El mal (9 page)

Read El mal Online

Authors: David Lozano

Tags: #Terror, Fantástico, Infantil y Juvenil

BOOK: El mal
6.35Mb size Format: txt, pdf, ePub

Mientras tanto, Peter Goubert, muy erguido, observaba sin resuello el triste espectáculo de su mujer reptando por el suelo, marcando su rumbo inútil con un reguero oscuro de sangre sobre la alfombra. Atenazaba el abrecartas en su mano derecha, dispuesto a iniciar la última aproximación. Miró durante unos segundos a través de los ventanales de la lujosa estancia; frente a él, la oscuridad de la noche y la profusa vegetación del jardín. No habría testigos.

Pascal rogaba para que a la mente ofuscada de ese hombre llegara un momento de lucidez, un atisbo de serenidad que lo salvara de cometer aquella atrocidad. Pero el semblante resignadamente tranquilo de Daphne le devolvió la certeza de aquel crimen, le abordó con el injusto recuerdo de que lo que se ofrecía ante sus ojos no constituía sino una evocación que Pascal había despertado entre aquellas paredes. Un eco de sangre que restallaba bajo la bóveda del Más Allá.

Aquel crimen ya había sido cometido.

El estado parcialmente impoluto de la alfombra persa bajo sus pies culminó el diagnóstico fatal. La ausencia de la mancha oscura en aquel escenario retrotraído hizo adivinar a Pascal una espesa salpicadura que aún no se había producido y cuyo origen tenía nombre y apellidos.

CAPITULO 8

Daphne sufrió un repentino vahído y, por un momento, se vio obligada a dejar de estudiar las reacciones de Pascal en aquel salón vacío y retirarse a un rincón donde poder recuperar la compostura. Entre mareos, se vio asaltada por una marea siniestra, una corazonada fúnebre que su memoria, extrañamente, asoció con una hermana en las artes hechiceras a la que hacía mucho tiempo que no veía: Agatha la Serena, bruja del feudo de Londres y uno de los tres pilares en los que se sustentaba la Hermandad de Videntes Vivos. Agatha ocupaba uno de los vértices del llamado Triángulo Europeo, el consejo de tres médiums que manejaba las riendas de la Hermandad.

Algo ocurría, algo tenebroso había sucedido a su compañera y maestra. O estaba a punto de sucederle. La perplejidad se mezcló con el miedo, con la impotencia. ¿Qué podía hacer ella, desde allí? De nada servían sus poderes en tales circunstancias.

Aquel latigazo intuitivo que había sacudido la mente de Daphne aparecía teñido del angustioso légamo de lo inevitable, una suerte de irrevocable despedida. Con la misma brusquedad con la que había llegado, aquel malestar íntimo se fue, dejando a la vidente con el acre sabor en los labios de haberse convertido en heraldo de una tragedia que se gestaba en aquellos instantes.

Vio a la Muerte, inexorable, acudir a una cita ajena. Y soñó a Agatha, dirigiéndose sin saberlo hacia ella, hundiéndose a cada paso en su propia tumba.

Sí. El Viajero debía reaparecer ya. El Mal había vuelto.

* * *

Pascal no pudo evitarlo. Peter Goubert alcanzó a su mujer y empezó a asestarle puñaladas de forma compulsiva. La sangre brotó a borbotones y sus salpicaduras alcanzaron, como el chico había previsto —recordado—, la alfombra persa. El arma se quebró por la fuerza de las cuchilladas. Ella dejó pronto de gritar y cayó al suelo convertida en un mutilado cadáver de ojos abiertos y gesto mudo de terror. Peter se quedó contemplándola, resollando, con el mango de su arma aferrado por su empapada mano derecha. No tardó en lanzar miradas calculadoras a su alrededor. Perpetrado el crimen, recuperaba la cordura con una sintomática ausencia de transición mental.

Pascal había apartado la vista, incapaz de soportar una escena tan brutal. Se repetía continuamente que aquel asesinato ya se había producido, con ánimo de frenar su agitada respiración y el efecto corrosivo de la impotencia. Daphne, desde un rincón de la estancia, no daba muestras de haber asistido a aquel trágico desenlace, aunque su semblante exteriorizaba también un malestar de orígenes inciertos.

—Sigue observando —advirtió a Pascal con voz ronca, volviendo a centrarse en él—, aguanta. Recuerda que nadie más que tú puede atisbar el testimonio de los lugares.

El aludido obedeció a regañadientes, necesitaba salir de allí; el clima imperante bajo aquel techo se había vuelto opresivo. Notó un creciente enfado en su interior: no era justo que le obligaran a ver aquello, casi sentía el contacto de las salpicaduras de sangre en su ropa. Aun así, en un arduo ejercicio de autodisciplina, se mantuvo en una posición de testigo que se le antojó más próxima a la del cómplice. Al menos no corría ningún peligro. Goubert, en realidad, no se encontraba en el lugar del crimen. ¿Cuánto tiempo llevaba muerta su mujer?

Pascal se planteó qué iba a ocurrir a partir de ese instante. Por los periódicos sabía que muchos de esos asesinatos solían encadenarse con la consiguiente llamada a la policía y el suicidio de sus autores. Pero las facciones afiladas de Goubert, la forma insidiosa con la que entrecerraba los ojos analizando cada detalle de aquel paisaje doméstico, de aquella brusca paz artificial, le hizo intuir que aquel individuo no respondía al perfil sumiso. No, Goubert solo pensaba en eludir su responsabilidad sobre lo que acababa de hacer. Los remordimientos por haber terminado con una vida, la de su mujer, no le quitarían el sueño ni una sola noche.

Era un psicópata.

De hecho, Pascal no halló en el gesto de aquel hombre vestigios de arrepentimiento. En ocasiones, la realidad mostraba su lado más crudo; él lo sabía muy bien, pues lo había experimentado en varias ocasiones desde que adoptase la condición de Viajero. Y estaba ante una de ellas. El Mal se manifestaba de muchas formas.

Goubert se acababa de quitar la camisa ensangrentada, que tiró al suelo hecha un guiñapo. A continuación, salió de la habitación con paso firme. Pascal se planteó seguirle, pero antes dirigió a Daphne una mirada dubitativa.

—Haz lo que tengas que hacer —repuso ella sin moverse de su sitio—, no pierdas información. Cualquier rincón de la casa puede ocultar datos.

Pascal acató aquella instrucción y salió al pasillo. Escuchó el agua de un grifo correr y, guiándose por ese ruido, alcanzó un diminuto aseo donde Goubert se lavaba concienzudamente las manos. El hombre terminó enseguida aquel cometido, y, sin perder un segundo, se dirigió hasta otra habitación llena de armarios. Abrió uno de ellos, rebuscó unos segundos y poco después extraía de él un objeto voluminoso.

A Pascal se le congeló el rostro. Se trataba de una pala.

* * *

—Cuando volví del otro mundo, pensé que nunca lo superaría —reconoció Michelle, tumbada sobre la cama de la habitación de Jules—. Y ahora que me voy encontrando mejor, casi siento curiosidad por saber qué va a ocurrir a partir de ahora. Pascal tendrá que decidir tarde o temprano si quiere volver a cruzar la Puerta —detuvo sus palabras—. Es alucinante que yo esté pensando en eso. Cómo se recupera el cuerpo humano, ¿verdad?

Jules asintió mientras, sentado en el suelo de madera, hojeaba un cómic de Edward Gorey. Se levantó sin ganas —su acostumbrado cansancio lo envolvía— para introducir un CD de Indochine en el equipo de música, aunque antes de presionar el
play
moduló el volumen para que aquel fondo musical les permitiera hablar. Se había propuesto olvidarse de la cicatriz de su cuello mientras su amiga estuviese con él, dispuesto a no conceder a aquella angustia ni una brizna de sus pensamientos.

—Pascal volverá a cruzar la Puerta. Y supongo que no todos tenemos la misma capacidad de recuperación —matizó el chico, volviendo al suelo—. Pero tú eres fuerte y estás logrando superar esa pesadilla.

Michelle descartó aquella afirmación con la cabeza. En sus ojos podía leerse una velada resignación, como si, a pesar de su supervivencia, no olvidase el precio pagado. Al margen de las mejorías experimentadas, nadie se había recobrado por completo de lo vivido. Cada cual arrastraba aún sus propias secuelas del impacto, reminiscencias desequilibrantes que procuraban enterrar bajo las rutinas cotidianas y con la ayuda de un misterioso psicólogo que Marcel Laville había puesto a su disposición, un tipo muy profesional con quien se habían ido reuniendo de vez en cuando conforme iban rescatando la serenidad.

—Jamás me recuperaré del todo —sentenció ella—. Todavía hay muchas noches en las que tengo que encender la luz para poder dormir. ¿Quién me lo iba a decir a mí, con mi gusto por lo oscuro? Y luego están esos odiosos sueños recurrentes, en los que me persiguen los espectros...

Jules estiró su esquelética figura en un bostezo que dio la impresión de desencajar todas sus extremidades. La piel blanca de sus brazos y su tez clara contrastaban con su camiseta negra.

—¿Y quién ha podido dormir bien después de lo que vivimos? Voy a ser un poco capullo —advirtió—, pero no me parecen unas secuelas muy graves después de lo que te sucedió. Yo mismo estoy peor que tú, desde que salí del hospital tampoco duermo bien —Jules fue consciente de la forma edulcorada con la que había aludido a su feroz insomnio— y me siento cansado a todas horas, aunque no haga nada. Me falta energía y no sé de dónde sacarla, es como si se hubieran llevado toda la que tenía, como si me hubieran vaciado de vitalidad. En fin, tal vez es que no ha pasado aún suficiente tiempo. Tú, en cambio, cada día estás mejor. Se te nota.

Jules echaba de menos en sí mismo una esperanzadora progresión que tardaba en materializarse. De hecho, aunque se negaba a admitirlo, lo que estaba experimentando era un claro empeoramiento.

—Ya lo sé —repuso ella—, pero eso no me consuela cuando me toca una de esas noches largas. Necesito que nos reunamos todos de nuevo, que hablemos. Y que dejemos de comportarnos como espías infiltrados en una organización criminal.

Su amigo soltó una risilla, se forzó a soltarla.

—Me recuerdas a esos cómplices de asesinato en las pelis que, al final, terminan por confesar, incapaces de aguantar la presión de la espera.

—Muy gracioso.

—Esos tíos siempre lo estropean todo al final, por no aguantar. De haber sido más pacientes, se habrían salido con la suya y la poli no los habría pillado.

—Ya capto, no hace falta que sigas. No voy a «cantar», si eso es lo que te preocupa. ¿A quién le iba a contar lo de la Puerta Oscura sin que me tomara por una loca? Bastante tenemos ya con lo que piensan de nosotros algunos, cada vez que nos ven vestidos con ropas góticas.

Jules se recreó ahora en una sonora carcajada.

—En eso tienes razón. De todos modos, recuerda lo que nos dijo ese forense, Laville. Como no cuadraban todos los cabos, la poli continúa haciendo comprobaciones. Hemos de ser cuidadosos hasta que nos avisen.

—¡Y lo estamos siendo, Jules! Nunca nos juntamos todos, no vemos a Daphne, jamás hablamos de la Puerta Oscura en público, ni del crimen de Delaveau, ni siquiera tú has vuelto a subir al desván de tu propia casa.

—Ni falta que hace, ahora que la Puerta no se encuentra allí.

El hecho de que Jules hubiese sacado a colación aquel dato constituía una muestra del interés que no había perdido por aquel monumento sagrado. Daphne había acordado con él, dos meses antes, trasladar el arcón a un sitio más protegido, para garantizar la conservación del umbral legendario, y también por la seguridad de la familia del muchacho. Jules había accedido, no sin esfuerzo porque la Puerta Oscura salía así de las posesiones de su familia tras más de un siglo en aquel desván. Marcel Laville, que era quien en realidad estaba detrás de la propuesta de la vidente, había ofrecido a los padres del chico un precio generoso y estos, que ignoraban la verdadera antigüedad del mueble y su naturaleza esotérica, habían accedido a venderlo. Ahora el misterioso baúl se hallaba oculto en los sótanos de un viejo palacio parisino patrimonio del Clan de los Guardianes de la Puerta Oscura. El joven Marceaux lo aceptaba; a fin de cuentas, era Pascal el único legitimado a disponer de aquella vía entre los dos mundos, gracias a su condición irrenunciable de Viajero. Y Pascal había estado de acuerdo con el cambio de ubicación.

Jules alzó la cabeza para mirar a Michelle.

—Seguro que ya queda poco —la animó, con intención también de convencerse a sí mismo—, aguanta.

Ella, no obstante, se debatía en su interior entre su poderosa curiosidad por el Más Allá, y el miedo que experimentaba al imaginar a Pascal caminando solo de nuevo por las tenebrosas rutas de aquella dimensión. Ahora menos que nunca quería arriesgarse a perderlo. Sin embargo, era muy consciente de lo absurdo que habría resultado pretender que su amigo, convertido en el Viajero, renunciase a ejercer como tal. Por eso dio rienda suelta a su intrigado interés por el Mundo de los Muertos, con la esperanza de ir así preparándose para soportar mejor las futuras ausencias que sin duda Pascal iba a protagonizar. Por otra parte, desaparecido el vampiro, el peligro se reducía mucho para un Viajero prudente como lo era él. Al menos en teoría.

Michelle, al comprobar que su amigo había abandonado su semblante ausente, decidió seguir sincerándose; compartir sus frustraciones la ayudaba.

—En realidad —comenzó—, lo que me mata ahora es la rutina. Después de todo aquello, me cuesta muchísimo adaptarme al ritmo normal. Se me va la cabeza, hasta mi compañera de habitación en la residencia se ha dado cuenta y no hace más que preguntarme. ¿A ti no te pasa?

—Claro, aunque, como ya te he dicho, a mí me notan especialmente cansado. Desde que me levanto, no hago otra cosa que arrastrarme del sofá al sillón y viceversa, y en clase me duermo. Incluso mi padre me ha preguntado por qué se me ve tan agotado. Y es extraño, porque a mí todo este asunto lo que hace es excitarme. Pero ni aun así...

Michelle se quedó pensativa.

—¿Y aguantas bien esta especie de ley del silencio que nos han impuesto?

Jules se encogió de hombros, dispuesto a fingir.

—Me compensa por la sensación de conocer secretos que nadie más que nosotros posee. Tenemos una identidad oficial, y luego, una existencia más excepcional que debemos disimular para evitar problemas. No me parece un precio caro ese secretismo, a cambio del privilegio.

Michelle sonrió.

—Has leído demasiados cómics de superhéroes. Y mucho manga.

Jules alzó el rostro, sus ojos brillaban por primera vez con sinceridad.

—Bueno, sabes que mis palabras no están tan lejos de la realidad. Yo aguardo sin problemas porque sé que, antes o después, recuperaremos la Puerta Oscura —se detuvo para respirar; hasta hablar le dejaba exhausto—. Nuestras vidas nunca volverán a ser las mismas, esa posibilidad se desintegró en el instante en que conocimos ese umbral sagrado.

Other books

The Kingdom of Rarities by Eric Dinerstein
Belle of the Brawl by Lisi Harrison
Clash of Star-Kings by Avram Davidson
FBI Handbook of Crime Scene Forensics by Federal Bureau of Investigation
What Matters Most by Malori, Reana
Deviation by A.J. Maguire
Shades of the Past by Kathleen Kirkwood
Gods and Pawns by Kage Baker
Vortex by Garton, Ray