Read El maestro y Margarita Online
Authors: Mijaíl Bulgákov
—La hemos molestado,
madame
Dúnchil —se dirigió a la dama el presentador—, por la siguiente razón: queremos preguntarle si su esposo tiene todavía divisas.
—Lo entregó todo la otra vez —contestó nerviosa la señora Dúnchil.
—Bueno —dijo el actor—, si es así, ¡qué le vamos a hacer! Si ya ha entregado todo, no nos queda otro remedio que despedirnos de Serguéi Gerárdovich —y el actor hizo un gesto majestuoso.
Dúnchil se volvió con dignidad y muy tranquilo se dirigió hacia bastidores.
—¡Un momento! —le detuvo el presentador—. Antes de que se despida quiero que vea otro número de nuestro programa —y dio otra palmada.
Se corrió el telón negro del fondo del escenario y apareció una hermosa joven con traje de noche, llevando una bandeja de oro con un paquete grueso, atado como una caja de bombones, y un collar de brillantes que irradiaba luces rojas y amarillas.
Dúnchil dio un paso atrás y se puso pálido. La sala enmudeció.
—Dieciocho mil dólares y un collar valorado en cuarenta mil rublos en oro —anunció el actor con solemnidad— guardaba Serguéi Gerárdovich en la ciudad de Járkov, en casa de su amante Ida Herculánovna Vors. Es para nosotros un placer tener aquí a la señorita Vors, que ha tenido la amabilidad de ayudarnos a encontrar este tesoro incalculable, pero inútil en manos de un propietario. Muchas gracias, Ida Herculánovna.
La hermosa joven sonrió, dejando ver su maravillosa dentadura, y se movieron sus espesas pestañas.
—Y bajo su máscara de dignidad —el actor se dirigió a Dúnchil— se esconde una araña avara, un embustero sorprendente, un mentiroso. Nos ha agotado a todos en un mes de absurda obstinación. Váyase a casa y que el infierno que le va a organizar su mujer le sirva de castigo.
Dúnchil se tambaleó y estuvo a punto de caerse, pero unas manos compasivas le sujetaron. Entonces cayó el telón rojo y ocultó a los que estaban en el escenario.
Estrepitosos aplausos sacudieron la sala con tanta fuerza, que a Nikanor Ivánovich le pareció que las luces del techo empezaban a saltar. Y cuando el telón se alzó de nuevo, en el escenario sólo había quedado el presentador. Provocó otra explosión de aplausos, hizo una reverencia y habló:
—En nuestro programa Dúnchil representa al típico burro. Ya les contaba ayer que esconder divisas es algo totalmente absurdo. Les aseguro que nadie puede sacarles provecho en ninguna circunstancia. Fíjense, por ejemplo, en Dúnchil. Tiene un sueldo magnífico y no carece de nada. Tiene un piso precioso, una mujer y una hermosa amante. ¿No les parece suficiente? ¡Pues no! En lugar de vivir en paz, sin llevarse disgustos, y entregar las divisas y las joyas, este imbécil interesado ha conseguido que le pongan en evidencia delante de todo el mundo y, por si fuera poco, se ha buscado una buena complicación familiar. Bien, ¿quién quiere entregar? ¿No hay voluntarios? En ese caso vamos a seguir con el programa. Ahora, con nosotros, el famosísimo talento, el actor Savva Potápovich Kurolésov, invitado especial, que va a recitar trozos de «El caballero avaro», del poeta Pushkin.
El anunciado Kurolésov no tardó en aparecer en escena. Era un hombre grande y entrado en carnes, con frac y corbata blanca. Sin ningún preámbulo puso cara taciturna, frunció el entrecejo y empezó a hablar con voz poco natural, mirando de reojo a la campanilla de oro:
«Igual que un joven ninfo se impacienta
por ver a su amada disoluta...»
Y Kurolésov confesó muchas cosas malas.
Nikanor Ivánovich escuchó lo que decía sobre una pobre viuda, que estuvo de rodillas bajo la lluvia, sollozando delante de él, pero no consiguió conmover el endurecido corazón del actor.
Antes de su sueño Nikanor Ivánovich no tenía ni la menor idea de la obra del poeta Pushkin, pero, sin embargo, a él le conocía perfectamente y repetía a diario frases como: «¿Y quién va a pagar el piso? ¿Pushkin?», o «¿La bombilla de la escalera? ¡La habrá quitado Pushkin!» «¿Y quién va a comprar el petróleo? ¿Pushkin?»...
Ahora, al conocer parte de su obra, Nikanor Ivánovich se puso muy triste, se imaginó a una mujer bajo la lluvia de rodillas, rodeada de niños, y pensó:
«¡Qué tipo es este Kurolésov!».
Kurolésov seguía confesando cosas, subiendo la voz cada vez más y terminó por aturdir por completo a Nikanor Ivánovich, porque se dirigía a alguien que no estaba en el escenario y se contestaba a sí mismo por el ausente llamándose bien «señor» o «barón», o bien «padre» o «hijo», o de «tú» o de «usted».
Nikanor Ivánovich sólo comprendió que el actor murió de una manera muy cruel, después de gritar: «¡Las llaves, mis llaves!», luego cayó al suelo, gimiendo y arrancándose la corbata con mucho cuidado.
Después de morirse, Kurolésov se levantó, se sacudió el polvo del pantalón de su frac, hizo una reverencia, esbozó una sonrisa falsa y se retiró acompañado de aplausos aislados. El presentador habló de nuevo:
—Hemos admirado la magnífica interpretación que Savva Potápovich ha hecho de «El caballero avaro». Este caballero esperaba verse rodeado por graciosas ninfas y un sinfín de cosas agradables. Pero ya han visto ustedes que no le sucedió nada por el estilo, no le rodearon las ninfas, no le rindieron homenaje las musas y no construyó ningún palacio, al contrario, acabó muy mal; se fue al cuerno de un ataque al corazón, acostado sobre su baúl con divisas y piedras preciosas. Les prevengo que les puede suceder algo igual o peor ¡si no entregan las divisas!
No sabemos si fue el efecto de la poesía de Pushkin o el discurso prosaico del presentador, pero de repente en la sala se oyó una voz tímida:
—Entrego las divisas.
—Haga el favor de subir al escenario —invitó amablemente el presentador mirando hacia la sala a oscuras.
Un hombre pequeño y rubio apareció en el escenario. A juzgar por su pinta, hacía más de tres semanas que no se afeitaba.
—Dígame, por favor, ¿cómo se llama?
—Nikolái Kanavkin —respondió azorado el hombre.
—Mucho gusto, ciudadano Kanavkin. ¿Bien?
—Entrego —dijo Kanavkin en voz baja.
—¿Cuánto?
—Mil dólares y doscientos rublos en oro.
—¡Bravo! ¿Es todo lo que tiene?
El presentador clavó sus ojos en los de Kanavkin, y a Nikanor Ivánovich le pareció que los ojos del actor despedían rayos que atravesaban a Kanavkin como si fuera rayos X. El público contuvo la respiración.
—¡Le creo! —exclamó por fin el actor apagando su mirada—, ¡le creo! ¡Estos ojos no mienten! Cuántas veces he repetido que la principal equivocación que cometen ustedes es menospreciar los ojos humanos. Quiero que comprendan que la lengua puede ocultar la verdad, pero los ojos ¡jamás! Por ejemplo, si a usted le hacen una pregunta inesperada, usted puede no inmutarse, dominarse en seguida, sabiendo perfectamente qué tiene que decir para ocultar la verdad y decirlo con todo convencimiento sin cambiar de expresión. Pero, la verdad, asustada por la pregunta, salta a sus ojos un instante y... ¡todo ha terminado! La verdad no ha pasado inadvertida y ¡usted está descubierto!
Después de pronunciar estas palabras tan convincentes con mucho calor, el actor inquirió con suavidad.
—Bueno, Kanavkin, ¿dónde lo tiene escondido?
—Donde mi tía Porojóvnikova, en la calle Prechístenka.
—¡Ah! Pero... ¿no es en casa de Claudia Ilínishna?
—Sí.
—¡Ah, ya sé, ya sé!... ¿En una casita pequeña? ¿Con un jardincillo enfrente? ¡Cómo no, sí que la conozco! ¿Y dónde los ha metido?
—En el sótano, en una caja de bombones...
El actor se llevó las manos a la cabeza.
—Pero, ¿han visto ustedes algo igual? —exclamó disgustado—. ¡Pero si se van a cubrir de moho! ¿Es que se pueden confiar divisas a personas así? ¿Eh? ¡Como si fuera un crío pequeño!
El mismo Kanavkin comprendió que había sido una barbaridad y bajó su cabeza melenuda.
—El dinero —seguía el actor— tiene que estar guardado en un banco estatal, en un local seco y bien vigilado, pero no en el sótano de una tía donde, entre otras cosas, lo pueden estropear las ratas. ¡Es vergonzoso, Kanavkin, ni que fuera un niño pequeño!
Kanavkin ya no sabía dónde meterse y hurgaba, azorado, el revés de su chaqueta.
—Bueno —se ablandó el actor—, olvidemos el pasado... —y añadió—: por cierto, y ya para terminar de una vez... y no mandar dos veces el coche..., ¿esa tía suya también tiene algo?
Kanavkin, que no se esperaba este viraje, se estremeció y en la sala se hizo un silencio.
—Oiga, Kanavkin... —dijo el presentador con una mezcla de reproche y cariño—, ¡yo que estaba tan contento con usted! ¡Y que de pronto se me tuerce! ¡Es absurdo, Kanavkin! Acabo de hablar de los ojos. Sí, veo que su tía también tiene algo. ¿Por qué nos hace perder la paciencia?
—¡Sí tiene! —gritó Kanavkin con desparpajo.
—¡Bravo! —gritó el presentador.
—¡Bravo! —aulló la sala.
Cuando todos se hubieron calmado, el presentador felicitó a Kanavkin, le estrechó la mano, le ofreció su coche para llevarle a casa y ordenó a alguien entre bastidores que el mismo coche fuera a recoger a la tía, invitándola a que se presentara en el auditorio femenino.
—Ah, sí, quería preguntarle, ¿no le dijo su tía dónde guardaba el dinero? —preguntó el presentador ofreciendo a Kanavkin un cigarrillo y fuego.
Éste sonrió con cierta angustia mientras lo encendía.
—Le creo, le creo —respondió el actor suspirando—. La vieja es tan agarrada que sería incapaz de contárselo no ya a su sobrino, ni al mismo diablo. Bueno, intentaremos despertar en ella algunos sentimientos humanos. A lo mejor no se han podrido todas las cuerdas en su alma de usurera. ¡Adiós, Kanavkin!
Y el afortunado Kanavkin se fue. El presentador preguntó si no había más voluntarios que quisieran entregar divisas, pero la sala respondió con un silencio.
—¡No lo entiendo! —dijo el actor encogiéndose de hombros, y le cubrió el telón.
Se apagaron las luces y por unos instantes todos estuvieron a oscuras. Lejos se oía una voz nerviosa, de tenor, que cantaba:
«Hay montones de oro que sólo a mí pertenecen...»
Luego llegó el rumor sordo de unos aplausos.
—En el teatro de mujeres alguna estará entregando —habló de pronto el vecino pelirrojo y barbudo de Nikanor Ivánovich, y añadió con un suspiro—: ¡si no fuera por mis gansos! Tengo gansos de lucha en Lianósovo... La van a palmar sin mí. Es un ave de lucha muy delicada, necesita muchos cuidados. ¡Si no fuera por los gansos! Porque lo que es Pushkin... a mí no me dice nada —y suspiró.
Se iluminó la sala y Nikanor Ivánovich soñó que por todas las puertas entraban cocineros con gorros blancos y grandes cucharones. Unos pinches entraron en la sala una gran perola llena de sopa y una cesta con trozos de pan negro. Los espectadores se animaron. Los alegres cocineros corrían entre los amantes del teatro, servían la sopa y repartían el pan.
—A comer, amigos —gritaban los cocineros—, ¡y a entregar las divisas! ¡Qué ganas tenéis de estar aquí, comiendo esta porquería! Con lo bien que se está en casa, tomando una copita...
—Tú, por ejemplo, ¿qué haces aquí? —se dirigió a Nikanor Ivánovich un cocinero gordo con el cuello congestionado, y le alargó un plato con una hoja de col nadando solitaria en un líquido.
—¡No tengo! ¡No tengo! ¡No tengo! —gritó Nikanor Ivánovich con voz terrible—. Lo entiendes, ¡no tengo!
—¿No tienes? —vociferó el cocinero amenazador—, ¿no tienes? —preguntó de nuevo con voz cariñosa de mujer—. Bueno, bueno —decía, tranquilizador, convirtiéndose en la enfermera Praskovia Fédorovna.
Ésta sacudía suavemente a Nikanor Ivánovich, cogiéndole por los hombros.
Se disiparon los cocineros y desaparecieron el teatro y el telón. Nikanor Ivánovich, con los ojos llenos de lágrimas, vio su habitación del sanatorio y a dos personas con batas blancas, pero no eran los descarados cocineros con sus consejos impertinentes, sino el médico y Praskovia Fédorovna que tenía en sus manos un platillo con una jeringuilla cubierta de gasa.
—¡Pero qué es esto! —decía amargamente Nikanor Ivánovich, mientras le ponían la inyección—. ¡Si no tengo! ¡Que Pushkin les entregue las divisas! ¡Yo no tengo!
—Bueno, bueno —le tranquilizaba la compasiva Praskovia Fédorovna—, si no tiene, no pasa nada.
Después de la inyección, Nikanor Ivánovich se sintió mejor y durmió sin sueños.
Pero su desesperación pasó a la habitación 120, donde otro enfermo despertó y se puso a buscar su cabeza; luego a la 118, donde el desconocido maestro empezó a inquietarse, retorciéndose las manos, acongojado, mirando la luna y recordando la última noche de su vida, aquella amarga noche de otoño, la franja de luz debajo de la puerta y el pelo desrizado.
De la 118 la angustia voló por el balcón hacia Iván, que despertó llorando.
El médico no tardó en tranquilizar a todos los soliviantados y pronto se durmieron. El último en dormirse fue Iván, que lo hizo ya cuando el río empezó a clarear. Le llegó la calma como si se fuera acercando una ola y le fuera cubriendo, a medida que el medicamento le iba llegando a todo el cuerpo. Se le hizo éste más ligero y la brisa suave del sueño le refrescaba la cabeza. Se durmió oyendo el cantar matinal de los pájaros en el bosque. Pronto se callaron. Iván empezó a soñar con el sol que descendía sobre el monte Calvario, que estaba cerrado por un doble cerco...
El sol descendía sobre el monte Calvario, que estaba cerrado por un doble cerco.
El ala de caballería que había cortado el camino al procurador cerca del mediodía, salió al trote hacia la Puerta de Hebrón. El camino ya estaba preparado. Los soldados de infantería de la cohorte de Capadocia empujaron hacia los lados a la muchedumbre, mulas y camellos, y el ala, levantando remolinos blancos de polvo, que llegaban hasta el cielo, trotó hasta el cruce de dos caminos: el del sur, que conducía a Bethphage, y el del noroeste, que llevaba a Jaffa. El ala siguió cabalgando por el camino del noroeste. Después de haber desviado las caravanas que se precipitaban a Jershalaím para la fiesta, los mismos soldados de Capadocia se habían dispersado por los bordes del camino. Detrás de los capadocios se agrupaban los peregrinos que habían abandonado sus provisionales tiendas de campaña a rayas, instaladas directamente en la hierba. El ala recorrió cerca de un kilómetro, adelantó a la segunda cohorte de la legión Fulminante y, después de otro kilómetro de marcha, se acercó a la primera, que se hallaba al pie del monte Calvario. Aquí se bajaron de los caballos. El comandante dividió el ala en pelotones que rodearon toda la falda del pequeño monte, dejando libre sólo una subida, la del camino de Jaffa.