Read El maestro y Margarita Online
Authors: Mijaíl Bulgákov
—Ha leído la obra del maestro —habló Leví Mateo—, pide que te lleves al maestro y le des la paz. ¿Te cuesta trabajo hacerlo, espíritu del mal?
—A mí no me cuesta trabajo hacer nada —contestó Voland— y tú lo sabes muy bien —permaneció callado y luego añadió—: ¿Y por qué no os lo lleváis vosotros al mundo?
—No se merece el mundo, se merece la tranquilidad —dijo Leví con voz triste.
—Puedes decir que todo será hecho —contestó Voland, se le encendió el ojo y añadió—: y déjame inmediatamente.
—Pide que también se lleven a la que le quería y sufrió tanto por él —Leví por primera vez habló a Voland con voz suplicante.
—Si no fuera por ti nunca se nos hubiera ocurrido. Vete.
Leví Mateo desapareció; Voland llamó a Asaselo, diciéndole:
—Vete a verlos y arréglalo todo.
Asaselo abandonó la terraza y Voland se quedó solo.
Pero su soledad no duró mucho rato. En las losas de la terraza se oyeron ruidos de pasos y voces animadas y ante los ojos de Voland aparecieron Koróviev y Popota. El regordete ya no tenía su hornillo, iba cargado de otros objetos. Llevaba bajo el brazo un pequeño paisaje en marco dorado, le colgaba una bata de cocinero medio quemada, y en la otra mano llevaba un salmón entero con piel y cola. Los dos despedían olor a quemado, el morro de Popota estaba sucio de hollín y la gorra estaba muy chamuscada.
—¡Saludos,
messere
! —gritó la pareja incansable y Popota agitó el salmón.
—¡Qué pinta! —dijo Voland.
—¡Figúrese,
messere
! —gritó Popota excitado y contento—, ¡me han tomado por un ladrón!
—A juzgar por los objetos que traes —contestó Voland mirando el cuadro— eso es lo que eres.
—Querrá creer,
messere
... —empezó Popota con voz zalamera.
—No, no te creo —le cortó Voland.
—
Messere
, le juro que a base de heroicos esfuerzos he intentado salvar todo lo que me fuera posible y esto es lo único que pude conseguir.
—Prefiero que me digas ¿por qué se incendió Griboyédov? —preguntó Voland.
Los dos, Koróviev y Popota, separaron los brazos, levantaron los ojos al cielo y Popota exclamó:
—¡No lo llego a entender! Estábamos tan tranquilos, en silencio, tomando unas cosas...
—Y de pronto ¡pum!, ¡pum! —intervino Koróviev—. ¡Que empiezan a disparar! Locos de miedo, Popota y yo corrimos al bulevar y los perseguidores detrás; y nosotros hacia el monumento a Timiriásev.
—Pero el sentido del deber —entró Popota— venció nuestro miedo vergonzoso y volvimos.
—Ah, ¿volvisteis? —dijo Voland—. Claro, entonces es cuando el edificio quedó reducido a cenizas.
—¡A cenizas! —afirmó Koróviev con amargura—, literalmente a cenizas,
messere
, según su justa expresión. ¡No quedaron más que cenizas!
—Yo me dirigí —contaba Popota— a la sala de reuniones, la de las columnas,
messere
, esperando sacar algo valioso. Ah, messere, mi mujer, si la tuviera, ¡habría estado veinte veces a dos pasos de ser viuda! Pero, felizmente,
messere
, estoy soltero y le diré con franqueza que soy feliz así. ¡Oh!,
messere
, ¿acaso se puede cambiar la libertad de soltero por un yugo oneroso?
—¡Ya estamos diciendo tonterías! —indicó Voland.
—Le oigo y prosigo —contestó el gato—, pues sí, aquí está el paisajito. No fue posible sacar otra cosa de la sala, porque el fuego me quemaba la cara. Corrí a la despensa, salvé un salmón. Corrí a la cocina, salvé una bata. Considero,
messere
, que he hecho todo lo que he podido y no comprendo la razón de la expresión escéptica de su cara.
—¿Y qué hacía Koróviev mientras tú estabas robando? —preguntó Voland.
—Estuve ayudando a los bomberos,
messere
—respondió Koróviev señalándose los pantalones rotos.
—Si eso es verdad, estoy seguro que habrá que construir un edificio nuevo.
—Será construido,
messere
—contestó Koróviev—, me atrevo a asegurárselo.
—Bueno, lo único que queda es desear que sea mejor que el anterior —dijo Voland.
—Así será,
messere
—afirmó Koróviev.
—Puede creerme —añadió el gato—, soy un verdadero profeta.
—A pesar de todo, hemos llegado —comunicó Koróviev— y estamos esperando sus órdenes.
Voland se levantó del taburete, se acercó a la balaustrada y se quedó largo rato inmóvil, sin decir una palabra, de espaldas a su séquito, mirando a la ciudad. Luego se apartó del borde de la terraza, se sentó en el taburete y dijo:
—No habrá órdenes, habéis hecho todo lo posible y ya no necesito más vuestros servicios. Podéis descansar. Ahora va a llegar la tormenta y emprenderemos el camino.
—Muy bien,
messere
—contestaron los dos payasos y desaparecieron detrás de una torre redonda que estaba en el centro de la terraza.
La tormenta, de la que hablaba Voland, se estaba formando en el horizonte. Una nube negra se levantó en el oeste y cortó medio sol. Luego lo cubrió por completo. En la terraza se notó fresco. Al poco rato todo estaba a oscuras.
Esta oscuridad llegada del oeste, cubrió la enorme ciudad. Desaparecieron los puentes, los palacios. Desapareció todo, como si nunca hubiera existido. Un hilo de fuego atravesó el cielo. Luego un golpe sacudió la ciudad. Se repitió y empezó la tormenta. En las tinieblas ya no se veía a Voland.
—¿Sabes? —decía Margarita—, ayer, mientras tú dormías, estuve leyendo lo de la oscuridad que llegaba del mar Mediterráneo... y esos ídolos, ¡oh!, ¡esos ídolos de oro! No sé por qué no me dejan en paz. Me parece que va a llover. ¿No notas que está refrescando?
—Todo esto me gusta mucho, es muy bonito —contestaba el maestro fumando y rompiendo las volutas de humo con la mano—, y los ídolos, eso no tiene importancia... pero qué pasará después, ¡eso sí que no lo veo claro!
Esta conversación tenía lugar al mismo tiempo que en la terraza donde estaba Voland aparecía Leví Mateo. La ventana del sótano estaba abierta, y si alguien se hubiera asomado al pasar, se habría sorprendido seguramente por el aspecto tan extraño que ofrecía la pareja. Margarita llevaba una capa negra sobre su cuerpo desnudo y el maestro la ropa del sanatorio. Margarita no tenía absolutamente nada que ponerse porque todas sus cosas habían quedado en el palacete, y aunque estaba muy cerca, no quería ni pensar en ir a buscarlas. Y el maestro, que tenía todos sus trajes en el armario, como si nunca se hubiera ausentado, sencillamente no tenía ganas de vestirse y estaba hablando con Margarita, diciéndole que en cualquier momento iba a empezar algo extraño y absurdo. Por primera vez desde aquel otoño estaba afeitado; en el sanatorio le recortaban la barbita con una maquinilla.
La habitación también tenía un aspecto extraño y era difícil entender algo en medio de aquel caos. Los manuscritos estaban sobre la alfombra y en el sofá. En el sillón había un libro abierto. La mesa redonda estaba puesta para la comida y entre los platos había varias botellas. De dónde habían salido aquellos comestibles y bebidas, era algo que no sabían ni Margarita ni el maestro. Al despertarse se encontraron con todo en la mesa.
Durmieron hasta el atardecer del sábado y los dos se sentían completamente repuestos, lo único que les recordaba las aventuras del día anterior era un ligero dolor en la sien izquierda. En lo psíquico, habían cambiado considerablemente. Cualquiera que escuchara la conversación en el piso del sótano lo hubiera notado. Pero no había nadie que pudiera escucharles. La ventaja de aquel patio era que siempre estaba desierto. Los tilos y el salguero, que cada día se ponían más verdes, despedían un olor primaveral que el vientecillo traía por la ventana.
—¡Diablos! —exclamó el maestro de pronto—. Cuando me pongo a pensarlo... —apagó el cigarrillo en el cenicero y se apretó la cabeza con las manos—, escucha tú que eres una persona inteligente y no has estado loca... dime, ¿estás segura de que ayer estuvimos con Satanás?
—Estoy completamente segura —contestó Margarita.
—Claro, claro —dijo el maestro irónicamente—, ahora tenemos en vez de un loco, dos: el marido y la mujer —alzó los brazos hacia el cielo y gritó—: ¡El diablo sabe qué es todo esto, el diablo, el diablo!
Como toda contestación, Margarita se derrumbó en el sofá, se echó a reír, moviendo sus pies descalzos y luego exclamó:
—¡Ay, no puedo! ¡Ay, que no puedo!... ¡mira la pinta que tienes!
El maestro azorado contemplaba sus calzoncillos del sanatorio. Margarita se puso seria.
—Sin querer acabas de decir la verdad —dijo ella—, ¡el diablo sabe qué es esto y el diablo, créeme, lo arreglará todo! —se le encendieron los ojos, se levantó de un salto y se puso a bailar exclamando—: ¡Qué feliz me siento, qué feliz, qué feliz por haber hecho un trato con el diablo! ¡Oh!, ¡el diablo, el diablo! ¡Amor mío, no tendrás más remedio que vivir con una bruja! —corrió hacia el maestro, le besó en los labios, en la nariz y en las mejillas. Los mechones negros despeinados saltaban en la cabeza del maestro; los carrillos y la frente le ardían bajo los besos.
—Realmente, pareces una bruja.
—No lo niego —contestó Margarita—, soy bruja y me alegro mucho de ello.
—De acuerdo —decía el maestro—, si eres bruja, pues muy bien, es bonito y elegante. Entonces a mí, me han raptado de la clínica... ¡tampoco está mal! Me han traído aquí, vamos a admitirlo. Hasta podemos suponer, que nadie notará nuestra ausencia... Pero, dime, por lo que más quieras, ¿cómo y de qué vamos a vivir?, ¡lo digo pensando en ti, créeme!
En ese momento, en la ventana aparecieron unos zapatos de puntera chata y la parte baja de unos pantalones a rayas. Luego los pantalones se doblaron por la rodilla y un pesado trasero ocultó la luz del día.
—Aloísio, ¿estás en casa? —preguntó alguien desde fuera, por encima de los pantalones.
—Ves, ya empiezan —dijo el maestro.
—¿Aloísio? —preguntó Margarita, acercándose a la ventana—, le detuvieron ayer. ¿Quién pregunta por él?, ¿quién es usted? —Nada más decirlo, las rodillas y el trasero desaparecieron de la ventana. Se oyó el golpe de la verja y todo volvió a la normalidad. Margarita se dejó caer en el sofá, riendo hasta saltársele las lágrimas. Cuando se calmó, su cara cambió completamente. Empezó a hablar, muy seria, y al hacerlo, se deslizó del sofá y se arrastró hasta las rodillas del maestro y, mirándole a los ojos, se puso a acariciarle el pelo.
—¡Cuánto has sufrido, cuánto has sufrido, pobrecito mío! Yo sola lo sé. Mira, ¡tienes hilos blancos en el pelo y una arruga eterna junto a la boca! No pienses en nada, amor mío! Ya has tenido que pensar demasiado, ahora lo haré yo por ti. ¡Te aseguro que todo irá bien, maravillosamente bien!
—No tengo miedo de nada, Margot —contestó el maestro y levantó la cabeza. A Margarita le pareció que estaba igual que cuando escribía aquello que no vio nunca, pero que estaba seguro que había existido—, y no tengo miedo porque ya he pasado por todo. Me han asustado tanto que ya no me pueden asustar con nada. Pero me da pena de ti, Margarita, esto es, por eso lo repito tanto. ¡Despiértate!, ¿por qué vas a destruir tu vida junto a un enfermo sin dinero? ¡Vuelve a tu casa! Me das pena y por eso te lo digo.
—¡Ah! Tú, tú... —susurraba Margarita, moviendo su cabeza despeinada—; ¡pobre de ti, desconfiado!... Por ti estuve temblando desnuda la noche pasada, por ti he perdido mi naturaleza y la he cambiado por otra nueva; y varios meses he estado en un cuarto oscuro, pensando tan sólo en la tormenta sobre Jershalaím, me he quedado sin ojos de tanto llorar, y ahora cuando nos ha caído la felicidad, ¡tú me echas! ¡Muy bien, me iré; me voy a ir, pero quiero que sepas que eres un hombre cruel. ¡Te han dejado sin alma!
El corazón del maestro se llenó de amarga ternura, y, sin saber por qué, se echó a llorar escondiendo la cara en el pelo de Margarita. Ella lloraba y seguía hablando y sus dedos acariciaban las sienes del maestro.
—Estos hilos... Delante de mis ojos esta cabeza se está cubriendo de nieve... ¡Mi cabeza, que tanto ha sufrido! ¡Mira qué ojos tienes!, ¡llenos de desierto...; y tus hombros, teniendo que soportar ese peso..., te han desfigurado, desfigurado!... —las palabras de Margarita se hacían incoherentes, se estremecía del llanto.
El maestro se enjugó los ojos, levantó a Margarita de las rodillas, se incorporó él también y dijo con firmeza:
—¡Basta! Me has hecho avergonzarme. Nunca me permitiré la cobardía, ni volveré a hablar de esto, puedes estar segura. Sé que los dos somos víctimas de una enfermedad mental, a lo mejor te la he transmitido yo... Muy bien, la llevaremos los dos.
Margarita acercó los labios al oído del maestro y susurró:
—¡Te juro por tu vida, te juro por el hijo del astrólogo, tan bien logrado por tu intuición, que todo irá bien!
—Bueno, bueno —contestó el maestro, y añadió, echándose a reír—: Claro, cuando a uno le han robado todo, como a nosotros, ¡trata de buscar salvación en una fuerza extraterrestre! Muy bien, estoy dispuesto a buscarla en eso.
—Así, así me gusta; eres el de antes, te ríes —contestaba Margarita—; vete al diablo con tus frases complicadas. Extraterrestre o no, ¿qué importa? ¡Tengo hambre! —y llevó al maestro de la mano hacia la mesa.
—No estoy seguro de que esta comida no se hunda o no salga volando por la ventana —decía él, sosegado.
—Ya verás como no vuela.
En ese mismo instante en la ventana se oyó una voz nasal:
—La paz esté con vosotros.
El maestro se estremeció, y Margarita, acostumbrada ya a todo lo extraordinario, exclamó:
—¡Si es Asaselo! ¡Ay! ¡Qué estupendo! —y corrió hacia la puerta, susurrando al maestro:
—¡Ya ves, no nos dejan!
—Por lo menos, ciérrate la capa —gritó el maestro.
—Si es igual —contestó Margarita desde el pasillo.
Asaselo ya estaba haciendo reverencias. Saludaba al maestro, le brillaba su ojo extraño. Margarita decía:
—¡Qué alegría! ¡En mi vida he tenido una alegría tan grande! Perdone que esté desnuda, Asaselo, por favor.
Asaselo le dijo que no se preocupara y aseguró que había visto no sólo a mujeres desnudas, sino que incluso las había visto sin piel. Dejó en un rincón, junto a la chimenea, un paquete envuelto en una tela de brocado oscuro y se sentó a la mesa.
Margarita sirvió coñac a Asaselo y él lo tomó con gusto. El maestro, sin quitarle ojo, se daba pellizcos en la mano por debajo de la mesa. Pero los pellizcos no ayudaban. Asaselo no se disipaba en el aire y, a decir verdad, no había ninguna necesidad de que lo hiciera. No había nada tremendo en el pequeño hombre pelirrojo aparte del ojo con la nube, pero eso puede ocurrir sin magia alguna, y también su ropa era algo extraña: una capa o una sotana; pero esto, pensándolo bien, se encuentra a veces. El coñac lo tomaba como es debido, apurando la copa hasta el final y sin comer nada. Este coñac le produjo al maestro un zumbido en la cabeza y se puso a pensar: