El maestro iluminador (49 page)

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Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

BOOK: El maestro iluminador
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Observó las suaves luces de los niños, mezclándose y confundiéndose como un arco iris mientras jugaban al corre que te pillo bajo un gran roble en los lindes de los campos. Ella había jugado bajo ese mismo árbol en época de cosecha, no hacía tanto tiempo, mientras su padre danzaba con la guadaña y su madre liaba los haces. Le preguntaría a lady Kathryn si su madre podía llevar a Jasmine a los campos al día siguiente. A ella también le gustaría. Sólo sonreía en la temporada de la cosecha; incluso cuando tenía la barriga demasiado hinchada para trabajar, vigilaba a los niños de las demás mujeres. Recuerdos felices, salvo por los malos tiempos: cuando la cosecha se había podrido en los campos, cuando el demonio había llevado el añublo, la peste o la lluvia. Entonces muchos morían de hambre, como les sucedió a dos de sus hermanos.

Pero ése no era día para semejantes recuerdos. Ese día lucía el sol y el grano estaba maduro, y la cocina de Blackingham había proporcionado un generoso ágape para los segadores. A lo lejos vio una luz familiar. Agitó las manos y dio la bienvenida a gritos al hombrecillo robusto que se dirigía a la cocina. Se alegró de que la escoba y las malas caras de la cocinera no hubieran ahuyentado a Medio Tom; era su amigo y había vuelto trayendo consigo la hermosa luz de su alma.

Pero quien se acercó a ella fue el hombre sin luz.

El administrador apareció a su lado y cogió el odre de cerveza. La vara que llevaba Magda en los hombros se ladeó. Para que no se le cayera, la dejó en el suelo. Sin apartar la mirada de la muchacha, bebió del odre y la cerveza le resbaló por el mentón. Ella señaló el cubo de agua en el suelo. El agua estaba fresca; ella misma había ido a buscarla. Al ver que él no le hacía caso, intentó hablar, a pesar de que la asustaba con su mirada lasciva.

—S-señor.

El se rió y se acercó más a ella. El aliento le apestaba a cebolla y dientes podridos. Bebió otro sorbo del odre. ¿Qué podía hacer ella? Era el mayoral, pero si seguía bebiendo la cerveza no alcanzaría para los trabajadores. El cuello del odre ya empezaba a aflojarse. Tal vez si le daba agua... Retrocedió hacia el cubo y luego le llevó un calabacino lleno de agua.

Él cogió el calabacino, sin desviar la mirada de ella, y se echó el agua por la cabeza. Luego sacudió el pelo grasiento como un perro lanudo.

—Señor... —dijo, trabándosele la lengua— S-señor, el a-agua es para b-beber y la c-cocinera dice...

—La cocinera dice, ¿eh? —se burló él, arrastrando las palabras para imitarla— Me importa un comino lo que diga la cocinera. El mayoral soy yo, no la cocinera. ¿Sabes lo que significa eso? Significa que soy tu señor, y que puedo coger toda la cerveza o el agua que me dé la gana. —Lanzó el calabacino y un escupitajo a sus pies— O cualquier cosa que tenga que ver con la cosecha. Y eso incluye a la bobalicona de la criada que trae la comida.

La agarró por el corpiño.

—A ver si tienes ahí unos brotes pequeños y prietos a punto de florecer.

Ella retrocedió y, al zafarse, se le desgarró la tela desgastada por el uso. Se le encendió el rostro de vergüenza mientras intentaba taparse los incipientes pechos con el corpiño rasgado.

—Es posible que al final sí estés a punto para desplumarte.

Su risa era lasciva y áspera. Magda se sintió sucia al oírla. Rápido como un rayo, el mayoral se situó detrás de ella y la agarró con sus brazos polvorientos. Echándole el aliento tibio en el cuello, empezó a manosearle los pechos. Ella sintió algo duro que se le hincaba por detrás, a través de la enagua. Sabía qué era y sabía qué quería él, pero los labios, tensos, no le obedecieron y se le trabó la lengua.

—P-por favor...

Aumentó la presión detrás de ella.

—Ponte a cuatro patas y levántate la falda. —Sus palabras fueron poco más que gruñidos.

«Aquí no —chilló para sus adentros—, no en el campo como un animal. No con un hombre sin luz del alma.» Pero, Virgen santa, ¿qué podía hacer? El era el mayoral y ella una sierva.

—P-por favor, señor, por favor —suplicó con un gimoteo.

—Ahora sí se te suelta la lengua.

—Mi p-padre está...

—Le pagaré un penique de más si me complaces. y ahora levántate la falda y agáchate.

Se le escaparon gemidos y sollozos sin lágrimas, pero intentó contenerlos. Cuanto más alboroto armara, más llamaría la atención de los demás, que tampoco podrían hacer nada. Él era el mayoral. Se recogió la falda, justo por encima de los tobillos, incapaz de subírsela más con sus manos trémulas. Él le dio un empujón, y ella cayó a cuatro patas como un perro. Luego le atenazó la cintura con un brazo, inmovilizándola. El duro rastrojo se le clavaba en las manos y las rodillas desnudas. Hundió las uñas en el suelo, aferrándose a la tierra. El mayoral, con sus manos ásperas, le levantó la falda y le tapó la cabeza. Ella se encogió al notar en la piel el contacto de aquellas manos rudas. Él gruñó como un animal al embestirla. A ella le dolió, pero más le dolió pensar que los demás veían su vergüenza. Le sobrevino una arcada. No podía llorar, ni respirar siquiera.

—¡Volved a los campos, Simpson!

Al oír la voz de lady Kathryn, el administrador soltó a la muchacha, se puso en pie y se subió el calzón. De haber estado menos enfadada, Kathryn se habría reído de la cara de estupor del hombre. No por primera vez en su vida deseó, sólo por unos minutos, ser un hombre. Simpson estaría sintiendo el escozor de un latigazo en lugar de forcejear para taparse el trasero desnudo con el calzón.

Detrás de él, Magda se levantó con dificultad y se alisó la falda con una mano mientras se sujetaba el corpiño roto con la otra. Estaba blanca como el mármol. Kathryn resistió la tentación de cogerla entre sus brazos y consolarla. Sabía que eso sería la ruina de la muchacha. Notó su gran esfuerzo por mantener la compostura, por conservar un mínimo de dignidad, a pesar de las lágrimas que le resbalaban por las mejillas sucias de polvo.

—Magda, vuelve a la casa.

Simpson forcejeaba aún con el calzón.

—Dile a la cocinera que te has caído en una pila de bosta de caballo.

Kathryn espetó estas últimas palabras con la mirada fija en el administrador. Él se volvió y se encogió de hombros al tiempo que se quitaba unas briznas de paja de la túnica.

—La chica estaba muy dispuesta. No le he hecho ningún daño, siempre trato con mucho cuidado vuestra propiedad, mi señora.

—Todos somos propiedad de alguien, Simpson. Más vale que lo recordéis. Como volváis a tocar a esta chica, os privaré del jornal y os expulsaré de mis tierras.

La sonrisa del mayoral destiló aún más desprecio. Kathryn supo qué pensaba, incluso se preguntó si osaría decirlo. ¿De dónde sacaría otro mayoral? Le resultaba insoportable tener que sobrellevar su malévola presencia entre los sirvientes porque no tenía a nadie más.

—Llamad a los trabajadores para que vengan a comer. Yo misma serviré la comida —dijo Kathryn mientras observaba a la chica para cerciorarse de que podía caminar sin ayuda.

Cuando Magda llegó al final del campo, echó a correr, dando traspiés, hacia la casa principal. Kathryn sintió un profundo alivio al ver que no tenía la falda manchada de sangre. En cuanto acabase de servir la comida, le diría a Agnes que tratara a la criada con especial cuidado y gentileza.

—Con el permiso de mi señora, quisiera señalar que sir Roderick...

—Lo que sir Roderick habría dicho es que la virginidad de una sirvienta no vale nada. Pero sí vale para la doncella que la posee, y es a ella a quien corresponde decidir a quién se la cede y a quién no. Trabajáis para Blackingham, Simpson. Trabajáis para mí.

—Claro, mi señora.

Pero bajo los párpados caídos, ella vio un destello tan intenso como un relámpago e igual de peligroso. Decidió que se desharía de él en cuanto se acabara la cosecha.

—Y otra cosa, Simpson. Se le pagará a la muchacha un chelín de vuestro jornal para compensarla.

—¿De qué? Si sigue intacta.

—Pues entonces un chelín por la humillación. Y para recordaros quién manda aquí.

—Como gustéis, mi señora. —Sus ojos resplandecían como ascuas— Pero si mi señora hubiese llegado un minuto más tarde, no habría gastado mi dinero en balde.

A continuación le dio la espalda y se alejó a campo traviesa, indicando con un gesto de la mano a los labriegos que lo observaban que era la hora de comer.

La cosecha terminó tarde, pero en septiembre ya se había cargado el último carro y el centeno y la cebada estaban almacenados en los graneros para la trilla de invierno. Las ocas de San Miguel, cebadas con el grano desperdigado entre el rastrojo, se asaban en la cocina para el banquete de la cosecha. Kathryn contó preocupada los barriles de hidromiel y sidra, todos elaborados en casa, junto con los veinte galones de cerveza que había comprado por cincuenta chelines para complementar sus existencias. Temía el banquete de esa noche, sería una velada de jolgorio etílico, y aunque no se lo reprochaba a los labriegos, que se merecían el festín, tenía la bolsa tan menguada como la de un eremita. En las dos semanas de la cosecha, Simpson había ido a verla en un par de ocasiones para pedir más dinero en nombre de los labriegos. Por suerte, estaba a punto de cobrar los arriendos del trimestre. El mayoral iba a entregarle el dinero y presentar las cuentas en el banquete.

Kathryn se levantó el velo para enjugarse el sudor y llamó a Glynis para que montara la mesa en el gran salón. Pero ¿dónde estaba esa holgazana? Agnes y la fregona se estaban dejando la piel. Magda trabajaba sin parar mientras sus labios permanecían sellados. Desde el episodio con Simpson había vuelto a refugiarse en el silencio. Un hecho desafortunado, pero por suerte el enano había acudido en ayuda de Kathryn. Ella sospechaba que otras habían sido víctimas, más o menos forzadas, de abusos por parte de Simpson, pero poco podía hacer al respecto. No debía preocuparse, ¿acaso Dios no había decidido ya su destino en la vida?

Observó cómo colocaban los largos tableros sobre los caballetes en el gran salón. Habría que poner una tarima, no estaría bien que ella se sentara a nivel del suelo. Pero ¿quién se colocaría junto a ella, una viuda, la señora de la casa, sin la compañía de ningún hijo? ¿Simpson? Se estremeció. En todo caso, no era de linaje noble. Se sentaría a la mesa larga. El sacerdote de San Miguel estaría a su lado para bendecir el banquete, pero no se sentaría en la zona reservada para los invitados ilustres.

Había enviado a Medio Tom a Norwich a buscar entretenimiento. Los labriegos tenían derecho a un mínimo de júbilo, y ella la obligación de proporcionarlo. «No demasiado —había advertido al enano—. Blackingham sólo puede permitirse un saltimbanqui o dos, y la agradable melodía de un laúd.»

Lady Kathryn estaba sola en la mesa, ataviada con su segundo mejor vestido de brocado y su diadema trenzada. En el salón flotaba el aroma de las hierbas recién esparcidas por las esterillas y desde la cocina llegaba el fragante humo de las ocas asadas. La mesa estaba llena a rebosar de los frutos de la cosecha. Agnes era una alquimista; tal vez no pudiera convertir los metales en oro, pero sí sabía transformar las sobras de carne del día anterior en deliciosas empanadas sazonadas con especias y coloreadas con azafrán (al menos tenían el color del oro) para disimular su escasa frescura.

Kathryn observaba desde su elevada silla tallada a los comediantes que entraban por el extremo opuesto del gran salón. Uno iba disfrazado de esqueleto, en representación de la macabra Parca, para parodiar la cosecha de almas; otro lucía una capa con capucha —pese al calor— y llevaba un laúd colgado al hombro; un tercero sólo vestía un calzón ceñido a la cintura. Se le marcaban los músculos bajo la piel lubricada. Fue el primero en entrar. Dando volteretas, atravesó el salón y se detuvo delante de la silla de Kathryn, donde hizo la vertical y luego juegos malabares lanzando tres pelotas de colores con los pies. Ella aplaudió y los asistentes se hicieron eco de su aprobación.

Medio Tom se sumó a la pequeña compañía de comediantes jugando al escondite con la Parca, haciendo gestos groseros y provocando a la figura macabra, que lo perseguía por el salón con su guadaña. Los campesinos se reían a carcajadas: por fin tenían una oportunidad de convertir a la muerte en blanco de sus bromas. En la otra punta del salón, el músico se paseaba por la larga mesa y tañía su laúd. Kathryn no lo oía a causa de las sonoras risas y los aplausos al contorsionista y la Parca. Mejor así, la música del laúd le recordaba a Colin y ahora no tenía tiempo para pensar en eso.

Simpson llegó tarde a la fiesta. Entró en el salón cuando el banquete hacía rato que había empezado. Una afrenta para los trabajadores y para ella. Se sentó y, sin mediar palabra, enfurruñado, bebió de su copa. Como administrador tenía derecho a vino, pero Kathryn lo había aguado bastante, tanto por razones de economía como por prudencia. Por la manera en que se tambaleaba cuando llegó, dedujo que no era su primera copa del día. Tras servirse el último plato, los raffyolis, empanadillas de carne picada de cerdo con especias, Simpson se acercó con paso vacilante a la tarima y, tras depositar ante ella la bolsa con el dinero de los arriendos del trimestre, explicó que las cuentas estaban en la bolsa.

—Falta dinero —masculló, arrastrando las palabras— Los siervos tienen que pagar el impuesto de capitación.

Kathryn sopesó la bolsa y dejó escapar un suspiro. Pesaba poco, y estaba segura de que si leía las cuentas encontraría más promesas que monedas. Tendría que cobrar las rentas con las gallinas, los huevos y las verduras de los huertos que los campesinos cultivaban mal que bien en la pobre tierra junto a sus chozas.

Puso la bolsa a un lado, se levantó y propuso el brindis de rigor por la cosecha y su mayoral. Pero al concluir, el salón permaneció en silencio. Los jornaleros no alzaron la voz para vitorear.

Unos cuantos hombres en la otra punta empezaron a dar puñetazos en la mesa a un ritmo constante. Los golpes se extendieron por toda la mesa hasta que el ruido llenó el salón y resonó en la cabeza de Kathryn.

—Generosidad, generosidad. Exigimos generosidad. —Al principio apenas se oía la cadencia, pero poco a poco fue elevándose.

Desde luego, no era ésa la respuesta que esperaba. ¿Cómo podían ser tan avariciosos? ¿Acaso pretendían robar a una pobre viuda? No toleraría semejante insolencia. Irguió la espalda y levantó la mano.

Cesó la cantinela.

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