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Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

El maestro iluminador (43 page)

BOOK: El maestro iluminador
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Eso mismo se había preguntado él muchas veces en las últimas semanas.

—No habría permitido que te llevaran así como así, Kathryn. Habría buscado una manera de salvaros a las dos. No te habría dejado marchar tan fácilmente.

—Fácilmente... ¿Crees que fue fácil lo que hice? Lo estoy intentando, ¿no lo entiendes? El sheriff...

Finn soltó un gruñido de disgusto.

—Tu amigo el sheriff.

—Ya sea amigo o enemigo, su relación conmigo es lo de menos. Todo depende de él. Debo tratarlo con amabilidad, no sólo te tiene a ti en sus manos, sino también a Alfred. No he vuelto a ver a mi hijo desde que se fue a servir como escudero suyo. Si al menos pudiera hablar con él, asegurarme de que está a salvo, a lo mejor entonces podría pedir al obispo...

—¿Un indulto? No te engañes, Despenser pretende tenerme aquí hasta que se canse de su juego, sea cual sea, y sir Guy de Fontaigne no moverá un dedo para conseguir mi libertad. No te fíes de sus promesas, Kathryn. No le des más poder sobre ti, no hagas un trato con el diablo por mí.

Ella señaló la mesa con el plato de galletas y las dos tazas de sidra humeante. Rodeó una taza con las manos para calentarse pero no la levantó.

—Esperabas a Rose.

Su sonrisa, tensa y triste, le llegó a Finn al corazón, pero al ver su rostro suplicante intentó mantenerse firme. No dijo que se alegraba de verla. Ni siquiera la invitó a beber.

—La he esperado cada día desde que le escribí. ¿Le diste mi carta?

—Le..., le di tu mensaje.

O mentía o había sucedido algo muy grave. Rose habría insistido en ir a verlo. Lo sabía.

—Has dicho que no estaba enferma. ¿Sigue contigo? No la habrás echado —Empezó a asustarse— Ya te he dicho, Kathryn, que te pagaré.

—No quiero dinero, Finn. ¿Cómo puedes creerme capaz de algo así? ¿De echar a la calle a una niña desvalida?

Ante el tono dolido de su voz, él soltó una carcajada.

—Te faltó tiempo para deshacerte de tu amante abandonado. Y de una manera muy ingeniosa. Lo lógico sería que no mantuvieras a su hija judía tras quedarse sin un penique.

—Rose seguirá conmigo hasta que te ahorquen, te suelten o mueras de viejo en la cama, lo que ocurra primero.

Bien, se había enfadado, pero su ira no lo conmovería tanto como su tristeza. Y la vehemencia de su respuesta lo tranquilizó.

—No tienes derecho a pensar que yo echaría a tu hija. ¿Sabes cómo me duele eso?

Lo sabía.

Ella se levantó y empezó a pasearse de un lado al otro, con la capa revoloteando alrededor de los pies. Remachaba las palabras con los puños apretados. Finn mantenía la mirada fija en el suelo mientras ella deambulaba ante él. Llevaba los botines con hebillas de plata, los que él le había regalado.

—La trataré como a mi propia hija, Finn, te lo juro. No le faltará de nada. Será vestida, alimentada y cuidada como si fuera hija de Blackingham. Tanto Rose como la criatura. Lo juro por la Virgen.

¿Qué criatura? ¿De qué estaba hablando? Finn se sentó pesadamente en la silla, que todavía conservaba el calor del cuerpo de ella. Kathryn se había detenido y el borde de su capa estaba peligrosamente cerca de la chimenea. El se inclinó y la apartó por temor a que le saltase una chispa errante.

Miró a Kathryn, de pie ante él.

—¿La criatura? —preguntó.

—No pensaba decirlo tan bruscamente. Sólo quería que sepas que puedes confiar en mí. Ya sé que tenía que habértelo dicho antes, pero las cosas estaban mal entre nosotros y luego vino el sheriff.

Se tapó la boca con los dedos enguantados como para contener las palabras. Se le enrojecieron los ojos, dejó escapar una exclamación ahogada y luego otra.

¡Estaba llorando! Nunca la había visto llorar y no estaba preparado para el extraño efecto que eso ejerció en él. Quiso besarla, quiso gritarle que parara. ¿Qué derecho tenía a llorar? Se puso en pie y la cogió por la muñeca, obligándola a permanecer inmóvil, a mirarlo. Ella hizo una mueca que parecía de dolor, pero no se quejó. Él aflojó su presa.

—¿De qué criatura hablas, Kathryn?

Ella se apartó la mano de la boca como si retirase un sello de sus labios. Tenía la voz empañada por las lágrimas contenidas.

—Rose espera un hijo. Dará a luz en mayo.

Los pensamientos de Finn se desperdigaron como pájaros al son de un badajo. Le soltó la muñeca y se frotó la cara con las manos. Rose, su Rose. Si ella misma era poco más que una niña...

—Colin y ella eran amantes.

—¿Colin?

—Estabas tan ciego como yo. Fue culpa nuestra tanto como de ellos. Los dejamos demasiado a sus anchas mientras nosotros...

—No es necesario que me lo recuerdes, Kathryn. Sé lo que hicimos.

Se sumieron en un silencio tan profundo como un abismo.

—Hablas como si lo lamentaras —dijo ella al cabo.

—Es una mala semilla, Kathryn, que produce un fruto amargo.

Los ojos de ella brillaban, colmados de lágrimas.

—Yo no me arrepiento ni de un solo segundo. No cambiaría ni una sola de esas malas semillas por las flores más puras del paraíso.

—Mi nieto no será un bastardo. Tu hijo se casará con mi hija.

Ella abrió la boca para decir algo, pero él levantó la mano para acallarla.

—No digas que no pueden casarse porque es judía. No lo digas, Kathryn. Si oigo esas palabras de tus labios, sabré que eres una mentirosa y una hipócrita cuyo corazón es incapaz de amar. No digas que el rey no lo permitirá. El rey no conoce mi verdadera identidad, nadie la conoce salvo tú.

—No pueden casarse —dijo ella con un hilo de voz.

Quiso abofetearla. Se cogió la muñeca derecha con la mano izquierda para contenerse.

Ella tensó los hombros y se encogió como si le hubiera adivinado los pensamientos.

—No pueden casarse porque Colin se ha ido de casa. No sé dónde está.

—¿Cuándo?

—La misma noche de tu detención.

—Envía a tu amigo el sheriff a buscarlo y que lo traiga de vuelta. Oblígalo a afrontar su responsabilidad.

—Colin no sabe nada del embarazo. Seguramente se fue para alejarse de Rose. La tentación de pecar...

—¿Quieres decir que mi hija, que era virgen cuando se acogió a la protección de tu casa, sedujo a tu hijo?

—No, sólo quiero decir que... Finn, ya conoces el poder de la tentación. —Le suplicó con la mirada.

Él le dio la espalda. Ella tendió la mano y le tocó el hombro derecho por detrás. Habló en un susurro, pero él oyó cada palabra.

—Te prometo, por la sangre del Salvador, que cuidaré de tu hija. Y también me aseguraré de que su hijo esté bien atendido.

Él respiró hondo en un intento por conservar la calma. Le dolían las costillas, todavía no del todo curadas. Lo único que se oía en la habitación era el pulso de Finn latir con fuerza en su cabeza.

—Debo irme —dijo ella—. El camino es peligroso después del anochecer.

Temeroso de hablar, Finn calló. Cuando se volvió, ella ya no estaba. La única señal de su presencia era el tenue olor a lavanda y el peso de la noticia que le había dado. Escuchó sus pasos, cada vez más débiles en la escalera. Cogió la taza de peltre y la tiró contra la pared. La sidra salpicó la piedra y cayeron al suelo unas gotas pegajosas y oscuras.

Kathryn llamó al guardia para que le abriera la puerta. Su mozo, que se calentaba junto a una fogata en el patio, desató el caballo y se encaminó hacia ella.

—Mi señora, un momento, por favor. Tengo algo que podría interesaros —dijo una voz.

El capitán. Kathryn lo había olvidado. Quería montarse al caballo y marcharse, dejar atrás ese horrible lugar, que el viento le secara las lágrimas, que el frío le helara la piel, hasta que ya no sintiera el dolor en el pecho, pero no era posible. El hombre la miraba con expectación. Ya le había hecho un favor, y ella sabía que pronto tendría que hacerle otro.

—Daos prisa, por favor —pidió ella— Blackingham está muy lejos. —Lo siguió a la torre.

El capitán abrió el candado de un gran cofre en medio de la torre redonda y sacó un objeto envuelto en un trapo.

—Pensé que tal vez querríais recuperar esto. Pertenecía al prisionero. Por supuesto no se le puede devolver.

Desenvolvió un fino puñal con nudos delicadamente grabados en la empuñadura. El puñal de Finn. La primera vez que había visto ese puñal de plata estaban en el jardín, cuando acababan de iniciar su idilio. Ella se había enredado el pie con una hiedra y él había cortado la planta causante del tropiezo y formado una corona. «Una corona verde para el pelo de mi señora», y riéndose, le había besado la punta de la nariz a la vez que se la ponía en la cabeza.

—¿Cuánto?

—¿Tres soberanos de oro? —dijo el capitán con una mirada escrutadora. Estaba dispuesto a regatear, pero ella tenía prisa.

—Parece un buen precio. Pero sólo llevo encima unos cuantos chelines —contestó, pensando que quizá estuviese confabulado con unos ladrones— Si aceptáis mi palabra.

—Claro, señora. ¿Os lo guardo?

—Me gustaría llevármelo. ¿Hacemos un trueque? —Se quitó un pequeño anillo del meñique— Vale al menos tres soberanos.

El capitán cogió el anillo, lo acercó a la luz y mordió el oro blando.

—Trato hecho —dijo, envolviendo el puñal otra vez.

Kathryn negó con la cabeza.

—No necesito el trapo.

Lo cogió y se lo prendió del cinturón, junto al rosario. De camino a casa, cada vez que el caballo pasaba por un lugar abrupto, la empuñadura se le clavaba en la cadera.

XXI

Artículo: que no se dé sustento a [...] rimador, trovador o vagabundo alguno [...], ya que por sus adivinaciones, mentiras y exhortaciones son en parte responsables de insurrecciones y rebeliones.

DECLARACIÓN DEL PARLAMENTO, 1402

Sentado en el extremo del carro de la compañía, Colin contemplaba el mercado vacío a través de una cortina de lluvia. El pesado toldo estaba corrido y él miraba hacia fuera, sentado con las piernas dobladas, una ya entumecida. Procuraba no escuchar los gemidos y gruñidos de los amantes al fondo del carro.

Las fiestas del ciclo de Pascua, organizadas por el gremio de merceros de Bury Saint Edmunds, se habían suspendido por las lluvias. La multitud, reacia a mojarse por la Resurrección, había vuelto a sus casas en busca del calor de la lumbre. Los miembros de los gremios habían cubierto sus carros y se habían ido también. Ya no quedaba nadie para aplaudir o recompensar las bufonadas y canciones interpretadas por la compañía de trovadores que pensaban entretener a la multitud después de que el Cristo resucitado se despidiese de su público. Sólo quedaba uno de los pobres sacerdotes que acudían allí donde se congregase la gente para repartir panfletos. No parecía darse cuenta de que sus oyentes se habían ido.

A los comediantes no les importó el cambio de planes. Habían actuado en un banquete de boda en Mildenhall en marzo, y el señor los había retenido para otros quince días de entretenimientos. Habían trabajado bien y les habían compensado en justicia. Incluso Colin estaba cansado de cantar.

Dos de sus compañeros se habían ido entre risas a la taberna más cercana en busca de otros espíritus con que reanimar sus espíritus apagados. El tercero había buscado solaz entre los brazos de una lechera que, con su pandereta, se había unido a la compañía en Mildenhall. Dijo que sus canciones rebeldes le habían infundido valor para fugarse. Pero, a juzgar por cómo se balanceaba el carro en esos momentos, Colin sospechaba que su fuga tenía más que ver con el elegante penacho de Jack el del Sombrero de Plumas o más probablemente con algún otro atributo de éste.

Colin se arrepintió de no haber ido a la taberna con los otros dos, aunque allí también se habría sentido extraño. Desplazó el peso del cuerpo para liberar la pierna entumecida y siguió procurando no escuchar los sonidos lascivos de la pareja; aunque nadie lo veía, sintió que se sonrojaba. Incapaz de borrar la imagen de Rose de detrás de sus ojos, seguía añorándola. El mero hecho de pensar en ella le roía los talones como un perro demoníaco. Cuanto más se arrepentía de su pecado, más añoraba a la persona por quien lo había cometido. La desdicha se propagaba por todo su cuerpo.

Ya había llegado a la conclusión de que la compañía nunca llegaría a Cromer antes del verano. El monasterio se hallaba al norte de Norwich; Bury Saint Edmunds al sur, en dirección contraria. Y los caminos estaban inundados, aunque eso tampoco importaba mucho. Debido a su convivencia con los comediantes, cada día se veía menos capacitado para la compañía de los monjes. y la idea en sí ya no le atraía tanto; en realidad, sólo deseaba volver a casa.

¿Podría haberse equivocado con lo de la lonja? ¿Cómo sabía que Rose y él habían provocado el incendio sólo por haber estado allí? A lo mejor se debía a un pecado de John. A lo mejor lo había provocado él. Colin lo había visto borracho más de una vez. Tal vez se había emborrachado y había volcado un farol. Pero una cosa no podía pasar por alto: Rose antes era virgen y ahora no. Y la culpa era de él. Sólo de él, no de ella. Y le correspondía a él enmendarlo.

Le costaba no oír los grititos y gemidos detrás de él, a pesar del ruido de la lluvia. Si el fuego fuese el castigo de la lujuria, un descomunal incendio habría consumido aquel carro. Contempló un gran charco de barro y las gotas que caían en él desde el techo del carro. El sacerdote loco —eso pensaba Colin de John Ball— continuaba de pie bajo la lluvia, con los brazos extendidos hacia el cielo y el agua resbalándole por la cara, al parecer sin darse cuenta de que nadie lo escuchaba.

—¡Huid de la ira que se avecina! ¡El destruirá el mundo, como en los tiempos de Noé! ¡Dios dará la espalda a la ramera corrupta de Babilonia!

Colin lo veía a menudo. Era uno de esos curas lolardos —aunque más ferviente que la mayoría— que recaudaba dinero para difundir su doctrina heterodoxa allí donde se congregase una multitud. Mientras que casi todos los demás pasaban inadvertidos, John Ball no se olvidaba fácilmente, tanto por su celo como por su aspecto. Bajo y fornido, vestía el hábito de un monje pobre y era muy dado a los gestos grotescos y la retórica encendida cuando despotricaba contra la Iglesia y la nobleza por su avaricia y su explotación de los pobres. Despreciaba el orden divino de las clases y preconizaba ideas radicales de igualdad, aunque no tan radicales como le habrían parecido a Colin en otros tiempos.

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