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Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

El maestro iluminador (18 page)

BOOK: El maestro iluminador
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—El abad me ha pagado generosamente, y en Blackingham me dan bien de comer. Tienes muchas visitas. Estoy seguro de que encontrarás la manera de compartir el azúcar.

La voz de Finn era como el sonido grave de una flauta de lengüeta. Julián se relajó, tranquilizada por sus ritmos ondulantes. Él dio unos golpecitos en la crujiente barra de pan con sus largos dedos manchados de pintura, manos de artista. La mujer se preguntó si le gustaría su trabajo. Sin saber por qué, le pareció que sí.

—El pan aún está caliente del horno —dijo— Come un trozo antes de que se enfríe.

—Sólo si me acompañas —respondió ella animándose— Entra por la habitación de Alice. La llave está escondida debajo de la segunda piedra del sendero del jardín. Podemos compartir una comida por la ventana que da a su habitación. Es más grande que este hueco minúsculo.

—Será un placer compartir una comida en compañía tan santa.

Mientras aguardaba, Julián partió dos rebanadas, que desprendieron olor a levadura en la estancia cerrada. Raspó unos preciosos granos de azúcar encima de cada una. Cuando acabó, él ya había entrado y acercado un taburete a la ventana.

—Tengo leche fresca. Alice me la trajo antes de irse.

Acercó su taburete para sentarse enfrente, sirvió dos jarras de peltre y las puso en el alféizar delante de él. A continuación llenó un plato y lo puso en el suelo a sus pies. En el rincón, una sombra gris se apartó de las sombras más oscuras y atravesó la habitación como una flecha.

Finn sonrió y señaló el gato de color humo, que bebía la ofrenda de leche con delicados lengüetazos.

—Veo que has adquirido un huésped desde la última vez que nos vimos.

—Se llama Jezabel —dijo Julián, desmigando un poco de pan en el plato del gato mientras le acariciaba el cuello— Me la trajo Medio Tom. Dijo que la encontró en el mercado, medio muerta de hambre y atragantándose con su propio pelo.

—Un nombre extraño para la compañera de una mujer santa.

—El padre Andrew, coadjutor de la iglesia, le puso ese nombre en un ataque de ira. La gata derramó el vino de la comunión.

—¿Y te dejó quedártela después de semejante pecado?

—Cuando le señalé la frase en el Ancrene Riwle, el libro de reglas para anacoretas, que menciona específicamente que una mujer santa puede tener un gato en una ermita. Eso y el hecho de que es una excelente cazadora de ratones le convencieron.

Ambos rieron. Era bueno reírse. Últimamente tenía pocos motivos para hacerlo.

Conversaron mientras compartían la leche y el pan: de Medio Tom, de los hábitos de limpieza de Jezabel, de las revelaciones de Julián. Finn preguntó por el cuenco de avellanas en el ancho alféizar.

—Se las ofrezco a mis visitas como recordatorio del amor de Dios, de cómo ama hasta la más pequeña de sus creaciones. Por favor, llévate una cuando te vayas. Te costará menos que una reliquia sagrada. Como la gracia, es gratis.

Advirtió que Finn dirigía la mirada hacia el manuscrito que ella había apartado apresuradamente. Aunque la austera celda estaba provista de un pequeño escritorio, empleaba el alféizar como estante.

—¿Dices que no estás contenta con lo que has escrito?

Ella tragó saliva antes de contestar.

—La mayor parte de eso, las revelaciones relativas a mis visiones, lo escribí hace meses. Últimamente apenas he escrito.

—Desde lo de la niña —dijo él.

—No puedo olvidar el dolor de la madre. Mi incapacidad de consolarla, de mostrarle el amor del Señor a pesar de la muerte de su hija. —Recogió unos granos perdidos de azúcar con la yema del dedo.

Se alegró de que Finn no le ofreciera palabras huecas de condolencia ni advertencias de que el dolor negaba la fe y, por tanto, era un pecado. Vio el propio dolor de Finn cuando tensó la mandíbula mientras ella le contaba cómo la niña había empezado a recuperarse, a curarse la herida en la pierna, hasta que llegó la fiebre; cómo fue imposible consolar a la madre, quien clamó contra un Dios cruel capaz de llevarse a su hija, y cómo había maldecido a la Iglesia, a la cerda y a su dueño, el obispo.

Cuando Julián acabó su relato, permanecieron un minuto en silencio y luego él le pidió que le enseñara su trabajo.

Ella empujó la pila de papeles hacia el iluminador y masticó el pan con azúcar en silencio mientras él examinaba las hojas sueltas de vitela. Jezabel, tras vaciar el plato y lavarse la cara con la lengua, saltó al regazo de Julián y observó a Finn con desconfianza, entrecerrando los ojos verdes en tanto él leía. Ronroneó cuando Julián la rascó entre las orejas peludas.

Pasaron los minutos. Julián se sentía incómoda. Le sorprendió y alarmó descubrir que le preocupaba la opinión de Finn. Como si intuyera su inquietud, Jezabel saltó del regazo y se dirigió a su rincón en la sombra. Finalmente, Finn enderezó las hojas formando una ordenada pila, más ordenada que cuando las encontró, y habló:

—No soy un hombre pío, pero veo cómo esto, tus enseñanzas de un Dios lleno de amor, un Dios maternal, podrían conducir a una mayor comprensión de la naturaleza divina. Este es un texto que merece ser iluminado.

Pese a sus palabras, Julián sospechó que sí era un hombre muy pío, aunque no de la manera farisaica que exhibían demasiadas personas con sus recargados rosarios y crucifijos. Y aun temiendo pecar de orgullo, se alegró de que a Finn le gustara su trabajo y se sintió un poco avergonzada. Debía de estar acostumbrado a la elocuencia.

—Escribo sobre todo para ayudarme a entender. Para entender el verdadero significado de mis visiones. No soy lo bastante culta: sé poco latín. No escribo para los demás, no sé escribir en la lengua de la Iglesia.

Finn esbozó una sonrisa enigmática, un poco torcida.

—Cuéntame tus visiones —pidió.

Julián le habló de su enfermedad. Era tanto más fácil contarlo que escribirlo. Él sabía escuchar. Se inclinó muy atento mientras ella le explicaba cómo, de joven, anhelando la salvación, le había pedido tres cosas a Dios.

En primer lugar había rezado para entender mejor la pasión de Cristo, deseosa de contemplar su sufrimiento —como Magdalena, que aguardaba bajo la cruz— para ver, conocer, compartir su agonía, para oír su grito al Padre, para contemplar cómo emanaba la brillante fuente de su sangre purificadora cuando los romanos hirieron su delicada piel. No bastaba con escuchar las Escrituras en una lengua que apenas entendía. Tenía que verlo, para conocer, para conocer a fondo la pasión de Cristo, antes de que su alma pudiera beber de esa fuente.

Él asintió mientras ella le contaba que había rezado pidiendo una enfermedad física, un profundo sufrimiento para poder estar más cerca de Dios en cuanto a paciencia y comprensión, para purificar su alma. Le contó que había pedido tres heridas: la verdadera contrición, la verdadera compasión y un verdadero anhelo de Dios.

Hizo una pausa para beber un sorbo de leche. Se oyó tragar. Finn escuchó —nunca había visto a un hombre tan inmóvil mientras le hablaba de la enfermedad que atacó su cuerpo, contándole que estuvo tres días y tres noches al borde de la muerte, que su madre la apoyó en almohadas para que pudiera respirar después de que se le paralizara el cuerpo de cintura para abajo, y que, cuando llegó el sacerdote para administrarle los últimos sacramentos, empezó a fallarle la vista y sólo vio la luz del crucifijo que sostenía el cura ante ella. Sólo el crucifijo. Sólo la luz.

—Ocurrió hace seis años, antes de venir a la ermita de San Julián. Yo tenía treinta.

Mientras contaba su historia, la luz declinaba en la habitación. Se levantó a coger una vela y, al ponerla en el alféizar que los separaba, iluminó la cara de Finn: la barba que empezaba a encanecer, la frente con amplias entradas. Julián buscó alguna señal de que empezaba a impacientarse con su historia. A algunos les pasaba. Él no preguntaba nada, simplemente esperaba a que siguiera. Ante él tenía el pan a medio comer.

—De pronto, mientras miraba el crucifijo, desapareció todo mi dolor, todo mi miedo. Simplemente cesó como si nunca hubiera existido. Me sentí mejor que nunca, entera, viva, como no me sentía desde hacía semanas. Quise levantarme, echarme a correr, a cantar. Enseguida supe que un cambio tan maravilloso sólo podía ser obra de Dios.

Finn desplazó el peso del cuerpo y se acercó un poco más.

—¿Y las visiones? —preguntó.

—Vi la sangre roja que resbalaba desde su corona de espinas. Caliente, fresca y real. Igual que cuando le ciñeron la corona en la cabeza. Verlo así fue terrible, pero también me dio una gran alegría. Una alegría que me sorprendió, una alegría, creo, como la que habrá en el cielo. Y entendí muchas cosas sin intermediarios, sin nadie entre su alma y la mía. Lo vi y lo entendí todo yo sola, sin nadie que lo interpretara o explicara.

—Quieres decir sin la ayuda de un cura. Ya he oído esa doctrina de... Bueno, da igual. Sigue. ¿Qué otras visiones has tenido?

—Lo último que me mostró fue a su madre, a nuestra Señora María. Me la enseñó como un fantasmal retrato. Era una doncella, joven y dócil, poco más que una niña.

Finn señaló las hojas de papel de vitela...

—¿Y eso es lo que estás escribiendo?

—Eso es lo que intento escribir. Pero veo que no tengo talento suficiente.

Finn cogió las hojas y las sopesó.

—Yo lo que veo aquí es un principio maravilloso.

—Pero es que eso es todo, ya lo he acabado. He escrito hasta el último detalle, y no basta. Mis garabatos no son dignos de la alegría que Él me reveló. No puedo explicar cómo se vuelca su amor. Mis palabras, todas las palabras, son... insuficientes. No alcanzan a explicarlo. —La llama de la vela parpadeó por el impacto de su aliento— Puedo decir que es la clase de amor que muestran las madres por sus hijos, que mi propia madre mostró por su hija enferma, pero es más, mucho más que eso. Esas palabras resultan inadecuadas, vacías, cuando recuerdo el calor con que me envolvió. Lo más que puedo acercarme a decir es que su amor es como..., aunque, ay, es mucho más que eso..., es como el amor de una madre. Es una madre perfecta con un amor perfecto por un número infinito de hijos.

—¿Una madre perfecta? Pero si era un hombre.

Ella negó con la cabeza.

—No niego su masculinidad. Sólo que el Dios Padre es nuestro creador, mientras que Él, el Hijo, es nuestro Cuidador, nuestro Guardián, nuestro Protector. Su sangre nos alimenta como la leche de una madre. El amor que manifiesta es equiparable al sacrificio de una madre. Sólo puedo explicarlo así.

El rostro de Finn se suavizó, como arcilla que se ablanda bajo la mano del escultor.

—Sé algo de esa clase de amor. Tengo una hija. Se llama Rose.

Julián asintió con la cabeza, indicando que se acordaba, pensando que era un nombre extraño para una niña cristiana. Un nombre extravagante. Pero él lo pronunciaba de una manera encantadora.

—Mi esposa murió dando a luz a nuestra hija. Pero ¿sabes que fue lo último que me dijo antes de morir? Rebekka, mi esposa, sostuvo a Rose junto a su pecho, a ese pequeño ser humano recién formado cuyo nacimiento le había causado tanto dolor, y susurró: «En esto hay tanta alegría, esposo mío, que ojalá pudieras conocerla».

¡Rebekka! ¿Un nombre judío? ¿Un cristiano con una judía? No. Había que estar loco para eso, y ella sabía que el iluminador no era ningún loco. A menos que su esposa judía lo hubiera hechizado. Pero una judía no se deshonraría con un cristiano, no arriesgaría su vida. En Francia, un judío se exponía a que lo decapitaran por tener relaciones con un cristiano. Los judíos habían sido acusados de envenenar pozos y de haber provocado la peste del año 1334. Julián había rezado por sus almas cuando se enteró de que habían encerrado a centenares de ellos en edificios para quemarlos vivos a orillas del Rin. También había llorado. Algunos miembros de la Iglesia defendían la tolerancia, señalando que la peste había llegado a lugares donde no había judíos, mientras que en comunidades donde abundaban había pasado sin producir un número excesivo de víctimas mortales. Seguramente Finn se contaría entre los tolerantes. Pero ¿lo suficiente como para desafiar a su Iglesia y al rey tomando a una judía por esposa?

Observó cómo a Finn le temblaba la mandíbula al saborear el recuerdo agridulce de su mujer. Esperó a que siguiera hablando. Al ver que no decía nada más, le tocó la mano y dijo: —Sé una cosa, y sólo una con certeza, Finn, y es que pase lo que pase en este mundo, nuestra Madre Dios se ocupará de que todo vaya bien.

Él la miró con incredulidad.

—Julián, tras la muerte de la niña, tras ver sufrir a la madre, ¿cómo puedes creer eso con tanta convicción?

—Lo creo porque El me lo dijo. Mi Madre Dios me lo dijo. Y mi Madre no miente.

—Te envidio semejante certeza —repuso. Dio unos golpecitos con los dedos en las hojas del manuscrito— Deja que me lleve esta primera parte, la que cuenta tu enfermedad. La iluminaré mientras escribes el resto.

—Me complace que lo leas, pero está escrito en una lengua que no es digna de ser iluminada. Tendría que estar en latín.

—Es posible que en esa lengua lo lea más gente. ¿Has oído hablar de John Wycliffe?

—Lo bastante para saber que el obispo no lo aprecia. —Sonrió al ver que Finn fruncía el entrecejo. Bajó la voz y le habló en un susurro de complicidad— Crees que eso es motivo suficiente para recomendarlo.

Finn contestó con su sonrisa sesgada.

—Madre Julián, eres una mujer muy perspicaz. —Se levantó y cogió el manuscrito—. John Wycliffe está traduciendo las Sagradas Escrituras a la misma lengua en que tú escribes. Tengo un par de aprendices que podrían hacer prácticas con esto, si confías en mí.

—Puedes llevarte el manuscrito, por supuesto. Sé que contigo mis palabras estarán en buenas manos. Lo único que te pido es que las ilustraciones sean sencillas, las que corresponden a palabras humildes, que no sean rimbombantes ni recargadas.

—Madre Julián, te pareces más a John Wycliffe de lo que crees.

Para entonces, el largo crepúsculo de East Anglia se había apagado y sólo la vela colocada en el alféizar alumbraba la habitación. Cuando Finn se dirigió hacia la puerta con el manuscrito bajo el brazo, ella lo siguió con la mirada hasta el umbral. Al abrirse la puerta, Julián vio un trozo del cielo nocturno. No se movía la menor brisa en la fresca noche de octubre y una luna llena iluminaba las matas de hierba junto al sendero.

—Pronto las heladas las matarán —dijo Finn al detenerse junto a la puerta abierta.

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