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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga

El manipulador (61 page)

BOOK: El manipulador
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—¿A qué altura vuela ese pájaro? —preguntó Rowse.

—A ciento ochenta y siete mil kilómetros —contestó el técnico.

—¡Eso es tecnología, chico! —exclamó Rowse.

—Puede registrar la matrícula de un coche, y el número se lee con toda claridad —informó el estadounidense, con un deje de satisfacción.

Disponían de más de veinte fotografías de ese carguero en particular. Cuando el hombre apoyado contra la barandilla ocupaba toda la pantalla, Rowse pidió que proyectasen las demás fotografías con la misma ampliación. Al proyectar las imágenes en sucesión continua, el hombre pareció moverse por la pantalla como una de esas figuras rígidas de una biografía victoriana. Dejó de observar al marinero y se quedó contemplando el mar. A continuación se quitó su puntiagudo gorro y se pasó una mano por los finos cabellos. Quizás alguna ave marina había cantado por encima de su cabeza. Comoquiera que fuese, el caso es que alzó el rostro.

—¡Congela esta imagen! —pidió Rowse—. ¡Acércala!

El técnico amplió el rostro del hombre hasta que la imagen empezó a hacerse borrosa.

—¡Bingo! —susurró McCready por encima del hombro de Rowse—. Ya lo tenemos. Es Johnson.

Los viejos ojos cansados los contemplaban desde la pantalla, con sus mechones de cabello, ahora negro, cayéndole sobre la frente. Era el mismo anciano que se sentaba en un rincón de la terraza del «Apolonia», ocupando una mesa, solo. El presunto antiguo militante del IRA.

—El nombre del barco —dijo McCready—, necesitamos saber el nombre del barco.

Éste aparecía en uno de los costados de proa, y pudo ser registrado por el satélite, que siguió filmando cuando la embarcación desaparecía por el horizonte en dirección norte. Había sido una sola fotografía, tomada en ángulo agudo, la que permitió captar el nombre junto al ancla.
Regina
IV.

McCready cogió el teléfono y llamó a su hombre de Inteligencia de la «Lloyds Shipping».

—No puede ser —dijo el hombre de Colchester cuando habló media hora después con McCready, que había estado esperando su llamada—. El
Regina
IV desplaza más de diez mil toneladas, y en estos momentos se encuentra frente a las costas de Venezuela. Tienes que haberte equivocado.

—No hay error posible —replicó McCready—. Será un buque de unas dos mil toneladas y navega hacia el Norte, ahora estará a la altura de Burdeos.

—No te muevas de ahí —pidió la jovial voz del hombre de Colchester—. ¿Acaso piensa hacer alguna diablura?

—Con toda certeza —respondió McCready.

—Te llamaré de nuevo —dijo el hombre de la «Lloyds».

Y eso fue lo que hizo casi una hora después. McCready había estado empleando la mayor parte de ese tiempo en telefonear a algunas personas que estaban en la base de Poole, en Dorset.


Regina
—le dijo el hombre de la «Lloyds»— es un nombre muy común, como el de
Stella Maris
; por eso hay que ponerles números romanos detrás del nombre. Pues bien, se da la coincidencia de que por aquí tenemos a un
Regina
VI, registrado en Limassol, y del que creemos que ha estado anclado en el puerto de Pafos. De unas dos mil toneladas. El capitán es alemán; la tripulación, grecochipriota. Con nuevos propietarios, ahora pertenece a una compañía naviera con sede en Luxemburgo.

«Del Gobierno libio», se dijo McCready. Se trataría de una estratagema de lo más simple. Salir de aguas del Mediterráneo como el
Regina
VI, borrar la I en medio del Atlántico para pintarla delante de la V y seguir navegando como el
Regina
IV. Con idéntica facilidad se cambiaban el nombre en los documentos del barco. Los agentes de aduanas recibirían en Bremerhaven al, desde todo punto de vista, respetable
Regina
IV con un cargamento de maquinaria de oficina y una carga global de mercancías procedente de Canadá. ¿Y quién se molestaría en comprobar que el
Regina
IV se encontraba realmente frente a las costas de Venezuela?

Al amanecer del tercer día, el capitán Holst miró a través de los cristales de las ventanas frontales del puente de mando y se quedó contemplando el mar débilmente iluminado. No cabía lugar a dudas, frente a él había visto el fuerte resplandor de una llamarada que se elevó del cielo, pareció flotar durante unos instantes en el aire y cayó al agua de nuevo. Rojo oscuro. Una bengala de señales. Entrecerró les ojos, trató de atisbar en la semipenumbra y pudo distinguir algo que se movía frente a proa, a una milla de distancia o dos; eran los fulgores rojizos y amarillentos de las llamas. Ordenó a la sala de máquinas que redujesen la velocidad, cogió el microteléfono y llamó a uno de sus pasajeros, a quien hizo saltar de su litera. No pasó ni siquiera un minuto antes de que el hombre se presentase ante él.

El capitán Holst se limitó a señalar en silencio hacia la parte de proa. Enfrente de ellos, por las tranquilas aguas, navegaba un pesquero a motor, de cuarenta pies de eslora, dando bandazos y haciendo eses como un borracho. Estaba claro que había sufrido una explosión en la sala de máquinas. Una columna de humo negro se alzaba de su cubierta, iluminada por la refulgente danza de las rojizas llamaradas. La borda se veía calcinada y ennegrecida.

—¿Dónde estamos? —preguntó Stephen Johnson.

—En el mar del Norte, entre Yorkshire y la costa alemana —contestó Holst.

Johnson cogió los prismáticos del capitán y enfocó la pequeña embarcación pesquera. Leyó el nombre que llevaba en la proa:
Fair Maid
.

—Tenemos que detenernos y socorrerlos —dijo Holst en inglés—. Es la ley del mar.

El capitán no sabía con exactitud en qué consistía la carga que transportaban, y tampoco quería saberlo. Sus contratistas le habían impartido las órdenes, acompañándolas de una gratificación tan elevada que casi rayaba en la extravagancia. También se habían preocupado de atender a su tripulación… económicamente. El cargamento de aceitunas chipriotas fue embarcado en el puerto de Pafos, con todos los documentos en orden. Luego atracaron durante dos días en Sirte, en la costa libia, y, durante aquella escala, descargaron parte de la mercancía y la cargaron de nuevo. Parecía la misma. Pero sospechaba que, a partir de ese momento, llevaba un cargamento ilegal a bordo; sin embargo, no pudo enterarse de qué era, ni tampoco lo intentó. La prueba de que ese cargamento debía de ser extremadamente peligroso se la daban los seis extraños pasajeros que lo acompañaban: dos de ellos habían embarcado en Chipre, los cuatro restantes, en Sirte. Así como también lo probaba el hecho de que hubieran cambiado el número del barco en cuanto dejaron atrás las Columnas de Hércules. Esperaba haberse desembarazado ya de todo eso al cabo de doce horas. Entonces volvería a hacer la travesía por el mar del Norte, esta vez de regreso, convertiría de nuevo su barco en el
Regina
VI, cuando alcanzase las aguas del océano, y regresaría a su puerto de partida, a Limassol, convertido en un hombre mucho más rico.

Y se retiraría. Esos años de ir de un lado a otro, transportando hombres y mercancías a las costas occidentales del continente africano, soportando las extrañas órdenes que ahora le daban sus nuevos amos, los de la compañía naviera de Luxemburgo, se convertirían en cosa del pasado. Se jubilaría a sus cincuenta años de edad y tendría el dinero suficiente para que él y su esposa griega María pudieran abrir un pequeño restaurante en alguna de las islas del mar Egeo, donde vivirían en paz el resto de sus días.

Johnson le miró con expresión de duda.

—No podemos detenernos —dijo.

—Tenemos que hacerlo.

La luz aumentaba en intensidad. Ahora pudieron ver la figura de un hombre, con el rostro tiznado y ennegrecido, que salía del puente de mando del pesquero. El hombre se acercó hasta el castillo de proa, se tambaleó, en un intento de hacerles señas, pero se desplomó sobre cubierta donde quedó tendido de bruces.

Otro oficial del IRA se había situado detrás de Holst.

Éste sintió el cañón de una pistola contra sus costillas.

—Pasa de largo —le ordenó, terminante, una voz.

El capitán Holst no pasó por alto la pistola, pero se volvió para mirar a Johnson.

—Si hacemos eso, y luego son rescatados por otro barco, algo que ocurrirá tarde o temprano, nos denunciarán. Entonces nos detendrán para preguntarnos por las razones de nuestro peculiar comportamiento.

Johnson asintió con la cabeza.

—En ese caso pásales por encima —ordenó el hombre que empuñaba la pistola—. No vamos a detenernos.

—También podemos socorrerles y alertar a los guardacostas alemanes —replicó Holst—. Nadie subirá a bordo. Cuando las lanchas alemanas aparezcan, nos iremos. Nos darán las gracias y no pensarán más en el asunto.

Johnson había quedado persuadido. Hizo un gesto de asentimiento.

—Retira esa pistola —dijo.

El capitán Holst accionó la palanca de velocidades, y metió la marcha atrás de inmediato; el
Regina
aminoró su avance poco a poco. Tras impartir algunas órdenes en griego a su timonel, Holst salió del puente de mando y bajó a cubierta antes de dirigirse al castillo de proa. Desde arriba contempló el pesquero que se aproximaba y luego hizo una señal con la mano al timonel. Éste puso el navío a media máquina y la proa del
Regina
se acercó lentamente al pesquero accidentado.

—¡Ah del barco! —llamó Holst, observando desde lo alto cómo se les iba acercando el
Fair Maid
.

El hombre que yacía sobre cubierta trató de incorporarse, pero se desplomó de nuevo. El pesquero se deslizó a todo lo largo de uno de los costados del
Regina
hasta que quedó junto a la parte de la borda en que la cubierta está más cerca de la superficie del agua. Holst se dirigió hacia allí y vociferó una orden en griego a uno de sus marineros para que lanzase un cable a la cubierta del
Fair Maid
. No hubo necesidad de hacerlo.

En el momento que el pesquero quedó situado al costado del
Regina
, el hombre que yacía sobre cubierta se levantó de un brinco y, con una agilidad sorprendente en alguien que estaba tan gravemente herido, lanzó un gancho atado a una soga por encima de la barandilla del
Regina
y sujetó luego el extremo libre, sujetándolo a toda prisa a una cornamusa de la proa del
Fair Maid
. Un segundo hombre salió corriendo de la cabina y lanzó un cable a popa. El
Fair Maid
había comenzado el abordaje.

Cuatro hombres más salieron disparados de la cabina, se encaramaron de un salto al techo de la misma y, desde allí, alcanzaron el
Regina
, saltando por encima de la barandilla. Todo sucedió a tal velocidad y con tan endiablada coordinación, que al capitán Holst tan sólo le dio tiempo de gritar:

—¿
Was zum Teufel ist denn das
?

Todos los hombres llevaban ropas idénticas: mono negro, botas con suela de goma y gorro de lana negro. Negros también eran sus rostros, pero no a causa del hollín, sino porque se habían pintarrajeado las caras con betún. Un puño de hierro se hundió en el plexo solar del capitán Holst, el cual cayó de rodillas al suelo. Más tarde diría que jamás había visto antes en acción a los hombres del Escuadrón Especial de la Marina, el equivalente en la mar de las Fuerzas Aéreas Especiales, la SAS, y que no quería volverlos a ver en acción nunca.

En esos momentos, sobre cubierta había cuatro marineros chipriotas. Uno de los hombres de negro les gritó una orden en griego, y los cuatro se apresuraron a obedecer. Se tiraron cuan largos eran sobre cubierta, de bruces, y en esa postura permanecieron inmóviles. No ocurrió lo mismo con los cuatro terroristas del IRA, que salieron en esos instantes corriendo por una de las puertas laterales de la superestructura de la nave. Todos llevaban pistola.

Dos tuvieron el suficiente sentido común como para darse cuenta de que un arma como las que llevaban ellos representa una garantía muy pobre cuando uno se enfrenta a un fusil automático ametrallador «Heckler and Koch MP-5», así que arrojaron sus armas y levantaron las manos. Dos trataron de usar sus pistolas. Uno de ellos tuvo suerte, recibió el impacto de la corta ráfaga en las piernas, logró salvarse y se pasó el resto de su vida en una silla de ruedas. El cuarto no le ocurrió lo mismo y se encontró con cuatro proyectiles en el pecho.

Seis hombres vestidos de negro se movían por la cubierta del
Regina
. El tercero en abordar el barco había sido Rowse. Subió corriendo por la escalerilla hasta el puente de mando. Cuando llegó a la cabina del timón, Stephen Johnson salía de ella. Al ver a Rowse, alzó las manos.

—¡No dispares, loco de mierda! ¡Me rindo! —gritó.

Rowse se colocó a su lado con el cañón de su fusil ametrallador, le señaló hacia la escalerilla.

—¡Abajo! —le ordenó.

El anciano militante del IRA comenzó a descender hacia la cubierta principal. Hubo un movimiento detrás de Rowse, alguien que salía por la puerta de la cabina del timón. Rowse, que lo había advertido, se volvió y percibió el chasquido de un disparo. La bala le rasgó la tela del mono a la altura de! hombro. No tenía tiempo para detenerse o para gritar. Disparó a bocajarro, tal como le habían enseñado, una doble ráfaga rápida, y, luego, otras dos ráfagas de proyectiles de nueve milímetros en menos de medio segundo.

Tuvo la fugaz imagen de una figura, en el umbral de la puerta, que recibía las descargas del arma en pleno pecho, era arrojada hacia atrás contra la pared de la cabina, para ser despedida de nuevo hacia delante precipitándose al suelo, y advirtió les rápidos destellos de una cabellera tan rubia como el trigo. Luego la contempló tendida sobre las tablas, ya muerta, con un hilillo de sangre brotándole por la comisura de esos labios que él tanto había besado.

—Bien, bien —dijo una voz a sus espaldas—. Mónica Browne. Con «e» al final.

Rowse se dio media vuelta.

—¡Hijo de puta! —dijo, pronunciando las palabras lentamente—. Lo sabías, ¿no es cierto?

—No lo sabía, pero lo sospechaba —replicó McCready.

Con ropa de civil y caminando con mayor compostura que los demás,
el Manipulador
había pasado del pesquero al
Regina
una vez terminado el tiroteo.

—Has de comprender, Tom, que necesitábamos comprobar su identidad tras haberse puesto en contacto contigo. Es, en efecto…, bueno, era Mónica Browne, pero nacida y criada en Dublín. Su primer marido, cuando ella tenía veinte años, la llevó a Kentucky, hace unos ocho años. Después de divorciarse se casó con el comandante Eric Browne, mucho mayor que ella, pero hombre rico y cuya gran devoción por el alcohol contribuyó, sin duda alguna, a que no abrigase ni la menor sospecha sobre la fanática entrega de su joven esposa a la causa del IRA. Y, sí, era cierto que se dedicaba a la cría de caballos en una finca, pero no en Ashford, localidad del Condado de Kent, en Inglaterra, sino en la villa de Ashford en el Condado de Wicklow, en Irlanda.

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