Read El maestro iluminador Online
Authors: Brenda Rickman Vantrease
Tags: #Histórico, Intriga, Romántico
—O sea, ¿como si fuera un aprendiz? Yo, el futuro señor de Blackingham, heredero de sir Roderick, ¿aprendiz de un administrador? —Su voz se elevó hasta parecer un gemido infantil pero no pudo evitarlo— ¿Por qué no va Colin?
—Porque Colin no es el heredero de Blackingham. Lo eres tú. Además, no serás exactamente un aprendiz, Alfred. Simpson seguirá siendo un sirviente y tú el amo. Eso lo respetará. Es demasiado avaricioso para no hacerlo. Incluso intentará congraciarse contigo. Él sabe que no es santo de mi devoción. y con él aprenderás. Puede que sea un ladrón, pero entiende de lana. y sobre todo lo vigilarás, te protegerás a ti y a nosotros evitando que nos robe.
—¿Durante cuánto tiempo?
—Lo que tardes en ponerte al día. —Se encogió de hombros—. Hasta el día de San Miguel, tal vez, a principios del otoño.
Tras su primer estallido de indignación, Alfred empezó a sopesar los argumentos de su madre. Le pedía que fuese una especie de espía. Semejante aventura tampoco carecía de interés. Podía conseguir que Simpson bailara a su son. Y debía reconocer que verse lejos de la mirada vigilante de su madre tendría sus ventajas. A veces estar pegado a sus faldas era un martirio. Había pensado en pedir permiso para ser escudero, tal vez del sheriff, sir Guy de Fontaigne. Su padre había hablado de ello antes de morir. Pero esto podía ser mejor. Estaría cerca, pero no demasiado.
—Huelga decir —prosiguió ella— que se te dispensará de las oraciones. No sé qué exhibición de piedad se esperará de nosotros ahora que tenemos esta nueva relación con la abadía. Supongo que veremos al hermano José con cierta frecuencia. Y puede haber correos entre Blackingham y el escritorio de la abadía. Debemos guardar las apariencias. Pero la presencia de Simpson en la capilla sólo es obligatoria los días de fiesta. Aunque si te quedas aquí, como futuro señor de Blackingham, tendrás que asistir más que en el pasado, claro está.
Con esto ya no le cupo duda.
—¿Cuándo tendría que ir? —preguntó él.
—Mañana. Simpson siempre trae las cuentas los viernes, pero ayer nos interrumpieron y mañana volveré a llamarlo. Por supuesto estarás presente y le explicaremos tu nueva posición. Ahora que lo pienso, debería entregarte las cuentas a ti. Yo también estaré para responder a cualquier pregunta que quieras hacer después. Pero Simpson verá que tú eres el responsable. Incluso puedes decirle que has decidido observarlo durante un tiempo para aprender los entresijos del comercio de la lana; tampoco te conviene ponerlo sobre aviso.
Esta nueva vida de adulto le intimidaba un tanto, pero también tenía su lado emocionante. ¿Se quedaba allí y recibía órdenes de su madre o se iba con Simpson para dar él las órdenes? Es más, no le vendría mal un poco de compañía masculina. Añoraba a su padre.
—Lo haré, madre —dijo, asintiendo sensatamente con la cabeza, como si la decisión la hubiera tomado él— No os preocupéis, atraparé al ladrón.
—Bien. —Lady Kathryn sonrió— Sabía que podía contar contigo. —Dejó escapar un profundo suspiro y relajó la expresión— Ahora ve a decirle a Agnes que quieres desayunar.
Dio un beso en la mejilla a su hijo. Tenía los labios suaves y el pelo le olía a lavanda. Al menos por una vez la había hecho feliz. Y tampoco le había representado un gran esfuerzo. Desempeñar el papel de señor de Blackingham ante el hosco Simpson incluso podía ser divertido. Alfred pensó entonces en Rose y suspiró de pena. Se había olvidado por completo de la hermosa hija del iluminador. ¡Vaya un momento para marcharse! A lo mejor podía separarse alguna que otra vez de Simpson para ver cómo progresaba el improvisado escritorio.
Lady Kathryn, con una profunda sensación de alivio, se dejó caer en la cama. Le llegaron los primeros ruidos del patio. El olor del humo de los fogones recién encendidos impregnó el aire de primera hora de la mañana. Blackingham despertaba: los mozos, las criadas, incluso los perros que dormían en las caballerizas, todos volvían a la vida con las primeras luces del alba. Ella no había dormido en toda la noche buscando la mejor manera de conseguir que Alfred cooperase, pero su cuidadosa planificación había dado fruto. Habría podido planteárselo como una orden, pero así él era feliz. Para Alfred todo era un juego.
Alfred y sus juegos. Cuánto había disfrutado ella observándolo de niño, con un palo atado a la cintura a modo de espada, arrastrando un escudo improvisado, inventando estrategias de combate —siendo siempre el héroe entre sus compañeros de batalla imaginarios—, pronunciando galantes discursos sobre el honor y el valor, sacudiendo con vehemencia sus rizos pelirrojos. Todavía oía sus gritos: «¡Adelante, muchachos! ¡Acabad con los villanos!». y frustrado, agitaba la falsa espada ante Colin, que se había alejado para examinar los colores de una mariposa. Se permitió fantasear por un momento que volvía a estar allí con sus hijos pequeños: viéndolos jugar, queriéndolos, acariciando sus cabezas, cantando para dormirlos, curando sus arañazos y magulladuras, haciendo lo que hacen las madres. ¡Cómo había dado por sentados entonces esos sencillos placeres!
Espiar a Simpson sería simplemente otro juego para Alfred, pero lo mantendría alejado de Rose. Además, podía sacar provecho del aprendizaje y sin duda había que vigilar al administrador. Alfred era listo; si Simpson estaba robando, él se daría cuenta y juntos lograrían detenerlo. De todos modos, echaría de menos a su alegre hijo, que siempre había sabido hacerla reír y si Simpson no era la mejor influencia para un joven, ¿qué daño podía hacerle a Alfred que no le hubiera hecho ya Roderick con su ejemplo?
Frente a su ventana, una alondra empezó a cantar: qué insolencia, anunciar un amanecer que había llegado prematuramente. Le habría lanzado un zapato a no ser porque lastimar a una alondra traía mala suerte. Y no era más mala suerte lo que necesitaba.
Había tanto que recordar, tanto que vigilar... A veces se sentía como una hoja seca zarandeada por el viento en invierno. Sin rumbo, sin control. Si pudiera descansar un rato, luego se sentiría con ánimos para ver si Finn y Rose estaban bien instalados en sus nuevos aposentos.
Justo antes de cerrar los ojos y dormirse, se acordó de una cosa: no había preguntado a Alfred dónde había estado la noche del asesinato del sacerdote.
En vuestro altar, basta tener una representación de nuestro Salvador colgado de la cruz: eso os hará pensar en su Pasión para imitarla; sus brazos extendidos os invitarán a abrazarlo, su pecho desnudo os alimentará con la leche de la dulzura para consolaros.
AILRED DE RIEVAULX.
Reglas para la vida de un ermitaño (1160)
La anacoreta, postrada ante su altar, ante la imagen del Cristo doliente, ofrendaba su propio suplicio. Su meditación se veía interrumpida, sus oraciones perturbadas por el terror que su mente no podía sofocar. Como si hubieran pasado días y no años, recordó el rostro del obispo cuando decía la misa de difuntos, el sonido del cerrojo de la enorme puerta, encerrándola en su tumba simbólica. El ruido del pasador y el chirrido de la gran puerta de roble en su roce contra el suelo resonaban todavía en sus oídos, incluso cuando estaba ante su altar sumida en el silencio. Además, yacía a oscuras, bañada en el sudor frío del miedo.
Fue la llamada más elevada la que la había llevado allí, la llamada a vivir en soledad, a aislarse del mundo, de la familia, de los amigos —ni siquiera se le permitían las comodidades de la comunidad monástica—, a fin de convertirse en un recipiente vacío para acoger a Cristo. En lo que se refería al mundo, la mujer que antes fue había muerto, tras renunciar a su nombre para adoptar el de la iglesia, la iglesia de San Julián, bajo cuyos aleros hallaba cobijo su cabaña. Un simple apéndice, construido independientemente de la iglesia como símbolo de la soledad de la ermitaña. Ella había respondido sin vacilar a la llamada de esta vida, privándose tanto de la comunidad eclesiástica como de la mundana, aceptando depender exclusivamente de la caridad de los demás para su sustento, viviendo en comunión con el Señor, mientras su soledad se veía interrumpida sólo por el visitante ocasional que acudía en busca de consuelo u oraciones. Y eso había bastado.
Hasta esa noche.
Pero esa noche había sido como la primera noche, cuando su corazón le latía en el pecho como el de un pájaro enjaulado. De nuevo sintió el creciente pánico, quiso gritar y dar puñetazos al gran muro de madera que la separaba del mundo.
¿Cuánto tiempo llevaba postrada en esa profunda oscuridad, pronunciando oraciones que no podían salvar el abismo de la falta de fe de su comunión rota?
¿Eso era una alondra? Las campanas de la catedral anunciaron los maitines. Aún no había amanecido.
Tenía los miembros agarrotados, la carne magullada por el contacto con la piedra húmeda, el cuerpo anegado en sudor por el calor de agosto. Llevar una vida de contemplación, ahuyentar el vórtice arremolinado, la danza macabra, cerrar los oídos a los gritos de los dolientes, a los interminables cantos fúnebres —la Parca rondaba allí fuera, cosechando almas como grano maduro— para escuchar en su lugar la voz queda, suave: ése era el camino que ella había elegido cuando se encomendó a Dios. y había estado conforme con eso hasta que el iluminador le llevó aquella niña maltrecha. La había acunado entre sus brazos y susurrado una nana. Pero cuando el iluminador volvió con su madre, la anacoreta se había retirado a las sombras, dejando en su lugar a una mujer llena de pesar, una mujer dolorosamente consciente de todo lo que había dejado atrás.
Había perdido el menstruo al adoptar la vida de eremita. —Se llama Mary —había dicho la madre, mientras humedecían la piel de la niña consumida por la fiebre. Al pronunciar esta última palabra se le quebró la voz y el rostro se le contrajo en una grotesca mueca de dolor, petrificado como las máscaras de tragedia que llevaban los actores de los misterios— La llamé así por nuestra Señora. Para que la protegiera.
Pero la Virgen no había protegido a su tocaya. Tampoco el Cristo al que rezaba Julián. ¿Sabía la madre lo mucho que ella la envidiaba por tener una hija? Aunque fuese una hija muerta, vivía en el recuerdo. Primero vino la envidia y después la duda. ¿Y qué otros pecados podrían introducirse luego por la grieta abierta en su fe?
La piedra bajo sus labios sabía a moho y muerte. «Domini, invictus», rogó. Pero la misericordia brillaba por su ausencia. Tenía el cuerpo entumecido después de tanto tiempo tumbada en el frío suelo. ¿Conseguiría mover las articulaciones si lo intentaba? «Moriré aquí —pensó— Moriré y encontrarán mis huesos ante el altar, la carne desprendiéndose como la pulpa de una fruta podrida se separa de la semilla.» Los dedos de su mano izquierda, cuya palma apretaba contra el suelo, empezaron a temblarle convulsivamente.
«Ni siquiera me he enterado de cómo se llamaba la madre», pensó.
Julián había intentado pronunciar unas palabras de consuelo. Pero éstas habían caído cual guijarros en el silencio, tan duras y quebradizas como el dolor. ¿Cómo hablar de misericordia cuando no se la brindaban?
Tras enterrar a la niña, Julián soñó tres noches seguidas que el demonio la asfixiaba. Se despertaba sin aliento a causa de los gritos que se oían al otro lado de los postigos de la ventana de su criada, gritos de la madre llamando en sueños a su hija muerta.
Julián intentó con toda su alma apaciguar el anhelo que la niña había suscitado en ella. Había hecho una elección: dudar ahora sería una blasfemia.
—
Pastor Christus est
... —Sus labios ya no podían articular esas palabras— Perdona mi frágil carne, Señor. Te doy las gracias por esta ansia no satisfecha. Te ofrezco mi sufrimiento como sacrificio.
Pero era incapaz de contener las lágrimas calientes que se derramaban en el suelo. ¿Lloraba por el padecimiento de su Salvador, por la pequeña Mary, por la doliente madre? ¿O lloraba por su propio vientre sin fruto?
Fuera, en el jardín, la primera llamada de la alondra anunció el alba. Dentro de la iglesia correteaban las ratas buscando alguna miga perdida de las hostias. ¡Qué frágil era eso que llamaban fe!
—Señor, si es ésa tu voluntad, quítame el anhelo y si no es tu voluntad que me libere de todo deseo propio de una mujer, convierte este anhelo en una mayor comprensión de tu amor perfecto.
En respuesta, el primer albor de luz perlada, como una gracia voluble, cobró vida y entró por debajo de la puerta de su celda. Julián oyó el trajín matutino de Alice al otro lado de la puerta: la leña para el fuego al ponerla debajo de la olla, el postigo que se abría en la ventana por la que Julián recibía su comida. Se levantó, sorprendida de que sus miembros renuentes la obedecieran.
—¿Ya se ha acabado la noche? —preguntó mientras Alice ponía una pila de ropa limpia en el alféizar.
—Sí, y la madre se ha ido —contestó Alice—. Cuando he llegado, su camastro estaba vacío. Debe de haber vuelto con su marido.
—Eso está bien. Ahora podrá empezar a restablecer su espíritu.
Para alivio de Julián, Alice no hizo el menor comentario sobre la aparente injusticia, aunque torció el gesto por tener que reprimirse.
—¿Os habéis pasado toda la noche rezando? —preguntó al tiempo que Julián cogía un velo y un griñón limpios de la pila en el alféizar.
—El Espíritu Santo aplica un bálsamo a las almas heridas.
—Bueno, el cuerpo también necesita un poco de consuelo de vez en cuando. —Se movía como un carrizo cuando construye su nido— Tomad, comed este huevo para el desayuno.
Mientras Julián comía un bocado del huevo duro y lo volvía a dejar en la taza, se fijó en las plumas recién afiladas que asomaban del cesto que Alice colocaba en la ventana.
—Veo que has traído más plumas. Comeré después, cuando acabe de trabajar.
La criada apretó los labios para contener sus protestas.
—He traído una segunda tarta de semillas de amapola para el enano —dijo— Puede que, por tamaño, sea la mitad de un hombre, pero tiene el apetito de un gigante.
—Y el espíritu de un gigante. Pero puedes llevar la tarta a la puerta de las limosnas o dársela a los pájaros. Tom no regresará. Ha vuelto con sus trampas para anguilas y ha llevado un mensaje al hombre que nos trajo a la niña. Pensé que querría saberlo.
Alice vertió agua del pozo de la iglesia en un cuenco y, tras apartar el huevo a medio comer, lo dejó en la ventana.
—Pues ése sí que es un bicho raro, desde luego. Hace el trabajo de un monje, dibujando para una abadía, sin ser monje. Tiene una hija.