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Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

El maestro iluminador (39 page)

BOOK: El maestro iluminador
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Finn le había hablado de Wycliffe. ¿Por eso lo habían encarcelado y acusado falsamente?

El obispo metió la mano en la manga, sacó un fajo de papeles e, inclinándose, los agitó debajo de su nariz.

—¿Reconocéis esto?

Ella cogió los papeles y los miró brevemente.

—Son mis textos, mis Revelaciones Divinas. Pero ¿cómo han...?

—Hemos detenido a un hombre sospechoso de haber asesinado a un sacerdote. Esto, junto con una copia profana de los textos de san Juan Evangelista, la traducción al inglés de Wycliffe, apareció entre sus pertenencias. y me pregunto, anacoreta, cómo podéis explicar el hecho de que estos textos lleven vuestro nombre.

—Son míos —repuso ella llanamente—, y yo se los di a él.

—Así pues, estos textos son vuestros. Reconocéis que vos se los disteis.

—Sí, él se mostró interesado.

No añadió que fue el iluminador quien le sugirió que publicara sus textos precisamente porque estaban escritos en la lengua de las masas.

—Por lo visto, ese tal Finn está interesado en muchos textos sediciosos.

¿Lo había oído bien?

—Vuestra ilustrísima, ¿estáis diciendo que mis Revelaciones son sediciosas?

Él le arrebató los papeles.

—Yo no diría que esto sea una teología muy ortodoxa. —Golpeó la mesa con ellos— Todo eso de la Madre Dios. ¿Qué es, anacoreta? ¿Una especie de culto a una diosa pagana?

—No, no, vuestra ilustrísima. Si me permitís la osadía, no habéis entendido lo que quería decir, basta con que leáis el resto.

—«Y la segunda persona de la Trinidad es en cierto modo nuestra Madre... Pues en nuestra Madre Cristo tenemos beneficios y ganancias.» Jesucristo no es una mujer! —Se puso en pie, volcando el taburete.

—Digo «Él», vuestra ilustrísima —aclaró Julián, bajando la voz en un intento de contrarrestar su retórica— Si seguís leyendo, veréis que digo: «Él es nuestra Madre de la misericordia». El amor de Nuestro Señor Jesús es como la maternidad, como la misericordia dulce, amorosa y generosa de la maternidad; sólo digo eso. La clase de amor, la clase de misericordia infinita de Cristo, se parece más al amor de una madre por su hijo. Es lo único que digo.

El obispo descargó un puñetazo en la mesa. El tintero salpicó, derramando preciosas gotas en el papel limpio.

—No está bien dicho. Y está en inglés.

Ella secó rápidamente la tinta.

—Lamento que no os agrade mi lenguaje sencillo, pero no escribo para sacerdotes y obispos que, supongo, ya conocen la profundidad y el alcance de su amor. Sólo intento explicar el amor de Dios, su misericordia infinita, tal como me fue revelada para que la entiendan las personas sin educación. ¿Qué importa la lengua que emplee si digo la verdad? —repitió.

—Pone en duda vuestra lealtad. Es una cuestión de alianzas, de alianzas y apariencias.

«Pues si todo se reduce a eso para vos, obispo, mi corazón teme por vuestra alma», pensó Julián, pero apretó los labios para contener sus palabras.

Durante la conversación, el obispo había ido enrollando el fajo de papeles. Se golpeó con ellos la rodilla, al parecer reflexionando sobre lo que acababa de oír. Al menos se lo veía más tranquilo tras su estallido.

—¿Qué sabéis de Finn el iluminador?

—Sé que es un buen hombre —contestó, un poco desconcertada por el repentino cambio de tema.

—¿Acaso me acusáis de encarcelar a un hombre inocente?

—No os acuso de nada, vuestra ilustrísima. Ésas son vuestras palabras, no las mías.

El obispo examinó la habitación.

—¿Dónde está vuestra gata?

—¿Mi gata? —¿Lo había convencido? ¿Por eso cambiaba de tema? Intentó sonreírle, reacia a enseñarle lo violada que se sentía por su presencia en la ermita. Pero era su obispo, a lo mejor tenía razón— Jezabel se fue hará ya una semana. No es la primera vez que lo hace, volverá cuando esté lista.

—Echo de menos verla en vuestro regazo. —Un atisbo de sonrisa; tal vez había pasado la tormenta—. Enviaré a un criado con un poco de queso para atraerla. Y algo para vos también.

—Sois muy amable, vuestra ilustrísima.

Suspiró de alivio cuando el obispo dejó los papeles enrollados en la mesa y se levantó. Gracias a Dios, la visita se acercaba a su fin.

—Mientras tanto, si deseáis estar a bien con la Santa Iglesia, debéis escribir una apología por esta desviación de la ortodoxia. Debéis explicar vuestra concepción de Dios y la Santísima Trinidad y afirmar vuestra lealtad a la doctrina de la Santa Iglesia. La tendréis que adjuntar a todos los ejemplares de vuestros textos publicados en inglés. Como vuestro latín es deficiente, podéis transcribir una copia de la apología al francés normando para mis archivos.

Hablaba en un tono tan indiferente que podía haber estado leyendo una lista de provisiones. ¿Lo había oído bien? ¿Estaba amenazando su derecho a vivir en la ermita?

—Hasta que dicho documento no obre en mi poder, os abstendréis de recibir los Santos Sacramentos.

¿Incluso su derecho a la Eucaristía?

—Os recomiendo que seáis más cauta con vuestras relaciones y que tengáis más cuidado con la lengua que empleáis. La herejía es una acusación muy grave. Os puede llevar a una condena del alma y a la muerte del cuerpo físico.

Se acercó a la puerta. Ella se había levantado al mismo tiempo que él, para no estar sentada en su presencia, y la cabeza le daba vueltas. Se puso de rodillas en una reverencia, a punto de desvanecerse.

—Mañana os enviaré textos sobre la Santísima Trinidad. Textos autorizados por la Iglesia, que os recomiendo que repaséis para la instrucción de vuestra alma.

Le tendió el anillo para que se lo besara. Temblando, Julián se lo acercó a los labios.

—No volveré a visitaros —dijo él.

Ella permaneció de rodillas, no por respeto, sino porque no tenía fuerzas para mirarlo. Oyó el pesado roce de la puerta, la tranca que se corría con la irrevocabilidad de la primera vez, dejándola otra vez sola en la profunda oscuridad de su celda.

El padre Andrés se preparaba para celebrar la Candelaria en San Julián. Era el día de la Purificación de la Virgen. El cerero ya había llevado las velas para bendecirlas y había entregado su mercancía refunfuñando. En el vestíbulo hacía tanto frío que su aliento se condensaba cuando hablaba.

—Si todos mis clientes fueran tan agarrados como vos, padre, mis hijos pasarían hambre.

Tenía razón, claro. La Iglesia imponía el precio, no el fabricante de velas, y el padre Andrés sabía que eso apenas bastaba para pagar el coste de la cera de abeja.

—Las velas se usan al servicio de la Santa Virgen. Vuestro sacrificio no pasará inadvertido. Vuestra alma se beneficiará.

Era una respuesta que daba mecánicamente. Sabía muy bien que eso significaba bien poco para un hombre que esperaba una paga honrada a cambio de mercancías honradas. Cuando era un joven sacerdote, había intentado transmitir el sentido del honor que le daba poder servir a Dios, con la esperanza de inspirar a los demás. Nunca lo consiguió. Ahora simplemente daba la respuesta oficial de la Iglesia por los servicios prestados sin pensar nunca en las palabras; decía misa de idéntica manera.

El cerero musitó algo acerca de que la Iglesia era bastante rica para pagar debidamente a un hombre pobre. El padre Andrés se limitó a sonreír y asintió mientras cerraba las pesadas puertas, dejando fuera sus quejas junto con el aire gélido. Últimamente nadie parecía entender lo importante que era mantener la casa del Señor. A ver qué ocurriría si la peste se presentaba en la casa del cerero. Estaría rogando que lo dejaran donar todos sus bienes a la Santa Virgen a cambio de nada, pensó el sacerdote mientras guardaba las velas en el armario detrás del altar.

Abrió el lado izquierdo de la doble puerta y colocó las velas apilándolas ordenadamente una por una, apartando la media docena que quedaba del año anterior para usarla antes; ésas ya estaban bendecidas. Ya puestos, cogería una estola limpia para la misa. Abrió el lado derecho. La puerta se ladeó al girar sobre el gozne; el perno de hierro se había soltado. Ahora tendría que buscar a un carpintero. No sería fácil, ya que estaban todos ocupados en la reconstrucción de la aguja de la catedral, y los que se hallaban disponibles no trabajaban bien. Pero incluso éstos le ponían excusas, pues buscaban encargos más lucrativos. Maldito lucro, el corruptor del alma.

Los acólitos también eran unos descuidados. Donde tenían que estar las vestiduras dobladas y recién zurcidas, había una pila de ropa arrugada. Cogió el paño del altar para doblarlo y vio que estaba manchado. Seguramente de moho, un problema perpetuo en el húmedo interior de la capilla. Pero incluso en la penumbra invernal se dio cuenta de que eso no era moho, era algo más oscuro y rígido, casi parecía una mancha de sangre reseca. Se le aceleró el pulso. ¿Una mancha de sangre? Extendió la tela y la acercó a la ventana. Entornó los ojos: las manchas eran numerosas y estaban separadas entre sí, pero no cabía duda: dibujaban la forma de una cruz. «
Domine Ihesu Christe
.» ¡La santa cruz! Era la sangre del Salvador. Un milagro, allí, en la iglesia de San Julián, bajo su supervisión. La iglesia de San Julián tenía una anacoreta y ahora tenía un milagro. Dios sonreía a esa iglesia, Dios le sonreía al padre Andrés.

Miró el gran crucifijo que colgaba encima de él, medio esperando que la sangre empezara a manar de sus piernas de marfil, pero no vio la menor señal de vida: no resbalaban lágrimas de sus ojos pintados ni caían gotas de sangre. Daba igual, el Salvador les había concedido un milagro. Eso era la sangre de Cristo en el paño del altar. Él, el padre Andrés, párroco de la iglesia de San Julián, se lo llevaría al obispo, que lo declararía auténtico y encargaría un relicario de oro. Con una gran ceremonia —en la que se veía ya desempeñando un importante papel—, depositarían la reliquia sagrada en el altar. Los peregrinos acudirían desde lugares tan lejanos como Thetford y Canterbury, tal vez incluso Londres, para verla. La capilla de San Julián sería famosa por sus milagros.

Su corazón latía con tal fuerza que casi lo oía. No, eso no era su corazón, a menos que su corazón se arrastrara en lugar de latir en su pecho. El ruido venía del fondo del armario. A veces tenían problemas con las ratas, aunque no últimamente; por eso había aceptado a regañadientes que la anacoreta tuviera un gato. Dobló con cuidado la tela manchada, se la acercó a los labios y la puso con cuidado en el altar. A continuación volvió a meter la mano en el armario para recuperar el resto de las vestiduras y asegurarse de que no estuvieran manchadas de excrementos de ratón. Su mano se topó con algo suave que se movía, y una lengua áspera como la piedra pómez le lamió los dedos.

Retiró rápidamente la mano del armario y cogió el báculo. Metió el gancho hasta el fondo del armario y volvió a sacarlo.

En la concavidad de la empuñadura curva del báculo ronroneaban un par de gatitos acurrucados, con los ojos apenas abiertos.

La decepción lleva consigo el sabor de la bilis, y ésta invadió al padre Andrés, derramándose en su boca con la amargura de la quinina. He ahí su milagro: la gata a la que daba cobijo la anacoreta era la responsable de aquello. La bestia del demonio había profanado su altar, atreviéndose a dejar su pecaminosa prole bajo la imagen del Salvador.

Los gatitos ya habían descubierto su nuevo entorno y empezado a explorar, trepando al báculo con paso vacilante. Tendría que volver a consagrarlo y limpiar todo el altar. Ahora eran tres gatitos, y la siguiente camada sería más numerosa. Jezabel: un nombre adecuado. La puta de Babilonia, y ahora seguro que andaba por ahí prostituyéndose, saciando su naturaleza malévola, tras abandonar a sus crías.

En un arranque de resolución, se dirigió a la sacristía, donde buscó en un armario. Mascullando imprecaciones inapropiadas para su vocación, volvió poco después con una cuerda, un saco de arpillera y una gran piedra. En cuestión de segundos, cogió a los gatitos, los metió en el saco junto con la piedra y ató la cuerda en el extremo. El saco se agitó, formando aquí y allá pequeños bultos de desesperación; cuánto grito y maullido para unas bestias tan pequeñas. Por un momento —sólo por un momento—, sintió una punzada de arrepentimiento, pero entonces miró otra vez el paño manchado, su milagro frustrado.

Se echó el saco al hombro y, cuando se dirigía hacia la puerta, oyó un siseo detrás de él. Al volverse, vio a la madre gata abalanzarse sobre su cara, apuntando las garras hacia sus ojos. La agarró por el cuello, pero no antes de que ésta le diera un sangriento arañazo en la mejilla (cuya cicatriz llevaría hasta la vejez). Le retorció el pescuezo como si fuera una gallina, luego abrió el saco y metió a la madre muerta junto con los gatitos.

Lo arrojó al río Wensum desde el puente del Obispo.

—Padre Andrés, ¿habéis visto a mi gata? —preguntó la anacoreta tras acabar la confesión— Se fue hace tres semanas. Nunca ha pasado tanto tiempo fuera.

Julián lo observó mientras él se toqueteaba la venda en la mejilla.

—Hace días que no la veo.

Ella advirtió en la voz del sacerdote cierta brusquedad, casi irritación, y una mirada de indiferencia. Estaba así desde la visita del obispo. ¿Acaso el obispo le había hablado de ella? ¿Le había ordenado que le negase el derecho a comulgar? Julián se lo había preguntado a sí misma cada día, cada vez que el sacerdote le ofrecía el cuerpo y la sangre de Cristo con la misma indiferencia. Tal vez sólo fueran imaginaciones suyas, a lo mejor el obispo había cedido o simplemente había olvidado ordenar al sacerdote que no le permitiera comulgar. Cada vez que recibía la hostia, sentía un profundo alivio.

—Padre, si venís a la ventana de Alice, os curaré la herida. Hace tres días que no cambiamos la venda.

Pocos minutos después, el padre Andrés entró en la habitación de Alice y se sentó enfrente de Julián, al otro lado de la ventana. Tenía los hombros encorvados y parecía eludir su mirada. ¿Qué había en el suelo tan interesante? ¿O acaso no quería mirarla porque estaban a punto de acusarla de herejía o de echarla de la ermita? Cogió las tijeras de costura para retirar la venda.

—Ha cicatrizado muy bien —observó ella, asomándose por la ventana para examinarla— Ya no necesitáis vendarla.

—Todavía me duele.

—La semana pasada el obispo me envió libros de la biblioteca del priorato de Carrow. —Intentaba hablar con naturalidad mientras aplicaba el ungüento con el dedo a lo largo de la herida— ¿Os ha enviado a vos también? —preguntó, aunque nunca había oído que el padre Andrés se dedicara al estudio de la teología.

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