El maestro y Margarita (27 page)

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Authors: Mijaíl Bulgákov

BOOK: El maestro y Margarita
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A la esposa de Rimski, que seguía sollozando, procuraron calmarla en lo posible y la mandaron a casa. Les interesó mucho lo que contaba la mujer de la limpieza del estado en el que encontró el despacho de Rimski. Pidieron a los empleados que ocuparan sus puestos y se dedicaran a sus obligaciones. Poco después llegaron al edificio del Varietés los funcionarios de la Instrucción Judicial, con un perro color ceniza, de orejas afiladas, musculoso y con unos ojos extraordinariamente inteligentes. Entre los empleados del Varietés se corrió en seguida la voz de que el perro era nada menos que el famoso «Asderrombo». Y realmente era él. Su comportamiento sorprendió a todos. En cuanto entró en el despacho del director de finanzas, se puso a gruñir, enseñando sus aterradores colmillos amarillentos, luego se tumbó en el suelo y, con una expresión de angustia y de rabia al mismo tiempo, avanzó arrastrándose hasta la ventana rota. Venciendo su miedo, saltó a la repisa de la ventana y, levantando su afilado morro, se puso a aullar con furia. No quería bajarse de la ventana, gruñía, se estremecía, con ganas de tirarse a la calle.

Le sacaron del despacho y le dejaron en el vestíbulo, de allí salió por la puerta principal y llevó a los que le seguían a la parada de taxis. Y allí perdió, al parecer, la pista que iba olfateando. Después se lo llevaron.

El equipo de la Instrucción Judicial se instaló en el despacho de Varenuja, y uno a uno, fueron llamados todos los testigos de los sucesos de la sesión del día anterior. Hay que señalar que la investigación se encontraba a cada paso con dificultades imprevistas. Se perdía el hilo.

¿Hubo carteles? Sí, pero por la noche los taparon con otros nuevos y ahora no quedaba ni uno. ¿De dónde llegó ese mago? ¡Quién lo sabe! ¿Quiere decir que existía un contrato?

—Es de suponer —respondía nervioso Vasili Stepánovich.

—Si se firmó, ¿tenía que haber pasado por las manos del contable?

—Sin duda alguna —contestó Vasili Stepánovich, cada vez más nervioso.

—Entonces, ¿dónde está?

—No lo sé —repuso el contable, poniéndose pálido.

Efectivamente, no había ni rastro del contrato en los archivos de contabilidad, ni en el despacho del director de finanzas, ni en el de Lijodéyev, ni en el de Varenuja.

¿Cómo se llamaba el mago? Vasili Stepánovich no lo sabía, el día anterior no había estado en el teatro. Los acomodadores tampoco lo sabían. La cajera, después de mucho arrugar la frente y de pensar un buen rato, acabó por decir:

—Vo..., creo que Voland...

¿O puede que no fuera Voland? Puede que no. Puede que fuera Faland.

Resultó que en el Departamento de Extranjeros no tenían ninguna noticia de Voland ni de Faland, el mago.

Kárpov, el ordenanza, dijo que el mago se había hospedado en casa de Lijodéyev. Inmediatamente fueron a la casa. No había ningún mago. No estaba tampoco Lijodéyev. Ni Grunia, la criada; nadie sabía dónde se había metido. Ni el presidente de la Comunidad de Vecinos, Nikanor Ivánovich. Tampoco Prólezhnev.

La conclusión era increíble: había desaparecido el Consejo de Administración, había tenido lugar una sesión escandalosa el día anterior y no se sabía quién la había organizado e instigado.

A todo esto, pasaba el tiempo, se aproximaba el mediodía y tenían que abrir las taquillas. Pero, claro, ¡esto ni pensarlo! Se apresuraron a colgar en la puerta del Varietés un gran trozo de cartón que decía: «Hoy no hay espectáculo». Empezó a cundir la agitación en la cola desde la cabeza, pero, pasado el primer momento de bastante consternación, se fue dispersando poco a poco y una hora después no quedaba en la Sadóvaya el menor rastro de tal cola.

El equipo de la Instrucción partió para seguir su trabajo en otro sitio, y todos los empleados, menos unos cuantos ordenanzas, quedaron libres. Se cerraron las puertas del Varietés.

El contable Vasili Stepánovich tenía dos asuntos urgentes que resolver. En primer lugar, ir a la Comisión de Espectáculos y Diversiones del género ligero con el informe sobre los acontecimientos del día anterior; tenía que pasar después por la sección administrativa de la Comisión de Espectáculos para entregar la recaudación: 21.711 rublos.

Vasili Stepánovich, empleado diligente y minucioso, empaquetó el dinero en papel de periódico, lo ató con una cuerda, lo metió en la cartera y, como conociera bien las instrucciones, se dirigió no al autobús o tranvía, naturalmente, sino a la parada de taxis.

En cuanto los tres taxistas que había en la parada vieron acercarse a un hombre con una cartera repleta arrancaron delante de sus narices, dirigiéndole miradas furibundas.

Sorprendido por aquella reacción, el contable se quedó parado un buen rato, tratando de entender lo que pasaba.

A los tres minutos se acercó otro coche, y en cuanto el conductor vio al probable pasajero cambió de cara.

—¿Está libre? —preguntó, tosiendo, Vasili Stepánovich.

—Enseñe el dinero —respondió el conductor, muy hosco, sin mirar siquiera al contable.

Vasili Stepánovich, cada vez más extrañado, apretó con el brazo la opulenta cartera y sacó del bolsillo un billete de diez rublos.

—No le llevo —dijo categóricamente el chófer.

—¡Usted perdone!... —empezó el contable, pero el otro le interrumpió:

—¿Tiene billetes de tres?

El contable, desorientado por completo, sacó del bolsillo dos billetes de tres rublos y se los enseñó al chófer.

—¡Suba! —gritó el hombre, dando un golpe tan fuerte en la banderita del contador que por poco lo rompe—. Vamos.

—¿Qué pasa, no tiene cambio? —preguntó tímidamente el contable.

—¡Tengo el bolsillo lleno de cambio! —gritó el chófer, y en el espejo se reflejaron sus ojos congestionados—. Es la tercera vez que me pasa hoy. Y a los demás también: que un hijo de perra me da un billete de diez rublos, le devuelvo el cambio: cuatro cincuenta. Se va el muy cerdo. A los cinco minutos miro y en vez del billete de diez rublos, ¡una etiqueta de botella! —el chófer pronunció varias palabras irreproducibles—. Otro, en la Zúbovskaya. Diez rublos. Le doy tres de cambio. Se va. Cojo la cartera y sale de allí una abeja y, ¡zas!, se me hinca en el dedo. ¡Qué...! —de nuevo el chófer dijo algo irreproducible—. Y del billete de diez rublos, ¡ni rastro! Ayer, en este Varietés (palabras irreproducibles), un desgraciado prestidigitador dio una sesión con billetes de diez rublos (palabras irreproducibles)...

El contable, mudo, se encogió como si fuera la primera vez que oía la palabra Varietés y pensó: «¡Qué cosas!».

Al llegar al sitio a donde iba, pagó debidamente al chófer, entró en el edificio y se dirigió por el pasillo hacia el despacho del director. Se dio cuenta de que había acudido en mal momento. En la oficina de la Comisión de Espectáculos reinaba el más completo alboroto: junto al contable pasó corriendo una mujer ordenanza, con el pañuelo caído y los ojos desorbitados.

—¡Nada, nada! ¡Nada, hijos míos! —gritaba, dirigiéndose a alguien—. La chaqueta y el pantalón están, pero dentro, ¡nada!

Desapareció detrás de una puerta y se oyó ruido de platos rotos. De la habitación del secretario salió el jefe de la primera sección, que conocía al contable, pero que estaba en un estado tal, que no le reconoció y desapareció sin dejar huella.

El contable, sorprendido por todo lo que veía, llegó hasta la secretaría, que precedía al despacho del presidente de la Comisión. Se quedó perplejo.

A través de la puerta llegaba una voz temible, que, sin duda, era la voz de Prójor Petróvich, el presidente de la Comisión. «¿Estará echando una bronca?», pensó el asustado contable, y, al volver la cabeza, vio algo peor: echada en un sillón de cuero, con la cabeza apoyada en el respaldo, las piernas estiradas casi hasta el centro del despacho, lloraba amargamente, con un pañuelo mojado en la mano, la secretaria particular de Prójor Petróvich, la bella Ana Richárdovna.

Tenía la barbilla manchada de rojo de labios, y de las pestañas salían ríos de pintura negra que corrían por sus mejillas de melocotón.

Al ver que alguien entraba, Ana Richárdovna se levantó bruscamente, se lanzó hacia el contable, le agarró por las solapas de la chaqueta y empezó a sacudirle, gritando:

—¡Gracias a Dios! ¡Por fin, uno que es valiente! ¡Todos han escapado, todos me han traicionado! Vamos, vamos a verle, que no sé qué hacer —y arrastró al contable hasta el despacho sin dejar de sollozar.

Una vez dentro del despacho, el contable empezó por perder la cartera y en la cabeza se le embarullaron todas las ideas. Hay que reconocer que era muy natural, que había motivos para ello.

Detrás de una mesa enorme, sobre la que se veía un voluminoso tintero, estaba sentado un traje vacío, escribiendo en un papel con una pluma que no mojaba en tinta. Llevaba corbata y del bolsillo del traje asomaba una pluma estilográfica, pero de la camisa no emergía ni cabeza ni cuello, ni asomaban las manos por las mangas. El traje estaba concentrado en el trabajo y parecía no darse cuenta del barullo que le rodeaba. Al oír que alguien entraba, el traje se apoyó en el respaldo del sillón y por encima del cuello sonó la voz de Prójor Petróvich que tan bien conocía el contable:

—¿Qué sucede? ¿No ha visto el cartel de la puerta? No recibo a nadie.

La bella secretaria dio un grito y exclamó, retorciéndose las manos:

—¿No lo ve? ¿Se ha dado cuenta? ¡No está! ¡No está! ¡Que me lo devuelvan!

Alguien se asomó al despacho y salió corriendo y gritando. El contable se dio cuenta de que le temblaban las piernas y se sentó en el borde de una silla, sin olvidarse de coger la cartera del suelo. Ana Richárdovna, saltando a su alrededor, le gritó, tirándole de la chaqueta:

—¡Siempre, siempre le hacía callar cuando se ponía a blasfemar! ¡Y ya ve en qué ha terminado! —la hermosa secretaria corrió hacia la mesa y con voz suave y musical, un poco gangosa a causa del llanto, exclamó:

—¡Prosha! ¿Dónde está?

—¿A quién llama «Prosha»? —preguntó el traje con arrogancia, estirándose más en su sillón.

—¡No reconoce! ¡No me reconoce a mí! ¿Lo ve usted?... —sollozó la secretaria.

—¡Prohibido llorar en mi despacho! —dijo, ya indignado, el irascible traje a rayas y se acercó con la manga un montón de papeles en blanco, con la evidente intención de redactar varias disposiciones.

—¡No!, ¡no puedo ver esto!, ¡no puedo! —gritó Ana Richárdovna, y salió corriendo a la secretaría, y detrás de ella, como una bala, el contable.

—Figúrese que estaba yo aquí —contó Ana Richárdovna, temblando de emoción y agarrándose de nuevo a la manga del contable—, y en esto entra un gato. Un gato negro, grandísimo, como un hipopótamo. Yo, naturalmente, le grito «¡zape!». Se sale fuera y en su lugar entra un tipo también gordo, con cara de gato, diciéndome: «¿Qué es esto, ciudadana? ¿Qué modo es éste de tratar a las visitas diciéndoles zape?», y, ¡zas!, que se mete en el despacho de Prójor Petróvich. Yo, como es natural, le seguí, gritando: «¿Está loco?». Y ese descarado que va y se sienta frente a Prójor Petróvich en un sillón. Bueno, el otro... es un hombre buenísimo, pero nervioso. No lo niego, se irritó. Es nervioso, trabaja como un buey; se irritó: «¿Qué es eso de colarse sin permiso?». Y ese descarado, imagínese, bien arrellanado en el sillón, le dice sonriente: «He venido a hablar con usted de un asunto». Prójor Petróvich seguía irritado: «¡Oiga usted! ¡Estoy ocupado!», le dice. Y el otro le contesta: «No está haciendo nada». Y entonces, claro está, a Prójor Petróvich se le acabó la paciencia y gritó: «Pero bueno, ¿qué es esto? ¡Salga de aquí inmediatamente o el diablo me lleve!». Y el otro, que se sonríe y contesta: «¿El diablo me lleve? Facilísimo». Y ¡paf! Antes de que yo pudiera gritar, desapareció el de la cara de gato y... el tra..., el traje... ¡Eeeh! —aulló Ana Richárdovna, abriendo la boca, que ya había perdido su delimitación natural.

Ahogándose con las lágrimas, recuperó la respiración y empezó a hablar de cosas incomprensibles.

—¡Escribe, escribe, escribe! ¡Es para volverse loca! ¡Habla por teléfono! ¡El traje! ¡Todos han huido como conejos!

El contable, de pie, temblaba. Pero le salvó el destino. En la secretaría aparecieron las milicias, representadas por dos hombres de andares pausados y seguros. La bella secretaria, al verles, se puso a llorar con más fuerza, mientras señalaba con la mano la puerta del despacho.

—No lloremos, ciudadana —dijo en tono apacible uno de ellos, y el contable, comprendiendo que allí ya no tenía nada que hacer, salió apresuradamente de la secretaría. Un minuto después ya estaba al aire libre. En la cabeza tenía algo parecido a una corriente de aire que zumbaba como en una chimenea, y en medio del zumbido oía fragmentos del relato del acomodador sobre el gato de la sesión de magia. «¡Ajá! ¿No será éste nuestro gatito?»

En vista de que en la Comisión de Espectáculos no había sacado nada en limpio, el diligente Vasili Stepánovich decidió ir a la sucursal de la calle Vagánkovskaya, haciendo a pie el camino para serenarse un poco.

La sucursal de la Comisión de Espectáculos estaba situada en un edificio deteriorado por el tiempo, al fondo de un patio. Era famoso por las columnas de pórfido que adornaban el vestíbulo. Pero aquel día no eran las conocidas columnas lo que llamaba la atención de los visitantes, sino lo que estaba sucediendo debajo de ellas.

Un grupo de visitantes permanecía inmóvil junto a una señorita que lloraba sin consuelo, sentada tras una mesa en la que había montones de gacetillas de espectáculos, que ella vendía. En aquel momento no ofrecía ninguna de sus gacetas al público, y a las preguntas compasivas respondía sólo moviendo la cabeza. Al mismo tiempo, de todos los departamentos de la sucursal: arriba, abajo, izquierda y derecha, sonaban como locos los timbres de por lo menos veinte teléfonos.

Por fin, la señorita dejó de llorar, se estremeció y dio un grito histérico:

—¡Otra vez! —y empezó a cantar con voz temblorosa de soprano.

«Glorioso es el mar sagrado del Baikal...»

Apareció en la escalera un ordenanza, amenazó a alguien con el puño y acompañó a la señorita con una triste y débil voz de barítono:

«Glorioso es el barco/barril de salmones...»

Se unieron a la del ordenanza varias voces lejanas, y el coro empezó a crecer hasta que la canción sonó en todos los rincones de la sucursal. En el despacho número 6, en la sección de contabilidad y control, destacaba una voz fuerte, algo ronca:

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