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Authors: David Lozano

Tags: #Terror, Fantástico, Infantil y Juvenil

El mal (46 page)

BOOK: El mal
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En cuanto los ojos de Pascal se acostumbraron a la penumbra, descubrió la brecha en el terreno a la que se había referido el capitán Mayer. Una estrecha grieta de trazado caprichoso que iba ampliándose conforme ganaba en profundidad. Antes de introducirse en ella, el Viajero se volvió una última vez hacia el militar y le hizo un gesto de despedida, que Armand se apresuró a devolverle mientras vigilaba las proximidades para evitar apariciones desagradables. A continuación, tanteando con las manos, Pascal comprobó los perfiles afilados de las rocas que sobresalían e inició el descenso.

Pronto su visión quedó situada a la altura de la superficie, solo su cabeza sobresalía frente a la planicie volcánica de la tierra oscura. Contempló el brillo metálico de los senderos de luz y, en medio de uno de ellos, la silueta expectante de Mayer. Por fin, Pascal dio un paso más y desapareció de la faz de aquella región para pasar a moverse entre paredes verticales de superficie rugosa.

A pesar de que su avance por aquel risco debía ser lento y cuidadoso, el Viajero era consciente de que no debía prolongarlo más allá de lo indispensable. Si durante ese trayecto lo detectaba alguna criatura de la oscuridad...

No quiso pensar en ello; su situación en aquel momento era muy vulnerable. Mantuvo su descenso a buen ritmo, y en menos de una hora logró alcanzar el fondo de aquel pequeño barranco. A su derecha se abría ahora una galería que conducía hasta una abertura en la pared de piedra. Esta permitía acceder a una extensa llanura subterránea salpicada de montículos de poca altura. Un paisaje que nadie habría podido imaginar.

El ambiente allí ofrecía una penumbra menos espesa que la que dominaba la Tierra de la Espera. Incluso se intuía cierta tonalidad pálida en el panorama. Pascal buscó el origen de aquel resplandor. Sobre su cabeza no se extendía ahora la inmensidad de un firmamento sin estrellas, sino la negrura maciza de una bóveda de roca salpicada de brillos. En cierto modo, ese nuevo nivel que estaba pisando por primera vez constituía un mundo interior cuyo techo calizo se resquebrajaba en algunos puntos que misteriosamente provocaban destellos, dando lugar a la atmósfera metálica reinante. Cayó en la cuenta de que aquellos guiños luminosos sobre su cabeza debían de producirse en los lugares donde las grietas del techo coincidían con senderos de luz.

Aquel fenómeno se le antojó maravilloso. La luz se filtraba desde la Tierra de la Espera dando lugar a lo más parecido a un cielo estrellado que había visto en aquella dimensión de tinieblas perpetuas.

Sí. Sin duda, el nivel de los fantasmas hogareños reproducía con gran fidelidad el mundo de los vivos.

Pascal recuperó la concentración. Cada minuto contaba. Se dedicó ahora a contemplar la escena que se ofrecía ante él.

Un camino tan gris como todo aquel paisaje comenzaba a sus pies, perdiéndose varios cientos de metros más adelante. Supo que ese sendero seguía la ruta que conducía a ese otro París vacío que le aguardaba cobijando a fantasmas hogareños... y a Marc. El tictac de su reloj sobre la muñeca le recordó que cada uno de aquellos viajes constituía una cuenta atrás. Se dispuso, pues, a reanudar el avance. No percibía ningún peligro en las proximidades. De pronto, un sonido seco quebró la quietud de aquel panorama muerto.

Un sonido que él no había provocado. Pascal desenfundó su daga y se giró con brusquedad hacia el origen de aquel ruido.

Descubrió así que no estaba solo.

* * *

Marcel entregó a Dominique un ordenador portátil. Aquella inesperada iniciativa cortó las diferentes conversaciones que mantenían todos mientras aguardaban el regreso de Pascal. ¿Para qué hacía falta un ordenador en aquel momento?

—Me han dicho que eres un experto en informática —comenzó el forense.

—Bueno, hago mis pinitos —respondió el chico sin ocultar su satisfacción ante aquel reconocimiento—. Este ordenador es muy potente. ¿Hay wifi aquí?

Marcel sonrió.

—Ninguna señal llega a estas profundidades. Pero en la planta calle sí podrás navegar.

Dominique lo miró a los ojos mientras acariciaba el teclado.

—¿Qué necesitas? —preguntó, impaciente.

El forense se volvió ahora hacia los demás.

—Marc se esconde en el nivel de los fantasmas hogareños —comenzó—, y allí es donde, en principio, se dirige Pascal. Dentro de ese vasto territorio, el ente habrá elegido como refugio un lugar que le resulte familiar, un emplazamiento vinculado de alguna manera a su vida anterior. La que desarrolló en nuestro mundo antes de morir.

Los presentes procesaron aquella información sin emitir ningún comentario.

—Quieres que rastree para averiguar la verdadera identidad de Marc —dedujo Dominique en voz alta—. ¿Se trata de eso?

Marcel asintió.

—Esa información le puede venir muy bien a Pascal para restringir las zonas de búsqueda dentro de ese París vacío donde pululan los fantasmas hogareños.

—Lo importante es sacar partido a la escasa información de la que disponemos —añadió la bruja—. Poco más podemos hacer desde aquí, aparte de dificultar los planes de Verger.

—Bueno, ¿y qué sabemos de ese demonio? —preguntó Dominique, ansioso por sumergirse en las profundidades cibernéticas.

—En realidad, casi nada —reconoció el forense—. En principio vamos a suponer que Marc, o Marcus, es su verdadero nombre y que, dado que Michelle coincidió con él en la caravana que los trasladaba por la Tierra de la Oscuridad, falleció en fechas cercanas al secuestro de vuestra amiga.

—¿Y la edad? —cuestionó Michelle—. ¿Era un niño cuando murió? Lo digo porque su imagen...

Marcel rechazó aquella hipótesis con un gesto.

—Lo dudo —opinó—. Un chico muerto a los diez años no habría sido enviado a la región de los condenados. La conciencia del mal no es lo suficientemente nítida a esa edad como para provocar una consecuencia tan definitiva.

Mathieu cruzó una mirada con Edouard, y los dos se entendieron sin necesidad de pronunciar una sola palabra: ambos conocían a chavales de diez años demasiado despiertos como para no hacerlos responsables de sus actos, algo que habría constatado más de un profesor. Pero se mantuvieron en silencio; tal vez fuera cierto que la maldad contaba con límites cronológicos a la hora de materializarse.

—¿Entonces? —insistió Michelle con el rostro de Marc grabado en su memoria, un recuerdo ingrato que resucitaba en ella la insultante sensación de haber sido engañada, utilizada.

—No tengo ni idea —concluyó el forense—. Marc pudo fallecer a cualquier edad.

—Bueno, empezaré a trabajar con lo que tenemos —interrumpió Dominique—. En cuanto llegue arriba intentaré meterme en las web de las principales funerarias de París, para acceder a sus bases de datos. No creo que sea difícil encontrar puertos abiertos en esas páginas.

—Buena idea —apoyó Daphne—. Todas guardarán un registro por fechas de los entierros de los que se han encargado. Y como podemos calcular el día aproximado en que tuvo lugar el de Marc...

—También podría introducir el parámetro de búsqueda del nombre del cementerio en el que está enterrado —añadió Dominique—. ¿Lo sabemos?

—No —respondió Marcel—. Michelle se encontró con él ya en la Tierra de la Oscuridad, así que es imposible determinar ese dato.

Pascal, de haber estado allí en ese momento, podría haberles explicado la cruda forma en que eran conducidos los condenados a la región más oscura, lo que les habría permitido comprender que Marc no había llegado a ocupar siquiera su tumba en la Tierra de la Espera. El lúgubre barquero de la Laguna Estigia se desembarazaba pronto de aquellos elegidos marcados a fuego.

—¿Quieres decir que a lo mejor Marc ni siquiera ha sido enterrado en París? —preguntó Michelle, escandalizada de la rapidez con que una labor que parecía fácil se iba tornando complicada.

—De acuerdo con lo que contasteis Pascal y tú al volver del Mundo de los Muertos —empezó Daphne—, y dado lo pronto que ese ente se incorporó a tu caravana de espectros y a la propia ruta que tú seguías como prisionera, hay muchas posibilidades de que su origen esté en uno de los recintos funerarios de París. Pero no podemos estar seguros al cien por cien.

—Pues ojalá tengas razón —se atrevió a intervenir Mathieu en ese momento—, porque si no será mucho más difícil identificar a esa... criatura.

—No será difícil —se apresuró a matizar Dominique—. Será imposible. Salvo que encontremos nuevos datos que aplicar a la búsqueda.

Marcel le ayudó a maniobrar con su silla de ruedas. Era momento de subir hasta los pisos superiores y comenzar el rastreo.

* * *

Sobre el risco que acababa de dejar a sus espaldas, a media altura, un chico de unos veinte años, con esa tonalidad cobriza de los mulatos, lo observaba en silencio, en cuclillas, con los brazos apoyados en las rodillas. Vestía vaqueros, un jersey amplio y calzaba unas
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verdes muy sucias. Sus ojos oscuros no se separaban de la daga que Pascal mantenía desenvainada.

Al principio, el Viajero pensó que se trataba de un carroñero que le había seguido desde la superficie de la Tierra de la Espera, pero lo cierto era que aquel desconocido no mostraba el más leve síntoma de putrefacción en su cuerpo. Por otra parte, ni su porte sereno ni su gesto curioso inducían a pensar en el instinto depredador de aquellas criaturas.

Ese chico no tenía nada de animal.

¿
Quién era? ¿Qué era
?

Al menos, el metal del talismán que Pascal llevaba al cuello no había reducido su temperatura, lo que descartaba una naturaleza maligna.

A pesar de todo, el Viajero no estaba dispuesto a bajar la guardia. La misteriosa aparición de ese muchacho en medio de aquel paisaje desértico no constituía el mejor de los presagios. Dio unos pasos hacia él; no se podía permitir dejar rastros que pudieran delatarle. Necesitaba saber más antes de continuar su camino.

—¿Quién eres? —preguntó, alzando una voz a la que había procurado imprimir cierta dureza.

El otro se encogió de hombros antes de responder:

—¿Y qué más da, ya?

Pascal volvió a aproximarse.

—Al menos dime qué haces aquí. ¿Por qué me estabas espiando?

Aquella petición pareció desconcertar al chico, que seguía sin cambiar de postura sobre la pared pétrea.

—¿No sabes qué hago aquí? ¿Pero tú te dónde sales?

Entonces, los ojos apagados del muchacho se clavaron en los de Pascal, y su semblante neutro se transformó de repente. Se puso de pie, a punto de perder el equilibrio.

El Viajero adivinó lo que había motivado aquella reacción: el desconocido había distinguido en sus pupilas el reflejo de los puntos brillantes que se extendían a lo largo de todo el techo de aquella ilimitada caverna. No se equivocaba, como las siguientes palabras del chico vinieron a confirmar:

—Estás vivo... —susurró, frente a aquellos ojos sin la acostumbrada opacidad vidriosa.

Pascal asintió.

—Perdona mi comentario de antes —continuó el joven, disculpándose—. Pensaba que eras como yo...

Dio varios saltos desde la roca hasta situarse a la altura de Pascal. El Viajero comprobó entonces que aquel chico era más alto y bastante más corpulento que él. Pascal, que todavía mantenía alzada la daga, se apartó. Si algo había aprendido en los últimos meses, era que el Mal puede adoptar diferentes formas. Tal vez ahora, intuyendo que añoraba compañía, le ofrecía el espejismo de aquella presencia.

—No tengas miedo —dijo el desconocido, sin acercarse más.

Pascal se concentraba en calibrar los riesgos de aquella situación imprevista.

—¿Y quién eres tú? —volvió a preguntar.

—Me llamo Ralph Buxter, y nací en Nueva York. ¿Y tú?

El Viajero no quiso facilitar aún esa información. Optó por volver a interrogar a aquel chico:

—¿Y qué haces aquí?

Ralph no tuvo inconveniente en proporcionarle más datos sobre sí mismo:

—Estás en el nivel de la máxima soledad, dentro de la Tierra de la Espera —explicó el chico—. Aquí se aguarda sin compañía.

—Eso ya lo sé —cortó Pascal—. Esta es la región de los fantasmas hogareños.

Ralph sonrió mostrando unos dientes blanquísimos.

—No solo de ellos.

Ahora Pascal sí se quedó sorprendido. ¿Alguien más podía permanecer allí, aparte de los hogareños?

—Quien te trajo hasta aquí —continuó Ralph—, ¿no te habló de nada más?

—No.

El chico señaló hacia los riscos que habían quedado a su espalda.

—Cerca comienza una red de infinitas cuevas —comunicó, enigmático—. Allí esperamos nosotros.

—¿Vosotros? ¿Quiénes?

Ralph esbozó una melancólica sonrisa mientras le mostraba una horrible laceración en el cuello.

—Los suicidas.

Pascal no supo qué decir. Se quedó mirándolo, boquiabierto. ¿Estaba hablando con un suicida? Aquella marca en la garganta dejaba poco margen a las dudas: ese chico se había ahorcado.

—Los fantasmas hogareños dejaron algo pendiente al morir que les impide reunirse con los demás muertos —explicó Ralph—. Nosotros, al acabar con nuestra vida, en cierto modo también. Por eso nos vemos obligados a permanecer aquí, en completo aislamiento, hasta la llamada. Cada uno en su propia cueva; es muy duro —su semblante adoptaba ahora un aire dolorido—. Incluso el silencio acaba haciéndose ensordecedor con el paso de los días. No se puede describir.

Pascal asintió, pensativo. Acarició su amuleto, que continuaba colgando de su cuello sin enfriarse. Una región de suicidas; alucinante. Cayó en la cuenta de que Melissa Lebobitz, liberada de lo que la retenía en el mundo de los vivos, haría poco que habría acudido hasta aquel sector de nuevas soledades. Al menos era un paso más que la aproximaba a la llamada.

—Tiene que ser muy duro, sí —convino por fin, sin superar aún su propio estupor—. A mí me daba la impresión de que este paisaje era parecido al de arriba.

Pero Ralph rechazó aquella observación con un gesto tajante:

—No. Puede que los alrededores sombríos sean similares aquí y allí, pero los muertos que aguardan en sus tumbas en el nivel del que tú vienes cuentan con la impagable ventaja de la compañía. Los suicidas hemos de aguardar aislados.

—Ya veo. Por eso tú...

—Yo suelo acudir a esta zona, mi cueva está cerca.

—¿Y qué pasa si te cruzas con otro suicida?

—Hemos de separarnos de inmediato, sin intercambiar una sola palabra. El incumplimiento de esta norma acarrearía consecuencias muy graves.

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