuido. Alfred lo dudaba. Por lo que había visto mientras observaba al administrador, sabía que su madre tenía razón: no se podía confiar en él. Ciertamente a John le gustaba la cerveza, pero no era un irresponsable. Era imposible que estuviera borracho en pleno día. No, por alguna razón que le convenía a él, o tal vez por pura maldad, Simpson quería que pensaran que John había prendido fuego a la lonja.

Pero Alfred no sólo quería hablar con su madre de las acusaciones de Simpson. Tenía algo que le pertenecía a ella y que había encontrado en la casa del administrador. El día anterior había salido de la casa furioso porque su madre no le dejaba volver a la casa principal. Se había cansado de hacer de espía. Simpson no se había dejado engañar por su actitud de señor de la casa y había encontrado diversas maneras de obligarlo a hacer tareas indignas de su condición. No era fácil ejercer de noble cuando uno estaba hundido hasta el cuello en estiércol de oveja. Así que el día anterior, cuando su madre arremetió contra él, primero se fue a Aylsham, a El Venado Blanco, para aplacar su ira y su orgullo herido con un par de pintas. Después regresó a casa de Simpson a resolver unas cuantas cosas con él. Si tenía que quedarse otras dos semanas hasta su cumpleaños, quería aclarar un par de asuntos.

Al hallar la casa vacía, decidió inspeccionarla a fondo: hasta entonces siempre había encontrado la puerta de la habitación de Simpson cerrada con llave. No había descubierto ningún indicio de malversación, pero sí otra cosa, algo que su madre podría utilizar contra él. La amenaza de una acusación de robo mantendría al administrador a raya, y Alfred ofrecería esa prueba a su madre, una suerte de ofrenda de paz y de soborno. Lo había decidido. Era el hijo mayor de sir Roderick de Blackingham, y no pensaba pasar un día más haciendo de lacayo.

Pero si su madre no le dejaba volver a casa, tenía otro plan.

La sangre vikinga heredada de su padre ansiaba acción, y creía saber dónde encontrarla. Los muchachos de El Venado Blanco habían comentado, en tono de queja, que el obispo quería reunir un ejército para reinstaurar al papa italiano. Si eso era verdad, el obispo necesitaría más oro para asaltar Aviñón. Necesitaría soldados ingleses valientes, soldados ingleses nobles. Pero para eso Alfred debía tener un caballo. Otra razón para estar a buenas con su madre. Esa primavera se había probado la armadura de su padre. Ya era lo bastante alto: le habían cabido el yelmo y la greba, aunque la cota de malla le venía ancha en el pecho y el gorjal le resultaba incómodo. Sin embargo, estaba seguro de que ese verano se había robustecido. Volvería a intentarlo.

Espoleó más al renuente palafrén, olvidando el frío y la humedad. El sol lucía en un cielo despejado y sentía el viento que le agitaba el pelo. Sueños de gloria en el campo de batalla alimentaban su imaginación: estandartes de seda flameando, trompetas de heraldos. Y él se dirigía triunfalmente a la corte francesa mientras todas las damas parloteaban tras sus abanicos sobre el valiente joven inglés cuya armadura resplandecía bajo el sol, sin la menor mancha de barro o sangre. Incluso era posible que lo nombrasen caballero de la orden de la jarretera, un honor que no había distinguido a su pobre padre.

Se detuvo cerca de la entrada del camposanto. El entierro había acabado. Sólo quedaba la vieja cocinera llorando junto a la tumba reciente. No se veía la menor señal de su madre ni de Colin.

Por un instante pensó desmontar y acercarse a dar el pésame. Pero no habría sabido qué decir a una sierva.

XI

Dirige, Domine, Deus meus, in conspectus tuo viam meam. (Guía, oh, Señor, Dios mío, mis pasos hacia tu visión.)

DIRIGE
(canto fúnebre) del oficio de difuntos

Lady Kathryn estaba sola en el patio de San Miguel. El puñado de campesinos y familiares de éstos que habían asistido al oficio fúnebre la saludaron tímidamente con la cabeza al marcharse.

—Que tengáis un buen día, mi señora.

—Ha sido muy bondadoso y gentil por vuestra parte venir al entierro del pastor, mi señora.

¿Bondadoso y gentil? ¿O simplemente había sido un error?

Había observado con cierta envidia —sí, tenía que reconocerlo— cómo se arremolinaban en torno a Agnes para darle el pésame, para expresar unas condolencias sinceras. Los arrendatarios y siervos de Blackingham estaban unidos por un fuerte sentido comunitario en el que ella nunca había reparado. Pero ¿cuándo habría podido hacerlo? Primero habían tratado con su padre y después con su marido, y ninguno de los dos había destacado por su generosidad. Ahora era Simpson quien los acosaba por los retrasos en el pago de los arriendos, les confiscaba el ganado y se llevaba a sus hijos más fuertes como aprendices cuando no podían pagar. Y dado que Roderick, y ahora Simpson, la habían representado ante ellos, no podía evitar pensar en la mala opinión que debían de tener de ella. Le lanzaban miradas furtivas y tímidas.

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