Marguerite aún insistía en apartar sus ojos de los del hechicero, incapaz ya de sostener su arma. Sucumbía, iba precipitándose en el pozo abismal de las pupilas de Verger. Se acababa de transformar en un ser sumiso, sin voluntad.
—¿A quién busca en este palacio, detective Betancourt? —preguntó el empresario con su voz más seductora, mientras terminaba de aproximarse a ella.
—A Marcel Laville.
Al hechicero, aquel nombre no le dijo nada.
—¿Un amigo suyo, tal vez?
—Sí.
—¿Conoce a Pascal Rivas, el Viajero?
—Conozco a Pascal Rivas.
—¿Puede tu amigo conducirnos hasta Pascal Rivas?
—Sí.
Verger se mantuvo pensativo unos instantes.
—Muy bien. Ponte en contacto con Marcel Laville y dile que ya estás aquí.
* * *
Una vez en el interior del taxi, Michelle consideró que tenía que aprovechar aquellos minutos en preparar a Mathieu; después no habría ocasión. Ella misma no podía garantizar que lo que se disponían a hacer no fuera peligroso. Su amigo tenía derecho a saber a lo que se enfrentaba y a decidir si continuaba acompañándola.
Michelle, bajando la voz, fue al grano.
—Mathieu, recuerdas lo que te contó Pascal del ataque del vampiro en el desván donde estaba la Puerta Oscura, ¿verdad? —el aludido asintió, cada vez más confundido—. Creo que esa noche Varney llegó a morder a Jules en el cuello, o al menos a rozarle.
El chico frunció el ceño.
—¿A Jules?
—Me temo que sí.
Mathieu se mordisqueó el labio.
—¿Y? No estarás insinuando...
Michelle asintió, muy seria.
—No disponemos de tiempo para explicaciones, pero —se preparó para soltar su tétrica acusación— tengo motivos para pensar que Jules se ha convertido en vampiro.
Mathieu se había quedado sin habla.
—Pero...
—No sé lo que vamos a encontrarnos en la azotea, aún es pronto. Pero puede ser peligroso —se detuvo y miró por la ventanilla, conteniendo el aliento antes de formular la propuesta—. Estamos llegando, Mathieu. No puedes pensarlo más. Tienes que decidir si me acompañas o no.
Mathieu se enfrentaba ahora a una nueva prueba contra su escepticismo. Si bien había aceptado la existencia de la Puerta Oscura, el ámbito de los monstruos legendarios le resultaba mucho más lejano. Pero no se arredró.
—Claro que voy —afirmó, todavía sin asimilar lo que estaba sucediendo—. No te voy a abandonar ahora... sea lo que sea eso que esperas encontrar en casa de Jules.
Con aquella ambigua fórmula final, Mathieu manifestaba que prefería plantearse otros peligros, otras amenazas más tangibles. Ignoraba los indicios que habían llevado a Michelle a convencerse de algo tan terrible en torno a su amigo, pero al menos —dedujo— debía de tratarse de hechos graves, si habían conseguido hacerla marchar justo antes de que Pascal iniciase uno de sus viajes.
Abandonaron el taxi a toda velocidad. Ya en el portal, Michelle llamó al telefonillo.
—¿Sí?
Reconocieron la voz de la madre.
—Hola, soy Michelle. ¿Está Jules?
Cruzó los dedos, tensa.
—Nosotros acabamos de llegar, no está en casa —a Michelle se le subió toda la sangre a la cabeza, pero a los pocos segundos recuperaba la compostura, la situación no era tan grave—. Nos ha dejado una nota diciendo que subía a la azotea. Ya lo conoces, estará viendo las estrellas como hacíais antes, o...
«O a punto de tirarse a la calle». Michelle recuperaba su semblante agónico de ansiedad.
—¿Puedo subir? Necesito hablar con él.
—Claro.
Se oyó el zumbido de la apertura, y ellos empujaron la puerta sin perder tiempo.
No cruzaron ni una palabra, ya estaba todo dicho. Se lanzaron escaleras arriba —Michelle no quiso emplear el ascensor para no delatarse con el ruido— rogando por que Jules todavía estuviese con vida. Por otra parte, si lo encontraban inmerso en el dilema del suicidio sería, paradójicamente, muy buena señal: eso implicaría que su naturaleza humana se resistía a sucumbir al germen maligno.
Atravesaron sin detenerse el nivel del desván y Michelle no pudo evitar una fugaz mirada hacia aquel acceso en el que habían vivido momentos tan intensos, tan sobrecogedores. Todo era demasiado reciente y lejano al mismo tiempo.
A continuación, procurando no hacer ruido, alcanzaron la salida que conducía a la azotea, que estaba siempre abierta. Michelle se llevó un dedo a los labios mientras volvía su rostro hacia Mathieu, advirtiéndole de que a partir de ese momento el silencio era fundamental. El otro asintió, preparándose.
La chica giró el picaporte muy despacio y, cuando hubo entornado la puerta, le sorprendió escuchar en medio de la penumbra el tono quedo de dos voces, una masculina y otra femenina; alguien mantenía muy cerca una conversación. Ella salió entonces al exterior, seguida de su amigo.
Ambos caminaron unos pasos hasta situarse detrás del tronco de una gran chimenea, desde donde tenían una buena perspectiva de la zona de la azotea que daba a la calle principal, el lugar que Jules habría elegido si, en efecto, había decidido acabar con su vida.
Michelle se asomó con cautela y, una vez más aquel indescriptible día, tuvo que asumir que los acontecimientos ponían a prueba su credulidad hasta extremos inconcebibles. Allí estaba, junto al viejo telescopio por el que tantas veces habían mirado las estrellas, sobre todo en noches de verano.
Beatrice.
Era ella, la habría reconocido entre un millón, aunque no hubiera podido ampararse en su voz suave, en su figura estilizada o en la manera delicada de gesticular. Era ella. En el mundo de los vivos.
Y, desde luego, no mostraba el aspecto de una muerta. Al menos, la poca luz y su posición adelantada permitieron a Michelle disimular su estupor ante Mathieu, que, apaciguado por el tranquilizador panorama que se ofrecía ante sus ojos, iba recuperando la calma. ¿Qué estaba sucediendo? Ella no entendía nada.
Al menos Jules seguía siendo Jules, de pie sobre el peligroso tramo más allá del muro que marcaba el comienzo de la cornisa.
Michelle se acercó un poco más a ellos, siempre resguardada tras el cuerpo desgastado de la chimenea. Tenían que escuchar para enterarse de algo antes de intervenir, no fuesen a meter la pata. Desde su ubicación, Michelle atendió a la charla, que llegaba ahora con bastante claridad hasta donde se encontraban:
—... deberías hacerlo —recomendaba Beatrice en aquel instante, con voz cautivadora—. Será una de tus últimas oportunidades... antes de que pierdas el control definitivamente.
Jules parecía indeciso.
—¿No hay algún remedio? Tal vez Pascal, desde el otro lado...
—Demasiado tarde —el espíritu errante no parecía dispuesto a permitir esperanzas—. ¿De dónde crees que vengo yo?
—Ya.
Jules miraba hacia el fondo de la calle, como calculando la distancia, el tiempo de pavor que tendría que soportar antes de estrellarse contra la acera y terminar con todo.
—¿Acaso quieres aumentar la lista de tus víctimas? La de ayer era un pobre chaval poco mayor que tú, un inocente okupa con toda la vida por delante...
Michelle no podía dar crédito a lo que estaba oyendo: ¡Beatrice estaba convenciendo a Jules de que se suicidase! Jules había empezado a dudar en el último momento, y entonces ella había aparecido, a saber de dónde, con la siniestra misión de terminar de persuadirlo.
Absurdo, disparatado. Monstruoso. Pero cierto. Aquella surrealista escena estaba teniendo lugar a pocos metros de ella. Mathieu, un poco más atrás, también se había quedado petrificado al asimilar lo que estaba ocurriendo.
—Pero... mi muerte no evitará el daño que ya he hecho... —se debatía Jules, aún agarrado al muro que limitaba con la zona de peligro.
—Se trata de evitar que provoques más —Beatrice, al otro lado, se mostraba inflexible—. Es momento de que pienses en los demás, no en ti. Si pudiera te ayudaría, pero es tarde; la condición vampírica se ha extendido en ti como una metástasis.
Jules se soltó del muro e hizo un nuevo acercamiento hacia el borde de la repisa. Michelle no aguantó más y se dispuso a intervenir.
* * *
Marcel tenía el rostro demudado cuando colgó el teléfono, tras la llamada que había interrumpido la reunión.
—Era Marguerite... pero no era ella —señaló enigmático—. Se encuentra junto al acceso al palacio. No está sola. Ha pedido entrar.
El Guardián había accedido, claro. Las consecuencias de una negativa podían ser desastrosas.
—¿Verger? —preguntó Daphne, con la lucidez que provocaban las circunstancias extremas.
El forense asintió.
—Emplear a un rehén para acceder al palacio ha sido una buena estrategia —observó la vidente—. Espero que no disponga de más.
Mientras el Guardián, sin abandonar su semblante de máxima concentración, cogía su espada de plata y la tanteaba, la bruja comenzó a repartir instrucciones:
—Pascal —advirtió—, ha llegado el momento de que inicies el Viaje. Te tienes que ir. Ya.
Le tendió un plano de París donde aparecían señalados los dos enclaves a los que él debía dirigirse: primero, la zona del cementerio de Montmartre que alojaba la tumba del ente; después, si aquella suposición no era correcta, el parque infantil donde Marc Vicent había secuestrado a su última víctima.
Pascal introdujo aquellos mapas en su mochila, que ya tenía preparada con todo lo necesario.
La reunión había terminado, aunque quedaban muchas cosas por decir.
—Pero... —al Viajero le resultaba duro tener que abandonarlos cuando el peligro se aproximaba—. Podéis necesitarme aquí. Cuantos más seamos...
Pascal acababa de desenvainar su daga, ofreciéndose.
—No hay tiempo —repuso la bruja, empujándolo con suavidad hacia la Puerta Oscura—. Y donde te necesitamos es allí. Recuerda que eres el único que puede frenar al ente demoníaco. Tenerte aquí supone facilitar a Verger la posibilidad de conseguirte y propiciar la libertad de movimientos de Marc. Aquí te aguardaremos, pase lo que pase. ¡Confiamos en ti!
Edouard se había puesto de pie, conmocionado ante lo que se avecinaba.
—Ayuda a Pascal y no permitas que nadie entre —le ordenó su maestra—. El Guardián y yo vamos a intentar detener a Verger mientras tanto.
Edouard asentía, iniciando su propio ritual de concentración. Llegaba la hora de volver a primera línea. Él sería la última protección con la que contaría la Puerta, si se cumplían las peores previsiones.
Marcel, manteniendo su apariencia solemne a pesar del peligro que se cernía sobre ellos, se le aproximó.
—Toma —el forense se quitó del cuello el medallón de su estirpe, y procedió a colocárselo a él—. Ahora eres un Guardián. Cumple con tu deber si así lo quiere el Destino. Si Verger llega hasta aquí —añadió—, solo tú quedarás para proteger al Viajero. Recuérdalo y actúa con dignidad.
Edouard tragó saliva, sin saber qué decir.
—Así... así lo haré.
La vidente y Marcel abandonaron el sótano. El forense, mientras se dirigía espada en mano hacia su inminente encuentro con el hechicero, pensaba en el sucesor al que habían adiestrado durante años, protegido lejos de allí. Su secreta existencia garantizaba la supervivencia del Clan de los Guardianes, pero de nada serviría su continuidad si la Puerta caía en manos del Mal.
Pascal se introdujo en el arcón. Antes de que se cerrase sobre su cabeza, volvió a preguntarse qué había forzado a Michelle a salir del palacio de aquella forma tan precipitada. Al menos, se dijo, eso la había librado de aquella situación de alto riesgo. Se alegró.
—Suerte —le deseó Edouard, manteniendo a duras penas la compostura— y cuidado, ten mucho cuidado. Recuerda que puedes contactar con nosotros.
Pascal le agradeció aquellas palabras, admirado de la valentía que aquel chico estaba mostrando.
—Suerte también para vosotros, Edouard. Todo saldrá bien.
El médium volvió la cabeza hacia la puerta del sótano.
—Eso espero —respondió—. Vete ya, no sé el tiempo que podrán frenar a Verger.
La tapa del arcón encajó sobre los contornos del mueble emitiendo un golpe seco. Pascal ya no veía nada, sumido en aquella familiar oscuridad que constituía la antesala del viaje al Más Allá. Procuró acomodarse para no sufrir daños durante los embates del trayecto.
Y aun entonces, también tuvo un recuerdo para Beatrice. ¿Qué estaría haciendo en aquellos instantes? La imaginó sola, abandonada, vagando sin rumbo por una realidad que, en el fondo, seguía sin ser suya.
* * *
—¡Basta! —gritó Michelle, surgiendo en medio de la noche—. ¡Jules, apártate de ahí, salta el tabique y ven a la zona segura! ¡Por favor!
El chico y Beatrice se habían girado con un respingo, y ahora la contemplaban como si estuvieran viendo a un fantasma, lo que no dejaba de resultar irónico.
—Michelle... —Jules no acertaba a articular palabra, víctima de su rotundo asombro—. Pero qué haces aquí... Yo no quería que...
Ella, firme junto a la chimenea, no lo miraba, y fijó sus pupilas inquisitivas en Beatrice. El espíritu errante, ante su brusca aparición, no había podido evitar un leve gesto de contrariedad muy comprometedor. Michelle, que sí lo había percibido, se daba cuenta de que allí estaba pasando algo muy, muy raro. Mucho más oscuro, intrincado, que la presunta condición vampírica de Jules, el objetivo que los había llevado hasta esa azotea aquella tarde.
Mathieu consideró que era momento de apoyar a Michelle, y se hizo visible también. El asombro se multiplicó en Jules y Beatrice.
—¿Se ha cancelado el viaje de Pascal? —preguntó el espíritu errante, en un tono molesto.
A Michelle le dolió comprobar lo bien informada que se encontraba aquella chica del otro mundo. ¿Había tenido algún contacto con Pascal? ¿Habría sido Jules quien se lo había dicho? Aunque necesitaba saberlo, no olvidó que su prioridad ahora era conseguir que Jules se apartara de la cornisa; podía dar un paso en falso y entonces todo aquel esfuerzo no habría valido la pena.
—Jules —se apresuró a explicar, desechando sus dudas—, sabemos lo que has estado sufriendo, algo se podrá hacer. ¡Tendrías que haber contado con nosotros desde el principio! No estás solo, Jules. Hablaremos con Daphne, y con el Guardián de la Puerta. Pascal también estará dispuesto a ayudarte. Pero ahora salta el muro y, mientras lo discutimos, aléjate del borde. Por favor.