Read El maestro y Margarita Online
Authors: Mijaíl Bulgákov
Se oyó un ruido en el aire, y Asaselo, con el maestro y Margarita, que volaban tras su capa negra llena de viento, bajaron hacia el grupo de gente que les estaba esperando.
—Tuvimos que molestarles —dijo Voland después de una pausa, dirigiéndose a Margarita y al maestro—, espero que no me lo reprochen. No creo que se arrepientan. Bien —dijo al maestro—, despídanse de la ciudad. Ha llegado la hora —Voland indicó con su mano enguantada los soles innumerables que fundían los cristales a la otra orilla, donde la niebla, el humo y el vapor cubrían la ciudad, calentada durante el día.
El maestro saltó del caballo, abandonó a los demás y corrió hacia el precipicio. Arrastraba por el suelo su capa negra. Se quedó mirando la ciudad. Por un momento una gran tristeza le oprimió el corazón, pero pronto empezó a sentir una dulce ansiedad, una emoción de gitano nómada.
—¡Para siempre!... Esto hay que comprenderlo —susurró el maestro, pasándose la lengua por sus labios resecos y partidos. Prestó atención a todo lo que sucedía en su alma... Después de la emoción sentía una profunda y encarnizada ofensa. Pero no fue un sentimiento duradero; le sucedió una indiferencia orgullosa; por último, experimentó un presentimiento de la paz eterna.
El grupo de jinetes esperaba al maestro en silencio. Miraban la negra figura al borde del precipicio, que gesticulaba, levantaba la cabeza como queriendo atravesar con la vista toda la ciudad, ver más allá de sus límites, y luego apoyaba la barbilla en el pecho, estudiando la hierba pisoteada y mustia bajo sus pies.
El aburrido Popota interrumpió el silencio.
—Permítame,
maître
, que silbe antes de emprender la marcha.
—Puedes asustar a la dama —contestó Voland—, y además ya has hecho bastantes trastadas por hoy.
—Ay, no,
messere
—intervino Margarita, sentada en el sillín como una amazona, con una mano en la cintura y arrastrando la larga cola por el suelo—. Permítale que silbe. Siento una gran tristeza antes del viaje. ¿No le parece,
messere
, que es lo más natural, incluso sabiendo que al final del camino está la felicidad? Que nos haga reír, porque me temo que esto va a terminar con lágrimas y no me gustaría que emprendiéramos así el camino.
Voland le hizo una seña a Popota; éste se animó mucho, saltó del caballo, se metió los dedos en la boca, hinchó los carrillos y silbó. Margarita sintió un terrible zumbido en los oídos. Su caballo se encabritó, de los árboles empezaron a caer ramas secas, toda una manada de urracas y gorriones echó a volar, un remolino de polvo avanzó hacia el río y todos vieron que en un barco que pasaba junto al muelle varios pasajeros perdieron sus gorras, que cayeron al agua.
El maestro se estremeció; pero siguió de espaldas, gesticulando aún más, levantando los brazos hacia el cielo, como si estuviera amenazando a la ciudad. Popota miró alrededor, orgulloso.
—Has silbado, no lo niego —dijo Koróviev en tono condescendiente—, has silbado. Pero, como soy imparcial, te diré que el silbido te ha salido bastante regular.
—Es que no soy chantre —contestó Popota, inflado y digno, e inesperadamente guiñó un ojo a Margarita.
—Voy a intentar yo, para recordar los buenos tiempos —dijo Koróviev. Se frotó las manos y se sopló los dedos.
—Oye, ten ciudado —se oyó la voz severa de Voland desde su caballo—, sin causar destrozos.
—Créame,
messere
—respondió Koróviev, llevándose la mano al pecho—, es una broma, nada más que una broma... De pronto se irguió como si fuera de goma, formó con los dedos de la mano derecha una figura complicada, se enrolló como un tornillo y, desenrollándose de golpe, pegó un silbido.
Margarita no lo oyó, pero sí lo notó al salir disparada unos veinte metros con su caballo excitado. Un roble quedó arrancado de raíz y la tierra se cubrió de grietas hasta el mismo río. Un enorme trozo de orilla, con el muelle y un restaurante, cayó al agua.
El agua del río hirvió, subió y precipitó a la orilla de enfrente el barco con los pasajeros sanos y salvos. Un pájaro, muerto por el silbido de Fagot, cayó a los pies del caballo relinchante de Margarita.
El silbido asustó al maestro. Se echó las manos a la cabeza y corrió hacia el grupo de gente que le esperaba.
—¿Qué? —preguntó Voland desde su caballo—. ¿Se ha despedido?
—Sí —contestó el maestro ya calmado, dirigiéndole una mirada recta y valiente.
Entonces rodó por las montañas una voz terrible de trompeta, la voz de Voland:
—¡Es la hora! —le respondió el silbido agudo y la risa de Popota.
Arrancaron los caballos, y los jinetes, subiendo por el aire, emprendieron la marcha. Margarita sentía a su caballo rabioso roer y tirar de la embocadura. La capa de Voland se alzó sobre toda la cabalgata, cubriendo el cielo del atardecer. Cuando por un instante el velo negro se apartó hacia un lado, Margarita volvió la cabeza y pudo ver que no sólo ya no había torres de colores, sino que hacía mucho que había desaparecido también la ciudad.
¡Dioses, dioses míos! ¡Qué triste es la tierra al atardecer! ¡Qué misteriosa la niebla sobre los pantanos! El que haya errado mucho entre estas nieblas, el que haya volado por encima de esta tierra, llevando un peso superior a sus fuerzas, lo sabe muy bien. Lo sabe el cansado. Y sin ninguna pena abandona las nieblas de la tierra, sus pantanos y ríos, y se entrega con el corazón aliviado en manos de la muerte, sabiendo que sólo ella puede tranquilizarle.
Los mágicos caballos negros llevaban despacio a sus jinetes; y la noche, inevitable, les iba alcanzando. Al sentirla a sus espaldas, incluso el incansable Popota permanecía en silencio, volaba serio y callado, con la cola erizada, agarrando la silla con sus patas.
La noche cubría con su pañuelo negro los bosques y los prados, la noche encendía luces tristes abajo, en la lejanía, pero eran luces que ya no interesaban y no importaban al maestro y a Margarita, eran luces ajenas. La noche adelantaba la cabalgata, chorreaba desde arriba, vertiendo repentinamente unas manchas blancas de estrellas en el cielo entristecido.
La noche se espesaba, volaba junto a ellos, les tiraba de las capas, y arrancándolas de sus hombros, descubría los engaños. Cuando Margarita, bañada por el viento fresco, abrió los ojos, vio cómo cambiaba el aspecto de los que volaban hacia su fin. Y cuando desde el bosque surgió a su encuentro una luna llena y roja, todos los engaños desaparecieron, cayendo a los pantanos, y las vestiduras pasajeras de sortilegio se hundieron en la niebla.
En el que volaba junto a Voland, a la derecha de Margarita, sería difícil reconocer ahora a Koróviev Fagot, el intérprete impostor del consejero misterioso que nunca había necesitado traducción. En lugar de aquél, que vestido con ropa destrozada de circo había abandonado los montes bajo el nombre de Koróviev Fagot, cabalgaba, haciendo sonar las cadenas de oro de las riendas, un caballero color violeta oscuro, con cara lúgubre y taciturna. Con la barbilla hincada en el pecho, no miraba la luna, no se fijaba en la tierra, pensaba en algo suyo, avanzando junto a Voland.
—¿Por qué ha cambiado tanto? —preguntó Margarita a Voland con una voz tan baja, que se confundía con el silbido del viento.
—Una vez este caballero gastó una broma poco feliz —contestó Voland volviendo hacia Margarita su rostro con el ojo lleno de luz suave—. Compuso un juego de palabras, hablando de la luz y las tinieblas, que no era muy apropiado. Por eso tuvo que seguir gastando bromas mucho más tiempo de lo que esperaba. Pero esta noche se liquidan todas las cuentas. El caballero ha pagado y saldado la suya.
La noche arrancó la bonita cola de Popota y los mechones de su piel sembraban los pantanos. El gato que entretenía al príncipe de las tinieblas resultó ser un adolescente delgado, un demonio paje, el mejor bufón que nunca existiera en el mundo. Ahora se había apaciguado y volaba en silencio, con su rostro joven iluminado por la luz de la luna.
El último de la fila era Asaselo. Brillaba el acero de su armadura. La luna también había transformado su cara. Desapareció por completo el colmillo absurdo y espantoso, y los ojos torcidos se volvieron iguales, vacíos y negros; la cara blanca y fría. Ahora ofrecía su verdadero aspecto de demonio del desierto, demonio asesino.
Margarita no se veía a sí misma, pero pudo observar cómo había cambiado el maestro. A la luz de la luna su cabello era blanco, formando en la nuca una trenza que flotaba en el aire. Cuando el viento levantaba la capa descubriendo las piernas del maestro, Margarita veía cómo se encendían y apagaban las estrellas de sus espuelas. Igual que el joven demonio, el maestro volaba sin apartar la mirada de la luna, sonriéndole, como si fuera algo conocido y querido, y murmuraba entre dientes, según la costumbre que adquiriera en la habitación número 118.
El mismo Voland también había recobrado su aspecto verdadero. Margarita no podría decir de qué estaban hechas las riendas del caballo; pensaba que podrían ser cadenas de luna, y el caballo, simplemente una masa de tinieblas; su crin, una nube, y las espuelas del jinete, manchas blancas de estrellas.
Así volaron en silencio largo rato, hasta que empezó a transformarse el paisaje bajo sus pies.
Los bosques tristes se hundieron en la oscuridad de la tierra, tragándose las cuchillas opacas de los ríos. Abajo aparecieron grandes piedras iluminadas, y entre ellas, huecos negros, donde no penetraba la luz de la luna.
Voland detuvo el caballo en una cumbre pedregosa, plana y triste, y los jinetes avanzaron a paso lento, escuchando cómo las herraduras de los caballos aplastaban el sílice y las rocas. La luna bañaba la planicie con luz fuerte y verdosa. Margarita descubrió un sillón y la figura blanca de un hombre sentado. El hombre parecía sordo o demasiado absorto en sus pensamientos. No oía el temblor de la tierra bajo el peso de los caballos, y los jinetes se le fueron acercando sin atraer su atención.
La luna ayudaba a Margarita, alumbrando mejor que cualquier luz eléctrica, y la mujer pudo ver cómo aquel hombre sentado extendía sus brazos y clavaba sus ojos ciegos en el disco de la luna. Ahora Margarita veía que junto al pesado sillón de piedra yacía un perro oscuro, enorme, con las orejas afiladas, que miraba con inquietud a la luna igual que su dueño. A los pies del hombre había un jarrón hecho pedazos y un charco rojo oscuro, que nunca se secaba.
Los jinetes detuvieron los caballos.
—Su novela ha sido leída —habló Voland, volviéndose hacia el maestro—, y solamente han dicho que por desgracia no está terminada. Yo quería enseñarle a su héroe. Lleva cerca de dos mil años sentado en esta plazoleta, durmiendo, pero cuando hay luna llena, como puede ver, sufre terribles insomnios. También sufre su fiel guardián, el perro. Si es verdad que la cobardía es el peor vicio, el perro no es culpable. Lo único que temía este valiente perro era la tormenta. Pero el que ama, tiene que compartir el destino de aquel a quien ama.
—¿Qué dice? —preguntó Margarita, y una sombra de compasión cubrió su rostro tranquilo.
—Dice siempre lo mismo —respondió Voland—. Dice que ni siquiera con la luna descansa y que no le gusta su trabajo. Eso dice siempre que no está dormido, y cuando duerme ve lo mismo: un camino de luna por el que quiere irse para hablar con el detenido Ga-Nozri, porque, según dice, no acabó de hablar con él entonces, hace mucho tiempo, el día catorce del mes primaveral Nisán. Pero nunca consigue salir a ese camino y nadie se le acerca. Entonces, ¿qué puede hacer? Habla consigo mismo. Bueno, naturalmente, a veces necesita alguna variante y muchas veces añade a sus palabras sobre la luna que lo que más odia en este mundo es su inmortalidad y su fama inaudita. Asegura que cambiaría encantado su suerte por la del vagabundo harapiento Leví Mateo.
—Doce mil lunas por una, hace tanto tiempo, ¿no es demasiado? —preguntó Margarita.
—¿Qué? ¿Se repite la historia de Frida? —dijo Voland—. No, Margarita, esta vez no se moleste. Todo será como tiene que ser, así está hecho el mundo.
—¡Suéltelo! —gritó de pronto Margarita con voz estridente, como gritaba cuando era bruja. Una piedra se desprendió con el grito y empezó a rodar por los resaltos, cubriendo las montañas con un ruido estrepitoso. Pero Margarita no podría decir qué había provocado aquel ruido: si la caída o la risa de Satanás. Voland reía mostrando a Margarita:
—No grite en las montañas, él está acostumbrado a los desprendimientos y no le molestan. Usted no tiene que pedir por él, Margarita, porque ya lo hizo aquel con el que tanto quiere hablar —entonces Voland se volvió al maestro—: Bien, ¡ahora puede terminar su novela con una frase!
El maestro parecía esperarlo, mientras estaba inmóvil mirando al procurador. Puso las manos en forma de altavoz y gritó; el eco saltó por las montañas desiertas y peladas:
—¡Libre!, ¡libre! ¡Te está esperando!
Las montañas convirtieron la voz del maestro en truenos, que las destruyeron. Los malditos muros de roca se derribaron. Sobre el abismo negro, que se había tragado los muros, se iluminó una ciudad inmensa donde unos ídolos dorados y relucientes dominaban el frondoso jardín, crecido durante muchos miles de lunas. El camino de luna, esperado por el procurador, se extendió hacia el jardín, y el perro de orejas afiladas echó a correr por el camino el primero. El hombre de manto blanco forrado de rojo sangre se levantó de su sillón y gritó algo con voz ronca y cortada. No se podía comprender si lloraba o reía, ni qué había dicho. Se le vio correr por el sendero de luna, siguiendo a su fiel guardián.
—¿Y yo?... ¿También le sigo? —preguntó el maestro intranquilo, cogiendo las riendas.
—No —contestó Voland—, ¿para qué seguir las huellas de lo que ya ha acabado?
—Entonces, ¿hacia allá? —preguntó el maestro, volviéndose atrás, donde había surgido la ciudad recién abandonada con las torres de alajú del monasterio, con el sol hecho pedazos en los cristales.
—Tampoco —respondió Voland, y su voz se espesó y flotó por las rocas—: ¡Romántico maestro! Aquel con el que tanto ansia hablar, el héroe inventado por usted, ha leído su novela —Voland se volvió hacia Margarita—: ¡Margarita Nikoláyevna! No puedo dudar de que usted haya intentado conseguir para el maestro el mejor futuro, pero le aseguro que lo que yo les quiero ofrecer y lo que ha pedido para usted Joshuá ¡es mucho mejor! Déjelos solos —decía Voland, inclinándose hacia el maestro y señalando al procurador, que se alejaba—. No vamos a molestarles. Puede que lleguen a un acuerdo —Voland agitó la mano en dirección de Jershalaím y la ciudad se apagó—. Tampoco allí —Voland señaló hacia atrás—. ¿Qué van a hacer en el sótano? —se apagó el sol quebrado en los cristales—. ¿Para qué? —seguía Voland con voz convincente y suave—. ¡Oh, tres veces romántico maestro! ¿No dirá que no le gustaría pasear con su amada bajo los cerezos en flor y por las tardes escuchar música de Schubert? ¿No le gustaría, como Fausto, estar sobre una retorta con la esperanza de crear un nuevo homúnculo? ¡Allí irá usted! Allí le espera una casa con un viejo criado, las velas ya están encendidas y pronto se apagarán, porque en seguida llegará el amanecer. ¡Por ese camino, maestro, por ese camino! ¡Adiós, ya es hora de que me marche!