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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga

El manipulador (35 page)

BOOK: El manipulador
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—Tenéis un problema, Joe —dijo McCready al fin—. No me eches a mí la culpa. He ido lo más lejos que he podido. Me parece que los dos estamos de acuerdo en que el asesinato de Milton-Rice puede haber sido una casualidad, pero no el de los dos.

—Quizás hayáis tenido una filtración vosotros mismo —replicó Roth, el cual lamentó al instante haber pronunciado esas palabras.

—Imposible —contestó McCready con calma—, teníamos que haber conocido entonces la hora y el lugar para dar el golpe en Washington. Y no lo sabíamos. O bien se trata de Orlov, que da los nombres siguiendo un esquema preestablecido, o hay una filtración entre vosotros. Ya sabes lo que yo pienso: es Orlov. Por cierto, ¿cuántas personas en vuestra organización tienen acceso a las mercancías de Orlov?

—Dieciséis —contestó Roth.

—¡Cristo! Podíais haber puesto también un anuncio en el
New York Times
.

—Yo, dos asistentes, los operadores de las grabadoras, los analistas…, poco a poco se va sumando. El FBI se hallaba al corriente de la detención de Remyants, pero no sabía nada de Milton-Rice. Unas dieciséis personas podrían haber estado enteradas de ambos casos a la vez. Me temo que tenemos alguna tuerca suelta; quizás a un nivel bajo, algún oficinista, un criptógrafo, un secretario…

—Y
yo
pienso que tenéis a un desertor farsante.

—Sea como sea, lo descubriré.

—¿Puedo ir contigo? —preguntó Sam.

—Lo siento,, amigo mío, esta vez, no. Esto es un asunto interno de la CÍA. Un problema casero. Ya nos veremos, Sam.

El coronel Piotr Orlov observó el cambio en la gente que le rodeaba desde el mismo momento que Roth volvió a la base de Alconbury. En cuestión de pocos minutos la jovial familiaridad se había evaporado. El personal de la CÍA en el edificio adoptó una actitud rígida y ceremoniosa. Orlov esperó, paciente.

Cuando Roth se sentó frente a él en la habitación de los interrogatorios, dos ayudantes entraron empujando un carrito sobre el que llevaban un aparato. Orlov echó una ojeada al aparato. Ya lo conocía de antes. El detector de mentiras. Volvió la mirada hacia Roth.

—¿Algo anda mal, Joe? —preguntó en tono sereno.

—Sí, Peter, algo anda muy mal.

En pocas palabras Roth informó al soviético del fracaso en Washington. Algo relampagueó en los ojos de Orlov, ¿miedo?, ¿culpa? El aparato se encargaría de descubrirlo.

Orlov no protestó cuando los técnicos le ajustaron los pequeños discos sobre el pecho, las muñecas y la frente. Roth no manejaba el aparato; para eso tenían allí a un técnico. Pero sabía qué preguntas quería hacer.

El detector se parece mucho al electrocardiógrafo de cualquier hospital; de hecho, su funcionamiento es similar. El aparato registra los latidos del corazón, el pulso, la exudación…, todos los síntomas, en fin, que suelen manifestarse en cualquier persona que esté mintiendo en condiciones de presión, y la coacción mental se siente por el mero hecho de saber que uno está siendo sometido a prueba.

Roth empezó con unas preguntas muy simples cuyo único objetivo era el establecer una «norma» de respuesta, por lo que la fina pluma que se deslizaba sobre el rollo de papel en movimiento se puso a trazar perezosas curvas de ondulaciones suaves. Por tres veces había sido sometido Orlov a esa prueba, y en las tres ocasiones no había manifestado ninguno de los síntomas característicos del hombre que miente. Roth le preguntó sobre su vida en general, sus años en la KGB, la deserción, los informes que había facilitado… Y, a continuación, se endureció.

—¿Eres acaso un agente doble al servicio de la KGB?

—No.

La pluma seguía trazando curvas de ondulaciones suaves.

—¿Se puede confiar en todo lo que nos has dicho?

—Sí.

—¿Hay alguna información importante que no nos hayas dado?

Orlov permaneció callado. Se aferró a los brazos de su sillón.

—No.

La fina pluma osciló varias veces arriba y abajo antes de estabilizarse de nuevo. Roth lanzó una mirada al operador y recibió un gesto de confirmación. Entonces se levantó de la silla, se acercó al detector de mentiras, miró el papel y ordenó al técnico que desconectase la máquina.

—Lo siento, Peter, pero has respondido con una mentira.

Se produjo un largo y embarazoso silencio en el aposento. Cinco personas miraban fijamente al ruso, el cual, a su vez, contemplaba el suelo. Al fin alzó la mirada.

—Joe, amigo mío —dijo—, ¿puedo hablar contigo a solas? ¿Realmente a solas?, ¿sin micrófonos ocultos, sólo tú y yo?

Eso iba contra las reglas, e implicaba un riesgo. Roth pensó un momento: ¿Por qué?, ¿qué querría decirle ese hombre enigmático, que, por primera vez, había fallado a la prueba del detector de mentiras, y que no deberían escuchar siquiera los funcionarios del Servicio de Seguridad? Asintió bruscamente. Cuando se quedaron solos, con todo el sistema tecnológico desconectado, preguntó:

—¿Y bien?

El ruso dio un largo suspiro de alivio.

—Joe, ¿nunca te extrañaste por la forma en que llevé a cabo mi deserción? ¿Con tanta precipitación? ¿Sin darte la más mínima oportunidad de ponerte en contacto con Washington?

—Sí, por supuesto que me extrañó. Y te pregunté sobre ello. Y para serte sincero, nunca me sentí completamente satisfecho con tus explicaciones. ¿Por qué desertaste de ese modo?

—Porque no quería terminar como Volkov.

Roth se desplomó en su silla como si le hubiesen asestado un golpe en el estómago. Todos los que estaban en el «negocio» conocían los pormenores del lamentable caso Volkov. En los primeros días de setiembre de 1945, Konstantin Volkov, aparentemente el vicecónsul soviético en Estambul, se dirigió al consulado británico y, ante un asombrado funcionario declaró que, en realidad, era el subdirector de la KGB en Turquía, y que deseaba desertar. Entre otras cosas, ofreció desenmascarar a trescientos catorce agentes soviéticos en Turquía y a doscientos cincuenta en Gran Bretaña. Y, lo más importante de todo, afirmó que dos diplomáticos británicos en el Ministerio de Asuntos Exteriores estaban trabajando para los rusos y que había otro en un alto puesto del Servicio Secreto de Inteligencia británico.

La noticia fue comunicada a Londres mientras Volkov volvía a su consulado. En Londres, el asunto había pasado a manos del director de la Sección Rusa. Ese agente tomó las medidas necesarias y partió de inmediato para Estambul. Lo último que pudo verse de Volkov fue una figura fuertemente vendada que era introducida a toda prisa en un avión de transporte soviético con destino a Moscú, donde el hombre murió en la Lubianka después de haber sufrido salvajes torturas. El director de la Sección Rusa llegó a Estambul demasiado tarde. Lo cual no tiene nada de sorprendente, ya que él mismo había informado a Moscú desde su base en Londres. Se llamaba Kim Philby, y era el espía soviético que hubiese quedado al descubierto con las declaraciones de Volkov.

—¿Qué me estás tratando de decir exactamente, Peter?

—Tenía que entregarme como lo hice porque sabía que podía confiar en tu grupo. No estabas lo bastante encumbrado.

—¿Lo bastante encumbrado… para qué?

—Pues que no estabas lo bastante encumbrado como para que pudieses ser él.

—No he podido seguir lo que has dicho —dijo Roth, aunque no era cierto.

El ruso habló entonces con lentitud y claridad, como si se estuviese desembarazando de una pesada y angustiosa carga.

—La KGB tiene infiltrado un agente en la CÍA desde hace diecisiete años. Y pienso que ya habrá subido muy alto.

CAPÍTULO IV

Joe Roth estaba tumbado en el catre de su dormitorio, en el solitario edificio que se alzaba en los campos de Alconbury y se preguntaba una y otra vez qué podía hacer. Una misión que tan sólo seis semanas antes le había parecido una tarea fascinante y apropiada para impulsarle en su carrera a pasos agigantados se había convertido en una auténtica pesadilla.

Durante cuarenta años, desde su fundación en 1948, la CÍA había estado persiguiendo de manera obsesiva un objetivo prioritario: mantenerse a sí misma pura de cualquier infiltración de un posible
topo
soviético. Con el fin de garantizar este objetivo habían sido gastados miles de millones de dólares en tomar medidas preventivas de contraespionaje. Todo el personal reclutado era examinado una y otra vez, sometido con regularidad al detector de mentiras, interrogado, inspeccionado y vuelto a inspeccionar.

Y el método había funcionado. Mientras que los británicos se veían conmocionados hasta en sus cimientos, a principios de los años cincuenta, por la traición de Philby, Burgess y Maclean, la Agencia permanecía pura. Y mientras que aquel caso seguía repercutiendo y dañando la imagen del SIS británico, en tanto que aquel hombre expulsado de sus filas gozaba de libertad y continuaba haciendo de las suyas en Beirut hasta que se trasladó definitivamente a Moscú en 1963, la Agencia se había mantenido inmaculada.

Cuando Francia, a comienzos de los años sesenta se vio sacudida por el
affair
Georges Paques y Gran Bretaña se conmocionaba de nuevo con el de George Blake, la CÍA se mantenía impenetrable. Durante todo ese tiempo, el servicio de contraespionaje de la Agencia, la llamada Oficina de Seguridad, había estado dirigido por una persona notable, James Jesús Angleton, un hombre solitario, reservado y obsesivo que sólo vivía y respiraba para lograr una cosa: mantener a la Agencia libre de toda infiltración soviética.

Al final, Angleton fue víctima de su innata desconfianza. Empezó a creer que, pese a todos sus esfuerzos, un topo leal a Moscú se
había
introducido en el seno de la CÍA. A pesar de las pruebas a las que sometía a su gente y de todas las pesquisas emprendidas, acabó por convencerse de que en las filas de la CÍA se había introducido un traidor. Su razonamiento parecía ser el siguiente: si no hay un topo, podría haberlo. Así que tendría que haberlo; es decir, lo había. La caza desatada tras el supuesto
Sacha
empezó a consumir cada vez más tiempo y esfuerzos.

El paranoico desertor ruso Golitsin, que consideraba a la KGB responsable de todo lo malo que ocurría en el planeta, le dio la razón.

Las declaraciones de Golitsin sonaron como música celestial en los oídos de Angleton. La búsqueda de
Sacha
se incrementó.

Corrió el rumor de que su nombre empezaba por K. Aquellos agentes cuyos apellidos empezaban por K se vieron relegados de la noche a la mañana. Algunos presentaron la dimisión enfurecidos; otros fueron expulsados porque no pudieron probar su inocencia. Medidas todas que podrían ser calificadas de prudentes, pero que no contribuían en modo alguno a elevar la moral de los agentes de la CÍA. Durante diez años más, desde 1964 a 1974, la caza continuó. Hasta que, por último, el director William Colby perdió la paciencia. Obligó a Angleton a aceptar la jubilación.

La Oficina de Seguridad pasó entonces a otras manos. Mantuvo sus obligaciones de conservar a la Agencia libre de toda penetración rusa, pero con un estilo de trabajo más benévolo y menos agresivo.

Por ironías del destino, los británicos, tras haber pasado por aquel período de traidores por causas ideológicas pertenecientes a la vieja generación, no volvieron a sufrir ningún escándalo de espionaje más en el seno de la comunidad de Inteligencia internacional. Entonces, el péndulo pareció apuntar hacia otra parte.

Estados Unidos, tan libre de traidores desde los últimos años de la década de los cuarenta, empezó a producir una multitud de ellos, no de personas que quisieran traicionar a su patria por motivos ideológicos, sino de sinvergüenzas dispuestos a venderla por dinero: Boyce, Lee, Harper, Walker y, por último, Howard, el cual había estado dentro de la CÍA y había traicionado y denunciado a los agentes estadounidenses que trabajaban en su nativa Rusia. Denunciado por Urchenko, tras su rocambolesca deserción después de una anterior deserción, Howard logró escapar a Moscú antes de ser arrestado. Aquellos dos casos, el de la traición de Howard y el de la doble deserción de Urchenko, ambos ocurridos el año anterior, habían dejado a la Agencia muerta de vergüenza.

Pero todo aquello no había sido más que un juego de niños en comparación con las posibles consecuencias de la declaración de Orlov. Si lo que decía era verdad, la sistemática búsqueda del traidor podía desgarrar en pedazos a la Agencia. Si lo que el ruso decía era cierto, reparar los daños causados podía convertirse en una empresa de muchos años, pues tendrían que introducir de nuevo a millares de agentes, cambiar claves y códigos, transformar las redes en el extranjero y revisar todo el sistema de alianzas, lo que podría durar unos diez años y costar miles de millones de dólares. La reputación de la Agencia quedaría por los suelos y tendrían que pasar muchos años antes de que fuese restaurada.

La cuestión a la que Roth estuvo dándole vueltas en la cabeza durante toda la noche mientras se revolvía en su lecho era: «¿A quién demonios puedo dirigirme?» Poco antes del amanecer tomó una decisión. Se levantó de la cama, se vistió e hizo la maleta.

Antes de partir fue a echar un vistazo a Orlov, el cual se hallaba profundamente dormido, y dijo a Kroll:

—Vigílalo bien en mi lugar. Nadie puede entrar ni salir de aquí. Ese hombre ha adquirido de repente un valor incalculable.

Kroll no entendió el porqué, pero se apresuró a hacer un gesto de asentimiento con la cabeza. Era un hombre que siempre cumplía las órdenes y nunca las discutía. Para decirlo con las palabras del poeta, cumpliría con su deber o moriría.

Roth viajó hasta Londres en su automóvil. Evitó la Embajada de Estados Unidos como la peste, y fue directamente a su apartamento para coger un pasaporte en el que figuraba un nombre distinto al suyo. Se aseguró una de las últimas plazas que quedaban en el avión para Boston de una compañía aérea privada británica y en el aeropuerto de Logan logró hacer transbordo a un avión que partía para el Washington National. Aun habiendo ganado las cinco horas por la diferencia horaria, ya había anochecido cuando llegó a Georgetown en un coche de alquiler. Lo dejó estacionado junto a la acera y bajó caminando por la calle K hasta el final de la misma, en las inmediaciones del campus de la Universidad de Georgetown.

La casa que estaba buscando era un elegante edificio de rojos ladrillos y que sólo se distinguía de los otros que lo rodeaban por los amplios sistemas de seguridad que inspeccionaban la calle y cualquier objeto o persona que se aproximara a la casa. Le salieron al paso cuando cruzaba la calle en dirección al portal, y les mostró su identificación de la CÍA. En la puerta de entrada manifestó su deseo de ver al hombre por el que había ido hasta allí. Le dijeron que el caballero en cuestión se encontraba cenando, pero que podrían transmitirle su mensaje. Minutos después era introducido en la casa y conducido hasta una artesonada biblioteca en la que se aspiraba el aroma de los libros encuadernados en cuero y del humo de los cigarros puros. Se dejó caer en un sillón y se dispuso a esperar. Al poco rato, la puerta se abría y el director de la Agencia Central de Inteligencia entraba en el aposento.

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