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Authors: David Lozano

Tags: #Terror, Fantástico, Infantil y Juvenil

El mal (75 page)

BOOK: El mal
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Nada más marcharse, el teléfono confirmaba a los demás que Dominique continuaba luchando por sobrevivir.

* * *

Las pisadas de Pascal levantaban una nube de polvo, que se mantenía gravitando en el aire con indolencia para terminar cayendo de nuevo al suelo, a su inevitable cadencia pausada. Todo era paz. Lúgubre, pero paz.

Fue al colocar una de sus manos sobre la barandilla de la escalera cuando aquella calma estalló en mil pedazos, se desintegró bajo una repentina lluvia de chillidos que saturaron ese espacio interior que los cobijaba. Aquel simple gesto parecía haber despertado a varios fantasmas hogareños que, surgiendo por todos los rincones, se abalanzaban sobre el Viajero. Eran cinco, de ambos sexos y diferentes edades. Flotaban a ras de suelo, y sus rostros iracundos no se apartaban de él mientras revoloteaban a su alrededor o se desplazaban por la escalera que conducía al piso superior.

Pascal quiso hablarles, explicarles la razón de su presencia allí, consciente de que si se comportaban con aquella agresividad era por culpa de Marc. Pero sus esfuerzos fueron inútiles, y se vio obligado a abandonarlos en cuanto los hogareños empezaron a amenazar seriamente su vida.

Aquellos seres se introducían en un espejo del vestíbulo y volvían a aparecer, procedentes del mundo de los vivos, cargados con cuchillos y otros objetos cortantes que habían robado en la otra dimensión y con los que pretendían herirle.

Uno le alcanzó por la espalda y le mordió. Pascal soltó un grito de dolor y se lo quitó de encima con un movimiento brusco, lo que aprovechó Ralph, que trataba de ahuyentar a los hogareños blandiendo su palo, para golpearlo con la punta mineral de su arma. Al instante, el hogareño perdió su impulso y, tambaleándose, se dejó caer unos metros más allá, donde se quedó fuera de juego, sin energías.

Un hogareño de unos cuarenta años, de complexión gruesa y ataviado con un mono azul de obrero, fue directo hacia el Viajero empuñando un hacha. Pascal tuvo que apartarse: era tal la fuerza con la que aquel espíritu llegaba, que se lo habría llevado por delante a pesar de las maniobras defensivas que esgrimía con la daga. Al poco, aquel ser recuperaba la trayectoria y volvía a intentar destrozarlo con su arma, en tanto Ralph mantenía a raya a los otros tres. El suicida se había colocado entre ellos y el espejo para evitar que se proveyeran de nuevas armas, y desde allí resistía el asedio de los hogareños.

Pascal no tuvo más remedio que herir al espíritu que portaba el hacha, incapaz de frenarlo de otro modo. No quería acabar con él, sabedor de que podía sentenciarlo a la Tierra de la Oscuridad cuando en realidad no le correspondía aquel destino, y se conformó con clavarle la daga en una pierna, lo que provocó que el hogareño terminara retorciéndose de dolor en el suelo.

Estaba claro que el contacto con la daga provocaba serios daños en la carne muerta, algo que Pascal había comprobado ya en numerosas ocasiones.

Los otros hogareños contemplaban atónitos el derrotero que tomaba aquel enfrentamiento. Se miraban entre sí, titubeando, con unos ojos que tampoco se despegaban de la oscilante daga del Viajero. Pascal, que se había quedado erguido frente a ellos, aguardando el próximo ataque, dedujo que se debatían entre obedecer las instrucciones que les habría dado Marc o mantenerse fuera del alcance de su arma. Ante el impactante testimonio de su fantasmal compañero, el poder de la amenaza demoníaca debió de perder influencia, puesto que aquellos espíritus prefirieron acosar a Ralph en vez de a Pascal.

No obstante, uno de ellos todavía conservaba un puñal, que no dudó en lanzar contra el Viajero. Pascal estaba lo suficientemente atento como para percatarse de la maniobra, y pudo esquivar el proyectil.

—Continúa sin mí —le avisó Ralph, llegando hasta el pie de la escalera sin dejar de blandir su palo—. Yo te cubro. Los entretendré hasta que vuelvas.

Pascal tuvo que reconocer que aquella iniciativa era muy razonable y, sin perder más tiempo, alcanzó los peldaños y comenzó a subir hacia la siguiente planta. A su espalda, uno de los fantasmas hogareños se precipitaba ahora sobre el espejo que el suicida había dejado libre al colocarse junto a la escalera. Los demás seguían levitando alrededor de Ralph, entre gritos y gemidos.

Con aquel sonido de fondo que se fue haciendo más tenue conforme el Viajero se alejaba, Pascal venció los últimos escalones y se enfrentó a un nuevo escenario: tres puertas de madera —una de la cuales, de nuevo, se ofrecía ante él incitante, abierta— en un mohoso rellano con la pintura de las paredes desconchada y un frío suelo de gres.

Otra puerta abierta en su camino.

Marc le tendía una mano, lo invitaba a sus dominios con señales inequívocas. Pascal, para tranquilizarse, recordó que el ente lo necesitaba vivo.

Salvo que cambiara de opinión o se viese acorralado, claro.

Pascal empujó la puerta extendiendo un brazo, y la hoja de madera terminó de abrirse rechinando de forma lastimera. El hecho de haber provocado aquel ruido acusador en medio de aquella consistente quietud no le importó. Después de todo, resultaba absurdo esforzarse por ocultar sus movimientos.

El Viajero se asomó a aquel piso antes de entrar, escudriñó la penumbra. De acuerdo con la estructura tradicional de las casas viejas, ante él se extendía un largo y angosto pasillo de tabiques irregulares, muy mal iluminado. Solo el mortecino resplandor de ventanas próximas derramaba su destello lánguido sobre las paredes de aquel corredor descubriendo una tonalidad raída. Ni siquiera las motas de polvo revoloteaban en las zonas de luz.

Al final del pasillo, un espejo rectangular de marco liso aparecía colgado sobre la pared. Pascal lograba distinguir el reflejo de su propio perfil oscuro avanzando en contraposición a los tramos iluminados, mudo, lento en las zancadas. Solo cuando giraba el rostro para inspeccionar el interior de alguna habitación, perdía por unos instantes aquella desconcertante visión que le informaba con fidelidad de su meticuloso avance.

Podía percibir una presencia ajena en el piso, no vaciló al afirmarlo a pesar de no disponer ya de su medallón. Su daga brillaba con nitidez, confirmando su suposición. Allí, entre aquellas estancias sometidas a un desolador vacío, una presencia que se mantenía quieta, invisible, lo espiaba.

Pascal llegó al último tramo del pasillo sin lograr detectar nada. Suspicaz, volvió a dirigir su mirada hacia el ya próximo espejo.

Y en su reflejo, a su espalda, descubrió la siniestra sonrisa de un familiar rostro de niño.

CAPITULO 55

Pascal no pudo reaccionar a tiempo. Antes de que su mente procesara aquella imagen del espejo, sintió un fuerte golpe y fue impulsado contra su cristal. Cayó en la zona neutra, oscura, que conducía a otros espejos en el mundo de los vivos. Vio, a cierta distancia, el brillo que provocaba alguna luz procedente de su verdadera dimensión. Pero no tuvo ocasión de sentir nostalgia: de nuevo Marc se había aproximado y ahora atenazaba su garganta con sus pequeñas manos, dotadas sin embargo de un vigor extraordinario.

El Viajero, con el rostro congestionado, logró alzar lo suficiente la daga y ahuyentó al ente demoníaco, que volvió a la dimensión de los hogareños abandonando aquella tierra de nadie, aquella frontera entre realidades. Pascal lo siguió en cuanto se hubo repuesto y, de un salto, atravesó de nuevo el espejo que conducía a la zona muerta, cayendo sobre el suelo del pasillo. No le esperaba allí su adversario.

De pronto comenzó a sonar por la casa una canción infantil que provocó en el Viajero un escalofrío.

J'ai perdu mon mouchoir
...

¿De dónde venía aquella inquietante melodía? Marc estaba cantando. Y lo hacía con una voz dulce, inocente, cristalina, que sin embargo se mantenía flotando en la atmósfera de aquella casa con un eco de perversidad aterradora.

...
Sur le bord du trottoir...

¿Dónde estaba el ente? La temperatura había descendido varios grados, y la misma luz pálida que se colaba por el corredor había adquirido una extraña tonalidad plateada, irreal. Pascal, con las manos húmedas de sudor y los ojos muy abiertos, aún magullado por los primeros golpes que acababa de sufrir de manos de Marc, avanzó por el pasillo asomándose a las habitaciones al estilo de un policía en una operación antidroga.

...
Allez, allez le ramasser...

El Viajero se dio cuenta de que a través de aquella letra infantil el ente demoníaco le estaba llamando, le atraía. Alzó su daga.

...
Un, deux, trois, fermez les yeux...

Pascal sentía cómo la ansiedad le devoraba a cada segundo, a cada metro que recorría de esa tenebrosa vivienda. Aquella canción, con su cadencia falsa, hueca, repetitiva, le ponía de los nervios.

Para él, la búsqueda del ente se había vuelto frenética dentro de esa agobiante casa, aunque, al mismo tiempo, los resplandores, los murmullos que habían empezado a sisear cerca de él y la luz vaporosa, impregnaban la escena con el tinte de los sueños, de las pesadillas donde todo sucede a cámara lenta.

J'ai perdu mon mouchoir
...

Un intermitente gemido metálico hizo su aparición en el horizonte sonoro. Pascal se detuvo; corría el riesgo de perder la cordura si continuaba abriendo y cerrando puertas, avanzando y retrocediendo a lo largo de aquel corredor muerto. Atendió a la letra; un, dos tres, cierra los ojos...

Y de nuevo el ruido metálico, el chirrido herrumbroso.

El parque infantil. Tenía que tratarse del parque infantil. Marc volvía a jugar con el Viajero, volvía a recrearse en su sórdido pasado.

Pascal se introdujo a toda velocidad en la habitación más próxima y se asomó a la ventana. En efecto, sus ojos se enfrentaron a una escena diabólica, lúgubre, protagonizada por el ente demoníaco.

Sobre el recinto antes dominado por la nada, ahora se habían materializado columpios y un tobogán donde se divertían varios niños y niñas. Gritaban, reían. Sentados, formaban un corro, aguardaban con los ojos cerrados mientras otro los rodeaba con un pañuelo en la mano. Y junto a ellos, una alta figura envuelta en un abrigo oscuro rondaba en silencio, acariciándolos, tocándoles el pelo, entregándoles caramelos. Los niños aceptaban su presencia como uno más, no interrumpían sus juegos ni daban muestras de recelar de aquel desconocido que había surgido de entre la bruma vespertina.

J'ai perdu mon mouchoir
...

Por fin, aquel hombre, cuyo rostro Pascal no alcanzaba a distinguir, se detuvo junto a un chico mayor que el resto. El joven, al contrario que los demás, no jugaba, se limitaba a leer sentado en un bordillo. Seguramente había acudido allí a llevar a su hermano pequeño, que sí estaría deslizándose por el tobogán.

...
Sur le bord du trottoir...

Aquel muchacho se volvió hacia el hombre, que se inclinaba sobre él. Y Pascal descubrió en sus facciones juveniles, ingenuas, el semblante utilizado por el ente demoníaco.

Pascal sintió asco y una tristeza que calaron hondo en su corazón. Aquella bestia estaba reproduciendo su último crimen ante sus ojos, y seguro que disfrutaba con aquel atroz recuerdo.

Aquello era más de lo que el Viajero podía soportar. Soltó un grito, insultó a su adversario y saltó de la ventana con la daga en alto.

En cuanto sus pies aterrizaron sobre la acera, la canción que impregnaba el aire con su cadencia siniestra se interrumpió súbitamente, y el Viajero sintió sobre su cara la llegada del silencio nocturno como una violenta ráfaga que casi agitó su flequillo.

Todos los niños habían detenido sus juegos y ahora permanecían girados hacia él.

El panorama, estático, había cambiado por completo. Se había transformado. A peor.

Los niños seguían mirándole, mudos. Paralizados.

Sin embargo, Pascal solo distinguió en ellos unos rostros monstruosos, deformes.

* * *

Marcel conducía a gran velocidad. Su vehículo oscuro se deslizaba por la noche de París sorteando las calles más estrechas rumbo a la zona donde, en otra dimensión, Pascal se andaba moviendo como un espíritu más. Ahora que la guerra se había desplazado definitivamente al nivel de los fantasmas hogareños, todo el grupo tenía que brindarle su apoyo, un apoyo que dejaba de resultar meramente testimonial gracias al don de Edouard. El joven médium, con su excepcional capacidad, sí podía actuar desde la región de los vivos.

Edouard se preparaba, con unos ojos muy abiertos que no se apartaban del cristal del parabrisas, ajeno al paisaje que iba quedando atrás al otro lado de su ventanilla. Su mente había abandonado ya aquella realidad: el auténtico campo de batalla aguardaba a una distancia
remota
pero que, al modo accidental de una conjunción de astros, ahora se mostraba demasiado próxima al mundo de los vivos. Casi podía oler la amenaza, envuelta en el penetrante hedor de los cadáveres, estirándose a través de sus jirones hacia la serena silueta de París.

Estaban muy cerca. No pronunciaban palabra mientras terminaban de aproximarse al lugar donde, previsiblemente, el Viajero se hallaba merodeando, tal vez enfrentándose ya al ente demoníaco.

Tampoco hacía falta decir nada. Cada uno era muy consciente de su papel, de su cometido, de su responsabilidad.

Nadie podía fallar en aquel momento.

* * *

Ralph, exhausto, se dio cuenta de que cada vez estaba más cerca de la escalera que se alzaba a su espalda, de que sus talones casi acariciaban ya el primer peldaño, chocaban con él con cada movimiento que ejecutaba para mantener bloqueado aquel acceso. El espacio libre del que disponía se había ido reduciendo conforme los fantasmas hogareños ganaban terreno... y convicción. El área que defendía con entrega numantina había pasado a ocupar poco más que el espacio de su cuerpo con los brazos extendidos.

Ahora aquellos espíritus se mostraban más radicales, más osados. Abrían la boca, aullaban, intentaban agarrarle o morderle. Era como si hubiesen perdido el miedo a su arma, que no dejaba de blandir en el aire intentando alcanzarlos. Por si fuera poco, el fantasma al que había dejado tirado en el suelo empezaba a reanimarse.

Y en el piso superior había dejado de escuchar ruidos. ¿Qué estaría haciendo Pascal? ¿Habría encontrado al ente?

Un hogareño le alcanzó en la cara, con una mano cuyos dedos curvados le incrustaron las uñas. Ralph sintió dolor, y aquella sensación, en apariencia tan vital, no le gustó. Furioso, inició una andanada de golpes que los ahuyentó, lo que le permitió volver a recuperar algo del terreno perdido. Ralph se imponía de nuevo en el estratégico emplazamiento de la escalera, cubriendo la retaguardia al Viajero. Recordar aquella importante función le ayudó a mantener las fuerzas, aunque se daba cuenta de que se aproximaba el momento en que, de puro agotamiento, se vería incapaz de alzar su arma, instante en que su pretendida resistencia sería arrasada sin compasión por los enfebrecidos hogareños.

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