Read El maestro y Margarita Online
Authors: Mijaíl Bulgákov
—¡Adiós! —contestaron a la vez el maestro y Margarita. Entonces el negro Voland, sin escoger camino, se precipitó al vacío, seguido de su séquito. Todo desapareció: las rocas, la plazoleta, el camino de luna y Jershalaím. También desaparecieron los caballos negros. El maestro y Margarita vieron el prometido amanecer, que sustituyó la luna de medianoche. El maestro y su amiga iban, con el resplandor de los primeros rayos de la mañana, por un puentecillo de piedra musgosa que atravesaba un arroyo. El puente quedó detrás de los fieles amantes, que recorrían ya un camino de arena.
—Escucha el silencio —decía Margarita al maestro, y la arena susurraba bajo sus pies descalzos—, escucha y disfruta del silencio. Mira, ahí delante está tu casa eterna, que te han dado en premio. Ya veo la ventana veneciana y una parra que sube hasta el tejado. Ésta es tu casa, tu casa eterna. Sé que por la tarde te irán a ver aquellos a quien tú quieres, quienes te interesan y no te molestan nunca. Tocarán música y cantarán para ti y ya verás qué luz hay en la habitación cuando arden las velas.
»Dormirás con tu gorro mugriento de siempre, te dormirás con una sonrisa en los labios. El sueño te hará más fuerte y serás muy sabio. Y ya no podrás echarme. Yo guardaré tu sueno.
Así hablaba Margarita, yendo con el maestro hacia su casa eterna, y al maestro le parecía que las palabras de Margarita fluían como el arroyo que habían dejado atrás, y su memoria, intranquila, como pinchada con agujas, empezó a apagarse. Alguien dejaba libre al maestro, igual que él acababa de liberar a su héroe creado, que había desaparecido en el abismo, que se había ido irrevocablemente, el hijo del rey astrólogo, perdonado en la noche del sábado al domingo, el cruel quinto procurador de Judea, el jinete Poncio Pilatos.
Pero ¿qué había pasado en Moscú desde aquella tarde del sábado, en que Voland abandonó la capital durante la puesta del sol, desapareciendo con su séquito por los montes del Gorrión?
Ni que decir tiene que durante mucho tiempo toda la capital estuvo impregnada por un pesado murmullo de rumores increíbles, que se propagaron con gran rapidez a los lugares más apartados de las provincias. No merece la pena repetirlos.
El que escribe estas líneas verídicas oyó personalmente en un tren que se dirigía a Feodosia el relato de cómo en Moscú dos mil personas habían salido del teatro completamente desnudas, en el sentido literal de la palabra, y con esa pinta tuvieron que irse a sus casas en taxis.
El susurro «el diablo» se oía en las colas de las lecherías, tranvías, tiendas, pisos, cocinas, trenes de destino próximo y lejano, estaciones y apeaderos, casas de campo y playas.
La gente más instruida y culta, como es lógico, no participaba en los comentarios sobre el diablo que había visitado la ciudad, sino que se reía de ellos y trataba de hacer entrar en razón a los narradores. Pero ahí estaban los hechos y no era posible ignorarlos sin dar alguna explicación. Alguien había estado en la capital. Las cenizas que quedaron de Griboyédov lo demostraron con demasiada evidencia. Y había muchas más cosas. La gente culta se puso del lado de la Instrucción Judicial: todo había sido obra de una pandilla de hipnotizadores y ventrílocuos que eran verdaderos artistas.
Se habían tomado urgentes y enérgicas medidas para la captura de la banda, en Moscú y en sus afueras, pero, desgraciadamente, no dieron ningún resultado. El que se decía Voland y todos sus compañeros habían desaparecido de Moscú y no se manifestaban de ninguna manera. Como es natural, se extendió la sospecha de que se habían escapado al extranjero, pero tampoco se hicieron ver allí.
La investigación de este asunto duró mucho tiempo. Realmente, era tremendo. Aparte de los cuatro edificios quemados y los cientos de personas que se volvieron locas, hubo muertos. Podemos hablar con seguridad de dos: Berlioz y el desafortunado funcionario de la oficina de guías para extranjeros, el ex barón Maigel. Ellos sí que estaban muertos. Los huesos carbonizados del segundo fueron encontrados en el apartamento número 50 de la calle Sadóvaya después de que se apagara el incendio. Sí, hubo víctimas y estas víctimas justificaban una investigación. Hubo víctimas incluso después de la desaparición de Voland, y que fueron, aunque sea penoso reconocerlo, los gatos negros.
Unos cien animales, fieles, leales y útiles al hombre, fueron fusilados y exterminados por otros medios en distintos puntos del país. En varias ciudades más de una docena de gatos, y algunos bastantes mutilados, fueron entregados a las milicias. Así, en Armavir, uno de estos inocentes animales fue conducido por un ciudadano a las milicias con las patas delanteras atadas.
El ciudadano acechó al gato en el momento en que el animal con aire furtivo (¿qué se le va a hacer, si los gatos siempre tienen ese aire? No es porque sean viciosos, sino porque tienen miedo de que algún ser más fuerte que ellos, un perro o un hombre, les haga daño o les perjudique. Las dos cosas son muy fáciles de hacer, pero les aseguro que esto no honra a nadie, ¡absolutamente a nadie!), sí, como decía, con aire furtivo el gato se disponía a esconderse entre unas hojas.
Abalanzándose sobre el gato y quitándose la corbata para atarlo, el ciudadano murmuraba con voz venenosa y amenazadora:
—¡Ah! ¿Conque ha venido a vernos a Armavir, señor hipnotizador? ¡Pues aquí nadie le tiene miedo! ¡Y no se haga el mudo! ¡Ya sabemos qué clase de bicho es usted!
El ciudadano llevó al pobre animal a las milicias, arrastrándole por sus patas delanteras, atadas con una corbata verde, con ligeros puntapiés consiguiendo que anduviese sobre las patas de atrás.
—¡Deje de hacer el tonto! —gritaba el ciudadano, acompañado por unos chiquillos que silbaban—. ¡No va a conseguir nada! ¡Haga el favor de andar como es debido!
El gato negro ponía en blanco sus ojos de mártir. La naturaleza le había privado del don de la palabra y no podía demostrar su inocencia. El pobre animal debe su salvación a las milicias, en primer lugar, y luego, a su dueña, una respetable anciana viuda. En cuanto el gato estuvo en presencia de las milicias, se comprobó que el ciudadano despedía un fuerte olor a alcohol, lo que hizo dudar inmediatamente de sus declaraciones.
Mientras tanto, la viejecita, que supo por sus vecinos que su gato había sido detenido, corrió a las milicias y llegó a tiempo. Habló del gato con las consideraciones más favorables, explicó que hacía cinco años que le conocía, que desde que era pequeño respondía de él como de sí misma; demostró que nunca había sido culpado de nada malo y que nunca estuvo en Moscú. Había nacido en Armavir, allí creció y aprendió a cazar ratones.
El gato fue devuelto a su dueña, aunque después de haber sufrido y experimentado lo que es la equivocación y la calumnia.
Además de los gatos, algunos hombres tuvieron ciertas complicaciones de poca importancia. Resultaron detenidos en un plazo muy breve: en Leningrado, el ciudadano Volmar, y Volper, en Sarátov; en Kíev y Járkov, tres Volodin; en Kazán, Voloj, y en Penza, lo que ya es realmente absurdo, el candidato a doctor en ciencias químicas Vetchinkévich. Era un hombre moreno y muy alto.
En distintos lugares fueron detenidos nueve Korovin, cuatro Korovkin y dos Karaváyev.
En la estación de Bélgorod sacaron atado del tren de Sebastopol a un ciudadano al que se le había ocurrido distraer a sus compañeros de viaje con juegos de manos.
En Yaroslav, a la hora de comer, apareció un ciudadano en un restaurante con un hornillo de petróleo que acababa de arreglar. Abandonando su puesto en el guardarropa, dos conserjes salieron corriendo seguidos de todos los empleados y clientes. Mientras tanto, a la cajera le había desaparecido toda la ganancia de un modo incomprensible.
Pasaron muchas cosas más, y sería imposible recordarlas.
Otra vez tenemos que ser justos con la Instrucción. Todo fue organizado no sólo para pescar a los delincuentes, sino también para explicar lo sucedido. No se puede negar que las explicaciones fueron razonables e irrefutables.
Representantes de la Instrucción y psiquiatras experimentados demostraron que los miembros de la banda de delincuentes eran, o al menos uno de ellos (las sospechas recaían principalmente sobre Koróviev), hipnotizadores con una fuerza nunca vista, que podían hacerse ver en otro lugar del que estaban realmente, en situaciones ficticias y tergiversadas. Además, podían, sin dificultad alguna, sugestionar a cualquiera que se encontraran convenciéndole de que algunas personas u objetos estaban donde no habían estado nunca, y al contrario, alejaban del campo visual los objetos o personas que realmente se encontraran allí.
Estas explicaciones esclarecían absolutamente todo, incluso lo que más preocupaba a los ciudadanos: la incomprensible invulnerabilidad del gato, que había sido el blanco de muchos tiros durante el intento de captura.
Naturalmente, nunca había habido ningún gato en la araña y nadie había pensado responder con tiros, todos dispararon al aire, mientras que Koróviev, convenciéndoles de que el gato estaba haciendo barbaridades, permanecía detrás de los que disparaban, haciendo muecas y regocijándose de su enorme poder de sugestión, utilizado con fines criminales. Él mismo, como era lógico, incendió el piso, vertiendo la gasolina.
Claro está, que Stiopa no había ido a Yalta (esto sería imposible hasta para Koróviev) y no había mandado ningún telegrama. Después de haberse desmayado en la casa de la joyera, asustado por el truco de Koróviev, que le había enseñado un gato con una seta en un tenedor, se quedó allí hasta el momento en que Koróviev, burlándose de él, le pusiera un sombrero de fieltro y le mandara al aeropuerto de Moscú, tras haber sugestionado a los representantes de la Instrucción Criminal de que Stiopa iba a salir del avión procedente de Sebastopol.
Y a pesar de que la Instrucción Criminal de Yalta aseguraba que había recibido al descalzo Stiopa y había enviado telegramas a Moscú, en el archivo no se encontró ni una copia de aquellos telegramas, lo que condujo a la conclusión, triste, pero indiscutible, de que la panda de hipnotizadores tenía la propiedad de sugestionar a distancias enormes y no sólo a individuos aislados, sino a grupos enteros de gente.
En estas condiciones, los delincuentes podían volver loco incluso a un hombre con una constitución psíquica de lo más fuerte. No vale la pena hablar de pequeñeces como la baraja en el bolsillo del hombre del patio de butacas, o los trajes de señora desaparecidos, o la boina que maullaba y cosas por el estilo. Todo esto lo puede hacer cualquier hipnotizador mediocre, en cualquier escenario, incluido el truco facilón de la cabeza del presentador. El gato que habla, ¡eso ya es una tontería! Para mostrar al público un gato de este tipo basta con dominar las bases del arte ventrílocuo y nadie podría dudar de que el arte de Koróviev iba mucho más allá de esas primicias.
Claro, lo importante no era la baraja ni las cartas falsas en la cartera de Nikanor Ivánovich. ¡Eso son tonterías! Fue Koróviev quien volvió loco al pobre poeta Iván Desamparado, haciéndole ver en sus sueños dolorosos el antiguo Jershalaím y el Calvario, quemado por el sol, sin una gota de agua, con sus tres hombres colgados en postes. Fueron él y su pandilla quienes hicieron desaparecer de Moscú a Margarita Nikoláyevna y a su criada Natasha. Por cierto: este asunto suscitó un interés especial por parte de la Instrucción. Había que aclarar si las mujeres fueron raptadas por la banda de asesinos incendiarios o si se fugaron con ellos por su propia voluntad. Basándose en las declaraciones absurdas y confusas de Nikolái Ivánovich, y teniendo en cuenta la nota extraña e incomprensible que Margarita Nikoláyevna dejara a su marido, donde decía que se convertía en bruja, añadiendo a esto la desaparición de Natasha, que había dejado toda su ropa, la Instrucción llegó a la conclusión de que la dueña de la casa y su criada fueron hipnotizadas, al igual que mucha más gente, y raptadas por la pandilla. Surgió la idea, seguramente bastante acertada, de que los delincuentes se sintieron atraídos por la belleza de las mujeres.
Lo único que la Instrucción no había conseguido descifrar fue la razón por la que habían raptado del sanatorio psiquiátrico al enfermo mental que decía ser el maestro. No hubo manera de averiguarlo, como tampoco el apellido del enfermo raptado. Desapareció para siempre como el hombre muerto del número 118 del primer bloque.
Así, pues, casi todo quedó aclarado y el trabajo de la Instrucción terminó, como todo termina en este mundo.
Pasaron varios años y los ciudadanos empezaron a olvidar a Voland, a Koróviev y a los demás. Ocurrieron muchas cosas que cambiaron la vida de los que habían sufrido por culpa de Voland y su comparsa, y aunque fueron cambios pequeños e insignificantes, hay que mencionarlos.
Por ejemplo, Georges Bengalski, después de haber pasado tres meses en el sanatorio, tuvo que abandonar su puesto en el Varietés, precisamente cuando había más trabajo, pues el público acudía en masa a las taquillas: el recuerdo de la magia negra y la revelación de sus trucos resultó ser muy duradero. Bengalski abandonó el Varietés porque comprendía que sería demasiado penoso aparecer todas las noches ante dos mil personas, ser inevitablemente reconocido y someterse a las preguntas burlonas sobre cómo se estaba mejor: con cabeza o sin ella.
Además, el presentador había perdido gran parte de su alegría, tan indispensable en su profesión. Le había quedado un trastorno desagradable y molesto: cada plenilunio de primavera sentía gran desasosiego, se echaba las manos al cuello y miraba alrededor angustiado. Estos ataques terminaban pasándosele, pero no le permitían dedicarse a su antiguo trabajo y el presentador se retiró a vivir en paz, valiéndose de sus ahorros, que, según sus modestos cálculos, debían durarle unos quince años.
Se fue y nunca más se encontró con Varenuja, que gozaba de gran popularidad y de la simpatía general, gracias a su amabilidad, excepcional incluso entre los administradores de teatro. Los aficionados a los vales le llamaban padre bienhechor. A cualquier hora el que llamara al Varietés oía una voz suave, pero triste: «Dígame», y a la pregunta de cuándo se podía hablar con Varenuja, la misma voz le contestaba: «Servidor». Pero, ¡cómo sufría Iván Savélievich con su propia amabilidad!
Stiopa Lijodéyev no volvió a tener la pasión de tratar con el Varietés. Nada más salir del sanatorio, en el que pasó ocho días, le trasladaron a Rostov, donde recibió el puesto de director de una gran tienda de comestibles. Corren rumores de que ha dejado de beber vino de Oporto y no bebe nada más que vodka, macerada en yemas de grosella, lo que le ha convertido en un hombre robusto. Dicen que se ha vuelto callado y evita a las mujeres.