—Ya hemos llegado —anunció Ralph minutos después, sin sospechar lo que su confesión había generado en el otro—. Bienvenido a París, Pascal.
¿Al verdadero París? Allí, sí. Ambas ciudades eran igual de reales, ambas existían; la de los vivos y la de los muertos.
El Viajero, espoleado por el anuncio, venció aquel último tramo y, por fin, se ofreció ante sus ojos aquella capital que tan bien conocía. Una ligera pendiente descendía hasta los primeros suburbios, a partir de los cuales se iba extendiendo toda la ciudad.
¿París?
No. Algo fallaba. Pascal había esperado sentir cierta emoción al encontrarse en un lugar tan familiar, anhelaba experimentar un sentimiento nítido de calor en aquel entorno donde, no obstante, lo único que parecía alojarse era el miedo, la inseguridad. Allí todo era distinto. Reconocía la silueta de la ciudad, claro. Sus rascacielos, el arco de La Defense, el perfil afilado de la Torre Eiffel... Pero a aquel panorama le faltaba chispa, aliento. Lo que en realidad percibían sus ojos eran carcasas, apariencias recreadas al detalle que ocultaban, sin embargo, interiores vacíos hasta un grado absoluto.
Ante Pascal se extendía un gigantesco cementerio urbano. Nada se movía. No había personas. Ni coches, ni pájaros. No soplaba el viento, no había ropa tendida en las ventanas, no se distinguía ninguna luz encendida... Ni siquiera podía buscar consuelo en la sencilla familiaridad de las nubes del cielo. En su lugar continuaba alzándose la capa pétrea agrietada, con sus pequeñas fugas en forma de destellos.
Se trataba de una ciudad inerte, completamente muerta, violentamente muerta. En ella imperaba el sordo rumor de la ausencia definitiva.
Era un decorado, un recuerdo, un envoltorio para la nada. Un eco que pervivía apagándose hasta la eternidad.
La madriguera de los fantasmas hogareños.
—Dios mío... —susurró Pascal, conmovido—. Esta desolación me recuerda a Chernóbil.
Ralph estuvo de acuerdo, aunque se sorprendió al percibir en el comentario del otro chico un tono de sorpresa.
—¿Qué esperabas encontrar?
Pascal se había sentado en el suelo mientras se recuperaba de su primera impresión.
—Da igual lo que imagines —se defendió—. Nunca es suficiente cuando te enfrentas a la realidad. A esta realidad. Me sigue impactando a cada paso. Es todo tan... poderoso, tan inmenso.
—El problema es que sigues tomando como referencia tu mundo —advirtió Ralph con suavidad—. Debes olvidarlo mientras permanezcas aquí. Así es más fácil, más llevadero.
—Gracias por el consejo, Ralph. Pero a mí lo que me anima a seguir es precisamente el recuerdo de mi realidad.
Ralph pareció caer en la cuenta de algo:
—Es que tú volverás.
Los dos se quedaron en silencio, oteando aquel panorama cristalizado.
Pascal meditaba. Sí, aquel escenario le había traído a la memoria la ciudad de Chernóbil, evacuada por completo —aunque tarde— tras el gravísimo accidente en un reactor de su central nuclear. Cientos de miles de personas habían fallecido a causa de la radiación, y otras muchas más sufrían espantosas malformaciones en sus cuerpos. Pascal había visto en un reportaje el lúgubre aspecto que presentaba aquella ciudad ucraniana, abandonada de forma precipitada hacía años y a la que nadie —salvo unos pocos locos— se había atrevido a volver, puesto que la radiactividad persistía. Ese París de los muertos que ahora le recibía presentaba el mismo aspecto. Una ciudad a la que habían arrancado la vida, a la que habían vaciado de sus entrañas palpitantes dejando su cadáver a la intemperie.
La Humanidad tras un holocausto atómico.
—A mí me recuerda a los campos minados —comentó Ralph—. Son lugares que siempre permanecen igual, muestran una engañosa apariencia tranquila. Nadie osa profanarlos por el peligro que ocultan. Y así se quedan, para siempre. Solitarios y silenciosos, constituyendo en sí mismos una trampa invisible, un espejismo letal.
Pascal movió la cabeza hacia los lados, con resignación.
—Tu comparación tampoco me anima demasiado —terminó mientras consultaba su reloj—. Pero no tengo más opción. ¿Vamos?
—Claro. Aunque tendré que volver pronto a mi zona, no quiero problemas.
—Tranquilo, yo también debo estar de regreso cuanto antes.
Pascal tomó aliento antes de dar los últimos pasos que los conducirían a los umbrales de aquella ciudad que en realidad no conocía. El peligro volvía a ganar protagonismo.
Campos minados. Bajo aquella atmósfera pacífica, una criatura maligna acechaba.
Edouard había descendido, acompañado por Marcel, hasta el sótano donde reposaba la Puerta Oscura. El Guardián regresó en pocos minutos para reunirse con el resto.
—Podría ser Marc Vicent —adelantó entonces Dominique—. Fallecido a los cincuenta y dos años mientras cumplía condena en la prisión de la Santé de París, tres días antes del secuestro de Michelle. Todo va cuadrando. Parece. Está enterrado en Montmartre.
Su secuestro. A Michelle todavía le producía escalofríos recordar aquella noche en la que se enfrentó por primera vez a la figura acechante del vampiro, aunque no lo exteriorizó. Se trataba de algo que tenía que terminar de superar ella sola.
Como había hecho siempre con sus problemas.
—¿Cincuenta y dos años? —preguntaba en ese momento Mathieu, confuso—. ¿No es un poco mayor? Creía que era mucho más joven ese otro prisionero de... los espectros.
A pesar de que a aquellas alturas su credulidad estaba garantizada, aún le costaba aludir a este mundo con naturalidad. Se sentía como un mayor de edad hablando de monstruos de cómic con arrebatada convicción infantil, y eso le avergonzaba. Al menos lo hacía rodeado de amigos y verdaderos adultos que actuaban de la misma forma, con lo que su incomodidad se iba diluyendo poco a poco.
—Fue a un niño de diez años a quien trajeron inmovilizado a la caravana que me trasladaba por la Tierra de la Oscuridad —aclaró Michelle, consciente de que Mathieu se había visto obligado a procesar una gran cantidad de información en muy poco tiempo—. Pero se trata tan solo de la apariencia que ese ser escogió para engañarme, para ganarse mi confianza.
Mathieu asintió, agradeciendo la explicación. Michelle, que recordaba lo maniatado que habían llevado a Marc los espectros, se recriminó una vez más haber sido tan ingenua como para no sospechar que tras aquella imagen inofensiva se ocultaba algo mucho más oscuro. No obstante, tal como le dijera Pascal para liberarla de los remordimientos, en el momento en que tuvo lugar el encuentro ella no sabía nada del mundo en el que se encontraba, así que no se podía exigir a sí misma haber sacado unas conclusiones que, en realidad, no estaban a su alcance.
—A lo mejor no fue esa la única razón por la que Marc eligió esa apariencia de niño —añadió Dominique—. Acabo de encontrar algo muy interesante.
Todos aguardaron, expectantes, a que se explayara un poco más.
—Sí, no cabe duda —insistió, prolongando aquellos segundos de incógnita—. Marc Vicent tiene que ser la identidad del ente demoníaco.
—¿Cómo puedes estar tan seguro? —le animó a continuar Marcel.
—He engañado al servidor, falseando una contraseña. Así he logrado localizar su ficha policial —explicó, visiblemente satisfecho—. Tiene unos jugosos antecedentes penales, se trata de un asesino pederasta. Abusaba de niños y luego se deshacía de ellos. Llegó a secuestrar y matar a tres antes de que lo detuvieran.
Un silencio muy elocuente siguió a aquel nauseabundo hallazgo.
—Está claro que ya era un auténtico hijo de puta en este mundo —declaró Michelle, indignada—. ¿Cómo puede haber gente así?
Todos secundaron sus palabras. La vida, en ocasiones, ofrecía un semblante demasiado crudo.
Dominique, con el tono aséptico de un
hacker,
continuó:
—¿Entiendes, Michelle, por qué te he dicho que en la elección de su imagen hubo algo más que su intención de engañarte? El muy cabrón se permite guiños a su pasado...
—No os sorprendáis —advirtió Daphne, inquieta—. Ese ente es una personalización más del Mal. Una manifestación de la Oscuridad. Apuesto a que le encantaría volver a vagar por nuestro mundo.
Claro, era eso lo que estaba intentando. ¿Quizá para ello necesitaba al Viajero?
.
—Es posible que sus planes persigan ese objetivo —convino Marcel, frunciendo el ceño—, aunque no tengo ni idea de cómo pretende hacerlo. Vieja Daphne, ¿hay alguna manera de...?
La aludida negó con la cabeza, perpleja.
—Ignoro si existe una ceremonia con semejante poder. ¡Supondría desafiar al orden de las cosas! Tendré que investigar...
A pesar de que nadie osó añadir más comentarios en torno a aquella turbulenta idea, en las mentes de todos tomó forma el rostro de Pascal. Fuese cual fuese el método que Marc aspiraba a emplear, si es que en efecto pretendía retornar a la vida, la figura del Viajero parecía constituir un ingrediente imprescindible.
—Michelle —Dominique se dirigió entonces a la chica, enigmático—, descríbeme a Marc, por favor. Con todos los detalles que recuerdes.
Ella obedeció, sin hacer preguntas. Tenía tan grabados aquellos rasgos en su memoria que no le costó ningún esfuerzo.
Dominique escuchaba sin apartar la vista del ordenador. En cuanto Michelle terminó, él emitió un gemido de admiración.
—¡No puede ser! —exclamó, sin apartar los ojos de la pantalla del portátil—. ¿Es este?
Dominique giró el ordenador mientras hablaba, para que todos pudieran contemplar la fotografía maximizada que ocupaba por completo la pantalla.
Michelle se quedó anonadada, casi no podía articular palabra.
—Sí... —logró al fin contestar—. Es increíble... es él...
Marcel se había puesto de pie.
—¿De dónde has sacado esa foto? —preguntó.
Dominique resopló:
—Es la imagen de su última víctima, Leonard Valette, once años —cogió aire, luchando contra su propia emoción—. La misma foto que la policía utilizó para elaborar los carteles que se colocaron cuando se comunicó su desaparición. Lo mantuvo con vida varias semanas antes de...
Michelle no pudo reprimir las lágrimas.
—¿Pero a qué clase de monstruo he dejado suelto? —acertó a murmurar entre sollozos.
* * *
Pascal recorrió las primeras calles de aquella ciudad paralizada manteniendo su cuerpo muy pegado a los edificios. Ralph le seguía de cerca. Ganaban terreno con el mismo avance a trompicones que llevaría a cabo alguien expuesto a la presencia de francotiradores.
¿Quién podía adivinar los peligros que se ocultaban tras aquellos muros levantados sobre el silencio?
Y es que, conforme se adentraban en París, ambos experimentaban la sensación incómoda de que eran observados, seguidos por las pupilas muertas de seres encadenados a prisiones que una vez albergaron la esencia de un hogar. Así lo percibían, a pesar de que todo permanecía en la misma quietud que la ciudad había exhibido desde un principio.
En un lugar como aquel, donde nadie respiraba, no podían empañarse los cristales delatando clandestinos centinelas, pensó de pronto Pascal, atendiendo a los vidrios de las ventanas bajo las que se desplazaban a hurtadillas.
Ventanas abiertas, cerradas. Con o sin postigos. En aquel mundo no parecían conducir a las entrañas de los edificios, sino a otras profundidades mucho más remotas. De vez en cuando alzaban los ojos hacia ellas, cuyo interior ni siquiera contaba con la caída estática de unas simples cortinas; dirigían sus miradas hacia áticos abiertos, hacia puertas entornadas. Nada detectaban, ni el más leve movimiento. Sus propias pisadas, ante aquella quietud extrema, parecían resonar como estallidos.
El Viajero, sintiéndose como un corresponsal de guerra, había extraído de su mochila la linterna. Pretendía entrar en alguna de aquellas casas para conocer con más detalle el terreno en el que tendría que enfrentarse con el ente demoníaco. Recordaba bien que ese y no otro era el objetivo de aquella visita al nivel de los fantasmas hogareños; por eso no aspiraba a interferir en la existencia de ninguno de ellos.
—¿Qué te parece ese? —proponía entre murmullos Ralph, señalando un edificio de apartamentos que se alzaba en la siguiente manzana—. No deberíamos adentrarnos más en la ciudad; el tiempo apremia.
Pascal comprobó una vez más en su reloj el transcurso de los minutos. El suicida tenía razón: pronto tendría que estar de vuelta si quería cumplir con el plazo impuesto por la Vieja Daphne.
—De acuerdo —asintió—. Vamos.
Los dos se fueron aproximando sin reducir la cautela.
—¿Qué se supone que nos vamos a encontrar dentro? —preguntó Pascal a Ralph, ya junto al portal.
El chico se encogió de hombros.
—Para mí también es la primera vez —reconoció—. Jamás me había apartado mucho de las cuevas, es demasiado arriesgado. Son los mismos espacios de tu realidad, supongo —añadió—, pero vacíos. He oído que, una vez dentro, a través de las superficies de cristal puedes acceder al mundo de los vivos. Es lo que hacen algunos de los fantasmas hogareños para combatir el tedio de sus jornadas.
Pascal reflexionó sobre el alcance de las palabras del otro chico. De modo que podían salir... Desde luego, aquella información cuadraba con la aparición del fantasma de la madre de Daniel Lebobitz en el baño de la casa de su abuela, e incluso con la agresión que él mismo había sufrido en su propio dormitorio poco después, cuando una criatura maligna le había atacado desde el armario. Un escalofrío le recorrió la espalda al recordarlo. Por no hablar de los últimos fenómenos paranormales que Pascal había experimentado, siempre en las proximidades de planchas de cristal. Descubría ahora el verdadero papel que había jugado el armario de su habitación, una de cuyas puertas contaba con un espejo de cuerpo entero.
En cualquier caso, no iba a tardar en comprobar hasta qué punto la información de Ralph era veraz.
—Pero esos espíritus... no son peligrosos, ¿no? —quiso confirmar, ante la inminencia de la intromisión directa en sus refugios.
—En principio, no. Salvo que los cabrees.
Pascal imaginó lo que habría añadido Dominique de haber estado presente y esbozó una leve sonrisa:
«Muy simpáticos no serán; si tú estuvieras en su situación, no estarías de muy buen humor, ¿no?».
Cuánto echaba de menos a su familia, a Michelle, a sus amigos.