A continuación, extrajo de su ropa una medalla de plata que ellos reconocieron como el talismán que Daphne entregara al Viajero meses atrás.
—Es de Pascal —se la ofreció a los chicos—. Si ya ha acudido al Más Allá, yo no estaré cuando él regrese. Devolvédsela.
El espíritu errante no se atrevió a explicar cómo, temerosa de que aquel amuleto pudiera enfriarse y delatar en ella el oscuro pacto que había hecho, se lo había arrebatado del cuello a Pascal durante el encuentro en los trasteros de su casa.
Michelle recogió aquella pieza de metal sin decir nada, negándose una vez más a sacar conclusiones dolorosas.
—¿Entonces puedo irme? —se obstinaba Beatrice.
Ellos dudaron, mirándose unos a otros. A fin de cuentas, ella seguía representando un cúmulo de despiadados secretos que solo habían salido a la luz gracias a la capacidad deductiva de Michelle.
Una confesión forzada no tenía el mismo valor que una renuncia voluntaria.
—Dejadme marchar —repitió el espíritu errante, sin alterar su tono grave—. No puedo devolver las vidas que he quitado, pero Verger puede ser mi última oportunidad aquí de demostrar mi arrepentimiento; mi tributo al mundo de los vivos. Él no puede hacer nada contra un ser muerto y yo necesito recuperar algo de mí. Os lo suplico, dejadme ir.
Ellos seguían titubeando ante aquella firme insistencia que brotaba de la desolación de Beatrice. No se fiaban de ella, pero al mismo tiempo les carcomía la posibilidad de que su negativa pudiera inclinar la balanza hacia el lado de Verger.
—Vamos todos —decidió Michelle, haciendo de tripas corazón—. Es hora de apostar. No hay más remedio.
El que no arriesga, no gana
.
Fue consciente de que lo que había en juego le impedía pensar en su propia decepción sentimental, aquella que se iba gestando solo a partir de insinuaciones, como un lento veneno que se filtraba por las venas buscando paralizar su corazón. Incluso su propio sufrimiento podía esperar.
Jules era el único que apenas podía ya mantenerse en pie, mucho menos acompañar a los demás en aquella nueva prueba. Ante la proximidad creciente de la medianoche, su letargo vampírico abarcaba ya buena parte de su cuerpo. Tendrían que dejarlo en casa. Al menos, como ya se había confirmado su provisional carácter inofensivo, no hacía falta garantizar su inmovilidad.
* * *
Marcel, atendiendo al rostro enrojecido, convulso, de la vidente, fue consciente de que tenía que distraer al hechicero para quebrar su embestida contra ella, y que debía hacerlo antes de que fuera demasiado tarde. Un efecto tan virulento como el que estaba sufriendo Daphne requería mucha concentración por parte del médium, así que Marcel decidió que era buen momento para trazar una maniobra arriesgada que pudiera pillarlo desprevenido.
No lo pensó más y, enarbolando su espadón, con el sonido de fondo de los balbuceos cada vez más agónicos de la vidente, se lanzó contra Verger. Tal como había previsto, a su adversario le costó reaccionar, tal vez obsesionado por terminar la tarea con Daphne. El hechicero no pudo escudarse con su cetro oscuro y, al efectuar un giro para protegerse, se vio obligado a cortar la energía que estaba enfocando hacia la vidente.
Al menos Verger logró sortear el filo de plata que avanzaba hacia él describiendo una trayectoria mortal, una pulida hoja que, a pesar de su agilidad, le alcanzó en un costado rasgando su túnica.
El hechicero emitió un grito furibundo mientras observaba incrédulo los dedos manchados de sangre que acababa de introducir por el desgarro de la tela. Marcel quiso reanudar la acometida, pero esta vez fue él quien experimentó la llegada de una ráfaga huracanada que lo lanzó varios metros por el aire y le hizo aterrizar contra una de las esculturas de piedra que adornaban los laterales del vestíbulo. Gimió de dolor al sentir el brutal impacto, y fue resbalando por la pieza hasta acabar en el suelo, donde se retorció entre magulladuras.
El Guardián no había soltado su katana en ningún momento, ni siquiera cuando sintió la mordedura de la piedra machacando sus costillas. Al menos, alcanzó a asimilar mientras recuperaba el vigor necesario para levantarse, ya no se escuchaban los gemidos desesperados que emitía Daphne conforme se iba agotando el oxígeno de sus pulmones.
Marcel se volvió hacia ella costosamente. La vidente, desde el suelo, mantenía en ese instante un vehemente duelo visual con Verger; ambos se contemplaban con el ceño fruncido, los labios apretados, sin pestañear. Se trataba de una de aquellas pugnas tan absorbentes en sí mismas que terminaban por consumir a los propios contendientes.
El Guardián, apoyándose en la espada, se puso de pie y, acercándose con ella alzada por encima de su cabeza, disparó contra el hechicero una nueva descarga de mandobles. Laville emitía graves aullidos de dolor con cada movimiento, pero no cejaba en su arremetida. Verger interponía su cetro, pero era tal la violencia de los golpes que el Guardián dirigía contra él, que tuvo que retroceder.
Marcel, mostrando sus conocimientos de esgrima, cambió en el último instante la dirección de sus estocadas, sorprendiendo el movimiento reflejo de su adversario, que ya no tuvo tiempo de cubrirse. Verger sintió así por segunda vez el daño que causaba en su cuerpo la afilada hoja que lo alcanzaba, en esta ocasión, en la zona del vientre. El odio le permitió dirigir contra el Guardián, entre bramidos de ira, su cetro envenenado. Marcel procuró apartarse, pero aquella calavera tallada le golpeó con violencia en un hombro y sintió sus dientes de madera negra clavarse por debajo de la ropa.
La tela se chamuscó, dejando a la vista su piel amoratada. Y lo que sintió entonces no fue dolor, sino una aguda quemazón que se extendió por la zona afectada, esparciéndose como un vertido ardiente por todo su brazo. Aunque lo que vino a continuación fue todavía peor; un olor nauseabundo empezó a emanar de la herida, que se hinchaba e iba cambiando de color hacia tonalidades de carne muerta. Marcel identificó aquel proceso con horrorizada perplejidad. ¡Gangrena! Por increíble que pudiera parecer, su brazo se estaba pudriendo a un ritmo condenadamente rápido, al margen de parámetros naturales.
El Guardián contempló asqueado su piel infectada, bajo la que empezaron a serpentear varios bultos que terminaron abriéndose: gusanos. La repugnancia se mezclaba con el dolor.
—¡La espada...! —procuró advertir, exhausta, la vidente, que había reconocido en aquellos efectos la mordedura ponzoñosa de los espectros—. ¡Es plata sagrada, Guardián...!
A Marcel le costaba retirar la mirada de su brazo putrefacto, anonadado ante aquel espanto. No obstante, las palabras de Daphne llegaron a su cerebro y pudo asimilarlas. Verger, algo más lejos, aprovechaba mientras tanto para recuperarse de la última herida, sonriendo a pesar de todo, consciente del mortífero veneno que acababa de inocular al Guardián.
«El arma del Guardián...». Marcel cayó en la cuenta entre mareos; el metal valioso con el que se había forjado su legendaria espada podía cauterizar la herida. El Bien cicatrizaba, el Bien curaba.
Ayudándose del otro brazo, el forense colocó el filo del arma sobre su bíceps herido, que también había empezado a corromperse. Ahora el dolor fue tan salvaje que estuvo a punto de sufrir un desvanecimiento. Su brazo humeaba. Pero lo soportó, consciente de que si ellos sucumbían al hechicero dejarían a Edouard, solo frente a aquel monstruo, como único obstáculo para llegar a la Puerta y al Viajero.
—Aguanta... —la voz debilitada de la vidente era un mero murmullo, ella había sido incapaz de levantarse del suelo—. Aguanta, Guardián. Te hará bien...
Marcel obedeció y, ante la mirada contrariada del hechicero, comprobó que su piel iba recuperando la tonalidad sana. El olor desapareció, y con él los gusanos. No así los agudos pinchazos, que continuaban abrasándole toda la extremidad.
Marcel no tuvo tiempo de celebrar su restablecimiento, pues Verger, percatándose de que aquella katana había anulado la eficacia de su agresión, atacaba de nuevo.
El Guardián todavía no disponía de fuerzas suficientes para hacerle frente, así que se retiró por unas escaleras hasta el piso superior. Verger le siguió, empuñando su siniestro cetro. No estaba dispuesto a que se recuperase. Quería aniquilarlo.
Un disparo resonó entonces en aquel vestíbulo, paralizando la escena. Una esquirla de piedra había saltado cerca del rostro del hechicero, que, deteniéndose, se había vuelto para descubrir a la detective Betancourt, aún algo aturdida, en pie y con los brazos extendidos hacia él.
Marcel quiso intervenir, quiso avisarla de que no interfiriera. Temió por ella, aquel no era su terreno. Pero su propia debilidad le impidió hacerlo con la suficiente velocidad, aunque, conociéndola, tampoco habría servido de mucho.
—Quédese donde está, Verger —avisó la detective, erguida y orgullosa a pesar de su voz vacilante y sus movimientos agarrotados.
El hechicero ni respondió. Se limitó a alzar los ojos por encima de ella y a detenerlos en un amplio ventanal que se ofrecía tentador, oscuro por la negrura que se había impuesto en el exterior, dos pisos más arriba. Después, con un simple chasquido de sus dedos, aquella enorme plancha de cristal se resquebrajó por completo.
Marcel, percatándose de lo que iba a ocurrir, intentó avisar a su amiga.
—¡Marguerite, apártate!
Pero la detective apenas tuvo tiempo de levantar la cabeza antes de que aquella lluvia de cristales afilados como puñales se precipitara sobre ella.
El tintineo asesino de los miles de fragmentos aterrizando sobre el suelo de madera supuso para el forense un dolor mucho más insoportable que todos los que había venido sufriendo. La muerte podía contar con un estrépito como melodía. Marguerite Betancourt aún se mantuvo en pie durante unos segundos, con su sanguinolento cuerpo tambaleándose, hasta que, finalmente, cayó al suelo cubierta de pedazos de vidrio.
Marcel olvidó su debilidad; una rabia incontenible impulsaba sus movimientos. Se tiró contra Verger, ambos rodaron por la escalera en un abrazo que podía resultar letal para alguno de ellos al menor descuido. Mientras se revolcaban, ambos gemían por el lacerante contacto de sus lesiones con el suelo. El Guardián golpeó con la empuñadura de su espada la mano del hechicero, logrando que este soltara su cetro, que cayó rebotando por los peldaños.
Verger, ágil, se apartó entonces de Marcel y echó a correr, a trompicones, hacia los pisos superiores.
Una vez arriba, cuando ya el Guardián se disponía a dirigirse a él, extrajo de su túnica un tapete adornado con símbolos esotéricos que extendió con extraordinaria celeridad sobre el suelo.
Daphne, que seguía con sus ojos lechosos la evolución del combate, volvió a gritar para advertir al Guardián:
—¡Va a conjurar a espíritus malignos! —ella conocía la extraordinaria capacidad de Verger como nigromante—. ¡Tienes que impedirlo, Guardián!
Marcel, sin embargo, no disponía de fuerzas como para alcanzar al hechicero antes de que este terminara de recitar su siniestra salmodia, y a los pocos segundos se iba materializando junto a Verger una silueta borrosa, de apariencia humana pero facciones monstruosas, a la que el hechicero dedicó unas palabras en latín mientras señalaba al Guardián. Unas cuencas vacías se volvieron entonces hacia Marcel, mientras la criatura emitía unos gruñidos de maligna ferocidad.
En cuanto Verger acabó de hablar, aquel ser se separó de él y empezó a deslizarse por la escalera en un avance mudo y vaporoso, etéreo, que sin embargo no dejaba de resultar amenazador. Se desplazaba con el tacto resbaladizo de un reptil, y su forma grotesca de cubrir los tramos que atravesaba recordó a Marcel el modo untuoso en que se derrama un líquido aceitoso.
El Guardián tragó saliva y se preparó, enarbolando su espada con toda la firmeza de la que fue capaz, para la embestida del espíritu. La daga del Viajero habría sido sin duda más eficaz, pero la especial aleación empleada en la fragua donde había nacido aquella katana seguro que ofrecía propiedades nada desdeñables contra los seres muertos.
La plata ahuyenta al Mal
.
Cuando aquella entidad infernal llegaba hasta Marcel, la vidente exhaló un sonoro suspiro, se levantó del suelo y, mostrando su medallón, dirigió a la criatura unas palabras incomprensibles. Aquella maniobra pareció surtir efecto, pues el espíritu frenó en seco y, durante unos segundos, se mantuvo como indeciso, observando a su presa con ansia, pero sin decidirse a vencer el espacio final que los separaba.
Verger, desde su lugar en la parte alta de la escalera, se apresuró a recitar una oscura letanía, que fue repitiendo cada vez con mayor convicción:
In nomine Dei nostri Satanás Lucifer excelsi...
El espíritu reaccionó a aquel nuevo empuje, y atacó al Guardián con dentelladas y zarpazos.
In nomine Dei nostri Satanás Lucifer excelsi
...
Marcel esquivó los primeros ataques de la criatura, y respondió a ellos con estocadas enérgicas que tampoco alcanzaron su objetivo. El ente se movía muy rápido, giraba alrededor de él, revoloteaba a la espera del momento oportuno para precipitarse contra el Guardián. La prueba de que la espada de Marcel Laville sí suponía un riesgo para el espíritu era que este se mantenía a una distancia prudencial de su víctima, y solo se aproximaba para lanzar sus peligrosos golpes.
Cuando notaba que sus fuerzas flaqueaban, el Guardián recuperaba en su memoria el cuerpo inmóvil de su amiga Marguerite, tirado sobre el suelo, y sentía fluir por sus venas un impulso arrasador que le permitía mantener su actitud defensiva.
Daphne, al borde del agotamiento, hizo un último intento de contener a aquella criatura que asediaba a su compañero, alzando sobre su cabeza la medalla de la Hermandad y profiriendo una fórmula en una de las primitivas lenguas babilónicas. Después se dejó caer, exhausta. Había hecho todo lo que podía hacer.
En realidad, la iniciativa de la bruja apenas sirvió para desorientar al espíritu, pero fue suficiente para que el Guardián aprovechase el único instante en que aquel ser redujo la velocidad de sus giros. Dio un paso al frente y lanzó su espada en directo contra el perfil volátil de su adversario, que atravesó de lleno.
El monstruo emitió un aullido ahogado abriendo mucho su boca armada de colmillos, se retorció como una serpiente y, en segundos, terminó disolviéndose en el aire sin dejar rastro. La calma se restableció, bajo el sonido de fondo de la respiración entrecortada del Guardián, que se mantenía en pie, sin resuello, incapaz ya de sostener siquiera la katana. El filo del arma se apoyaba en el suelo.