No quedaba nadie más en el exterior de aquel París. Toda vida o muerte habían desaparecido de la faz de ese paisaje urbano paralizado. Imbuidos de su propio conflicto, el Viajero y Marc se habían percatado demasiado tarde de la amenaza que se cernía sobre ellos.
Algo se aproximaba, sí. Y lo hacía desde todas las direcciones al mismo tiempo, con el avance imponente de un inminente huracán cuando va sumiendo en sombras el horizonte.
También entonces, justo antes de ese estallido virulento en la atmósfera, la naturaleza concedía unos últimos instantes de calma; la antesala del desastre.
La daga de Pascal emitió un repentino zumbido y su resplandor verdoso adquirió una tonalidad intensa que tiñó el brazo con el que la sujetaba. La propia fuerza de su impulso magnético sorprendió al Viajero, que, conteniendo a duras penas la desbocada energía de aquella arma, dejó de vigilar los movimientos crispados del ente demoníaco y enfocó con sus pupilas extenuadas al suicida.
—¿Qué has hecho, Ralph? —le susurró, inquieto ante el efecto de la daga, girando sobre sí mismo con ella en ristre—. ¿De dónde vienes? Necesito saber a qué nos enfrentamos.
El suicida bajó los ojos, planteándose por primera vez si habría hecho bien, si su estrategia no iba a resultar al final más arriesgada que el mismo enfrentamiento directo con el ente que pretendía evitar.
El Viajero notaba cómo los propios latidos retumbaban en sus oídos y la respiración se le hacía insuficiente para llenar los pulmones. Incluso aquella niebla que había mantenido su consistencia de esencia maligna parecía ir en aquellos instantes disipándose, agostándose ante la potente solidez de lo que se avecinaba, una poderosa energía que ya se cernía a su alrededor, con pisadas que retumbaban en el cielo de roca abovedada.
—Contesta, Ralph.
La voz del Viajero brotó quebradiza.
Marc, sin abandonar su actitud vigilante, se había alejado unos metros de su rival y ahora deambulaba por las proximidades, amparado en los últimos resquicios de bruma. En su deformado rostro podía leerse una alarma muy concreta: ya sabía a lo que se enfrentaban, y ahora se movía con el inquieto vaivén de un animal enjaulado. Incluso, ante la dimensión abrumadora de aquel peligro, parecía haberse olvidado de sus víctimas. El instinto de supervivencia se había activado y husmeaba en el aire viejo.
—He... he llamado a los centinelas —reconoció por fin el joven suicida, titubeando.
Pascal abrió mucho los ojos, consciente de que Ralph, al no estar donde le correspondía, se jugaba mucho con aquella sorprendente iniciativa.
Sin embargo, el Viajero no tuvo tiempo de decir nada. Coincidiendo con la confesión del suicida, la niebla había terminado de disiparse en torno al recinto y comenzaron a atisbar unas imponentes siluetas que confirmaron sus palabras.
Ya estaban allí. Por todos lados, con el brillo metálico de sus corazas, con las bruñidas facciones de sus máscaras fieras de ojos vacíos, con su porte marcial y silencioso. Impávidas en su vigilancia, las figuras graves, solemnes, de los centinelas. Aquellos cuerpos robustos que superaban los dos metros de altura, cuyas manos enguantadas atenazaban alabardas de plata. Nunca nadie había logrado verlos desplazarse. Sus movimientos solo podían intuirse, su visión resultaba siempre tardía para el fugitivo. Alcanzar a distinguirlos suponía siempre el final.
Marc soltó un bufido. Se encorvó como una fiera, con el pelo erizado, la boca muy abierta mostrando los colmillos y las manos convertidas en garras de uñas afiladas que blandía en el aire. De un salto se lanzó contra el Viajero, en una maniobra desesperada cuya finalidad consistía en hacerse con un rehén que le permitiera una huida hacia la oscuridad.
Pascal apenas tuvo tiempo de reaccionar. No obstante, el vigor que su daga transmitía a su cuerpo, en conjunción con el primitivo metal que compartía con las armas de los centinelas, le hizo recuperar sus reflejos y logró alzar el arma en el preciso momento en que Marc lo alcanzaba. Pascal no lo pensó, estiró el brazo propinando una potente estocada al sentir sobre su rostro el fétido aliento del ente demoníaco.
Saltó un chispazo y la hoja resplandeciente de la daga atravesó la piel muerta de Marc a la altura del pecho. Una hedionda sustancia salpicó la cara y la ropa de Pascal mientras el filo del arma se hundía en aquel cuerpo muerto provocando en Marc un inmenso dolor. Esta vez, de la boca monstruosa de aquella criatura condenada salió un aullido. El ente, separándose con lentitud de esa hoja que lo atravesaba, que lo abrasaba, comenzó a arrastrarse hacia la única zona de bruma que aún quedaba, buscando el resguardo de la oscuridad.
Ni Pascal ni Ralph osaron intervenir ante aquel panorama que se precipitaba hacia un final inevitable y siniestro. La tragedia estaba servida, y, por una vez, se alegraron de asistir a su llegada. El convidado a ella merecía su condena.
Conforme el ente malherido se iba alejando, el Viajero y su compañero observaban espantados cómo el círculo de centinelas iba estrechándose alrededor de él, sus cuerpos fornidos parecían ir deslizándose sin dar un solo paso, se mimetizaban con la niebla, con el aire, con el escenario de aquella noche perenne, sin emitir un solo ruido. Envolvieron a su presa con su resplandor espectral, y una telaraña verdosa lo fue cubriendo. El ente, sintiendo aquel destello mortecino que lamía su espalda, volvió a emitir nuevos chillidos, cuya resonancia fue amortiguándose mientras era sepultado por esa luz que emanaba de las armas de sus captores y que se adhería a su cuerpo inerte. Su carne se consumía ante aquel contacto corrosivo.
La bruma comenzó a alzarse de nuevo, e impidió a Pascal seguir contemplando la pavorosa escena que se estaba desarrollando. Los gemidos de Marc se apagaron por fin, y cuando la niebla comenzó a levantarse, ya no quedaba ni rastro del ente demoníaco ni de los centinelas.
Ralph suspiró a su espalda, aunque demasiado pronto. Tras él, enseguida comprobaron que volvían a erguirse las familiares siluetas de dos de aquellas solemnes entidades consagradas a la vigilancia de los pasos entre regiones del Mundo de los Muertos. Los centinelas volvían. No habían terminado su trabajo.
Surgían de entre la nada. Cada vez más próximos, envueltos en su aura ancestral.
Acudían a por el suicida que había profanado el sector de los fantasmas hogareños, infringiendo la norma de su permanencia en las cuevas.
Ralph abrió mucho los ojos y, encogido de miedo, se volvió hacia el Viajero con un gesto que imploraba ayuda.
Pascal supo que no podía permitirlo. No se lo llevarían. El final del ente demoníaco se debía en buena medida a la sacrificada maniobra de aquel chico, así que no estaba dispuesto a dejar que le ocurriera nada malo. Al menos no se quedaría de brazos cruzados mientras se lo llevaban.
Recordó cómo el reconocimiento de su propia arma por parte de los centinelas les había permitido meses atrás vencer su resistencia y acceder a la Tierra de la Espera.
Aquel par de cazadores, erguidos con la misma solemnidad enigmática de los moáis de la isla de Pascua, habían vuelto a avanzar sin que ellos lo percibiesen. El fulgor verdoso empezaba a intensificarse entre aquellos seres, un inquietante aviso de lo que se avecinaba.
Pascal no esperó más y alzó su daga desnuda por encima de la cabeza mientras se interponía en el avance de los centinelas. Como en aquella otra ocasión que el Viajero recordaba, se produjo un centelleo cuyo resplandor enlazó el arma del muchacho con las de los lúgubres cancerberos del Más Allá, provocando el inmediato efecto de una sensación de parálisis.
—¡Soy el Viajero, el suicida está conmigo! —gritó a la intemperie, sobre la que ahora se abatía un aire tormentoso que acababa de concentrarse en aquella zona.
Silencio en los recién llegados. Sus miradas inertes desde las pequeñas aberturas en sus yelmos metalizados, a pocos metros de ellos, mantenían la misma serenidad con la que aquellas manos protegidas con guanteletes de hierro apresaban sus armas.
Ralph, cobijado tras Pascal, aguardaba.
—¡El suicida regresará a su cueva! —comunicó Pascal, con ánimo de apaciguarlos—. ¡Dejadnos ir!
Nuevos minutos de quietud transcurrieron, minutos que se hicieron muy largos, eternos. ¿Cómo acabaría aquello?
Pasó más tiempo. Todavía más.
Ni Pascal ni Ralph movían un solo músculo, por miedo a desatar alguna reacción en los centinelas. Tampoco ellos avanzaban.
El Viajero comenzó a sentir calambres en los brazos. Aún mantenía la daga sobre él, apuntando al cielo negro. ¿Hasta cuándo?
Fue tras un simple pestañeo. Pero Pascal se dio cuenta, incrédulo. Los centinelas se encontraban ahora imperceptiblemente más lejos.
Lo habría jurado. Entrecerró los ojos.
Volvió a notarlo, esta vez con mayor convicción.
Increíble.
Los centinelas se estaban yendo. Se difuminaban en la niebla.
Sintió unas irreprimibles ganas de llorar.
Pascal miró a los ojos a Michelle en cuanto se encontraron cara a cara. El chico, con aspecto muy cansado y dolorido, ocultaba tras la ropa los vendajes que Marcel había empleado el día anterior para curar sus heridas. De momento, el joven español había conseguido que sus padres no se percataran de lo sucedido, algo a lo que ayudaba la terrible situación de Dominique. Como imaginaban que Pascal lo estaba pasando mal, Fernando y su mujer preferían respetar sus ceñudos silencios hasta que fuese él quien mostrara indicios de querer hablar.
—Gracias por venir —musitó Pascal a la chica, inclinando su rostro para besarla con dulzura en la mejilla.
Los ojos del chico se habían posado un instante en los labios de ella al iniciar el saludo, dudando. En otras circunstancias, quizá ella habría girado el rostro uniendo sus labios. Pero no lo hizo; aquella visita obedecía a un motivo demasiado serio como para sucumbir a tentaciones... que tal vez empezaran a dejar de serlo, por doloroso que pudiera resultarle.
«Primero, aquella gratitud desvaída; luego, el beso casto, y ahora, esa fórmula educada tan absurda entre amigos. ¿La reserva de la timidez, o un reflejo de culpabilidad?», reflexionó Michelle desde la puerta, disimulando su propio dolor. Pero se conocían lo suficiente como para que Pascal pudiese intuir desde el primer momento que aquella no era una simple visita de cortesía. Los brillantes ojos de Michelle aparecían velados.
—Bueno, ¿me dejas pasar? —preguntó ella, sonriendo de forma titubeante.
—Claro.
Pascal le devolvía una sonrisa igual de insegura. Acabó rehuyendo su mirada. Sin necesidad de decir nada, ya se había abierto entre ellos un espacio fronterizo, una sima cuya profundidad Michelle se proponía sondear. Para eso había acudido. Determinadas cosas había que hablarlas frente a frente, por dolorosas que pudieran resultar.
—¿Cómo hemos quedado para ir a ver a Dominique? —quiso saber Pascal, mientras la conducía por el pasillo hasta su habitación.
—Dentro de una hora y media, en la puerta de la clínica.
—A ver si mejora...
—Ojalá.
Pascal comprobó, por la brevedad de aquellas respuestas, que el estado de su amigo tampoco estaba comprendido en el orden del día de aquel encuentro bilateral. Supo que algo había ocurrido durante su ausencia, algo que tal vez tuviera que ver con la falta de noticias de Beatrice y con el semblante inquisitivo que Michelle le mostraba desde su retorno del Más Allá. Tragó saliva.
El hecho de que ninguno quisiese contarle los detalles del final de Verger constituía otro indicio que no auguraba nada bueno. Aquella situación, ahora que Pascal estaba decidido a apostar por la relación con Michelle, suponía para él una auténtica tortura. Más que nunca, necesitaba una complicidad que no lograba percibir.
Jamás había sentido una distancia así entre ellos. ¿Habría interferido Beatrice de alguna manera mientras él no estaba, se habría delatado en el mundo de los vivos? Aquella idea le provocó tal pánico que la desechó de inmediato, aun a sabiendas de que, de ser así, Michelle no se cortaría a la hora de sacarla a colación. Pascal conocía el carácter resuelto de su amiga. En medio de su temerosa incertidumbre, dio por sentado que ella se disponía a decirle a las claras lo que ocurría, su punto de vista sobre la situación. El chico no se sentía con el suficiente aplomo como para dar el primer paso: demasiados remordimientos coartaban su determinación.
Se acomodaron en el cuarto; él, sentado sobre la cama; ella —muy erguida—, en la silla junto al escritorio. Nuevas distancias, nuevo mensaje a través de un lenguaje que no empleaba palabras, pero que llegó hasta él con el impacto de un proyectil.
—¿No están tus padres?
—Están trabajando —respondió Pascal.
Michelle asintió.
—Mejor así.
El chico no dijo nada, se mantuvo en silencio, a la expectativa, cada vez más nervioso. Notaba el sudor en sus manos y un dolor incipiente en el corazón. Su cabeza comenzó a dar vueltas, a revolver el pasado reciente, a detectar errores cometidos. Tenía miedo.
Sabía que podía perder lo que más quería. Aunque no siempre lo hubiese tenido claro; nada mejor que el riesgo de la pérdida para ver con claridad. Comprendió entonces que sus sentimientos por Beatrice no podían competir con la autenticidad de lo que le provocaba Michelle.
¿Demasiado tarde? Su cobardía le había conducido hasta aquella situación que ya no controlaba. Y es que no siempre sale rentable ganar tiempo.
Michelle, con gesto adusto, extendió un brazo y le tendió algo a Pascal, que, picado por la curiosidad, abrió su mano para recibirlo. Perplejo, descubrió entre sus dedos el talismán que supuestamente había perdido durante su forcejeo con el hogareño en el cuarto de baño de aquel domicilio.
Pascal, enarcando las cejas, abrió la boca y volvió a cerrarla, incapaz de concretar lo que decir. ¿Cómo había llegado la medalla a manos de su amiga? La explicación, por fuerza, tenía que implicarlo a él... y de una forma comprometedora.
Su curiosidad se iba a ver pronto satisfecha; Michelle comenzó a hablar. Y lo hizo aludiendo a toda la información que le faltaba a Pascal sobre el final de Verger, exceptuando lo relativo a la condición vampírica de Jules, algo que quiso dejar al afectado.
En cualquier caso, la aparición del nombre de Beatrice en medio de aquella narración obligó a Pascal a bajar los ojos, confundido y humillado por tener que pagar el justo precio de todas sus mentiras, infligiendo a la persona que más quería un daño tan cruel. A ella y a Beatrice, de cuya inocencia él también se había aprovechado. Una inocencia que, por lo que pudo comprobar, también había terminado por corromper en el espíritu errante, manchándolo de sangre inocente.