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Authors: David Lozano

Tags: #Terror, Fantástico, Infantil y Juvenil

El mal (76 page)

BOOK: El mal
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No obstante, esos espíritus parecían ahora más reacios a aproximarse, y eso que él había dejado de esgrimir su palo con la intensidad provocada por el escozor que palpitaba en su mejilla abierta. Ralph incluso empezó a sentir un sutil orgullo. Ante aquella temerosa actitud por parte del enemigo, concluyó que su sola presencia intimidaba. El suicida, complacido, se decantó por suponer que había terminado imponiéndose.

Enseguida descubrió, sorprendido, la verdadera causa de aquel cambio en la disposición feroz de los fantasmas: detrás de Ralph, en silencio, había surgido una orgullosa barrera de fantasmas hogareños que obstaculizaba completamente el avance por la escalera.

Hogareños que no solo no atacaban a Ralph, sino que lo estaban apoyando, procedentes de los sombríos rincones de París donde permanecían anclados hasta que lo que los encadenaba a la vida se resolviera. Llegaban en el momento oportuno.

Espíritus que, superando su miedo, habían decidido no someterse al régimen de terror instaurado por el ente demoníaco.

Pascal, de haber estado presente, habría reconocido en uno de ellos aquellos ojos verdes que había distinguido en el interior del armario de su dormitorio. El espíritu que, en una clara muestra de valor, de rebeldía, aquella misma mañana le había advertido para que adelantara su retorno al Más Allá.

Los fantasmas de uno y otro bando se contemplaban desde un repentino silencio, en medio de una improvisada guerra fría que ninguno de ellos se atrevería a llevar más lejos. Tal vez los espíritus corruptos precisaban la aparición de su líder para una confrontación directa con sus iguales. Ralph, por su parte, ocupaba una precaria posición central de la que se fue apartando con cautela para situarse detrás del bloque de los «aliados». Una vez allí, sobre los primeros peldaños de la escalera, podía permitirse, al fin, acudir en ayuda del Viajero.

* * *

Pascal empezó a correr hacia aquellas criaturas espantosas. No quería pensar, no quería recrearse en el miedo, no quería distinguir entre las tinieblas otra salida que no fuera el combate sin intermediarios. Si el germen del pánico se adueñaba de él...

El Viajero alcanzó el recinto y entró sin detenerse, esgrimiendo su daga como una guadaña entre los pequeños cuerpos de los infantes que se le aproximaban con ojos amarillentos y dientes desproporcionados. Alcanzó a alguno, pero los demás se movían demasiado rápido, entre risas y unos cantos que volvían a escucharse como letanías sacrílegas. Aquellos niños satánicos alargaban hacia él sus manitas, cuchicheaban entre sí, lo señalaban como haciéndole objeto de bromas.

...
J'ai perdu mon mouchoir
...

A Pascal se le erizó la piel de espanto, aunque no se detuvo.

En aquel momento, las voces infantiles iban deshilachándose, se desgranaban dejando al descubierto su auténtica esencia. Su naturaleza muerta, maldita.

La escena resultaba grotesca, y en torno a ella, la atmósfera había vuelto a adoptar tintes oníricos.

Pero el Viajero no se encontraba inmerso en una inofensiva pesadilla.

...
Sur le bord du trottoir...

Marc se reía en un extremo, ahora convertido de nuevo en un niño que correteaba por aquel tétrico parque infantil, un crío que lo llamaba con su voz dulce pero gélida, cruel. Sus malignas carcajadas rebotaban en las fachadas de los edificios que rodeaban el parque, en aquel desfiladero urbano de oquedades apagadas. Aquella risa venenosa se introducía en los oídos de Pascal hecha un eco insoportable, lo taladraba, se alimentaba de sus fuerzas y amenazaba su cordura.

El Viajero, alzándose frente a los miedos que despertaban en su interior, luchaba por mantener erguida su daga, convertida en talismán que lo protegía de aquellos seres infernales que acechaban entre las tinieblas.

Una bruma espesa se había ido imponiendo en toda la zona. Las siluetas de los columpios —que continuaban oscilando entre chirridos quejumbrosos, aunque vacíos— y del tobogán iban perdiendo consistencia y se convertían en sombras, al igual que un oxidado balancín y el resto de las pequeñas atracciones, cuyo perfil difuso, en medio de aquel paisaje absurdo, comenzó a recordar a Pascal el contorno solemne de los panteones y las tumbas. Aquello parecía un cementerio.

El Viajero se detuvo momentáneamente, desorientado por la niebla y el resplandor espectral que se había adueñado del lugar. Nuevas risas y correteos llegaban hasta él, lo asustaban. La caricia húmeda de aquellos jirones vaporosos que lo invadían todo le provocó un escalofrío.

¿Dónde estaba Marc?

Un cuerpo pequeño cayó sobre él sin darle tiempo a reaccionar; uno de los niños deformes se agarraba con fuerza a su espalda y empezó a morderle en el cuello. Pascal gritó de dolor, intentando zafarse de aquel pequeño monstruo que mostraba ahora sus dientes manchados de sangre y los movía con delectación, como si masticase algo delicioso.

A pesar de sus movimientos convulsos, el Viajero no lograba alcanzarle con sus brazos ni con su daga, y aquella criatura se mantenía sobre él con la firmeza de un parásito, multiplicando sus mordiscos. Pascal se retorcía y gemía por el daño que le causaban aquellas pequeñas dentelladas que salpicaban su mejilla de sangre. Algunas gotas acabaron precipitándose a la tierra. El impacto de aquel líquido vivo, aún cálido, provocó junto a sus pies el sonido siseante del contacto con un ácido, y la zona del suelo alcanzada por la sustancia comenzó a humear. A continuación, se oyeron gemidos agudos que recordaron a Pascal la forma de comunicarse de las oreas, y de entre la niebla se condensaron figuras que extendían hacia los restos de sangre extremidades esponjosas, con una avidez enfermiza.

* * *

En cuanto el bisturí, guiado por los dedos del cirujano, terminó la incisión en el cuerpo dormido de Dominique, la sangre brotó a borbotones, revelando una copiosa hemorragia interna producida por la ruptura del bazo. Todo el equipo allí reunido, ocho personas entre anestesistas, cirujanos y personal de enfermería, sabía que eso podía ocurrir, y estaban preparados para los peligrosos síntomas que sobrevinieron.

Primero, el corazón del chico mostró el ritmo acelerado de la taquicardia, a lo que siguió una súbita bajada de la tensión que desembocó, por fin, en una notable disminución en los latidos del corazón del muchacho hasta umbrales de alto riesgo.

—Atentos, el ritmo sigue cayendo —advirtió uno de los médicos.

A los pocos segundos se materializaba el peor pronóstico: el corazón del herido había dejado de latir. Durante un segundo se hizo en la sala un silencio absoluto, hasta que una advertencia despertó a todos de su ensimismamiento impresionado.

—¡Parada cardiorrespiratoria! —otro de los cirujanos se lanzaba sobre la mesa de operaciones en la que permanecía el cuerpo de Dominique—. ¡Despejadlo todo!

El resto de compañeros se apartó mientras retiraban el instrumental que impedía a su colega acceder al chico. En cuanto el doctor, libre de obstáculos, se hubo colocado correctamente, inició la fase de masaje cardíaco. Nada.

—¡Inyectad un miligramo de adrenalina! —pidió, sin interrumpir su masaje.

Sin reacción aparente.

—¡Un miligramo de atropina!

Fue obedecido al instante, y la sustancia fue incorporada al gotero.

Sin embargo, aquel corazón joven se resistía a despertar. El cirujano reanudó los masajes con fuerza, negándose a permitir su rendición.

—¡Comienza a latir! —comunicó entonces una enfermera, alimentando la esperanza de todo el equipo.

—Pulso demasiado lento —el tercer doctor, muy pendiente de los monitores, se dirigía a quien se estaba encargando de los masajes—. Está entrando en fibrilación ventricular.

Era previsible. El principal riesgo de las reanimaciones cardíacas.

Alguien pidió a la enfermera el desfibrilador, que al momento pasó a las manos del médico que coordinaba la intervención y que seguía inclinado sobre el chico.

—Doscientos julios —indicó, preparándose para la descarga eléctrica—. Apartaos.

El cuerpo del chico saltó sobre la mesa de operaciones.

—Comprobar pulso.

—Muy débil, está fallando.

—Trescientos julios.

La nueva descarga provocó en el cuerpo de Dominique un respingo aún más violento. El cirujano alejó los utensilios humeantes y se volvió hacia sus ayudantes.

—Pulso.

—Mejorando... Va cogiendo fuerza...

Todos aguardaban conteniendo la respiración, no disponían de muchos más recursos para una situación tan crítica. Pero las esperanzas crecían a cada segundo.

Los latidos se visualizaban en una pantalla próxima en forma de saltos que iban ganando en solidez.

—Estabilizado a ritmo normal —terminó notificando una voz, entre suspiros.

Nadie dijo nada, a pesar de la alegría que experimentaban por haber superado aquel trance. La situación era tan delicada que tenían miedo de que cualquier demostración demasiado efusiva pudiera quebrar el equilibrio. Se limitaron a palmearse la espalda y a relajar sus músculos.

En los ojos cansados del cirujano jefe se podía leer, no obstante, una convicción muy prudente. Era consciente, en medio de aquella euforia provisional, de que no habían ganado la guerra; tan solo un asalto de un combate que prometía nuevos episodios de extrema gravedad.

* * *

Ralph había terminado de subir por las escaleras. Una vez en la planta de arriba, dirigió una última mirada hacia el vestíbulo, donde proseguía el pulso visual entre los hogareños.

La única puerta abierta que hallaron sus ojos en aquel rellano donde ahora se encontraba le informó de la ruta seguida por el Viajero, así que se introdujo en aquel piso sin dudar. El hecho de que la situación se mantuviera dentro de una cierta serenidad ante sus ojos le llevaba a deducir que a Pascal no podía haberle ocurrido algo malo; al menos, no todavía. Sin embargo, la aparente calma le hacía conjeturar que quizá el ente aún no había aparecido.

¿Qué estaba ocurriendo?

El suicida, sin abandonar sus precauciones, fue recorriendo todas las habitaciones que daban a aquel triste corredor en busca del Viajero, sin encontrarlo. Dentro de una de ellas, que tenía la ventana abierta, alcanzó a escuchar cierto alboroto en el exterior, algo que por fuerza tenía que llamar su atención en medio de aquel entorno apagado. Se acercó hasta el extremo de la habitación y se asomó, inquieto.

Su búsqueda había terminado. Desde allí pudo ver al Viajero. Sin embargo, el semblante de Ralph no reflejaba precisamente satisfacción, y es que la situación en la que se hallaba Pascal era de una angustiosa gravedad: la zona vacía que habían atravesado para llegar hasta aquel edificio en el que ahora se encontraba el suicida se había transformado en una trampa, en un tenebroso recinto asaltado por una niebla baja y pegajosa que lamía el terreno, ocultando criaturas malignas que acosaban al Viajero desde todas direcciones. Pascal, desorientado, avanzaba como a trompicones en medio de aquel sector contaminado, hundiéndose cada vez más en la bruma. Uno de los monstruos le había trepado por la espalda y desde su posición no le daba tregua, mientras otros seres le iban rodeando.

Ralph dio por sentado que todas aquellas eran manifestaciones del ente demoníaco, su maléfica presencia allí estaba fuera de toda duda. ¿Cómo lograría Pascal ganar ese enfrentamiento?

Por primera vez, el suicida se percató de que ni siquiera las prodigiosas capacidades que había descubierto en el Viajero podían garantizar su éxito ante aquel imponente adversario. Marc se mostraba como una criatura poderosa en aquel medio neutro, un espíritu condenado que no estaba dispuesto a dejarse doblegar. ¿Entonces?

¿Debía bajar a ayudarle?

Ralph se miró a sí mismo, asumiendo sus propias limitaciones. El palo que permanecía entre sus dedos resultaba ahora algo casi cómico frente a la apabullante exhibición del Mal que tenía lugar ahí fuera. Sobrecogía incluso desde la distancia. El alma de un suicida era insignificante ante aquel despliegue de poder oscuro capaz de eclipsar la atmósfera pacífica del entorno de los hogareños.

Ralph se pasó una mano por la cara, abrumado. Lo único que él podía ofrecer en realidad era compañía, algo de extraordinario valor en otras circunstancias, pero inútil ahora. De ahí que el origen de sus dudas sobre cómo tenía que reaccionar ante la acuciante situación de Pascal no respondiese a una cuestión de cobardía, sino de eficacia.

¿Podía hacer algo que de verdad ayudara al Viajero?

Su mente le devolvió el eco de la pregunta unido a una respuesta dura, seria, grave.

Sí, había algo que podía hacer. Pero entrañaba un enorme riesgo.

¿Estaba dispuesto a correrlo?

Nuevos gruñidos desde el parque infantil le apremiaron.

¿Estaba dispuesto?

Ralph no se respondió, ni siquiera había tiempo para eso; echó a correr en dirección a las escaleras. Necesitaba la colaboración de un hogareño para lo que se proponía intentar, dado el escaso tiempo del que parecía disponer antes de que Pascal sucumbiera.

CAPITULO 56

Pascal se apartó espantado de aquellos nuevos seres que habían surgido como hienas ante los vestigios de su sangre y que se arremolinaban ante cualquier resto que pudieran encontrar. No le atacaron.

Sin embargo, los dientes del niño que seguía encaramado sobre su espalda sí volvieron a hincarse cerca de su clavícula, arrancándole un nuevo grito de dolor. Otras dos criaturas infantiles aparecieron corriendo entre la niebla y se abalanzaron sobre él en el momento en que intentaba quitarse de encima al primero, logrando desequilibrarlo y tirarlo al suelo. En ese instante, más niños monstruosos, con cabezas hinchadas, ojos inyectados en sangre y rostros deformes, se materializaron a su alrededor con sus pequeñas bocas dentadas y comenzaron a hostigarlo.

Pascal, tumbado bajo la niebla, apenas lograba mantener empuñada su daga mientras aquellos niños masacraban a mordiscos todo su cuerpo. Aullaba de dolor, la ropa se le iba haciendo jirones y él no conseguía el espacio suficiente como para hacer uso de su arma. Se cubría la cara con los brazos, que empezaban a mostrar heridas abiertas.

Pensó, retorciéndose por las dentelladas, que todo se acababa. Una horrible muerte, devorado vivo —y solo— por aquellos seres de ultratumba.

De su garganta ya no salían más que afónicos gemidos, y su figura había desaparecido bajo la turba de pequeños engendros que se apiñaban sobre él, anhelando un trozo de su carne.

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