Dionisio Guillen reunió en un mazo todas las cartas que había utilizado y, a continuación, se levantó para ir al baño. Apenas tardó en volver, pero en cuanto lo hizo se percató, sin embargo, de que algo había cambiado. Sus ojos se clavaron en la mesa donde, hasta hacía unos instantes, había permanecido trabajando.
La baraja. Eso era. Uno de los naipes se había separado de ella y aguardaba, tentador, ofreciéndole su dorso hermético sobre la superficie de madera. Guillen sabía que él no había dejado la carta de ese modo. Por eso, manteniendo una calma tensa, comenzó a aproximarse hacia la mesa con los calculados movimientos de un centinela que ha percibido un ruido extraño.
¿Qué estaba ocurriendo?
Su cintura terminó por frenarse ante la barrera del mueble. Entonces se inclinó y bajó su mirada sin pestañeos. Aquel solitario naipe, que atraía sus pupilas con un siniestro magnetismo, acentuó la incongruencia de su colocación marginal con un ligero vaivén. Ese trozo de papel se le insinuaba de algún modo, le lanzaba guiños de impaciencia.
Dionisio Guillen alargó el brazo y depositó su mano sobre la carta, resistiéndose a descubrirla, atenazado por su propia incertidumbre. Su capacidad extrasensorial no le ofrecía respuestas ante aquel fenómeno paranormal, y un temor supersticioso había empezado a anegar sus pulmones. Sentía la ansiedad oprimiéndole el corazón.
Sus dedos se curvaron agarrando la carta, las uñas arañaban su filo de cartón. La espera no podía prolongarse. Guillen contuvo la respiración, y de un solo impulso volvió el naipe.
El vidente sintió un golpe de calor llegando a él en una furiosa oleada.
El Diablo. Había salido el arcano XV, el Diablo.
Dionisio Guillen no reaccionó al principio, se limitó a recorrer con la vista —como si aquella inofensiva actividad observadora le permitiera de verdad ganar tiempo— los detalles del dibujo de aquella enigmática carta: ese ser de torso humano, cintura peluda y cabeza de macho cabrío, con sus patas acabadas en pezuñas, le observaba con ojos penetrantes, inquisitivos.
El vidente español insistía en prorrogar aquel momento sentenciado, en alargar ese estadio de parálisis, pero ya era tarde para cualquier maniobra. Ceder a la curiosidad, destapar el cruel contenido de aquel naipe, había constituido el comienzo de una inexorable cuenta atrás. La suerte estaba echada.
Porque él conocía bien el significado implícito en aquella carta que constituía en sí misma un veredicto.
Guillen tiró lejos el naipe, presa del pánico. Sobre la mesa, al instante, una nueva carta se ofrecía insolente, separada del resto. El vidente volvió a encontrarse frente a la imagen demoníaca del arcano XV al descubrirla. La soltó como si quemase, y salió huyendo hasta el pasillo.
La temperatura de la estancia había descendido varios grados y la calma reinante resultaba artificial, amenazadora. Antinatural. Localizó el interruptor y encendió las lámparas adosadas del corredor.
El pasillo terminaba unos diez metros más adelante, en una puerta de cristal que golpeaba levemente contra su marco, consecuencia de una ligera brisa. Guillen tragó saliva; no había ventanas abiertas, no podía generarse una corriente de aire como para provocar aquel golpeteo.
Se fue aproximando, debía hacerlo si pretendía escapar del piso. La puerta del final continuaba con sus breves sacudidas, que provocaban vibraciones en la plancha de cristal enmarcado. El sonido repetitivo de aquel choque le erizó la piel. A su espalda solo dejaba penumbra, las luces de la biblioteca se habían apagado y de la ventana de aquella estancia que acababa de abandonar solo llegaba ya el resplandor mortecino del atardecer invernal.
No dejó de caminar, avanzando a zancadas débiles de velocidad imprecisa. Llegó por fin hasta la puerta batiente que tenía que atravesar para acceder al vestíbulo. Vio su rostro reflejado en aquel vidrio, incluso distinguió el brillo resbaladizo del sudor deslizándose sobre su frente. Fue entonces, al disponerse a empujarla para dejar libre el paso, cuando aquella plancha de cristal estalló. Un fenómeno curioso, alcanzó todavía a pensar Guillen. Al desintegrarse el vidrio, asistió a su propia imagen pulverizándose con él. Por una vez, un espejo se anticipaba a lo que en realidad iba a ocurrir. Décimas de segundo después del destrozo de su reflejo, sentía en su carne —esta vez sí— la mordedura real de la metralla transparente, los estragos en su propia piel alcanzada por los agudos proyectiles en que se habían convertido las astillas de cristal. Con el cuerpo atravesado, sangrante, ciego —sus ojos rasgados por las cuchillas de formas caprichosas—, todavía logró recorrer unos vacilantes pasos. Aullaba de dolor. En una cruel paradoja, ahora que no podía ver, sí logró percibir la presencia maléfica que se movía por el piso; sus ojos anegados en sangre esculpieron una figura con forma de niño que le devolvió una sonrisa perversa.
Hola, Dionisio... Me llamo Marc y vengo a acabar contigo antes de que puedas entrometerte en mi camino
...
Guillen se desplomó, demasiado débil incluso para experimentar un miedo mayor que el que ya soportaba. Antes de sucumbir por completo a sus heridas, el vidente alcanzó a dibujar letras en el suelo, arrastrando las yemas de sus dedos sanguinolentos, letras de trazo deformado por su pulso tenue sometido a los últimos estertores. A los pocos segundos, su corazón dejaba de latir.
La puerta del pasillo se detuvo entonces. Al fondo, en el interior sombrío de la biblioteca, los naipes de la baraja de tarot iban precipitándose al suelo uno a uno, en un pertinaz y lúgubre goteo.
* * *
Las once de la noche. La abuela de Pascal había regresado a su dormitorio tras visitar la habitación de su nieto para desearle buenas noches. Ese día, el chico se quedaba a dormir en su casa, como ocurría cada vez que la quebradiza salud de la anciana así lo exigía. Todo en orden. Por muy poco no lo había pillado en el baño con aquella apariencia de prepararse para la guerra que él no habría sabido cómo justificar.
A Pascal le había faltado tiempo, ya fuera de la vista de su abuela, para acudir de nuevo al baño y rememorar su fallido encuentro con el fantasma del espejo. Y es que el final de la cuarentena declarado por Daphne había alentado en el Viajero el vigor de sus remordimientos. Lo primero que se disponía a hacer tras el anuncio de la vidente no era acudir al Más Allá a través de la Puerta Oscura. No. Su prioridad consistía en responder a esa llamada de auxilio que le formulase la difunta señora de Lebobitz meses atrás, cuando él tan solo veía en el reflejo del espejo a un chaval asustado, intimidado ante la envergadura de lo que se estaba desatando a su alrededor. El eco de aquel grito no correspondido se había mantenido flotando en el ambiente, acariciando con aspereza la memoria de Pascal, como humillante recordatorio de un fracaso.
Ahora el chico había vuelto para cumplir su misión. Y lo había hecho con el aplomo logrado por unas vivencias que le habían marcado a fuego el alma... y el corazón. Seguía siendo el Viajero, y era muy consciente de que aquel rango le obligaba a estar a la altura.
Recordó la terrible historia del fantasma del otro lado del espejo, Melissa Lebobitz. Aquella mujer se había suicidado hacía seis años, dejando una carta de despedida para su marido. Sin embargo, él jamás llegó a leerla, ni siquiera a conocer su existencia. El hijo, Daniel, ocultó el papel y se las arregló para que acusaran a su padre de la muerte de Melissa. Así, aquel joven se veía libre de sus progenitores y recibía una cuantiosa herencia.
Sentenciado por asesinato con el agravante de vínculo familiar, el señor Lebobitz fue condenado a muchos años de cárcel, que todavía estaba cumpliendo mientras el verdadero culpable de aquel error policial vivía a lo grande.
La difunta Melissa había insistido a Pascal en que su hijo Daniel aún conservaba la carta que ella escribió, oculta en su piso de París.
—Y yo tengo que recuperarla para que se haga justicia —terminó de recordar Pascal, inquieto frente al lavabo.
Pascal, debatiéndose entre sus propias dudas sobre cómo materializar su momentánea resolución, todavía aguardó unos minutos antes de salir del baño —dejó la luz encendida— y recorrer el pasillo hasta el salón. Acababa de perfilar su primer paso.
Aquel rato le había venido bien para serenarse —la inminencia de un posible encuentro con el espíritu de Melissa Lebobitz aceleraba su pulso—, a pesar de los interrogantes existenciales que siempre se formulaba al pensar en el otro lado. Pero tampoco debía arriesgarse a dejar pasar mucho más tiempo, pues su euforia ante la autorización de Daphne para que ejerciese de nuevo como Viajero podía debilitarse en cuanto su mente recordara con precisión el ambiente lóbrego del Más Allá. Pascal temía el retorno de su alienante inseguridad.
Ya en el salón, Pascal atrapó la guía telefónica y comprobó cuántos Lebobitz vivían en París. Por suerte, ese apellido no era frecuente en Francia, así que se encontró con cuatro, de los que solo uno vivía en Babylone y estaba precedido de la D. No había posibilidad de error. Aquel era el tipo que había provocado el encarcelamiento de su propio padre. Anotó su teléfono y se fue a vestir.
«Babylone.»
«Calle Babylone 68.»
Pascal recordaba bien cómo Melissa, confiada, había dibujado en la superficie empañada del espejo del baño el nombre y la dirección de su hijo. Unos datos que, hasta ahora, no habían servido de nada. Pascal estaba dispuesto a resolver de una vez aquel drama que llevaba años impidiendo a la señora Lebobitz descansar en paz.
Dejó discurrir más tiempo, buscaba resguardarse en la discreción de la madrugada. Por fin decidió reanudar sus movimientos y, minutos después, abandonaba el tranquilizador portal del edificio, no sin antes haber confirmado el sueño apacible de su abuela. Se sentía un poco culpable por dejarla sola, pero como la anciana acababa de tomar su medicación, no era probable que se despertara en un buen rato. Por eso Pascal consideró que podía ausentarse durante unas horas, una marcha que desde la casa de sus padres habría resultado mucho más difícil. Volvería lo más pronto posible, no le gustaba faltar a sus responsabilidades.
Ya en la calle, se enfrentó a una noche en la que, lo sabía muy bien, todo era posible. Le costó tiempo encontrar un taxi, aunque terminó consiguiéndolo. Pascal no andaba muy sobrado de dinero, pero confió en que fuera suficiente para llegar hasta la calle. Y así fue.
En cuanto llegó a su destino, lo primero que hizo fue localizar el número que le interesaba: el Babylone sesenta y ocho. Contempló con detenimiento el edificio, amplio, elegante, de siete alturas. Era evidente que la herencia mal ganada —y la falta de conciencia de su actual poseedor— permitía a Daniel Lebobitz vivir muy bien. Desde hacía años.
Los pisos más caros son siempre los exteriores, pensó Pascal. Por eso el apartamento de Lebobitz tenía que contar con ventanas a la calle. El joven español cruzó la acera y, desde un punto con buena visibilidad, tecleó en su móvil el número que había copiado de la guía. A los pocos segundos, comenzó a oír la señal de que el teléfono fijo marcado estaba sonando. Si acertaba en sus suposiciones, los timbrazos estarían repitiéndose en el interior de alguna de aquellas habitaciones que tenía enfrente. Aunque, en el caso de que Lebobitz no se encontrara en casa, aquella estrategia para averiguar el piso donde vivía aquel hombre no le iba a servir de nada.
Por fortuna, no fue así y Pascal obtuvo lo que pretendía: enseguida, la luz de una ventana en el cuarto piso se encendió, casi al mismo tiempo que una voz adormecida —eran cerca de las dos de la mañana— le contestaba al móvil. El chico colgó de inmediato. Ya sabía lo que quería: Lebobitz vivía en el cuarto.
A continuación, Pascal volvió a cruzar la calle, y se situó en el ya conocido portal del número sesenta y ocho. Estudió el portero automático; en cada planta había dos puertas, derecha e izquierda. Bien, eso facilitaba las cosas. Cuando lograse entrar en la casa, solo tendría que vigilar dos accesos en la planta correspondiente.
El chico se despojó entonces del abrigo y lo utilizó para cubrirse bien uno de los brazos. Tras asegurarse de que nadie transitaba por aquella calle en esos momentos, dio un paso hasta casi rozar el portalón de aquel número y lanzó su brazo forrado de ropa contra el cristal que rodeaba el picaporte, que se rompió en pedazos irregulares. Pascal se largó de allí a toda velocidad, hasta una bocacalle donde se ocultó de la vista de cualquier vecino que se hubiera despertado con el estrépito.
Esperó un tiempo prudencial. Tal como era previsible, no sucedió nada. A aquellas horas, todo el mundo dormía, y el ruido había sido breve y apagado, salvo el más escandaloso encuentro de los cristales con el suelo.
Cómo retumba todo en la madrugada.
Pascal suspiró, tentado de abandonar aquella locura y volver a casa de su abuela. ¿Estaba convencido de lo que se disponía a hacer? ¿Y si lo pillaba Lebobitz? A juzgar por su pasado, debía de ser un tipo peligroso...
Pero Pascal no hizo caso de aquellas dudas y les cerró el paso, impidiendo así que lo disuadieran. Volvió al lugar del destrozo, terminó de limpiar el agujero hecho en el cristal y, metiendo una mano, pudo alcanzar la manivela y abrir la puerta desde dentro. Después se coló en el portal.
* * *
El ente se escabulle a través de un espejo próximo, abandona la dimensión de los vivos con el sabor de la muerte en sus labios. Se hunde en las profundidades oscuras de las galerías de transición que comunican con la dimensión de los hogareños. Debe retornar a su escondite, a su refugio del Más Allá, o corre el riesgo de ser localizado por los centinelas.
Antes de irse, se ha recreado unos instantes en el cuerpo todavía caliente de su víctima, Dionisio Guillen, canalizando hacia aquel cadáver todo el apetito de odio que alberga su interior marchito.
Un obstáculo menos en su camino. Pero no el último.
Su sed de sangre no se ha visto aún satisfecha, como voraz e inevitable le parece su propio destino en el mundo de los vivos.
Pronto su senda volverá a cruzarse con la del Viajero. Pero todavía no ha llegado el momento... Antes debe proseguir con sus planes, que incluyen una nueva visita a la región de la vida.
Se apresura a encontrar a ese siguiente mortal que le permitirá aproximarse hasta el Viajero.
* * *
Era muy tarde, nadie quedaba en las oficinas de la Torre Montparnasse. Sin embargo, aún podía distinguirse en una de las últimas plantas del rascacielos el destello de una lámpara encendida. Alguien continuaba trabajando.