Read El maestro y Margarita Online
Authors: Mijaíl Bulgákov
Tenía mucho tiempo por delante, la tormenta no empezaría hasta la noche, y la cobardía, sin duda alguna, era uno de los mayores defectos del hombre. Así decía Joshuá Ga-Nozri. No, filósofo, no estoy de acuerdo. ¡Es el mayor defecto!
El que hoy era procurador de Judea, el antiguo tribuno de la legión, no fue cobarde, por ejemplo, cuando a los furiosos germanos les faltó poco para devorar al gigante Matarratas, en el Valle de las Doncellas. Pero, ¡por favor, filósofo!, ¿cómo puede pensar usted, que es inteligente, que el procurador de Judea iba a perder su puesto por un hombre que ha cometido un delito contra el César?
—Sí, sí... —gemía y sollozaba Pilatos en sueños.
Claro que lo perdería. Por la mañana no lo hubiera hecho así; pero, ahora, por la noche, después de haberlo meditado bien, estaba dispuesto a ello. Haría lo que fuera necesario para librar de la ejecución al médico demente y soñador que no era culpable de nada.
—Así siempre estaremos juntos —decía el harapiento filósofo, el vagabundo, que no se sabía por qué había aparecido en el camino del jinete de la Lanza de Oro— ¡cuando salga uno, saldrá el otro! ¡Cuando se acuerden de mí, te recordarán a ti! A mí, hijo de padres desconocidos y a ti, hijo del rey astrólogo y de la hermosa Pila, hija de un molinero.
—Sí, por favor, no me olvides. Recuérdame a mí, al hijo del astrólogo —pedía Pilatos. Y como viera el consentimiento del mendigo de En Sarid, que asentía con la cabeza, caminando a su lado, el cruel procurador de Judea reía y lloraba de alegría, en sueños.
Esto era muy bonito, pero hizo que el despertar del procurador fuera angustioso. Bangá lanzó un gruñido a la luna y el camino resbaladizo, como untado de aceite, se hundió bajo el procurador. Abrió los ojos, recordó que la ejecución había existido, y después, con gesto acostumbrado, agarró el collar de Bangá. Buscó la luna con sus ojos enfermos y la vio, plateada, que se había desplazado. Un resplandor desagradable y alarmante interrumpía la luz de la luna y jugaba en el balcón ante sus propios ojos.
En las manos del centurión Matarratas ardía una antorcha despidiendo hollín. El hombre miraba con miedo y enfado al animal agazapado para saltar.
—Quieto, Bangá —dijo el procurador con voz enfermiza, y tosió. Continuó hablando, cubriéndose la cara con la mano—. ¡Ni una noche de luna tengo tranquilidad!... Oh, dioses... Usted, Marco, también tiene un mal puesto. Mutila a los soldados...
Marco miraba al procurador con gran sorpresa; éste se recobró. Para suavizar las innecesarias palabras que había dicho medio en sueños, el procurador añadió:
—No se ofenda, centurión. Le repito que mi situación es todavía peor. ¿Qué quería?
—Ha venido el jefe del servicio secreto.
—Que pase, que pase —ordenó el procurador, tosiendo para aclararse la voz y buscando las sandalias con los pies descalzos. El reflejo del fuego bailó en las columnas y las cáligas del centurión resonaron en el mosaico. El centurión salió al jardín.
—Ni con luna tengo tranquilidad —se dijo el procurador, y le rechinaron los dientes.
Ahora en lugar del centurión apareció en el balcón el hombre de la capucha.
—Quieto, Bangá —dijo el procurador en voz baja, y apretó con suavidad la nuca del perro.
Antes de decir nada, Afranio miró alrededor, como tenía por costumbre, y se fue a la sombra; cuando se convenció de que, además de Bangá, en el balcón no había nadie, empezó a hablar en voz baja.
—Procurador, solicito que me lleve a los tribunales. Usted tenía razón. No he sabido salvar a Judas de Kerioth, lo han matado. Solicito un juicio y la dimisión.
Afranio tuvo la sensación de que le estaban contemplando cuatro ojos: de perro y de lobo.
Sacó de debajo de su clámide una bolsa manchada de sangre, doblemente sellada.
—Este saco con dinero lo arrojaron los asesinos en casa del gran sacerdote. La mancha es de sangre de Judas de Kerioth.
—¿Cuánto dinero hay dentro? —preguntó Pilatos inclinándose sobre el saquito.
—Treinta tetradracmas.
El procurador se sonrió y dijo:
—Es poco.
Afranio estaba callado.
—¿Dónde está el cadáver?
—No lo sé —respondió con digna tranquilidad el hombre que nunca sé separaba de su capuchón—. Esta mañana iniciaremos la investigación.
El procurador se estremeció y dejó la correa de la sandalia que no conseguía abrochar.
—¿Está seguro de que ha muerto?
La respuesta que recibió el procurador fue muy seca:
—Procurador, trabajo en Judea desde hace quince años. Empecé con Valerio Grato. No necesito ver el cadáver de un hombre para saber que está muerto. Le comunico que al hombre que llamaban Judas de Kerioth lo han matado hace unas horas.
—Perdóneme, Afranio —contestó Pilatos—, todavía no estoy del todo despierto, y por eso lo dije. Duermo mal —el procurador sonrió—. En mis sueños siempre veo un rayo de luna. Fíjese, qué curioso, es como si yo estuviera paseando por ese rayo... Bien, me gustaría saber qué piensa de este asunto. ¿Dónde piensa buscarlo? Siéntese.
El jefe del servicio secreto hizo una reverencia, acercó el sillón al triclinio y se sentó, haciendo sonar su espada.
—Pienso buscarle por la almazara, en el Huerto de Gethsemaní.
—Bien, bien. ¿Y por qué allí precisamente?
—Hegémono, creo que a Judas lo han matado, no en la ciudad, pero tampoco lejos de aquí: en las afueras de Jershalaím.
—Le tengo por un gran experto en su oficio. No sé cómo irán las cosas en Roma, pero en las provincias no hay otro como usted. Pero explíqueme, ¿en qué se basa para creerlo así?
—No puedo admitir en absoluto —decía Afranio en voz baja—, que Judas cayera en manos de sospechosos dentro de la ciudad. No se puede matar a nadie en la calle sin ser descubierto, luego tienen que haber conseguido llevarle a algún escondite. Pero nuestro servicio ha hecho un registro en la Ciudad Baja, y de estar allí estoy seguro de que lo hubieran encontrado. No está en la ciudad, se lo garantizo. Y si le hubieran matado en algún otro lugar lejos de la ciudad, no hubieran podido llevar tan pronto el dinero al palacio. Le han matado cerca de la ciudad. Han sabido hacerle salir de Jershalaím.
—¡No comprendo cómo han podido hacerlo!
—Sí, procurador, eso es lo más difícil del caso y no sé si lograré averiguarlo.
—¡Es realmente misterioso! Una tarde de fiesta un hombre creyente que sale de la ciudad, no se sabe por qué, abandonando así la comida de Pascua, y muere. ¿Quién y cómo ha podido conseguir que saliera? ¿No habrá sido una mujer? —preguntó el procurador de pronto, como si tuviera una inspiración.
Afranio contestó tranquilo y convincente:
—De ninguna manera, procurador. Esa posibilidad está excluida. Discurriendo con lógica, ¿quiénes estaban interesados en la muerte de Judas? Unos fantasiosos vagabundos, un grupo de gente, que, ante todo, no incluía ni una mujer. Procurador, para casarse se necesita dinero. Para traer un hombre al mundo, también. Pero para matar a un hombre con ayuda de una mujer se necesita mucho dinero. Y ningún vagabundo puede conseguirlo. En este caso no ha intervenido ninguna mujer, procurador. Le diré algo más, interpretar así el crimen no es sino llevarnos a una pista falsa, confundirnos en la investigación y desconcertarme a mí.
—Tiene usted toda la razón, Afranio —decía Pilatos—, y lo que yo decía no era más que una suposición.
—Desgraciadamente es equivocada, procurador.
—Pero, entonces, ¿qué? —exclamó el procurador, mirando a Afranio con ansiedad.
—Creo que se trata de dinero.
—¡Magnífica idea! ¿Pero quién y por qué podía ofrecerle dinero de noche y fuera de la ciudad?
—No, procurador, no se trata de eso. Tengo una teoría, y de no confirmarse, es probable que no sea capaz de encontrar otra explicación — Afranio se inclinó hacia el procurador y terminó en voz baja—: Judas quería esconder el dinero en algún sitio apartado, que sólo él conociera.
—Es una teoría muy acertada. Debe de ser así como sucedió. Ahora lo comprendo: le hizo salir de la ciudad su propio objetivo, no la gente. Sí, debió de ser así.
—Eso creo. Judas era un hombre desconfiado y quería guardar su dinero de la gente.
—Sí, usted dijo en Gethsemaní... Confieso que no llego a entender por qué piensa buscarlo precisamente allí.
—¡Oh!, procurador, es de lo más sencillo. A nadie se le ocurre esconder el dinero en caminos o sitios vacíos y abiertos. Judas no estuvo en el camino de Hebrón, ni en el de Betania. Tenía que ir a un sitio protegido, con árboles. Está clarísimo. Y cerca de Jershalaím no hay otro lugar que reúna esas condiciones más que Gethsemaní. No pudo haberse marchado muy lejos.
—Me ha convencido por completo. Entonces, ¿qué hacemos ahora?
—Voy a buscar inmediatamente a los asesinos que espiaron a Judas cuando salía de la ciudad, y mientras, quiero presentarme a los tribunales.
—¿Por qué?
—Esta tarde mi servicio le ha dejado salir del bazar, después de abandonar el palacio de Caifás. No puedo explicarme cómo ha sucedido. No me había pasado una cosa así en toda mi vida. Estuvo bajo vigilancia inmediatamente después de nuestra conversación. Pero se nos escapó en el bazar después de hacer un extraño viraje y desapareció por completo.
—Bien. Pero no veo la necesidad de llevarle a los tribunales. Usted ha hecho todo lo posible y nadie en el mundo —el procurador sonrió— hubiera podido hacer más. Castigue a los guardias que dejaron escapar a Judas. Pero le advierto que no me gustaría que la sanción fuera severa. Al fin y al cabo, hemos hecho todo lo que estaba en nuestras manos por salvar a ese farsante. ¡Ah sí! Casi me olvidaba preguntarle, ¿y cómo se arreglaron para tirar el dinero en casa de Caifás?
—Mire usted, procurador... Eso no es demasiado difícil. Los vengadores se acercaron por la parte trasera del palacio de Caifás, por allí el patio da a una callejuela. Tiraron el paquete por encima del muro.
—¿Con una nota?
—Sí, exactamente como usted lo había imaginado, procurador. A propósito... —Afranio arrancó los lacres del paquete y enseñó su interior al procurador.
—¡Por favor, Afranio, pero qué hace! ¡Si los lacres serán del templo, seguramente!
—No debe preocuparse por eso, procurador— respondió Afranio, cerrando el paquete.
—¿Es que tiene usted todos los lacres? —preguntó Pilatos, riéndose.
—No podía ser de otra manera, procurador —contestó Afranio sin sonreír, muy severo.
—¡Me imagino la que se armaría en casa de Caifás!
—Sí, produjo una gran agitación. Me llamaron inmediatamente.
Hasta en la penumbra se podía distinguir el brillo de los ojos de Pilatos.
—Muy interesante...
—¿Me permite una objeción, procurador? No es nada interesante. Este asunto es larguísimo y agotador. Cuando pregunté en el palacio de Caifás si habían pagado dinero a alguien, denegaron rotundamente.
—¿Ah, sí? Bueno, si dicen que no lo han pagado, será que no lo han pagado. Más difícil será encontrar a los asesinos.
—Así es, procurador.
—Afranio, se me ocurre una cosa. ¿No se habrá suicidado?
—¡Oh, no, procurador! —contestó Afranio, retrocediendo asombrado—. Usted perdone, pero es completamente imposible.
—En esta ciudad todo es posible. Apostaría que en la ciudad empezarán a correr rumores sobre eso muy pronto.
Afranio miró al procurador de aquel modo especial como él solía hacerlo. Se quedó pensativo y luego contestó:
—Es posible, procurador.
Al parecer, Pilatos no podía dejar el asunto del asesinato del hombre de Kerioth, aunque ahora ya estaba todo claro. Dijo con aire un tanto soñador:
—Me gustaría haber visto cómo le mataron.
—Le han matado con verdadero arte, procurador —contestó Afranio, mirándole con cierta ironía.
—¿Y usted cómo lo sabe?
—Tenga la bondad de fijarse en la bolsa, procurador —respondió Afranio—. Estoy seguro de que la sangre de Judas brotaría como un torrente. He tenido ocasión de ver muchos muertos, procurador.
—Entonces, ¿ya no volverá a levantarse nunca?
—No, procurador, se levantará —contestó Afranio con sonrisa filosófica— cuando suene sobre él la trompeta del mesías que aquí esperan. Pero no se levantará antes de eso.
—Es suficiente, Afranio; este asunto está claro. Pasemos al entierro.
—Los ejecutados ya están enterrados, procurador.
—¡Oh!, Afranio, sería un verdadero crimen llevarlo a usted a los tribunales. Se merece la distinción más alta. ¿Cómo lo hicieron?
Afranio se lo contó. Mientras él mismo estaba ocupado con el asunto de Judas, un destacamento de la guardia secreta, dirigido por su ayudante, llegó al monte al anochecer. No encontraron uno de los cuerpos. Pilatos se estremeció y dijo con voz ronca:
—¡Ah, debía haberlo previsto!...
—No se preocupe, procurador —dijo Afranio, y siguió su relato—: Recogieron los cuerpos de Dismás y Gestás, que tenían los ojos comidos por aves de rapiña, e inmediatamente se lanzaron a buscar el tercer cuerpo. Lo encontraron muy pronto. Un hombre...
—Leví Mateo —dijo Pilatos, más bien afirmando que interrogando.
—Sí, procurador... Leví Mateo se escondía en una cueva en la ladera norte del Calvario, esperando que llegara la noche. El cuerpo desnudo de Joshuá Ga-Nozri estaba con él. Cuando la guardia entró en la cueva con una antorcha, Leví se llenó de ira y desesperación. Gritaba que no había cometido ningún crimen y que, según la ley, cualquiera tenía derecho a enterrar a un delincuente ejecutado si así lo deseaba. Leví Mateo decía que no quería separarse del cuerpo. Estaba muy alterado, gritaba algo incoherente, pedía o amenazaba y maldecía...
—¿Tuvieron que detenerle? —preguntó Pilatos con aire sombrío.
—No, procurador —respondió Afranio tranquilizador—. Consiguieron calmar al exaltado demente, asegurándole que el cuerpo sería enterrado. Cuando lo comprendió, Leví pareció sosegarse, pero dijo que no pensaba marcharse y que deseaba participar en el entierro. Que no se iría aunque le amenazáramos con la muerte y hasta ofreció, con este fin, un cuchillo de cortar pan que llevaba encima.
—¿Le echaron? —preguntó Pilatos con voz ahogada.
—No, procurador. Mi ayudante permitió que tomara parte en el entierro.
—¿Cuál de sus ayudantes dirigía la operación? —preguntó Pilatos.
—Tolmai —contestó Afranio, y añadió intranquilo—: A lo mejor, ha cometido alguna equivocación...