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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga

El manipulador (74 page)

BOOK: El manipulador
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—¿Y si lo encuentran? ¿Qué delito habrá cometido en territorio británico?

—Bien —contestó McCready—, para empezar, usted lo identificaría positivamente. Eso constituiría un cargo condenatorio de por sí. El superintendente jefe de detectives puede que pertenezca a una Organización distinta a las nuestras, pero no precisamente a una que sienta simpatía por los asesinos de policías. Y en el caso de que nos muestre un pasaporte válido, en mi calidad de alto funcionario del ministerio de Asuntos Exteriores podría denunciarlo como una falsificación. Y así tendríamos un segundo cargo condenatorio.

Favaro sonrió con picardía y le tendió la mano.

—Mr. Frank Dillon, esto me encanta. Vamos a ver a su hombre de Scotland Yard.

Hannah se apeó del «Jaguar» y se encaminó hasta las abiertas puertas de un edificio construido con tablones de madera, donde se encontraba la iglesia baptista. De dentro salía el sonido de los cánticos. Atravesó el umbral y se detuvo unos instantes, mientras su vista se acostumbraba a la penumbra que reinaba en el interior del templo. Dirigiendo el cántico de los feligreses se oía la profunda voz de bajo del reverendo Drake.

Rocas milenarias, abríos a mi paso…

La música no tenía acompañamiento instrumental, se componía de canto llano. El pastor baptista se había bajado del pulpito y caminaba de un lado a otro por la nave de la iglesia, agitando los brazos, que parecían grandes y negras aspas de molino, con el fin de infundir ánimo a sus fieles para que entonasen sus cánticos de alabanza al Señor.

Permíteme que me refugie en tu seno…

Concédenos el agua y la sangre…

El reverendo Drake advirtió la presencia de Hannah en el umbral de la puerta, dejó de cantar e hizo gestos con los brazos para imponer silencio. Las trémulas voces fueron apagándose poco a poco.

—Hermanos y hermanas —vociferó el ministro del Señor—, hoy nos ha sido deparado un privilegio, Mr. Hannah, el enviado de Scotland Yard ha venido a reunirse con nosotros.

La congregación de fieles se había vuelto en sus bancos y contemplaba fijamente al hombre que estaba junto a la puerta. La mayoría de ellos eran hombres y mujeres ancianos, pero también había un puñado de jóvenes matronas acompañadas de una manada de chiquillos pequeños de ojos grandes como platos.

—¡Reúnete con nosotros, hermano! ¡Canta con nosotros! ¡Hacedle sitio para que pueda sentarse!

Cerca del policía, una voluminosa matrona con un vestido de flores estampado dirigió una amplia sonrisa a Hannah, se movió en el banco para hacerle sitio y le ofreció su misal. Hannah lo necesitaba. Ya había olvidado los textos. Había pasado demasiado tiempo desde que rezara por última vez. Todos juntos cantaron la vehemente antífona. Cuando el servicio religioso hubo terminado, los fieles fueron saliendo del templo, mientras eran despedidos uno a uno por el sudoroso reverendo Drake, que se había apostado junto a la puerta.

Cuando el último de los feligreses salió, el reverendo Drake rogó a Hannah que lo acompañase hasta su sacristía, una pequeña habitación situada a uno de los lados del altar.

—No puedo ofrecerle cerveza, Mr. Hannah. Pero me regocijaría compartir mi limonada fría con usted.

Drake destapó un termo y llenó dos vasos. La limonada, perfumada con lima agria, estaba deliciosa.

—¿Y qué puedo hacer yo por el enviado de Scotland Yard? —inquirió el pastor.

—Dígame dónde se encontraba el martes a las cinco de la tarde.

—Aquí. Entonando alegres cánticos al Señor frente a cincuenta buenos feligreses —contestó el reverendo Drake—. ¿Por qué?

Hannah le echó en cara las palabras que había pronunciado la mañana del viernes de la semana anterior cuando bajaba por las escaleras del palacio de la gobernación. Drake sonrió a Hannah desde arriba. El detective londinense no era un hombre de baja estatura precisamente, pero el predicador le sobrepasaba en más de cinco centímetros.

—¡Ya veo! ¿Así que ha estado hablando con Mr. Quince? —El reverendo Drake pronunció ese nombre como si estuviese chupando una rodaja de limón.

—No he dicho eso —replicó Hannah.

—No me hacía falta que lo hiciera. Pues sí, pronuncié esas palabras. ¿Cree usted que asesiné al gobernador Moberley? No, señor, soy una persona pacífica. No suelo utilizar armas. No quito la vida a nadie.

—¿Entonces, qué quiso usted decir, Mr. Drake?

—Quise decir que no creía que el gobernador transmitiera nuestra demanda a Londres. Quise decir que tendríamos que echar mano de nuestros escasos fondos y enviar a Londres una persona que exigiese el nombramiento de un nuevo gobernador, de alguien que pudiera entendernos y que propusiera lo que nosotros exigíamos.

—¿Qué consiste en…?

—En un referéndum, Mr. Hannah. Aquí están ocurriendo cosas muy malas. Ciertos forasteros han venido a mezclarse entre nosotros, gente ambiciosa, que pretende dirigir nuestros asuntos. Éramos felices. No teníamos riquezas, pero estábamos contentos. Si pudiésemos votar en un referéndum, la inmensa mayoría de nosotros se pronunciaría por seguir siendo británicos. ¿Acaso es esto que le digo algo tan errado?

—No, en mi opinión —admitió Hannah—, pero yo no me dedico a la política.

—Tampoco lo hacía el gobernador. Pero ese hombre se hubiera preocupado por impedirlo, en aras de su carrera aunque supiera que se trataba de un error grave.

—Él no tenía elección —replicó Hannah—. Cumplía órdenes.

Drake asintió con la cabeza como si se estuviese dirigiendo a su limonada.

—Eso mismo fue lo que dijeron los hombres que clavaron a Cristo en su cruz, Mr. Hannah.

Hannah no deseaba verse metido en una discusión sobre política o teología. Tenía que resolver un caso de asesinato.

—Usted no apreciaba a Sir Marston, ¿no es así?

—No, en verdad, y que Dios me perdone.

—¿Alguna razón en particular, aparte de esas obligaciones que tenía que cumplir aquí?

—Era un hipócrita redomado, y un gran fornicador. Pero no le maté. El Señor nos da la vida y el Señor nos la quita, Mr. Hannah. Él lo ve todo. El martes por la tarde, el Señor llamó a Sir Marston Moberley.

—Rara vez el Señor usa una pistola de gran calibre en sus llamadas —replicó Hannah, el cual unos instantes creyó percibir un destello de aprecio en la mirada del reverendo Drake—. Ha dicho
fornicador
. ¿Qué ha querido decir con eso?

El reverendo Drake se le quedó mirando con expresión inquisidora.

—¿No lo sabe acaso?

—No.

—Miss Myrtle, la secretaria que está… de vacaciones. ¿No la ha visto?

—No.

—Es una chica grandullona, robusta, lozana y muy alegre.

—No lo dudo. Ahora está con sus padres en Tórtola —dijo Hannah.

—Pues no —le corrigió Drake en tono afable—, ahora se encuentra en el Hospital General de Antigua, dando a luz a un nene.

«¡Oh, Dios mío!», pensó Hanna. Hasta ese momento sólo había oído hablar de la chica con la exclusiva referencia a su nombre. Después de todo, en Tórtola también vivían padres que eran de raza blanca, ¿o no?

—¿Es la joven…, cómo decirlo…?

—¿Negra? —vociferó Drake—. ¡Pues sí, por supuesto, es negra! Grandullona y rolliza. Tal como le gustaban a Sir Marston.

«Y Lady Moberley también lo sabría —pensó Hannah—. La pobre y desmoralizada Lady Moberley, empujada a la bebida por todos esos años pasados en los trópicos y por todas esas chicas nativas. Resignada, sin duda alguna. O tal vez no, quizá viendo que las cosas iban demasiado lejos, al menos en esta ocasión…»

—Tiene usted cierto acento estadounidense —apuntó Hannah cuando se despedía—. ¿Me puede decir por qué?

—En Estados Unidos hay muchos colegas teólogos de la religión baptista —replicó el reverendo Drake—. Allí cursé mis estudios como ministro del Señor.

Hannah regresó en el «Jaguar» al palacio de la gobernación. Durante el trayecto se entretuvo en elaborar una lista de posibles sospechosos.

El teniente Jeremy Haverstock sabía, indudablemente, cómo utilizar un arma de fuego, en el caso de que se hubiese hecho con una; pero en apariencia, no tenía motivos. A menos que fuese el padre del nene de Myrtle y el gobernador le hubiese amenazado con arruinar su carrera.

Lady Moberley, para quien las cosas habían ido demasiado lejos. Llena de motivos, pero que hubiera necesitado un cómplice para forzar el candado de la puerta de hierro. A no ser que lo hubiera roto utilizando una cadena sujeta al «Land Rover».

El reverendo Drake, pese a sus protestas de ser una persona pacífica. Incluso las personas pacíficas pueden verse acorraladas y advertir que las cosas van demasiado lejos.

Recordó entonces el aviso que Lady Coltrane le dio al recomendarle que echase un vistazo al entorno de los dos candidatos electorales. Sí, eso es lo que haría, echar un buen vistazo a esos ayudantes en la campaña electoral. ¿Pero dónde estaba el motivo en ese ámbito? Sir Marston les estaba abriendo el camino, les hacía el juego al llevar la isla a la independencia, con uno de los dos candidatos como Primer Ministro. A menos que uno de los grupos hubiera pensado que el gobernador estaba favoreciendo al otro…

Cuando regresó al palacio de la gobernación, se encontró con un torrente de noticias esperándole.

El Inspector Jefe Jones había comprobado su registro de armas de fuego. En toda la isla no había más que seis armas de ese tipo que pudieran ser utilizadas. Tres, propiedad de unos expatriados, caballeros ya jubilados, dos británicos y un canadiense. Eran escopetas de caza, que ellos utilizaban para el tiro al plato. También había un rifle, cuyo propietario, llamado Jimmy Dobbs, era el patrón de un pesquero que lo tenía con el fin de emplearlo contra los tiburones, si daba la casualidad que algún día uno de esos monstruos atacaba su barca. Y una pistola de colección, que jamás había sido usada, propiedad de otro expatriado, un estadounidense que había fijado su residencia en Sunshine. El arma se encontraba en su caja con tapa de cristal, todavía precintada tal como había salido de fábrica. Y existía también su propia arma, guardada bajo llave en la Comisaría.

—¡Maldita sea! —refunfuñó Hannah—. Cualquiera que sea el arma utilizada por el asesino, no estaba registrada legalmente.

El detective inspector Parker le tenía preparado un informe sobre las pesquisas en el jardín. El lugar había sido registrado palmo a palmo, de un extremo a otro, y hasta la tierra había sido removida. No encontraron una segunda bala. O bien se desvió en su trayectoria al rozar algún hueso del gobernador, saliendo así del cuerpo con un ángulo distinto al calculado y saltando por encima del muro del jardín, para perderse irremisiblemente; o, lo que era más probable, aún se encontraba dentro del cuerpo del gobernador.

Bannister le tenía noticias de Nassau. Un avión aterrizaría en la isla a las cuatro de la tarde, al cabo de una hora, para trasladar el cadáver a las Bahamas, donde se le practicaría la autopsia. Se esperaba que el doctor West llegase en unos minutos y se trasladase inmediatamente al depósito de cadáveres de Nassau, donde esperaría que le llevasen el cadáver.

Además había dos hombres que querían verle, y que le estaban esperando en el salón de recepciones. Hannah ordenó que tuvieran preparada una camioneta para llevar el cuerpo a las cuatro de la tarde a la pista de aterrizaje. Bannister, que volvería a Nassau para reintegrarse a la Alta Comisión y que por tanto, acompañaría al cadáver, se fue con el Inspector Jefe para supervisar los preparativos. Hannah se dirigió adonde sus nuevos huéspedes le estaban esperando.

El hombre llamado Frank Dillon se presentó a sí mismo. Le explicó por qué coincidencias se encontraba de vacaciones en la isla y cómo, también por mera coincidencia, se había encontrado con aquel caballero estadounidense a la hora del almuerzo. Mostró su carta de presentación, que Hannah examinó con escaso placer. Una cosa era ese Bannister, de la Alta Comisión oficial de Nassau, y otra muy distinta un funcionario de Londres, que daba la casualidad de que hacía un pequeño cambio en su itinerario de vacaciones y se encontraba metido de sopetón en medio de la cacería que se organizaba contra un asesino, lo que era, sobre poco más o menos, como encontrarse con un tigre vegetariano. Luego le presentó al caballero estadounidense, el cual admitió ser otro detective.

De todos modos, la actitud de Hannah cambió, cuando Dillon le habló de la historia que Favaro le había contado.

—¿Tiene alguna foto de ese tal Méndez? —preguntó Hannah.

—No, no la llevo encima.

—¿Podría obtenerla de los archivos de la Policía de Miami?

—Sí, señor. Podría pedir que la enviasen por fax a su gente de Nassau.

—Hágalo —dijo Hannah, mientras echaba un vistazo a su reloj de pulsera—. Ordenaré que comprueben las listas de registros de todos los pasaportes de la gente que ha pasado por aquí desde hace tres meses. Buscaremos por Méndez, o por cualquier otro apellido de origen español de las personas que hayan entrado a la isla. Y ahora, tienen que perdonarme. Debo supervisar el traslado del cadáver hasta el avión que lo llevará a Nassau.

—¿Ha pensado por casualidad en charlar con los dos candidatos? —preguntó McCready cuando se despedían.

—Sí —contestó Hannah—, es lo primero que pienso hacer mañana cuando me levante de la cama. Mientras tanto esperaré a que me llegue el informe con los resultados de la autopsia.

—¿Tendría algún inconveniente en que yo le acompañara? —inquirió McCready—. Le prometo que no abriré la boca. De todos modos, hay que reconocer que ambos son… políticos. ¿No lo cree así?

—Está bien —contestó Hannah, aunque lo hizo a regañadientes.

El detective se preguntó para sus adentros para quién estaría trabajando realmente ese Frank Dillon.

De camino al aeropuerto, Hannah advirtió que ya habían pegado los carteles encargados por él, aprovechando los escasos espacios libres que habían podido encontrar en los muros entre los que llamaban a votar por uno u otro candidato. En Port Plaisance había tal cantidad de carteles por doquier que el lugar estaba amenazado con quedar literalmente empapelado.

En los carteles oficiales, que habían sido realizados por el impresor de la localidad, bajo los auspicios del Inspector Jefe Jones y abonado con el dinero del palacio de la gobernación, se ofrecía una recompensa de mil dólares estadounidenses a la persona que hubiera visto a alguien merodeando por el camino que había detrás del muro del jardín del palacio de la gobernación, a eso de las cinco de la tarde del martes, y pudiera dar una descripción del sospechoso.

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