Read El maestro y Margarita Online
Authors: Mijaíl Bulgákov
Maximiliano Andréyevich tosió y avanzó varios pasos: se abrió la puerta del despacho y en el vestíbulo entró Koróviev. Maximiliano Andréyevich hizo una inclinación cortés y digna al mismo tiempo, y dijo:
—Me llamo Poplavski. Soy el tío...
Antes de que pudiera acabar la frase, Koróviev sacó un pañuelo sucio del bolsillo, se tapó la cara con él y se echó a llorar.
—...del difunto Berlioz.
—¡Claro! —interrumpió Koróviev, descubriéndose la cara—. ¡En cuanto le vi pensé que era usted! —y, estremecido por el llanto, exclamó—: ¡Qué desgracia! Pero qué cosas pasan, ¿eh?
—¿Le atropello un tranvía? —susurró Poplavski.
—¡Un atropello mortal! —se lamentó Koróviev, y las lágrimas corrieron torrenciales bajo los impertinentes—. ¡Mortal! Lo presencié. Figúrese, ¡zas!, y la cabeza fuera. La pierna derecha, ¡zas!, ¡por la mitad! La izquierda, ¡zas!, ¡por la mitad! ¡Ya ve a lo que conducen los tranvías! —y, al parecer, sin poderse contener más, Koróviev ocultó la nariz en la pared, junto a un espejo, sacudido por los sollozos.
El tío de Berlioz estaba sinceramente sorprendido por la actitud del desconocido. «Y luego dicen que ya no hay gente de buen corazón», pensó, notando que le empezaban a picar los ojos. Pero al mismo tiempo una nube desagradable le cubrió el alma y una idea le picó como una serpiente: ¿no se habrá inscrito este hombre tan bueno en el piso del difunto? No sería la primera vez que ocurría una cosa así.
—Perdón, ¿era usted amigo de mi querido Misha? —preguntó el economista, enjugándose con una manga el ojo izquierdo, seco, y con el derecho, estudiando a Koróviev, conmovido por aquella tristeza. Pero el llanto era tan desesperado que no se le podía entender nada, excepto la repetida frase de «¡zas, y por la mitad!». Harto de llorar, Koróviev se apartó, por fin, de la pared.
—No, ¡no puedo más! Voy a tomarme trescientas gotas de valeriana de éter... —y volviendo hacia Poplavski su cara llorosa, añadió—: Los tranvías, ¿eh?
—Perdón, pero ¿ha sido usted quien me ha enviado el telegrama? —preguntó Maximiliano Andréyevich, obsesionado con la idea de averiguar quién era aquel extraño plañidero.
—Fue él —respondió Koróviev, señalando al gato.
Poplavski, con los ojos como platos, pensó que no había oído bien.
—No; no puedo, no tengo fuerzas —siguió Koróviev, sorbiendo con la nariz—, en cuanto me acuerdo de la rueda pasándole sobre la pierna, ¡la rueda sola pesará unos doscientos sesenta kilos..., ¡zas!... Me voy a la cama, a ver si consigo olvidar con el sueño.
El gato se movió, saltó de la silla, se levantó sobre las patas traseras, puso las manos en jarras, abrió el hocico y dijo:
—Yo he mandado el telegrama. ¿Qué pasa?
Maximiliano Andréyevich sintió que se mareaba, se le aflojaron los brazos y las piernas, dejó caer la cartera y se sentó frente al gato.
—Me parece que lo he dicho bien claro —dijo el gato muy serio—. ¿Qué pasa?
Poplavski no contestó.
—¡Su pasaporte! —chilló el gato, y alargó una pata peluda.
Poplavski no entendía nada, sólo veía dos chispas ardiendo en los ojos del gato.
Sacó del bolsillo el pasaporte como si fuera un puñal. El gato cogió de la mesita del espejo unas gafas de montura gruesa, de color negro, y se las colocó sobre el hocico. Así resultaba mucho más impresionante todavía. Y le arrebató a Poplavski el pasaporte que éste sostenía con mano temblorosa.
«Es curioso, no sé si me desmayo o no...», pensaba el economista. Llegaban desde lejos los sollozos de Koróviev y el vestíbulo se llenó de olor a éter, valeriana y algo más, algo asqueroso y nauseabundo.
—¿En qué comisaría le dieron el pasaporte? —preguntó el gato, examinando una página del documento.
No recibió respuesta alguna.
—¿En la 400, dice? —se dijo el gato a sí mismo, pasando la pata por el pasaporte, que sostenía al revés—. ¡Naturalmente! Conozco bien esa comisaría, dan pasaportes a cualquiera. Yo, desde luego, nunca hubiera dado un pasaporte a un tipo como usted. ¡Por nada del mundo! Con sólo verle la cara se lo habría negado —y el gato, muy enfadado, tiró el pasaporte al suelo—. Se suprime su presencia en el entierro —continuó el gato en tono oficial—. Haga el favor de volver al lugar de su residencia habitual —y gritó, asomándose a una puerta—: ¡Asaselo!
A su llamada acudió un sujeto pequeñito, algo cojo, con un mono negro muy ceñido y un cuchillo metido en el cinturón de cuero; pelirrojo, con un colmillo amarillento asomado por la boca y una nube en el ojo izquierdo.
Poplavski sintió que le faltaba aire, se levantó de la silla y retrocedió, apretándose el corazón.
—¡Asaselo, acompáñale! —ordenó el gato, y salió del vestíbulo.
—¡Poplavski! —dijo éste con voz gangosa—, espero que ya esté todo claro.
Poplavski asintió con la cabeza.
—Vuelve a Kíev inmediatamente —seguía Asaselo—. Quédate allí sin decir ni pío, y de lo del piso de Moscú, ¡ni soñarlo! ¿Te enteras?
El tipo pequeñajo, que atemorizaba verdaderamente a Poplavski con su colmillo, su cuchillo y su ojo desviado, sólo le llegaba al hombro al economista, pero actuaba de manera enérgica, precisa y organizada.
En primer lugar, levantó el pasaporte del suelo y se lo dio a Maximiliano Andréyevich, que lo cogió con la mano muerta. Luego, el llamado Asaselo cogió la maleta con una mano, abrió la puerta con la otra, y, tomando al tío de Berlioz por el brazo, le condujo al descansillo de la escalera. Poplavski se apoyó en la pared. Asaselo abrió la maleta sin servirse de una llave, sacó un enorme pollo asado, al que le faltaba una pata, y que estaba envuelto en un grasiento papel de periódico, y lo dejó en el descansillo. Luego sacó dos mudas de ropa, una correa para afilar la navaja de afeitar, un libro y un estuche, y lo tiró todo, excepto el pollo, por el hueco de la escalera. Hizo lo mismo con la maleta vacía. Se oyó un ruido, y por el ruido se notó que había saltado la tapa de la maleta.
Después, el bandido pelirrojo, con el pollo cogido por la pata, le propinó a Poplavski en plena cara un golpe tan terrible que saltó el cuerpo del pollo y Asaselo se quedó con la pata en la mano. «Todo era confusión en la casa de los Oblonski», como dijo muy bien el famoso escritor León Tolstói. Lo mismo habría dicho en este caso. ¡Pues sí! Todo era confusión ante los ojos de Poplavski. Ante sus ojos se cruzó una chispa prolongada, sustituida luego por una fúnebre serpiente, que por un instante ensombreció el alegre día de mayo, y Poplavski bajó rodando las escaleras con el pasaporte en la mano.
Al llegar al primer descansillo rompió una ventana con el pie y se quedó sentado en un peldaño. El pollo sin patas pasó a su lado, saltando, y cayó por el hueco de la escalera. Arriba, Asaselo se comió la pata en un momento y se guardó el hueso en el bolsillo del mono. Luego entró en el piso y cerró la puerta dando un buen portazo.
Se oyeron los pasos cautelosos de alguien que subía por la escalera.
Poplavski bajó otro tramo y se sentó en un banco de madera para recobrar la respiración.
Un hombre pequeño y ya de edad, con cara tristísima, vestido con un traje pasado de moda y un sombrero de paja dura, con cinta verde, se paró junto a Poplavski.
—Ciudadano, ¿le importaría decirme —preguntó con tristeza el hombre del sombrero de paja— dónde está el apartamento número 50?
—Arriba —respondió con brusquedad Poplavski.
—Se lo agradezco mucho —dijo el hombre con la misma tristeza y siguió subiendo. Poplavski se levantó y bajó corriendo.
Podríamos pensar ¿a qué otro sitio sino a las milicias podría dirigirse con tantas prisas Maximiliano Andréyevich, para denunciar a los bandidos que habían sido capaces de aquel espantoso acto de violencia en pleno día? Pues no, de ninguna manera, de eso podemos estar seguros. Entrar en las milicias diciendo que un gato con gafas acababa de leer su pasaporte y que luego un hombre con un cuchillo en la mano... No, ciudadanos, Maximiliano Andréyevich era un hombre inteligente de verdad.
Ya al pie de la escalera descubrió junto a la puerta de salida una puertecita que conducía a un cuchitril. El cristal de la puerta estaba roto. Poplavski guardó el pasaporte en el bolsillo y miró alrededor, esperando encontrar allí las cosas que Asaselo tiró por el hueco de la escalera. Pero no había ni rastro de ellas. Poplavski se asombró de lo poco que le importaban en aquel momento. Le preocupaba otra idea más interesante y sugestiva: quería ver qué iba a pasar en el maldito apartamento al hombre que acababa de subir. Si le había preguntado dónde estaba el piso, quería decir que era la primera vez que iba allí. Es decir, iba a caer directamente en las garras de aquella pandilla que se había instalado en el apartamento número 50. Algo le decía a Poplavski que el hombrecillo saldría muy pronto del apartamento. Como es natural, Maximiliano Andréyevich ya no pensaba ir al entierro de su sobrino y tenía tiempo de sobra antes de coger el tren de Kíev. El economista volvió a mirar en derredor y se metió en el cuchitril.
Arriba se oyó el golpe de una puerta. «Ha entrado...» pensó Poplavski con el corazón encogido. Hacía frío en aquel cuchitril, olía a ratones y a botas. Maximiliano Andréyevich se sentó en un madero y decidió esperar. Tenía una posición estratégica: veía la puerta de salida del sexto portal.
Pero tuvo que esperar mucho más tiempo de lo que pensaba. Y, mientras, la escalera estaba desierta. Por fin, se oyó una puerta en el quinto piso.
Poplavski estaba inmóvil. ¡Sí, eran sus pasos! «Está bajando...» Se abrió la puerta del cuarto piso. Cesaron los pasos. Una voz de mujer. La voz del hombre triste, sí, era su voz... Dijo algo así como «Déjame, por Dios»... La oreja de Poplavski asomó por el cristal roto. Percibió la risa de una mujer. Unos pasos que bajaban decididos y rápidos.
Vio la espalda de una mujer que salió al patio con una bolsa verde de hule. De nuevo sonaron los pasos. «¡Qué raro! ¡Vuelve al piso! ¿No será uno de la pandilla? Sí, vuelve. Arriba han abierto la puerta. Bueno, vamos a esperar...»
Pero esta vez no tuvo que esperar tanto tiempo. El ruido de la puerta. Pasos. Cesaron los pasos. Un grito desgarrador. El maullido de un gato. Los pasos apresurados, seguidos, ¡bajan, bajan!
Poplavski fue premiado. El hombre triste pasó casi volando, sin sombrero, con la cara completamente desencajada, arañada la calva y el pantalón mojado. Murmuraba algo, se santiguaba. Empezó a forcejear con la puerta, sin saber, en medio de su terror, hacia dónde se abría; por fin consiguió averiguarlo y salió corriendo al patio soleado.
Ya no había duda. No pensaba en el difunto sobrino ni en el piso, se estremecía recordando el peligro a que se había expuesto. Maximiliano Andréyevich corrió al patio, diciendo entre dientes: «¡Ahora lo comprendo todo!». A los pocos minutos un trolebús se llevaba al economista planificador camino de la estación de Kíev.
Mientras el economista estaba en el cuchitril, al hombrecillo le sucedió algo muy desagradable.
Trabajaba en el bar del Varietés y se llamaba Andréi Fókich Sókov. Cuando se estaba llevando a cabo la investigación en el Varietés, Andréi Fókich se mantenía apartado de todos. Notaron que estaba aún más triste que de costumbre y había preguntado a Kárpov el domicilio del mago.
Como decíamos, el barman se separó del economista, llegó al quinto piso y llamó al timbre del apartamento número 50.
Le abrieron en seguida; el barman se estremeció, retrocedió y no se decidió a entrar, lo que se explica perfectamente. Le abrió una joven que por todo vestido llevaba un coquetón delantal con puntillas y una cofia blanca a la cabeza. ¡Ah!, y unos zapatitos dorados. Tenía un cuerpo perfecto y su único defecto físico era una cicatriz roja en el cuello.
—Bueno, pase, ya que ha llamado —dijo la joven, mirándole con sus provocativos ojos verdes.
Andréi Fókich abrió la boca, parpadeó y entró en el vestíbulo, quitándose el sombrero. En ese momento sonó el teléfono. La desvergonzada doncella cogió el auricular y poniendo el pie en una silla, dijo:
—¡Dígame!
El barman no sabía dónde mirar, se removió inquieto, pensando: «¡Vaya doncella que tiene el extranjero! ¡Qué asco!». Y para evitar aquella sensación de repugnancia se puso a mirar alrededor.
El vestíbulo, grande y mal iluminado, estaba lleno de objetos y ropas extrañas. En el respaldo de una silla, por ejemplo, había una capa de luto, forrada de una tela color rojo fuego; tirada con descuido sobre la mesa del espejo, una espada larga con un resplandeciente mango de oro. En un rincón, como si se tratara de paraguas y bastones, otras tres espadas con sendos mangos de plata. Colgadas de los cuernos de un venado, unas boinas con plumas de águila.
—Sí —decía la doncella al teléfono—. ¿Cómo? ¿El barón Maigel? Dígame. Sí. El señor artista está en casa. Sí, estará encantado de saludarle. Sí, invitados... ¿Con frac o chaqueta negra? ¿Cómo? Hacia las doce de la noche. —Al terminar la conversación, la doncella colgó el auricular y se dirigió al barman—: ¿Qué desea?
—Tengo que ver al señor artista.
—¿Cómo? ¿A él personalmente?
—Sí, a él —contestó el hombre triste.
—Voy a preguntárselo —dijo la doncella, al parecer no muy segura, y abriendo la puerta del despacho del difunto Berlioz, comunicó:
—Caballero, aquí hay un hombrecillo que desea ver a
messere
.
—Que pase —se oyó la voz cascada de Koróviev.
—Pase al salón —dijo la joven y muy natural, como si su modo de vestir fuera normal, abrió la puerta del salón y abandonó el vestíbulo.
Al entrar en la habitación que le habían indicado, el barman olvidó el asunto que le había llevado allí: tal fue su sorpresa al ver la decoración de la estancia. A través de los grandes cristales de colores, una fantasía de la joyera, desaparecida sin dejar rastro alguno, entraba una luz extraña, parecida a la de las iglesias. A pesar de ser un caluroso día de verano estaba encendida la vieja chimenea y, sin embargo, no hacía nada de calor, todo lo contrario, el que entraba sentía un ambiente de humedad de sótano.
Delante de la chimenea, sentado en una piel de tigre un enorme gato negro miraba al fuego con expresión apacible. Había una mesa que hizo estremecerse al piadoso barman: estaba cubierta de brocado de iglesia. Sobre este extraño mantel se alineaba toda una serie de botellas, gordas, enmohecidas y polvorientas. Entre las botellas brillaba una fuente que se veía en seguida que era de oro. Junto a la chimenea, un hombre pequeño, pelirrojo, con un cuchillo en el cinto, asaba unos trozos de carne pinchados en un largo sable de acero, el jugo goteaba sobre el fuego y el humo ascendía por el tiro de la chimenea.