Read El maestro y Margarita Online
Authors: Mijaíl Bulgákov
—¡El procurador es demasiado benévolo!
—Y ahora le ruego que me informe sobre la ejecución —dijo el procurador.
—¿Y qué le interesa al procurador en particular?
—¿No hubo por parte de la masa intentos de expresar su indignación? Claro está, que esto es lo más importante.
—No hubo ninguno —contestó el huésped.
—Muy bien. ¿Se cercioró usted mismo de que habían muerto?
—El procurador puede estar seguro de ello.
—Dígame... ¿les dieron la bebida antes de colgarlos en los postes?
—Sí. Pero él —el huésped cerró los ojos— se negó a tomarla.
—¿Cuál de ellos? —preguntó Pilatos.
—¡Usted perdone, hegémono! —exclamó el huésped—, ¿no le he nombrado? ¡Ga-Nozri!
—¡Demente! —dijo Pilatos haciendo una extraña mueca. Empezó a temblarle una vena bajo su ojo izquierdo—. ¡Morir de quemaduras de sol! ¿Por qué rechazar lo que permite la ley? ¿Con qué palabra se negó?
—Dijo —respondió el hombre, cerrando los ojos de nuevo— que lo agradecía y no culpaba a nadie de su muerte.
—¿A quién? —preguntó con voz sorda.
—Eso no lo dijo, hegémono...
—¿No intentó predicar algo en presencia de los soldados?
—No, hegémono, esta vez no estuvo demasiado hablador. Lo único que dijo fue que entre todos los defectos del hombre, el que le parecía más grande era la cobardía.
—¿Por qué lo dijo? —el huésped oyó de repente una voz cascada.
—No quedó claro. Toda su actitud era extraña, como siempre.
—¿Qué era lo extraño?
—Intentaba mirar a los ojos de cada uno de los que le rodeaban y no dejaba de sonreír, desconcertado.
—¿Nada más?
—Nada más.
El procurador dio un golpe con el cáliz al servirse más vino. Lo bebió de un trago y dijo:
—El problema es el siguiente: aunque no podamos descubrir, por lo menos ahora, a sus admiradores o seguidores, no hay garantía de que no existan.
El huésped le escuchaba atentamente, con la cabeza baja.
—Por eso, para evitar toda clase de sorpresas —seguía el procurador— le ruego que se recojan los cuerpos de los tres ejecutados y que se entierren en secreto, para que no se vuelva a hablar de ellos.
—Está claro, hegémono —dijo el huésped, poniéndose de pie—: En vista de la dificultad y responsabilidad de la tarea, permita que me vaya en seguida.
—No, siéntese un momento —dijo Pilatos, deteniéndole con un gesto—, hay dos cosas más. En primer lugar, teniendo en cuenta sus enormes méritos en el delicado trabajo de jefe del servicio secreto del procurador de Judea, me veo en la obligación de hacerlo saber en Roma.
El huésped se sonrojó, se puso en pie e hizo una reverencia, diciendo:
—Sólo cumplo mi deber al servicio del emperador.
—Me gustaría pedirle una cosa —seguía el hegémono—, que si le proponen el traslado y el ascenso, que lo rechace y se quede aquí. No me gustaría tener que prescindir de usted de ningún modo. Podrán premiarle de otra manera.
—Es una gran satisfacción servir a sus órdenes, hegémono.
—Me alegro mucho. Bien, la segunda cuestión. Se refiere a... este, como se llama... Judas de Kerioth.
De nuevo el huésped miró al procurador de manera especial, aunque sólo por unos instantes.
—Dicen —seguía el procurador bajando la voz—, que ha recibido dinero por haber acogido con tanta hospitalidad a ese loco.
—Lo recibirá —corrigió por lo bajo el jefe del servicio secreto.
—¿Es grande la suma?
—Eso nadie lo puede saber.
—¿Ni siquiera usted? —dijo el hegémono, elogiándole con su asombro.
—Desgraciadamente, yo tampoco —respondió el huésped con serenidad—. Lo único que sé es que va a recibir el dinero esta noche. Hoy le llamaron al palacio de Caifás.
—¡Ah! ¡El avaro viejo de Kerioth! —dijo el procurador sonriendo—. ¿No es viejo?
—El procurador nunca se equivoca, pero esta vez sí —respondió el huésped con amabilidad—. El hombre de Kerioth es joven.
—¿Qué me dice? ¿Podría describirlo? ¿Es un fanático?
—¡Oh, no, procurador!
—Bien, ¿algo más?
—Es muy guapo.
—¿Qué más? ¿Tiene alguna pasión?
—Es muy difícil conocer bien a todos los de esta enorme ciudad...
—¡No, no Afranio! No subestime sus méritos.
—Tiene una pasión, procurador —el huésped hizo una pausa corta—: el dinero.
—¿Qué hace?
Afranio levantó los ojos hacia el techo, se quedó pensando y luego contestó:
—Trabaja en una tienda de cambio de un pariente suyo.
—Ah, bien, bien... —el procurador se calló, miró alrededor para convencerse de que en el balcón no había nadie y luego dijo en voz baja—: Me han informado de que le van a matar esta noche.
El huésped miró fijamente al procurador y mantuvo la mirada unos instantes, después contestó:
—Procurador, usted tiene una opinión demasiado buena de mí. Me parece que no merezco su informe a Roma. Yo no he tenido noticias de eso.
—Usted se merece el premio más grande —respondió el procurador—, pero la noticia existe.
—Permítame una pregunta: ¿de dónde proviene?
—Permítame que no se lo diga por ahora. Además, la noticia es poco clara y dudosa. Pero yo debo preverlo todo. Así es mi trabajo. Y lo que más me inclina a creerlo es mi presentimiento que nunca me ha fallado. El rumor es que uno de los amigos secretos de Ga-Nozri, indignado por la monstruosa traición de ese cambista, se ha puesto de acuerdo con sus cómplices para matarlo esta noche, y el dinero del soborno, mandárselo al gran sacerdote con estas palabras: «devuelvo el dinero maldito».
El jefe del servicio secreto ya no miraba inquisitivamente al hegémono y le seguía escuchando con los ojos entornados. Pilatos decía:
—¿Cree usted que le gustará al gran sacerdote recibir este regalo en la noche de fiesta?
—No sólo no le gustará —respondió el huésped, sonriendo—, sino que me parece que se va a armar un gran escándalo.
—Soy de la misma opinión. Por eso le ruego que se ocupe de este asunto, es decir, que tome todas las precauciones para proteger a Judas de Kerioth.
—La orden del hegémono será cumplida —contestó Afranio—, pero tranquilícese: el plan de los malhechores es muy difícil de realizar. Figúrese —el huésped miró alrededor mientras hablaba—, espiarlo, matarlo, además enterarse de cuánto dinero había recibido y arreglárselas para devolverlo a Caifás, y ¿todo en una noche?
—De todos modos le van a matar esta noche —repitió Pilatos, obstinado—. Le digo que tengo un presentimiento. Y no se ha dado el caso que me haya fallado —cambió de cara y se frotó las manos con un gesto rápido.
—A sus órdenes —contestó el huésped con resignación. Se puso en pie y preguntó con severidad—: Entonces, ¿le van a matar, hegémono?
—Sí —respondió Pilatos—, tengo todas mis esperanzas puestas en su sorprendente eficacia.
El huésped se arregló el pesado cinturón bajo la capa y dijo:
—Salud y alegría.
—¡Ah sí! —exclamó Pilatos en voz baja—, se me había olvidado por completo. ¡Le debo dinero!
El huésped se sorprendió.
—Por favor, usted no me debe nada.
—¿Cómo que nada? ¿Se acuerda que el día de mi llegada a Jershalaím había un montón de mendigos... y que quise darles algo de dinero y como no llevaba encima se lo pedí a usted?
—Procurador, ¡si eso no es nada!
—Eso tampoco se debe olvidar —Pilatos se volvió, cogió su toga que estaba detrás de él, sacó de debajo un pequeño saco de cuero y se lo extendió al huésped. Éste, al recibirlo, hizo una reverencia y lo guardó debajo de la capa.
—Espero el informe sobre el entierro —dijo Pilatos—, y sobre el asunto de Judas de Kerioth esta misma noche. La guardia recibirá órdenes de despertarme en cuanto usted llegue. Le espero.
—A sus órdenes —dijo el jefe del servicio secreto y se fue del balcón. Se oyó crujir la arena mojada bajo sus pies, luego sus pisadas por el mármol entre los leones. Después desaparecieron sus piernas, el cuerpo y, por fin, capuchón. Sólo entonces el procurador se dio cuenta de que el sol se había puesto y había llegado el crepúsculo.
Quizá fuera el crepúsculo la razón del cambio repentino que había experimentado el físico del procurador. En un momento había envejecido, estaba más encorvado y parecía intranquilo. Una vez se volvió y, mirando el sillón vacío con el manto echado sobre el respaldo, se estremeció. La noche de fiesta se acercaba. Las sombras nocturnas empezaban su juego y, seguramente, al cansado procurador le pareció ver a alguien sentado en el sillón. Cedió a su miedo, revolvió el manto, lo dejó donde estaba y empezó a dar pasos rápidos por el balcón frotándose las manos. Se acercó a la mesa para coger el cáliz y se detuvo contemplando con mirada inexpresiva el suelo de mosaico, como si tratara de leer algo escrito... Era la segunda vez en el día que le aquejaba una fuerte depresión. Con las manos en la sien, en la que sólo quedaba un recuerdo vago y molesto de aquel tremendo dolor que sintiera por la mañana, el procurador se esforzaba en comprender el porqué de su sufrimiento. Y lo entendió en seguida, pero trató de engañarse a sí mismo. Estaba claro que por la mañana había dejado escapar algo irrevocablemente y ahora trataba de arreglarlo con actos insignificantes, y sobre todo, demasiado tardíos. El procurador trataba de convencerse de que lo que estaba haciendo ahora, esta noche, no tenía menos importancia que la sentencia de la mañana. Pero la realidad es que le costaba mucho creérselo. Se volvió bruscamente y silbó. Le respondió un ladrido sordo que resonó en el atardecer, y un perrazo gris, con las orejas de punta, saltó del jardín al balcón. El perro llevaba un collar con remaches de chapa dorados.
—Bangá, Bangá —gritó el procurador casi sin voz.
El perro se levantó sobre las patas traseras y apoyó las delanteras en los hombros de su amo. Faltó muy poco para que le tirara al suelo; le lamió un carrillo. El procurador se sentó en un sillón. Bangá, jadeante y con la lengua fuera, se echó a sus pies. Sus ojos estaban llenos de alegría, la tormenta había terminado y eso era lo único que temía el intrépido perro. Se encontraba, además, con el hombre al que quería, respetaba y veía como al más fuerte del mundo, el dueño de todos los hombres, gracias al cual se creía un ser privilegiado, superior y especial. Pero tumbado a sus pies, sin mirarle siquiera, con los ojos puestos en el jardín semi a oscuras, el perro se dio cuenta en seguida de la apurada situación en que se encontraba su amo. Por eso cambió de postura. Se levantó, se acercó al procurador y le puso la cabeza y las patas en las rodillas, ensuciándole el manto con arena mojada. Seguramente quería demostrar así su deseo de consuelo y su disposición a enfrentarse con la desgracia al lado de su señor. Trataba de expresar esta actitud en su modo de mirar al procurador y con sus orejas, levantadas y alertas. Así recibieron la noche de fiesta en el balcón, el hombre y el perro, dos seres que se querían.
Mientras tanto, el huésped del procurador estaba muy ocupado. Después de abandonar la terraza delante del balcón, bajó por una escalera a la terraza siguiente, torció a la derecha y salió hacia el cuartel situado dentro del palacio, donde estaban instaladas las dos centurias que habían llegado a Jershalaím con el procurador con motivo de la fiesta. También estaba acuartelada aquí la guardia secreta, bajo el mando del huésped de Pilatos, quien apenas se detuvo en el cuartel; no estaría allí más de diez minutos, pero en seguida salieron del patio tres carros cargados de herramientas de zapadores y una cuba con agua, y acompañando a los carros, quince hombres a caballo con capas grises.
Atravesaron la puerta trasera del palacio, se dirigían al oeste. Pasando junto al muro de la ciudad, cogieron el camino de Bethleem y por él fueron hacia el norte, hasta el cruce que había junto a la Puerta de Hebrón. Tomaron entonces el camino de Jaffa, por el que pasara de día la procesión de los condenados a muerte. Había oscurecido y en el horizonte apareció la luna.
Poco después, el huésped del procurador, con una túnica usada, también abandonó el palacio a caballo. El huésped no salió de Jershalaím, se dirigió a algún sitio dentro de la ciudad. Pronto se le pudo ver muy cerca de la fortificación Antonia, que estaba al norte, junto al gran templo. Tampoco se detuvo mucho tiempo en el fuerte y le vieron después en la Ciudad Baja, por sus calles torcidas y enredadas. Llegó hasta allí montado en una mula.
El hombre conocía bien la ciudad y no tuvo dificultad para encontrar la calle que buscaba. Llevaba el nombre de Calle Griega por la procedencia de los dueños de las pequeñas tiendas que había en ella. Y precisamente junto a una de estas tiendas, en la que vendían alfombras, detuvo el hombre su mula, se apeó y la ató a una anilla de la puerta. La tienda estaba cerrada. Junto a la entrada había una verja, por donde el hombre penetró en un patio cuadrangular rodeado de cobertizos. Dobló una esquina del patio, se acercó a la terraza de una vivienda cubierta de hiedra y echó una mirada alrededor. La casa y los cobertizos estaban a oscuras: todavía no habían encendido las luces. El hombre llamó en voz baja:
—¡Nisa!
Rechinó una puerta, y en la penumbra de la noche apareció en la terraza una mujer joven, sin velo. Se inclinó sobre la barandilla con aspecto intranquilo, para averiguar quién era el que llamaba. Al reconocer al hombre le sonrió e hizo un gesto amistoso con la mano.
—¿Estás sola? —preguntó Afranio en griego.
—Sí —susurró la mujer desde la terraza—, mi marido ha marchado a Cesarea esta mañana —la mujer miró hacia la puerta y añadió—: pero la criada está en casa —e hizo un gesto indicándole que pasara.
Afranio volvió a mirar alrededor y subió por los peldaños de piedra. Luego los dos desaparecieron en el interior. Afranio no estuvo allí más de cinco minutos. Abandonó la casa y la terraza cubriéndose el rostro con la capucha y salió a la calle. Poco a poco iban apareciendo las luces de los candiles en las casas. Fuera, el barullo de vísperas de fiesta era grande todavía, y Afranio, montado en la mula, se confundió en seguida con la muchedumbre de transeúntes y jinetes. Nadie sabe a dónde se dirigió después.
Cuando se quedó sola la mujer a la que Afranio llamara Nisa, se cambió rápidamente de ropa. No encendió el candil, ni llamó a la criada, a pesar de lo difícil que resultaba encontrar algo en una habitación a oscuras. En cuanto estuvo preparada, con la cabeza cubierta por un velo negro, se le oyó decir: