«La realidad supera a la ficción», se dijo. «Y lo peor es que uno no cuenta con el recurso de poder cerrar la última página».
* * *
—¿Adónde vamos? —preguntó Michelle sin dejar de caminar junto a Pascal.
—Al cementerio de Montmartre —comunicó el chico mientras se subía un poco los pantalones, lo justo para mantener asomando el borde de los calzoncillos—. Vamos a visitar una tumba que tengo localizada.
Michelle asintió, reflexiva. Seguramente, durante esos tres meses, Pascal habría efectuado alguna visita a aquel recinto... solo. Ella disimuló su desencanto, tenía la impresión de que últimamente resultaba demasiado fácil agobiar a su amigo. Sin embargo, no pudo evitar una leve recriminación:
—Ya sabes que me gusta mucho visitar cementerios —dijo como de pasada—. Si me hubieras avisado, te habría acompañado encantada.
Pascal, que continuaba dando vueltas a la muerte que había provocado la noche anterior, enfocó hacia ella sus ojos grises sin frenar sus pasos. Una mirada que cada vez impactaba más en el corazón de Michelle, a pesar de que la chica distinguía en ella un área de misteriosa opacidad, una región que le estaba vedada por alguna razón que escapaba a su entendimiento.
De alguna manera, Pascal no era tan transparente como antes, aunque su gesto había ido ganando en intensidad.
—Lo sé —respondió él—. Muchas gracias. Pero es que ni siquiera tenía claro lo que pretendía, necesitaba pensar, estar solo. Han sido paseos que me han venido muy bien. Pero ahora es diferente. Cuento contigo, Michelle. De verdad.
En aquel momento, no obstante, Pascal también hubiera precisado la soledad. El rostro desconocido del secuestrador muerto no se apartaba de su mente, el semblante inerte de aquel individuo adquiría una solidez acusadora en su cerebro.
Fue en legítima defensa,
se repitió como había hecho a lo largo de toda la noche.
Mientras tanto, ajena a lo que pasaba por la cabeza de Pascal, Michelle había sentido ante las últimas palabras de su amigo un agradable calor que la inundó por completo. Su leve irritación había desaparecido de forma fulminante.
¿Por qué le había hecho tanta ilusión aquel simple reconocimiento de Pascal? Tampoco había sido una declaración, precisamente.
Michelle nunca había experimentado una necesidad tan nítida de querer hacer cosas junto a otra persona. Deseaba acompañar a Pascal en todo. Cada vez lo veía más claro. Vencidas sus primeras reticencias, era como si su interior hubiese abierto las puertas de par en par. ¡Jornada de puertas abiertas en su corazón! Michelle sonrió sin decir nada ante aquella imagen que hacía no mucho le habría parecido insoportable, empalagosa. Si Jules, paladín del rigor gótico, se llegaba a enterar de semejantes pensamientos... Pero Michelle quería conseguir a aquel chico que de pronto se mostraba tan... huidizo.
A ella siempre la habían estimulado los desafíos, y el hecho de que Pascal no lo pusiera fácil había acentuado su determinación de seguir adelante.
Michelle suspiró, impresionada por el rumbo que adoptaban los acontecimientos a su alrededor. De nada servían la tensión imperante o las amenazas que se cernían sobre ellos. Se estaba enamorando perdidamente de ese chico y, conforme sus sentimientos cogían velocidad, frenar se iba volviendo un esfuerzo inútil que, además, no estaba dispuesta a acometer.
No obstante, su auténtica esencia enérgica imponía sus propios plazos: no aguantaría mucho tiempo aquella incertidumbre, esa actitud titubeante en Pascal. Si no percibía cierta complicidad por parte del chico, ella misma cortaría aquel camino. Por mucho que le doliese hacerlo.
Porque ahora la incógnita había que ubicarla en lo que sentía él por ella.
«El amor nunca es un terreno pacífico», concluyó Michelle frunciendo el ceño. Decidida a apostar por él, estaba resuelta a luchar. Sin embargo, atendiendo a la permanente sombra de misterio que parecía abrumar a Pascal desde que volviesen del Más Allá, el problema estribaría en conocer a qué se enfrentaba Michelle, qué se interponía en una relación en la que, tan solo unos meses atrás, la disposición inequívoca que ahora mostraba a su amigo habría bastado para materializarla.
Se trataba de un enigma en el que le daba un poco de miedo husmear.
Los dos llegaron, en silencio, hasta las escaleras que conducían a la estación de metro, donde se mezclaron con multitud de personas que avanzaban en todas direcciones. Ambos disfrutaron de la seguridad que ofrecía el gentío, de una desordenada compañía que nunca les había parecido tan acogedora. A lo largo de las horas diurnas, y en zonas muy transitadas, la multitud les permitía bajar la guardia durante un rato. Y eso los relajaba.
—Si tú fueras Lebobitz —empezó Pascal, sin sospechar las cavilaciones de Michelle y ya dentro del convoy de vagones que los conduciría hasta la estación más próxima al cementerio, Place de Clichy— y te acabaran de sacar de la cárcel tras varios años acusado de la muerte de tu esposa, ¿dónde acudirías en primer lugar?
Michelle lo pensó unos instantes.
—Supongo que a verla a ella, ¿no?
Pascal pareció satisfecho con la respuesta.
—Justo.
Michelle entendió entonces el sentido de aquel trayecto.
El señor Lebobitz disfrutaba con cada paso de su libertad recién recuperada, aunque rescatar de su maltratado interior la dignidad perdida iba a costar mucho más tiempo. El paso por la cárcel marcaba a fuego, como lo atestiguaba su estado físico: delgadez extrema en un cuerpo consumido, profundas entradas sobre su frente cuarteada de arrugas y un rostro vencido que aparentaba bastantes más años de los que tenía.
Aunque el mayor deterioro había que buscarlo en su espíritu, en su quebrantado interior que se asomaba a una realidad que ya no era la suya, ensimismado a través de unos ojos de inalterable melancolía.
Nada compensaba lo que había sufrido.
Al menos la justicia se había terminado imponiendo, y él ahora volvía a encontrarse en la misma situación que le arrebataron unas circunstancias incomprensibles. Recuperaría su patrimonio, recibiría una indemnización por aquellos años perdidos, y ya no había barrotes a su alrededor, ni alambradas, ni torretas de vigilancia.
Ni compañeros de celda hostiles. Ni el crudo testimonio de vidas ajenas arruinadas.
Ahora solo faltaba que la prensa lo dejase en paz. Por eso confió en que su caso no saliera a la luz. Un inocente declarado culpable era siempre un sabroso plato para los medios de comunicación.
La policía se lo había explicado todo: estaba al corriente del suicidio de su mujer, algo que le dolió en el alma; sabía que acababa de perder a su hijo, ese hijo que jamás fue a visitarle a la prisión y que había terminado siendo el responsable de todo. El culpable, matizó con irremediable rencor. Solo la muerte había restablecido la normalidad —aunque ahora solitaria, desmantelada—, como fue la muerte la que la interrumpió años atrás.
El señor Lebobitz atravesó los umbrales del cementerio de Montmartre. Siguió caminando y pronto se detuvo ante el panteón familiar donde, junto a los restos de algunos ascendientes, descansaba su mujer desde que decidiera acabar con su vida. Lloró con la misma fuerza irrefrenable con la que había llorado al enterarse de que su caso se había aclarado por fin y lo excarcelaban.
Abrió la herrumbrosa puerta de aquel monumento fúnebre y entró, colocando el ramo de flores que llevaba entre las manos al pie de la tumba. Allí, sin miradas indiscretas, cayó de rodillas, cansado de aguantar la vida con una pose de dureza. Apoyó su frente en la lápida de mármol donde aparecía grabado el nombre de su mujer, y volvió a sollozar. La seguía echando tanto de menos... ¿Por qué tuvo que hacer eso? ¿Por qué se suicidó? Frente al inmenso dolor por su muerte, la maldad de su hijo constituía tan solo una anécdota. Un hecho que ella, sin embargo, no pudo superar.
Las flores del ramo que acababa de depositar se agitaron, a pesar de la ausencia de viento. Él no podía saberlo, pero con aquel último gesto acababa de liberar definitivamente a su mujer. Ella abandonaba su reclusión espiritual para dirigirse hacia el lugar que le correspondía. Por fin.
El señor Lebobitz oyó tras él unos tímidos golpes y se levantó, procurando secarse los ojos enrojecidos. Alguien llamaba a la puerta del panteón.
—Adelante —dijo, sorprendido. ¿Ni siquiera iba a estar tranquilo allí?
El desconocido visitante obedeció. Ante los ojos de Lebobitz apareció un chaval delgado, de unos quince años. Vestía cazadora y pantalones caídos que se abombaban sobre las zapatillas mostrando unos bajos deshilachados y sucios. Su mirada gris bajo el flequillo negro era intensa, aunque algo cohibida.
—¿Qué quieres? —preguntó Lebobitz con voz débil—. No es buen momento.
—Lo sé, perdone que le moleste —se disculpó el chico—. Me llamo Pascal y traigo algo para usted.
La situación era tan extraña que Lebobitz no se molestó en indagar cómo aquel muchacho le había localizado en ese lugar. Quizá llevaba rato esperándole, pues era evidente que tarde o temprano iría a visitar la tumba de su mujer. De todos modos, era demasiado joven para ser un periodista.
Le dio igual. Todo le daba igual.
Pascal alargó el brazo y le ofreció un sobre.
—Seguro que sabrá quién le escribe —advirtió, enigmático—. Que tenga mucha suerte a partir de ahora.
Pascal no esperó respuesta, y mientras oía cómo aquel señor rasgaba el papel, fue hacia la puerta. Justo antes de salir, se giró.
—Señor Lebobitz, todos nos alegramos de que se haya aclarado lo que ocurrió. Ánimo. Recuerde —añadió entre titubeos— que la vida sigue.
El aludido sintió un nudo en la garganta, abrumado por la emoción de todo lo que le estaba ocurriendo y ante aquel apoyo inesperado que le brindaba un joven desconocido.
—Gracias —susurró con aire ausente.
Lebobitz se quedó solo. ¿Quién le escribía? No le hizo falta leer ni una sola palabra para responder a aquel interrogante. En cuanto vio aquella letra delicada, meticulosa, de trazo inclinado, supo que era ella quien le hablaba a través de las líneas. La misma caligrafía de aquel otro sobre terrible donde su mujer se despedía antes de suicidarse.
¿Su esposa le había escrito?
¿Cómo era posible, si estaba muerta desde hacía años? Tal vez se trataba de un documento antiguo. Sin embargo, en cuanto comenzó a leer, descartó esa posibilidad. Y entonces, ¿qué explicación quedaba? Su delicado corazón dio un vuelco y las lágrimas afloraron en su rostro. Comprobó que era un mensaje de amor más allá de la distancia y del tiempo, un compromiso de espera que le otorgaba la esperanza que le hacía falta para enfrentarse a la vida. Poco a poco, fue recuperando la sonrisa.
En aquella carta se mencionaban cosas que solo ellos dos, marido y mujer, sabían. Por imposible que fuese, nadie más podía haber escrito ese texto maravilloso, íntimo.
El señor Lebobitz no entendía nada, pero descubrió, maravillado, que no le hacía falta. Simplemente, creyó aquellas líneas que le recibían en la libertad. En cuanto reunió la entereza necesaria y pudo reaccionar, se asomó fuera del panteón, intentando distinguir al misterioso mensajero que le había llevado el sobre. Quería darle las gracias, un abrazo, sin formular preguntas. Pero sus ojos no pudieron descubrir, entre las tumbas que conformaban el panorama y los desconocidos, la silueta del chico moreno que le había devuelto la alegría, las ganas de vivir.
Pascal, en aquel instante, caminaba junto a Michelle hacia una cita con Dominique fuera del recinto funerario, experimentando una euforia difícil de describir. Acababa de ayudar a una persona buena a recuperar su felicidad.
Todavía tenía la piel de gallina. Se sentía el Viajero,
era
el Viajero.
* * *
Marcel Laville asomó la cabeza por la puerta del despacho de Marguerite.
—Buenos días, detective.
La mujer levantó la vista hacia él.
—Sabías que iba a llamarte —observó ella— y has preferido adelantarte. Muy bien. Pasa.
El forense obedeció, cerrando la puerta a su espalda.
—Si acudo por voluntad propia parezco menos sospechoso de todo eso que piensas sobre mí, ¿verdad?
Aquel tono jocoso hizo fruncir el ceño a Marguerite.
—Me alegra que estés de tan buen humor, Marcel. No lo entiendo, dadas las circunstancias, pero me alegra.
—Si en el fondo eres un encanto.
La detective recogió los expedientes que cubrían su mesa.
—¿Alguna novedad en la autopsia de Sophie Renard?
Marcel se encogió de hombros.
—Podríamos decir que no he encontrado nada incompatible con la versión del asesinato.
Marguerite se rascó la nariz, pensativa.
—O sea, que tampoco has encontrado nada que demuestre esa hipótesis.
—Solo he podido descartar el uso de anestésicos. Pero ya te dije que, tanto si acabaron con Renard inyectándole una dosis suficiente de insulina como si emplearon otro de los métodos existentes, hallar rastros en su cuerpo iba a ser casi imposible. En el primero de los casos, solo buscar el orificio de una aguja hipodérmica entre el cuero cabelludo, por ejemplo, es una labor de chinos. Y conste que lo he intentado. Pero nada.
Marguerite refunfuñó.
—Pero digo yo que si a la víctima le introdujeron insulina, tendrá en su cuerpo restos de esa sustancia...
Marcel asintió.
—Claro. El problema es que nuestro cuerpo la fabrica también, así que no podemos determinar si la insulina que he encontrado en el cadáver de Sophie Renard tiene un origen endógeno o exógeno.
—Pues vaya.
—Los profesionales hacen bien su trabajo. Lo importante —añadió— es que tampoco he logrado descubrir nada en el cuerpo de la mujer que justifique el fallo cardíaco. Sí, tenía todos los desarreglos propios de su edad, pero ninguno de la gravedad suficiente como para motivar esa muerte tan fulminante.
—Pero aun así puede ocurrir, ¿no? Hay muertes naturales fulminantes.
Marcel hizo un gesto afirmativo.
—Sí, por supuesto. Las hay incluso más rápidas e indoloras que la que, por desgracia, tuvo Sophie Renard. Me refiero a los síndromes de muerte súbita.
Ambos recordaban el trágico final de algunos futbolistas en pleno campo de juego.
—Pero en esos casos sí hay malformaciones en el corazón, ¿verdad? —aventuró la detective.