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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga

El manipulador (62 page)

BOOK: El manipulador
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El comando se dedicó durante dos horas a «barrer la zona». El capitán Holst se desvivió por colaborar en todo lo que pudo. Les reveló que se había efectuado un trasbordo de mercancía en alta mar, unos embalajes de madera que fueron a parar a un pesquero procedente del cabo Finisterre. Les dio el nombre de la embarcación, y McCready pasó esa información a Londres para que ellos se la trasmitieran a las autoridades españolas. Estas no tardarían mucho en apoderarse de las armas destinadas a ETA mientras todavía se encontraban a bordo de la trainera; lo que para el SIS británico, era una forma de agradecer a sus colegas españoles la ayuda que les habían prestado en el asunto de Gibraltar.

El capitán Holst también se mostró dispuesto a admitir que su embarcación navegaba por aguas jurisdiccionales británicas en el momento del abordaje. Después de esto, el asunto pasaría a manos de abogados ingleses, ya que era de la incumbencia de Gran Bretaña. McCready no tenía ningunas ganas de enviar a Bélgica a los terroristas del IRA, para que allí fuesen liberados, como había ocurrido en el caso del padre Ryan.

Los dos cadáveres fueron trasladados a la cubierta principal, donde los colocaron uno al lado del otro, cubiertos por sábanas sacadas de los camarotes. Ayudados por la tripulación chipriota, sacaron los fardos de la bodega y procedieron al registro de la mercancía. Los hombres del comando del Escuadrón Especial de la Armada se encargaron de ese trabajo. Después de dos horas, el teniente que estaba al mando de la operación se presentaba ante McCready para rendirle informe.

—Nada, señor.

—¿Qué quiere decir con
nada
?

—Una gran cantidad de aceitunas, señor.

—¿Sólo aceitunas?

—Y unos embalajes marcados como maquinaria de oficina.

—¿Y qué contienen?

—Maquinaria de oficina, señor. Y además hay tres sementales. Están de lo más trastornados, señor.

—No creo que esos caballos estén más confusos que yo —replicó McCready enfurecido—. ¡Enséñemelo!

El teniente lo acompañó en una vuelta de inspección por las cuatro bodegas del barco. En una de ellas, copiadoras y máquinas de escribir japonesas se veían a través de los huecos dejados por las tablas arrancadas. En otras dos, montones de aceitunas chipriotas salían por los agujeros de los fardos abiertos. Los hombres del comando especial no habían dejado ni un solo fardo incólume. En la cuarta bodega iban tres sólidos furgones para el transporte de caballos. En cada uno de ellos, un semental relinchaba y se espantaba de miedo.

McCready percibió una sensación extraña en la boca de su estómago, la angustiosa sensación que le martiriza a uno cuando advierte que ha sido engañado al elegir un modo de actuar erróneo, por lo que, sin quererlo, se armará la de San Quintín. Un joven del Escuadrón Especial de la Marina se encontraba con ellos en la bodega donde iban los caballos. Parecía saber mucho de animales; les habló con voz serena y logró calmarlos.

—¿Señor? —preguntó.

—¿Sí?

—¿Por qué han sido embarcados?

—¡Oh! Son caballos árabes. De purasangre, destinados a sementales en una granja.

—Se equivoca señor —replicó el joven soldado—. Éstos son caballos de silla, quizá de una escuela de equitación. Sementales, pero de silla.

La búsqueda terminó cuando las primeras planchas fueron arrancadas de las paredes interiores del primer furgón que se desmanteló. Entre las planchas interiores y exteriores de aquéllos, construidos con gran habilidad, quedaba un espacio de algo más de treinta centímetros de ancho. Cuando las planchas fueron arrancadas, los hombres que supervisaban la operación pudieron ver los bultos apilados del explosivo «Semtex-H», las filas apretadas de los lanzacohetes del tipo «RPG-7» y las hileras de misiles portátiles tierra-aire. En los otros furgones de los caballos irían los fusiles automáticos de tipo pesado junto con municiones, granadas, minas y morteros.

—Me parece que ya podemos dar aviso a la Armada —comentó McCready.

Abandonaron las bodegas y subieron a cubierta, sintiendo el calor de los rayos solares mañaneros. La Armada se haría cargo del
Regina
y lo remolcaría hasta Harwich. Allí lo desmantelarían pieza por pieza, y sus tripulantes y pasajeros serían conducidos a prisión.

El
Fair Maid
tuvo que ser bombeado para reparar los destrozos causados por los trucos de efectos especiales. Las granadas de humo, que le habían dado la apariencia de estarse consumiendo por el fuego, habían sido arrojadas al mar.

El hombre del IRA con las rodillas destrozadas, a quien los soldados del comando habían aplicado un par de torniquetes para cortarle la hemorragia, apretándoselos de forma algo ruda, pero no por ello menos hábil, estaba sentado en el suelo, con el rostro ceniciento y la espalda apoyada contra un mamparo, esperando que le socorriera el comandante cirujano de la Armada, que acudía en la fragata que se encontraba a sólo media milla de distancia. Los otros dos habían sido esposados a un candelero en uno de los extremos de la cubierta principal, y McCready se había guardado las llaves de las esposas en un bolsillo.

El capitán Holst y los hombres de su tripulación habían descendido a toda prisa a una de las bodegas del barco —no a la que contenía las armas— y allí iban sentados entre los fardos de aceitunas, esperando a que los efectivos de las fuerzas navales viniesen a echarles una escalerilla.

Stephen Johnson había sido encerrado con llave en su camarote, debajo de la cubierta principal.

Una vez que hubieron terminado sus diligencias, los cinco hombres del Escuadrón Especial de la Armada saltaron al techo de la cabina del
Fair Maid
y desaparecieron en el interior del pesquero. Los motores se pusieron en marcha. Dos miembros del comando aparecieron de nuevo en cubierta y soltaron amarras. El teniente agitó la mano, despidiéndose de McCready, y el pesquero reanudó su travesía. En él se iban los guerreros ocultos; ya habían realizado su misión; no tenían ninguna necesidad de quedarse esperando.

Tom Rowse permaneció sentado, con la cabeza gacha y la espalda apoyada contra la brazola de la escotilla de una de las bodegas, junto al yacente cuerpo de Mónica Browne. Por el otro lado del
Regina
se acercaba ya la fragata de guerra, mientras unos marineros echaban las amarras y los primeros infantes encargados del abordaje saltaban a bordo. Los hombres conferenciaron con McCready.

Un soplo de viento levantó por un extremo la parte de la sábana que cubría el rostro del cadáver. Rowse se quedó mirando con fijeza las bellas facciones de aquel rostro que tanta paz irradiaba en la muerte. La brisa desparramó sobre la cubierta algunos mechones de su dorada cabellera. Rowse los recogió para colocarlos a su sitio. Alguien se sentó a su lado y le pasó un brazo por los hombros.

—Ya ha terminado, Tom. No podías saberlo. No debes martirizarte. Ella lo quería así.

—Si yo hubiese sabido que era ella, no la hubiera matado —dijo Rowse compungido.

—En ese caso, ella te habría matado. Pertenecía a esa clase de personas que no retroceden ante nada.

Dos infantes de Marina rodearon a los hombres del IRA y los condujeron a la fragata. Dos ordenanzas, bajo la supervisión del cirujano, levantaron al herido, lo colocaron sobre una camilla y se lo llevaron.

—¿Y qué sucederá ahora? —preguntó Rowse.

McCready contempló el mar y el cielo y lanzó un suspiro.

—Pues ahora, Tom, los hombres de leyes se encargarán de todo. Los abogados y los jueces siempre acaban por hacerse cargo de estos asuntos, reduciendo todo lo que suponga vida y muerte, pasión y codicia, valor y cobardía, placer y gloria, a los fríos términos de la jerga vernácula de su oficio.

—¿Y tú?

—¿Yo? Volveré a la
Century House
y reanudaré mis tareas. Y por las tardes regresaré a mi pequeño apartamento para escuchar música y comer mis judías cocidas. Y tú regresarás con Nikki, querido amigo, y le darás un abrazo muy fuerte. Después te dedicarás a escribir tus libros y te olvidarás de todo esto. Hamburgo, Viena, Malta, Trípoli, Chipre… olvídalo todo. Ya ha pasado.

—¿Vendrán por mí?

—No lo creo. Nuestros muchachos se encargarán de «limpiar» tu teléfono y de registrar tu casa por si hay más micrófonos ocultos. Pero no olvides que al-Mansur es un profesional. Hará lo que yo mismo haría en su caso: olvidarme del asunto, borrón y cuenta nueva. Una operación más que estuvo a punto de salirle bien. Emprenderá otra. Y quizá la próxima vez logre sus propósitos y tengamos por toda Inglaterra un montón de bombas colocadas por los del IRA. Pero, a ti, no te pondrán ninguna. Tú estás ya fuera de todo esto.

En esos momentos, dos infantes de Marina pasaron por su lado conduciendo a Stephen Johnson. El anciano se detuvo para mirar a los dos británicos. Su acento fue tan áspero como el brezo silvestre que crece en las costas occidentales de Irlanda.

—Nuestro día llegará —dijo.

Era el lema del IRA Provisional.

McCready se le quedó mirando y sacudió la cabeza con un gesto de duda.

—Pues no, Mr. Johnson, hace tiempo que sus días han pasado ya.

Dos ordenanzas recogieron el cadáver del terrorista del IRA, lo pusieron en una camilla y se lo llevaron.

—¿Por qué lo hizo, Sam? ¿Por qué demonios tenía ella que hacer eso? —preguntó Rowse.

McCready se inclinó sobre el cadáver de Mónica Browne y volvió a cubrirle el rostro con la sábana. Los ordenanzas regresaban para llevársela.

—Porque creía en algo, Tom. En algo falso, por supuesto. Pero ella creía en algo.

McCready se puso de pie y ayudó a Rowse a levantarse.

—Ven, viejo amigo, volvamos a casa. Deja ya las cosas como están, Tom. Déjalas como están. La chica siguió su camino, Tom, el que ella quería seguir, por voluntad propia. Y ahora no es más que otro de los tantos desastres de la guerra. Al igual que tú, Tom; al igual que todos nosotros.

INTERLUDIO

Fue un jueves cuando la junta reanudó su cuarto día de sesiones, precisamente el día que Timothy Edwards había elegido para que fuese el último. Antes de que Denis Gaunt pudiera hacer uso de la palabra, Edwards decidió adelantársele.

Se había percatado de que sus dos compañeros, los que compartían con él la mesa que presidía, el superintendente de Operaciones Locales y el superintendente para Asuntos del Hemisferio Occidental, habían dado muestras de una cierta blandura en sus actitudes, y parecían dispuestos a hacer una excepción en el caso de McCready y a conservarlo en su puesto aunque necesitaran apelar a cualquier ardid.

Pero eso precisamente no entraba en los planes de Edwards. A diferencia de los demás, él sabía que detrás de la decisión de sentar un precedente ejemplar con la jubilación anticipada del
Manipulador
estaba la instigación del secretario permanente del Ministerio de Asuntos Exteriores, un hombre que un buen día se reuniría en conclave junto con otros cuatro más y decidiría la identidad del próximo jefe del Servicio Secreto de Inteligencia británico. Sería de idiotas querer oponerse a un hombre así.

—Denis, todos hemos estado siguiendo con gran interés tus rememoraciones de los grandes y muchos servicios prestados por Sam, y lo cierto es que ahora tenemos que prepararnos para afrontar los cambios que se están produciendo en la década de los noventa, un período en el cual ciertas…, ¿cómo podría expresar…?, ciertas medidas activas, con las que se violaban a toda costa los procedimientos aceptados a nivel universal, ya no tendrán lugar en nuestro mundo. ¿Tengo que recordarte acaso la gran trifulca que nuestro querido Sam ocasionó con su forma de actuar cuando estuvo en el Caribe durante el pasado invierno?

—En lo más mínimo, Timothy —replicó Gaunt—. Precisamente estaba pensando en recordar yo mismo aquel episodio, como mi alegato de última instancia en defensa de los valiosos y continuados servicios que Sam ha prestado, y presta, a la Firma.

—Pues hazlo entonces —le animó Edwards, consciente de que ése sería el último alegato que debería escuchar antes de proceder a comunicar su irrevocable sentencia sobre el caso.

Además, se decía para sus adentros, eso, sin duda alguna, contribuiría a que sus dos colegas acabaran por aceptar su punto de vista de que las acciones de McCready habían sido más propias de un
cowboy
que de un representante de la voluntad de su Graciosa Majestad. Había sido algo muy divertido para los muchachos el poder recibir a Sam con una explosión de aplausos cuando éste hizo su aparición en la cantina de la
Century House
, a su regreso del Caribe justo la víspera del día de Año Nuevo. Pero tuvo que recaer en él, en Edwards, que se había visto obligado a interrumpir sus fiestas, la delicada misión de aplacar los exaltados ánimos de Scotland Yard, del Ministerio del Interior y del Ministerio de Asuntos Exteriores.

Denis Gaunt se levantó de mala gana, se dirigió a regañadientes hasta la mesa del secretario del Departamento de Archivos y cogió la carpeta correspondiente al caso mencionado por Edwards. Pese a lo que había dicho, aquel asunto del Caribe era uno de los casos que más le hubiera gustado evitar. A pesar de la profunda admiración que sentía por el jefe de su departamento, era consciente de que Sam había actuado por su cuenta en aquella oportunidad.

Aún recordaba demasiado bien los memorandos que llegaron sin cesar a la
Century House
, ya en los primeros días del año, y aquella larga reunión a puerta cerrada que McCready hubo de mantener con el Jefe, cuando éste le convocó a toda prisa a mediados de enero.

El nuevo jefe del SIS británico se había hecho cargo de sus funciones tan sólo dos semanas antes, y el regalo de Año Nuevo que había recibido fue un montón de documentos que se acumularon sobre su escritorio, en los que se daban pormenores de las proezas realizadas en el Caribe por Sam. Por fortuna, Sir Mark y
el Manipulador
tenían a sus espaldas un largo camino recorrido en común, por lo que, después de la exhibición oficial de fuegos artificiales y de los aspavientos de rigor, el Jefe ordenó traer una caja de cervezas, de la marca preferida por McCready, brindó con él por el nuevo año y le prometió que no se tomaría ninguna medida disciplinaria.

Gaunt había creído, erróneamente, que el Jefe se había estado reservando su venganza, en espera de la llegada del verano para despedirlo. No tenía ni idea acerca de las altas instancias en las que la orden se había fraguado.

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