Marcel se puso serio.
—¿Vivía con alguien? —indagó.
—No, solo.
—La pelea pudo producirse antes del incendio —aventuró el forense—, quizá con algún invitado que hubiese acudido a su casa...
—Los vecinos habrían escuchado algún ruido, era de noche. Y no fue así.
—¿Insinúas entonces...?
—Que la pelea pudo producirse mientras todos los residentes del edificio permanecían esperando en la calle. Es una posibilidad. Tal vez la única posibilidad, salvo que Lebobitz sufriera un ataque de locura tan repentino como improbable y él mismo empujase los muebles antes de suicidarse. Pero esa hipótesis está descartada, era un tipo muy cuerdo. Ni siquiera, por lo que he leído en las declaraciones de los vecinos, llegó a perder la compostura ante la alarma.
—Debe de resultar arduo que un suicida confeso pierda la compostura ante un peligro de muerte.
—Sinceramente, me siento incapaz de ponerme en su piel, Marcel.
El aludido se rascó la barbilla, procesando los nuevos datos.
—Pero se supone que solo quedaba él en la casa —objetó el médico—. ¿Con quién se iba a enfrentar, entonces?
—Bueno —Marguerite se tomó un respiro antes de continuar—. No solo permanecía él en el edificio. También hay que contar con el... vecino fantasma.
Ahora sí que Marcel se quedó boquiabierto.
—¿Perdón?
Marguerite encendió otro cigarrillo.
—Muchos vecinos coinciden en afirmar que un joven desconocido colaboró de algún modo en la evacuación de la casa. Le vieron en diferentes tramos de las escaleras, se lo cruzaron. Dadas las circunstancias, nadie se detuvo a hablar con él, por supuesto. En cualquier caso, ese desconocido no llegó a salir a la calle. Ni, lo que es más inexplicable, los bomberos se encontraron con él al inspeccionar todos los pisos.
—Vaya. Eso sí que es asombroso.
—La descripción de ese misterioso joven, por cierto, se parece a la del muchacho que accedió al portal rompiendo el cristal del portón.
—Lo estaba imaginando.
—Y falta lo mejor. ¿Adivinas a quién me recuerda esa descripción?
Marguerite enfocaba con sus ojos intensos al forense, que parecía encogido frente a su humanidad rebosante.
—Sospecho que no tardaré en averiguarlo.
—Marcel —ella aplastó la colilla en un cenicero, inquisitiva—. ¿Tu chaval especial ha estado trabajando esta pasada noche?
El forense reaccionó rápido:
—Pascal Rivas tiene un físico muy común, Marguerite.
—¿Eso incluye los ojos grises y ese cabello negro tan típico de los españoles?
El forense disimuló su desconcierto mientras mantenía su postura escéptica:
—Tampoco es una fisonomía tan extraña en Francia, ¿verdad?
No lo era, de hecho.
Dominique, aprovechando el descanso entre clases, empujó su silla de ruedas por el corredor del
lycée
hasta donde se encontraban hablando Pascal, Michelle, Mathieu y Jules sobre los últimos episodios paranormales vividos por el Viajero. Y es que compartir el secreto de la Puerta Oscura había reforzado los lazos de amistad de aquel grupo, modificándolos y generando una peculiar complicidad que no pasaba inadvertida para nadie en el Marie Curie. Era evidente que allí se había creado un núcleo duro de confianza, un minúsculo club que desprendía un hálito clandestino muy sugestivo. Más de un compañero se había aproximado a ellos, cordial, para comprobar decepcionado que, aunque no se rechazaba su llegada, el tono y el contenido de la charla cambiaban ante su repentina presencia.
—Puedo entender que Jules parezca un zombi —interrumpía la conversación Dominique, ya en medio del grupo, mirando a Pascal—, e incluso que intente parecerlo. Los góticos son así de retorcidos. Pero tú, Pascal, ¿qué te ha pasado? Vaya ojeras...
En efecto, Jules y Pascal ofrecían el mismo aspecto agotado, aunque por razones bien distintas.
—He dormido poco —se justificó el joven español, irguiéndose—. Tenía un asunto pendiente que resolver. Y... —durante un instante se planteó si debía contárselo a sus amigos; no obstante, optó enseguida por la franqueza— ya lo he resuelto.
Todos observaron en sus ojos medio abiertos un brillo inusitado, que pareció relampaguear cuando pronunciaba las últimas palabras en el tono inconfundible de un anuncio. Un anuncio en el que se percibía un sabor a victoria.
—Qué enigmático estás hoy —observó Dominique—. ¿Podrías concretar un poco más, si no te importa?
Pascal se disponía a transigir cuando su amiga se adelantó con una sorprendente puntería.
—Lebobitz —Michelle intervino de repente—. ¿Te reuniste con ese fantasma del espejo que me contaste? ¿Es eso?
Pascal no contestó en un principio, descolocado en su nuevo papel de travieso previsible.
—¡Claro! —cayó en la cuenta Dominique, mientras se colocaba la gorra—. Esta noche has dormido en casa de tu abuela, ¿verdad? Entonces tiene que ser eso. Vaya, vaya, nuestro héroe vuelve a la carga...
—No lo presionéis —pidió Jules, con una voz tan cansina que parecía aprovechar el aire evacuado de sus suspiros para pronunciar las palabras—. Dejadle que hable.
Pascal puso cara de circunstancias.
—Es que me he quedado... sorprendido —justificó su momentáneo silencio—. Pero Dominique y Michelle tienen razón —movió la cabeza hacia los lados, desconcertado—. ¿Cómo te lo has imaginado tan rápido, Michelle?
Ella lo miró con cariño, consciente de lo bien que se conocían, una convicción que le provocó una sutil punzada de ternura.
—Estaba claro que sería lo primero que harías —afirmó—. Cada vez que salía el tema, reaccionabas como con remordimiento.
—No es fácil ocultar intenciones a tus amigos —completó Dominique—. Y eso que tampoco se te da mal, cuando quieres.
—Doy fe —añadió Mathieu, echándose a reír—. Anda que no te ha costado contarme todo esto.
Pascal sonrió con aire de mártir captando el sarcasmo de sus amigos, que recordaban cómo el Viajero había ido compartiendo con ellos paulatinamente el enigma de la Puerta Oscura.
Pascal se daba cuenta de que, una vez recuperada la libertad de movimientos, había muchas tareas que afrontar.
—De todos modos, te has dado prisa en actuar —susurró Jules—. Deberías haberlo consultado con Daphne, al menos.
—Era una cuestión personal —se defendió el Viajero—. Además, no ha supuesto viajar al Más Allá. Solo... a esa dimensión intermedia en la que se mueven los fantasmas hogareños.
—Incluso allí hay peligros, ¿no? —volvió a murmurar Jules, cerrando los ojos ante el resplandor procedente de una ventana próxima—. ¿No hablaste de unos gusanos enormes? ¿Y qué me dices de ese acoso paranormal que has sufrido últimamente? ¿Acaso lo que te intentó agredir no venía de esa dimensión?
—Eso no es seguro, Jules —eludió Pascal.
Todos se habían quedado en silencio. En su fuero interno, daban la razón a Jules: el Viajero había cometido una imprudencia al actuar por libre.
Fue Dominique quien finalmente hizo suyo el pensamiento de todos:
—Me muero por que nos cuentes detalles de tu incursión paranormal —reconoció—. Pero opino lo mismo: siempre que un movimiento tuyo pueda constituir un riesgo, debes contar con el equipo. Tú eres el Viajero, pero todos estamos en esto. Si te hubiera ocurrido algo...
Pascal frunció el ceño mientras valoraba la postura de sus amigos. Reprimió su tendencia inicial a la autojustificación —curiosamente, su acostumbrada falta de brillantez nunca le había hecho más digeribles las críticas—, y reflexionó mientras los demás aguardaban su respuesta. Tuvo que reconocer que la complicidad en torno a la Puerta Oscura iba mucho más allá de una simple cuestión de apoyo amistoso; los vinculaba de un modo casi tangible. E inevitable. En efecto, sus amigos no podían convertirse en simples receptores de sus noticias en el Más Allá. Todos ellos, unidos, conformaban un verdadero equipo, y por tanto debían actuar de forma conjunta.
—Supongo que tenéis razón —asumió, por fin, a regañadientes—. Ha sido un error. No volverá a ocurrir. De verdad.
Pascal se dio cuenta con cierta desesperanza de que, después de lo que había vivido meses atrás, seguía dando primeros pasos. Y no le gustó aquella sensación de permanente inexperiencia.
Michelle se mordía el labio inferior, valorando el significado de aquella nueva maniobra de Pascal como Viajero, lo que implicaba la elocuente soledad con la que había decidido llevarla a cabo. No había contado con nadie... ni siquiera con ella. Se planteó si, en aquel momento, ella tenía alguna preferencia sobre los demás amigos. Y no fue capaz de llegar a ninguna conclusión.
Desde el malogrado episodio del beso, ambos habían iniciado, de forma tácita, una nueva etapa en su relación de amistad. Una etapa caracterizada por una resignada prudencia, por una consideración tal vez excesiva que corría el riesgo de asfixiar futuras tentativas más audaces. El mayor obstáculo radicaba ahora, pues, en quién de los dos asumía el delicado papel de romper con alguna iniciativa concreta aquella fase nociva de cautelas mutuas.
Porque ella, atendiendo al escozor íntimo que le estaba provocando la conducta individualista de Pascal, empezaba a vislumbrar la verdadera naturaleza de sus sentimientos por él. Por primera vez se enfrentaba a un torrente de sensaciones que, poco a poco, iba socavando su corazón sin que pudiera evitarlo. Un flujo intenso de impresiones que, en definitiva, no podía dominar. ¿Eso era amor?
* * *
—Insisto en que Pascal Rivas tiene el mismo aspecto que miles de adolescentes de París —se defendió Marcel, sorprendido ante el derrotero que acababan de tomar las palabras de su amiga—, incluso con sus rasgos españoles. Además, ¿te fías del testimonio de un tipo que, en plena noche, apenas pudo ver durante unos instantes a un muchacho entrando en un portal?
Marguerite afiló su gesto.
—¿Y qué me dices de los vecinos? Parece que nuestro enigmático joven pasó junto a ellos en la escalera, cuando tenía lugar la evacuación del edificio...
—¿Cuál es el nivel de atención que presta alguien que escapa de un incendio? —repuso el forense, resistiéndose a comprometer al Viajero a pesar de su propia ignorancia sobre lo que había ocurrido la noche anterior—. ¿Son fiables las declaraciones de personas en situación de emergencia? Y, además, esa gente estaría medio dormida, no olvides que la alarma los debió de despertar en plena madrugada.
La detective resopló.
—Ya.
No parecía nada convencida.
—Imagino que tienes localizado al chaval, ¿no? —insistió ella con terquedad.
—Claro. De todos modos —continuó Marcel, reacio a permitir que Marguerite indagara en torno al Viajero más de lo imprescindible—, ¿qué sentido tendría que Pascal acudiese a ese domicilio? ¿Qué utilidad? ¿Convencer al tipo para que se suicidase? ¡Eso es absurdo!
—Lo único que sé es que las visiones de ese chico no pueden provocar muertes. Eso no voy a tolerarlo, por muy bienintencionada que sea su disposición —Marguerite dejó resbalar la mano sobre las bolas de amatista de su collar. Marcel captó que estaban llegando al meollo del asunto. La mujer no le había facilitado toda la información aún, por tanto—. Durante el registro encontramos... un curioso documento —desveló por fin—. Una carta.
—De despedida, supongo —aventuró Marcel—. Muchos suicidas escriben unas últimas líneas antes de acabar con su vida, me extraña que te parezca un elemento tan llamativo.
—Es que se trata de una carta fechada hace años —completó Marguerite—. Aunque sí, aciertas en el contenido.
Marcel se quedó con la boca abierta.
—¿Se trata de una carta antigua de despedida? ¿Y quién se despide en ella? —se echó a reír—. Ahora me dirás que el tipo ese llevaba una década intentando suicidarse, y había conservado su último mensaje hasta conseguirlo.
La detective rechazó aquella hipótesis.
—No es tan sencillo —reconoció—. Basta con que sepas que si los grafólogos autentifican la autoría del documento, ese tipo era culpable de que su propio padre lleve años pudriéndose en la cárcel acusado de asesinato.
—Joder.
Marcel se había quedado blanco.
—Se trata de una confesión suicida firmada por la víctima que presuntamente asesinó el tipo encarcelado.
—O sea...
—O sea que hace años una mujer acabó con su vida dejando una carta de despedida y su hijo, nuestro suicida Lebobitz, se encargó de esconder el documento para que acusaran a su propio padre de la muerte. Y le salió bien... hasta ayer.
—Hace falta no tener conciencia para cometer semejante atrocidad y atreverse a conservar la carta.
El rostro del forense exhibía ahora una perplejidad rotunda, un asombro que empezaba a teñirse de preocupación en un proceso gradual al que Marguerite atendía. La detective rastreaba en el semblante de su amigo señales comprometedoras, sin demasiado éxito.
Marcel procuraba mantener la compostura, aunque no le resultaba fácil. Y es que aquella muerte empezaba a adquirir un sospechoso cariz justiciero que sí encajaba con el nuevo papel de Pascal. Además —no se engañaba—, esa historia le era familiar; coincidía con algo que el Viajero le había contado meses atrás. Un episodio que comenzaba en un espejo... y que Pascal no había sido capaz de cerrar.
Un asunto pendiente... hasta ayer
.
También resultaba demasiado casual que Daphne hubiese puesto fin a la cuarentena que inmovilizaba al Viajero precisamente el día anterior.
—Si eso es cierto —comentó el forense, desviando la atención hacia cuestiones más banales—, le va a costar un dineral a la administración reparar al damnificado por el error judicial. A veces la justicia es demasiado ciega, ¿no crees?
Ella seguía mirándole con fijeza, y se tomó unos segundos antes de responder.
—Bastante tengo con mi trabajo —rezongó—. No voy a opinar sobre el de los jueces.
Marcel se abstuvo de añadir que en un dramático error como aquel, la policía también estaba implicada. Todos eran responsables. El sistema no era perfecto, y el caso Lebobitz constituía una desoladora ratificación de ello.
—Y en todo esto Pascal... —retomó Marguerite.
—Pascal no tiene nada que ver —se obstinó por última vez el forense, negándose a ceder terreno, temeroso de que la implicación del chico en una muerte arruinase la evolución que Marguerite empezaba a experimentar sobre sus convicciones acerca de lo esotérico.