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Authors: Brenda Rickman Vantrease

Tags: #Histórico, Intriga, Romántico

El maestro iluminador (13 page)

BOOK: El maestro iluminador
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Ella no se ofendió. Ya sabía que era propio de él expresar su opinión sin rodeos.

—Sir Guy dice que la Corona va a imponer un tributo nuevo —dijo. Se acercó el hilo escarlata a los labios y, tras cortarlo con los dientes, hizo un nudo francés en el extremo—. Pero al menos esta vez es un tributo comunitario de capitación: un chelín por persona. Supongo que podré reunir tres chelines para Colin, Alfred y yo.

—¿Y Agnes y John?

—Tendrán que pagarlo del jornal que les doy.

—¿Les pagáis un jornal?

Ella vio aprobación en su sonrisa.

—Tuve que empezar a pagarles cuando la peste se llevó a los hombres sanos. Me pareció lo más prudente, no podía perderlos. Dudo que Agnes fuese capaz de dejar Blackingham, pero John tal vez sí se iría. En todo caso, el sheriff dijo que debían pagar el tributo con sus propios salarios, así era más justo. Un impuesto fijo. Todo el mundo paga lo mismo, ricos y pobres.

—¡Y decís que eso es justo! ¿Y los labriegos que no cobran nada? Sólo lo que sacan a duras penas de una insignificante parcela que os arriendan a vos y los demás terratenientes. Un hombre con seis hijos y una esposa tendrá que pagar ocho chelines. Eso no lo gana ni siquiera en una temporada.

Sir Guy no había dicho nada de eso; Kathryn se había sentido tan aliviada que no se le había ocurrido preguntar más. Arrugó el entrecejo. Sabía a quién acudirían sus labriegos y campesinos cuando no pudieran pagar, a ella, y tendría que encontrar el dinero en algún sitio. Pero ¿y los demás?, se preguntó. ¿Y los que trabajaban como jornaleros? ¿Quién pagaría por ellos? Y aquellos cuyos señores se negaran a ayudarlos, ¿qué sería de ellos?

—Bueno, quizá al fin y al cabo no sea un tributo tan justo —admitió.

—No es justo y no saldrá bien. Hasta los pobres tienen sus límites. Si los ponen contra la espada y la pared, en una situación en la que no tienen nada que perder, se volverán intrépidos. Ya hay muestras de descontento contra el arzobispo de Canterbury.

—¿Y él qué tiene que ver con el impuesto del rey?

—Juan de Gante lo ha nombrado canciller. Podéis estar segura de que han sido ellos quienes urdieron este plan para volver a llenar las arcas saqueadas por las guerras francesas. Porque de lo contrario las riquezas de las abadías podrían verse amenazadas. Pero es un apaño del demonio. Hay demasiada avaricia.

¿Hablaba del rey o de la Iglesia? ¿A quién era leal? Kathryn no se lo preguntó.

—Algo sé de la avaricia de ambos —dijo pensando en sus perlas perdidas, las que habían desaparecido en el bolsillo del sacerdote, y preguntándose si estarían adornando el delicado cuello de una cortesana francesa o de la amante del obispo.

Dejó escapar un suspiro. En cualquier caso, las había perdido. Habían pertenecido a su madre.

Permanecieron un rato en silencio; lo único que se movía en el jardín era la pluma que rasgueaba el papel con movimientos veloces. La brisa ya no agitaba las hojas de los rosales, la luz había cambiado y proyectaba largas sombras, el espino y el reloj de sol trazaban rayas oscuras en el jardín. Kathryn apartó la aguja, no quería bordar con los ojos entornados como una vieja.

—¿Alfred será mayoral? —preguntó Finn.

También él había dejado de trabajar y guardó el manuscrito, las plumas y la bolsita de carbón en una bolsa de cuero que parecía un zurrón de pastor pero más grande.

—No, no puede ser mayoral. No sería apropiado para él tener un contacto tan directo con los campesinos. Es de linaje noble. —¿Por qué no le gustó el sonido de su propia voz al decirlo?

—Ya veo —dijo Finn.

—El mayoral será Simpson. Por supuesto tendrá que rendir cuentas a Alfred.

—Y Alfred a vos.

—Hasta que sea mayor de edad.

Finn guardó con cuidado sus dibujos y sus plumas en la carpeta de cuero. Kathryn, siguiendo su ejemplo, enrolló el hilo en la madeja escarlata y puso la aguja en su estuche. Él señaló los amplios campos que se extendían más allá del espino.

—Blackingham es un patrimonio noble. Vuestro marido dejó un buen legado a su heredero.

—Blackingham me pertenecía a mí —replicó ella, demasiado pronto para ocultar su irritación— Lo único que hizo Roderick fue dilapidar las rentas para impresionar a sus amigos de la corte.

Finn arrugó la frente hasta la raíz del pelo, ya algo canoso. —Creía que...

—Mi padre no tuvo hijos varones. Mi madre murió cuando yo tenía cinco años, y cuidé a mi padre hasta que envejeció. Un día trajo a Roderick a casa y me dijo que debía casarme con él, que Blackingham debía tener un amo.

—¿Lo amasteis?

—Amé a mi padre.

—No me refiero a vuestro padre, me refiero a Roderick, vuestro marido. ¿Lo amasteis?

El tordo petirrojo se había marchado. El reloj de sol estaba totalmente a la sombra y ya había señalado su última hora del día.

—Me dio dos hijos —contestó ella.

—No es eso lo que os he preguntado. —Hablaba con voz ronca— ¿Lo amasteis?

Ella se encogió de hombros, se levantó y cogió su canasta.

—¿Amor? ¿Qué es el amor entre un hombre y una mujer? Toqueteos y jadeos a oscuras: la satisfacción del deseo carnal.

—«Como Roderick y sus rameras anónimas», pensó. Finn también se había levantado y se acercó a una distancia incómoda. A Kathryn le costaba respirar en el aire quieto de agosto. Retrocedió un paso y añadió—: El amor es lo que siente una madre por su hijo. El amor es lo que sintió el Señor por nosotros en la cruz.

—El amor es muchas cosas. Tiene muchas formas. Ese gran amor del que habláis también es posible entre hermanos, entre amigos. Incluso es posible entre un hombre y una mujer.

El jardín estaba en absoluto silencio bajo la creciente penumbra. Finn hablaba en voz tan baja que sus palabras ni siquiera alteraron el aire entre los dos. ¿Le hablaba a ella? Podía haber estado hablando solo o con alguien que recordaba. Kathryn no habría sabido decirlo.

Callados, atravesaron la estrecha franja de hierba que separaba el jardín del salón de retiro. Cuando llegaron a la entrada, él parecía pensativo.

—¿Queréis venir conmigo a mi cámara?

Ella tardó en contestar. La había pillado totalmente desprevenida. Finn parecía tener un talento especial para eso. Sintió que se sonrojaba, como con esos sofocos que a veces la despertaban por la noche o la acometían a cualquier hora del día. Estaba segura de que la cara le ardía.

Finn sonrió.

—Probablemente estarán allí Colin o Rose. No comprometeréis vuestra virtud ni vuestra reputación. Me gustaría que vierais cómo progresa mi trabajo. Ya os habéis interesado antes.

Ella estuvo a punto de replicar con un comentario sarcástico acerca de su petulancia, pero sintió curiosidad. Sospechaba que él iluminaba algo más que el texto de san Juan. Y deseaba contemplar ya coloreados con sus vivos tonos los dibujos que le había visto trazar.

—Supongo que sí. Como habéis dicho, mi reputación no se verá dañada. Al fin y al cabo, en cierto sentido soy vuestra casera y, por tanto, tengo derecho a inspeccionar vuestros aposentos si ése es mi deseo. En cuanto a mi virtud, puedo aseguraros, señor Finn, que no os saldría barata.

El iluminador echó la cabeza atrás y soltó una sonora carcajada. El soplo de su risa hizo parpadear las velas en los candeleros. Las sombras revolotearon alrededor por un momento, alcanzando la penumbra de la escalera.

—Mi señora, me sorprende que me atribuyáis otras intenciones que no sean las de gozar de vuestra compañía. Al precio del perdón papal, el pecado de la fornicación supera mi bolsillo con creces —dijo frunciendo el entrecejo de una manera tan exagerada que ella se echó a reír— Por desgracia, sólo puedo ofrecer el celibato y una amistad platónica.

Pero mientras lo seguía por la escalera, ella recordó que la amistad tenía su precio, aunque en una moneda distinta. Incluso ese coste podía agotar sus recursos.

En el iluminador había algo que le resultaba demasiado atractivo. Kathryn llegó a esa conclusión después de pasar una hora agradable en su cámara, observándolo colorear el petirrojo con luminosos matices de un intenso carmín. Nunca había conocido a un hombre así. Le gustaba todo en él: la extraordinaria paciencia que tenía con su hija, el orden que mantenía en su lugar de trabajo, su inteligencia vivaz, el verde mar de sus ojos, su risa fácil y la manera en que sus dedos sostenían plumas y pinceles, casi acariciándolos, mientras ejercía su arte con trazos rápidos y ágiles. Incluso la facilidad con que le sonsacaba información —demasiada facilidad—, a veces llevándola a revelar más sobre sí misma de lo que deseaba. Todo eso lo convertía en un hombre peligroso. En un hombre que debía evitar.

Sin embargo, cuanto más lo intentaba, más lo veía; se lo encontraba cuando se dirigía a sus aposentos, a la cocina o incluso al jardín de la cocina, adonde había ido a coger lavanda fresca para el baño.

—Agnes me ha obsequiado con una de sus tartaletas de crema de canela. Hay suficiente para dos. Podríamos compartirla en este banco, aquí en el herbario. Una merienda al aire libre.

Ese hombre era un demonio. ¿Cómo conocía su debilidad por las tartaletas de crema de canela?

—No me agrada la canela, señor Finn. Gracias de todos modos. —Y mientras se alejaba, la boca se le hacía agua por el dulce y tentador aroma de la especia. Él se quedó solo, sentado en el banco del jardín, sin más compañía que la tartaleta de crema.

Al día siguiente la abordó en el jardín de los rosales. Cuando apareció repentinamente, ella se sobresaltó y se clavó una espina en la palma de la mano. Él se disculpó con gracia, acercando la mano herida a sus labios. Ella la apartó de inmediato, sintiendo que se le encendía el rostro como a una inexperta doncella. Él se mostró un poco sorprendido.

—Iba al bosque a buscar moras para un tono especial de púrpura. Hace un día tan bueno que esperaba que me prestarais vuestra compañía —dijo Finn.

«Prestar», como si fuera algo que él tuviese que devolver, y no llevaba ningún cubo ni bolsa para las moras.

—Gracias, pero no, señor Finn. Estoy... demasiado ocupada. —¿Acaso tartamudeó? Miró más allá de él, intentando disimular su bochorno, procurando no dejarse persuadir por la decepción que advertía en su mirada— Voy a estar ocupada varios días con el inventario de la bodega y la despensa.

Pero cuando él se fue, Kathryn se sintió culpable. Un paseo por el bosque con un amigo de vez en cuando, ¿qué mal había en eso? Pero conocía la respuesta. La sentía en los fuertes latidos de su pulso. ¡Sin duda no era sano para una mujer de mediana edad que la sangre le corriera por las venas de esa manera!

Su proximidad y sus apariciones en cualquier momento la ponían muy nerviosa.

Pero también lo hacía su ausencia.

No lo vio en los siguientes cuatro días. Preguntó por él a Agnes con indiferencia.

—Ayer vino a la cocina a tomar su copa de sidra de pera como siempre. Pero creo que hoy se ha ido con su hija al mercado de Aylsham. Han salido al amanecer. ¿Lo necesitabais para algo? Le diré que os busque.

—No, no, sólo era por curiosidad. Es que no lo he visto por aquí, nada más.

Agnes no dijo nada pero la miró con una ceja enarcada y una media sonrisa.

Kathryn decidió pasar por alto el gesto.

Cuando el reloj de sol marcaba las dos, Kathryn se sentía muy inquieta. Aquello era absurdo, se hubiera dicho que lo echaba de menos. La casa parecía vacía. Sus pasos producían un eco solitario y susurrante en el que nunca había reparado.

Fue al salón de retiro y se sentó en el alféizar, con el bordado en el regazo. En una pequeña mesa redonda junto a la ventana, alguien, seguramente Colin, había dejado un libro, La visión de Pedro el labrador. El libro inglés. Le recordó a Finn. Lo cogió y empezó a leer, esforzándose por entender la molesta ortografía. No fluía como el francés. ¿Por qué alguien habría de elegir el dialecto de las tierras occidentales del centro de Inglaterra para escribir poesía? Y el contenido. También le recordó a Finn, con su repetitivo discurso contra el perdón de los pecados, la penitencia y la oración.

Una sombra se cernió sobre las líneas del texto. Cuando alzó la vista, Kathryn vio a Finn de pie en la puerta, observándola con expresión inescrutable. El corazón le latió con fuerza. Respiró hondo para apaciguarlo.

—Mi señora, ¡qué afortunado y oportuno encuentro!

Kathryn cerró el libro y tapó el título con la mano.

—¿Afortunado, señor Finn? ¿Encontrar a una dama en su propia cámara? ¿Y oportuno?

Finn sonrió, pero era una sonrisa débil e insegura, y no se reflejó en sus ojos.

—Afortunado porque mi señora no está ocupada. Y oportuno porque necesito otro par de ojos.

—¿Tenéis algún problema con los vuestros? Agnes puede recomendaros una tintura de...

El se echó a reír. Esta vez la sonrisa arrugó las comisuras de sus ojos.

—No, mis ojos gozan de salud suficiente para distinguir la belleza cuando la tienen delante.

Kathryn sintió que el rubor le subía por el cuello. Lo habría reprimido de haber podido.

—Digo oportuno porque necesito vuestra opinión. Es decir, si podéis dedicarme vuestro tiempo. Siempre me aconseja mi hija, pero se ha ido corriendo en cuanto llegamos del mercado.

—¿Os aconseja? ¿Cómo?

—Sobre los colores. Si los colores son demasiado intensos o demasiado sutiles. Pero no debería importunar a una dama que ha robado un momento para leer. Sería un sacrificio demasiado grande. Quizá Rose no tarde en volver.

Se dio media vuelta para irse.

—Esperad —dijo Kathryn. Después lo lamentaría, lo sabía, pero no pudo evitarlo—. No es ningún sacrificio renunciar a este libro. Encuentro que ese inglés que tanto recomendáis es una lengua tediosa. Resulta poco musical. Veré vuestro trabajo con mucho gusto, aunque no sé qué valor puede tener mi opinión profana.

Finn se volvió como movido por un hilo invisible del que ella hubiese tirado. ¿O era él quien tiraba?

—¿Os traigo las hojas aquí? No sé si están del todo secas.

—Sí. No. O sea... Iré a verlas a vuestra cámara. Así no os arriesgáis a estropearlas.

«Kathryn, Kathryn, te estás buscando problemas», dijo una voz en su cabeza.

Pero su corazón decía algo totalmente distinto.

A finales de septiembre los días se habían acortado. Ahora Finn se sentaba con lady Kathryn bajo el cálido sol del jardín a mediodía en lugar de a última hora de la tarde. Al atardecer preferían la intimidad de los aposentos de él. Ella lo inspiraba en su trabajo y en muchos otros aspectos. La luz dorada del otoño penetraba por la ventana, derramándose por su escritorio y dividiendo en dos la cama, donde la pareja yacía abrazada entre las sábanas arrugadas. ¿Cómo no había visto lo hermosa que era aquella primera noche cuando se sentó a su mesa? ¿Acaso porque su rostro y sus formas eran distintos de los de Rebekka?

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