El maestro iluminador (53 page)

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Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

BOOK: El maestro iluminador
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El frunció el entrecejo y volvió a su anterior circunspección.

—No entiendo por qué se fugó Colin. Habría pensado que san Colin se quedaría para afrontar sus obligaciones. Rose era digna de ser su esposa, eso sin duda. No habría encontrado otra mejor.

—No, no habría encontrado otra mejor. Rose era tan buena como hermosa pese a su indiscreción juvenil. —«¿Una judía buena?» Kathryn acalló la voz en su cabeza mientras hablaba—. Pero Colin no sabía nada del embarazo cuando se fue. Se marchó porque se sentía culpable por la muerte del pastor; Rose y él habían usado la lonja como lugar de encuentro. Creyó que él era el culpable, y que debía irse y, no sé, expiar su falta encerrándose en un oscuro monasterio.

—¡Qué manera tan absurda de pensar! Muy propia de él.

Glynis y yo estuvimos... —Se volvió—. Si yo hubiese estado en la lonja, no habría pensado que el incendio fue por mi culpa. Seguro que John estaba borracho, que lo provocó él mismo, o tal vez fue Simpson para encubrir sus robos.

Se inclinó para atizar el fuego y luego se colocó de perfil. Su hombro rozaba la rodilla de Kathryn. No la miró.

—Teníais razón acerca de él, madre, eso era lo que iba a deciros la noche en que..., la noche en que encontré vuestras perlas.

—¿Encontraste mis perlas? —Se le atenazó la garganta. «Fue Alfred. Fue el joven amo de Blackingham quien las puso allí», había dicho Rose—. ¿Y por qué no me diste el collar, Alfred?

Un tronco se partió con un crujido, chisporroteando por el tiro de la chimenea.

—Alfred, ¿qué hiciste con mis perlas?

Tras vacilar un instante, contestó:

—Me extraña que no las hayáis encontrado. Sólo tenéis que buscar en los aposentos del iluminador. —Contrajo los carnosos labios en una mueca. Tenía la boca de su padre, su mismo sarcasmo.

—¿Por qué habrían de estar mis perlas entre las pertenencias del iluminador? —preguntó ella sin alterarse.

—Fui a vuestra habitación después del entierro del pastor. —Se volvió y miró fijamente el fuego como si viera imágenes en las llamas— y os vi con él. Escondí las perlas en su habitación. Fue una ocurrencia estúpida, infantil, lo sé, porque la chica estaba en su cuarto. Ella pudo haberos dicho que lo hice yo. Fue una bobada.

—Entonces, ¿por qué lo hiciste? —preguntó hablándole otra vez a su espalda.

—Supongo que quería que pensarais que las había robado él. Tal vez incluso os enfadaríais tanto como para echarlo a él en lugar de a mí.

Así que Alfred había colocado las perlas, tal como había dicho Rose, tal como ella misma había temido, pero no porque hubiera matado al sacerdote. Le sobrevinieron ganas de reír y llorar al mismo tiempo. Cuánto dolor para todos, y por una travesura infantil. Pero se podía arreglar, Santa Madre de Dios, ¡todo se podía arreglar! No era demasiado tarde.

Tal era su frustración que deseó zarandearlo, a la vez que deseaba abrazarlo para aliviar el dolor que ella misma le había causado. Le tembló ligeramente la voz cuando preguntó:

—Alfred, ¿en qué pensabas para cometer semejante locura?

—Os diré lo que pensaba, madre. Pensaba que habíais traicionado a mi padre.

Se estiraba de la túnica carmesí y enrollaba la tela con los dedos, sin mirarla aún. Ella le cogió la mano y la estrechó entre las suyas.

—Tu padre está muerto, Alfred. ¿Creíste que al hacer daño a un hombre inocente aliviarías tu dolor?

Los labios apretados de su hijo formaban una línea recta en la que se advertía un leve temblor. Ya no parecía un hombre, sino un niño pequeño que intentaba poner cara de hombre, un niño que imitaba los modales toscos de su padre.

—¿Creíste que traicionaba a Roderick? —Hablaba en voz baja, con un tono triste pero afable. Le acarició la nuca— ¿O creíste que te traicionaba a ti?

Alfred reaccionó como si le hubiese gritado. Apartó la cabeza bruscamente, como si sus dedos lo quemaran, y se volvió hacia ella, agitando la mano en el aire como un actor en una delirante escenificación.

—¡Detestabais a mi padre! ¡No lo neguéis!

Ella siguió hablando en voz baja, para no sobresaltado.

—No diré que hubiera amor entre nosotros, nunca lo hubo. Pero ¿cómo puedo decir que despreciaba al hombre que me dio las dos cosas que más valoro? A ti y a tu hermano.

—Lo odiabais. Y decíais que yo era idéntico a él.

—Pero si yo nunca...

—Lo dijisteis muchas, muchas veces. —La voz le sonaba más grave, incluso hablaba como su padre— Yo os recordaba demasiado a mi padre. ¿Por eso me echasteis? ¿Para estar sola con vuestro amado? —Se le quebró la voz y la última palabra le salió estridente y crispada.

¿Cuál era la mejor respuesta? ¿A qué acusación respondía primero? Pero él no esperó a que ella se decidiera.

—¿No tenéis nada que decir, madre?

—Alfred, Alfred, debes saber cuánto...

—Ahora dicen que estáis aquí como la dama del sheriff. Os he observado en la tarima, coqueteando, sonriéndole noche tras noche. Me da asco; mi señora madre dos veces ramera.

La bofetada resonó en el aire. La huella blanca de su mano se extendió por la mejilla de Alfred. Se le anegaron los ojos de lágrimas, y también asomaron a los de ella. Con la palma escociéndole todavía intentó acariciarle el rostro, deseando besarle para aliviar el dolor, pero él se estremeció y ella retiró la mano.

—¿Así que el sheriff no te lo ha dicho?

La rabia había borrado toda cordialidad cortesana en la actitud de Alfred; el resentimiento le demudaba el semblante.

—El sheriff no me dice nada salvo cómo caminar, cómo estar de pie, cabalgar, pelear, hablar y abrillantar su armadura.

—El iluminador está en la prisión del castillo por el asesinato del sacerdote. Me negué a dar a mi «amado», como lo llamas, una coartada para protegerte. Te quiero tanto como para sacrificar mi propia felicidad por ti, y la felicidad de un buen hombre. Si no eres capaz de sentir ese amor maternal, Alfred, no sé de qué otra manera puedo demostrártelo.

Las lágrimas que habían asomado a los ojos del joven resbalaban ya por su rostro. Ella le tocó la cara, la huella de su mano que empezaba a desaparecer.

—Lo siento si te he hecho daño —dijo Kathryn con un profundo suspiro—. El diablo nos convierte a todos en títeres.

—¿Ha sido de vuestro agrado la reunión con vuestro hijo? —preguntó el sheriff desde el pasillo, frente a su alcoba.

Kathryn sólo llevaba la enagua y se había cubierto rápidamente con la capa para ver quién llamaba a la puerta.

—Sí, mi señor —dijo a través del resquicio. Sir Guy tenía el aliento acre, pero hablaba con claridad y estaba lo bastante sobrio para subir la escalera— Gracias por organizarlo.

La sombra de él se alargó y tembló en la pared a la luz de las velas.

—No daría a mi propio hijo un trato diferente —le dijo él— Y eso me recuerda otra cuestión.

Kathryn se arrebujó en su capa.

—Si no os importa, mi señor, ¿podríamos dejarlo para otro momento? Es tarde para visitar a una dama en su alcoba. Como veis, me disponía a acostarme y el viaje de mañana...

Pero él apoyó todo su peso en la gruesa puerta de roble y la abrió de un empujón.

—Por la sangre de Cristo, Kathryn, con lo que cuesta subir la escalera de esta torre, y no lo he hecho precisamente por mi salud.

Aún lucía el traje al que le daba derecho su nuevo título. Era un manto de lana con un ribete escarlata. El fondo estaba adornado con símbolos de jarreteras azules, cada una bordada con el lema
Honi soit qui mal y pense
(“Que el mal venga a quien mal piense”) con hilo de oro. Llevaba encima un sobreveste de lana carmesí.

—Hablaremos ahora —dijo él— Mañana nos iremos al alba y no habrá tiempo, yo tendré que salir antes. Mis hombres os escoltarán, por supuesto.

Kathryn le dio la espalda y se agachó para avivar el fuego mortecino con el último tronco que quedaba. Lo había reservado para la mañana a fin de calentar la habitación mientras se preparaban para la marcha.

Cuando se volvió, él la miraba sentado en la cama, apoyándose en los brazos extendidos hacia atrás, con las piernas embutidas en unas medias azules.

—No me evaluéis con esa mirada calculadora, señor. No soy una yegua en el mercado de caballos. —Se frotó los brazos para darse calor .

El desplazó el peso del cuerpo de uno a otro lado y cruzó las piernas a la altura de los tobillos. La punta de sus zapatillas de cuero la apuntaban como dardos.

—Decid lo que tengáis que decir, por favor —pidió ella— Estoy agotada.

Él asintió.

—Como sabéis, Kathryn, no tengo herederos y...

—Creía que teníais un hijo en Francia.

Sabía que sir Guy había perdido a su primogénito durante la peste y que su segunda esposa, Mathilde, había muerto en el parto hacía tres años. El hijo había nacido muerto.

—Gilbert murió en la misma batalla que vuestro marido.

—Lo siento, no lo sabía. Nunca habíais hablado...

—¿Todavía sois fértil? —Golpeteó la colcha con el sello que le adornaba el dedo.

—¿Cómo? —Kathryn se ruborizó—. ¿Habéis dicho...?

—Es una pregunta muy sencilla. ¿Vuestro vientre todavía da fruto?

—Si os referís..., bueno, sí, pero eso para mí es más un peso que una ventaja. Me basta con mis dos hijos y tengo una pupila.

—¡Tenéis una pupila! —Arqueó una ceja.

—Soy la madrina de..., de la nieta de Finn el iluminador. Su hija fue deshonrada y quedó embarazada. Murió al dar a luz.

—¿Y el culpable de su deshonra fue llevado ante la justicia?

A Kathryn le ardía la cara.

—El culpable era un trovador errante. —Dirigió la mirada hacia el fuego— Nunca supimos cómo se llamaba.

—Y os ocupáis de la criatura porque apreciáis al iluminador.

El acero del puñal que llevaba colgado del hombro brillaba con la misma frialdad que sus ojos.

—Me ocupo de la criatura por caridad cristiana hasta que el padre de su madre quede libre y pueda ir a buscarla.

Sir Guy gruñó y esbozó la sonrisa sesgada que ella detestaba.

—Antes veréis a la criatura prometerse en matrimonio y seréis madrina de sus hijos.

La habitación ya estaba más caldeada. Kathryn se habría quitado la capa, pero como debajo sólo llevaba la enagua, se alejó del fuego y se sentó en la única silla de la estancia.

—¿Cómo es posible, sheriff, teniendo en cuenta que el iluminador es inocente?

El parecía examinarse las cutículas.

—No estabais tan segura en el momento de su detención.

—Alfred me ha dicho la verdad. Él colocó las perlas en la habitación de Finn porque estaba enfadado por un supuesto desaire. Fue una niñería, no imaginaba las consecuencias. Cuando se lo conté, se arrepintió de su acción infantil. Está dispuesto a declarar ante el obispo que todo fue un error.

—Ya, pero ¿cómo llegaron las perlas a manos de Alfred? Ahí está el quid de la cuestión, ¿no? ¿También está dispuesto a explicárselo al obispo?

—No me agrada lo que insinuáis, señor. Encontró el collar entre las pertenencias del administrador. Mi administrador era un ladrón. Si robaba a los vivos, debió de costarle menos robar a los muertos. Después de eso fue expulsado de las tierras de Blackingham. Estoy segura de que cuando el obispo sepa la verdad, dejará en libertad al iluminador.

—Yo no apostaría por ello, Kathryn. Al obispo le gusta tener sometido a un artesano de su talento; le costará soltarlo sin una prueba explícita de su inocencia o sin una influencia poderosa. Y además está la cuestión de los papeles heréticos hallados en su poder. De todos modos, si el iluminador es exonerado, el caso del asesinato del sacerdote seguirá sin resolverse. El arzobispo presionará al obispo, éste me presionará a mí y tendremos que empezar a investigar otra vez. ¿Os dais cuenta de lo complicado que es? —Exhaló un exagerado suspiro— Claro que si fuerais mi esposa y si las circunstancias del iluminador os afligieran, me vería obligado a hablar con el regente del rey. Este ya ha dado permiso para concertar una alianza entre nuestras casas. Como esposa de un caballero de la jarretera, vuestro testimonio tendría bastante peso.

Kathryn se obligó a respirar despacio.

—Os habéis extralimitado, señor, al hablar con el rey sin mi permiso. Y aunque yo accediera a semejante propuesta, ¿no tendríais que resolver el asesinato del sacerdote igualmente?

—Kathryn, Kathryn. —El sheriff meneó la cabeza y chasqueó la lengua— Sin duda ya sabéis que en tanto viuda, el rey puede poneros bajo su protección y expropiar vuestras tierras en cualquier momento; en ese caso, vuestros hijos perderían el derecho a heredar. Una alianza conmigo lo evitaría: vuestros hijos conservarían el derecho a heredar, y vos adquiriríais una posición más elevada y podríais usar esa influencia para ayudar a vuestro «amigo». ¿En cuanto al asesinato? Muy fácil, se le echa la culpa a un judío. —Torció la boca al oír la exclamación ahogada de Kathryn—. Sí, me gusta la idea. Al arzobispo también le gustará, es una solución muy política.

—¿Seríais capaz de culpar a un hombre inocente?

—¿A qué vienen tanta sorpresa e indignación? —Se examinó las uñas y los dedos enjoyados— Si una acusación concreta hiere vuestra sensibilidad, puedo descubrir una gran trama. —Se quitó una astilla manchada de hollín de la capa nueva— Una trama urdida por los judíos de España, sin que se sepa quién ha sido el autor exacto.

—No es menos insidioso, señor, acusar falsamente a todo un pueblo.

—¿Falsamente? ¿A los judíos? Eso no es posible, me temo. Kathryn, ¿no seréis defensora de los judíos? Sería una afinidad ciertamente peligrosa. —Hizo una mueca de advertencia para prevenir más protestas— ¿Qué importa si se les acusa de otro crimen más? Se sabe que propagan la peste, que envenenan nuestros pozos, que roban al rey, que incluso sacrifican a nuestros jóvenes en Pascua simulando una crucifixión.

Se refería a la abominable acusación de libelo de sangre, nunca demostrada y a menudo mencionada. y ahora se añadiría al peso de las acusaciones contra ellos el brutal asesinato de sacerdotes.

—La inclusión del asesinato del sacerdote no sería más que una mosca en un carro de bosta. Pensadlo, Kathryn. —Se alisó un hilo dorado en el abrigo— ¿Qué opciones tenéis?

SÍ, ¿qué opciones tenía? Ya sabía ella que aquello acabaría así, pero no había imaginado que el sheriff arremetería tan directamente ni que la pillaría en un momento de tanta indefensión. Estaba demasiado cansada para pensar; su reunión con Alfred la había colmado de esperanza, y ahora también ésta se venía abajo.

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