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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga

El manipulador (34 page)

BOOK: El manipulador
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—En algo tiene razón. Todo lo que
el Trovador
ha dado acerca de los agentes soviéticos aquí se reduce a nombres en clave. Nada que permita identificar a un solo agente ruso en este país. Con excepción de uno. Y está muerto. ¿Has oído hablar del caso?

—Por supuesto. Una mala suerte endiablada. Una desgraciada coincidencia.

—Sam piensa que no se trata de una coincidencia. Cree que
el Trovador
sabía que ese hombre sería asesinado en una fecha determinada, por lo que retuvo esa información hasta que fue demasiado tarde para que los británicos pudiesen echar el guante a ese hombre, aunque también opina que podríamos tener alguna filtración.

—¡Me cago en ambas ideas!

—Él se inclina por la primera posibilidad. Está convencido de que
el Trovador
trabaja para Moscú.

—¿Y Mr. Sam
Sabelotodo
McCready te ha ofrecido alguna prueba concreta que justifique su hipótesis?

—Ninguna. Le pregunté si tenía algún agente en Moscú que hubiese denunciado al
Trovador
. Me respondió que no. Insistió en que se basaba en los análisis de la mercancía efectuados por su propia gente.

Se produjo un largo silencio, como si Bailey se hubiese sumido en sus pensamientos. Después preguntó:

—¿Crees que te ha dicho la verdad?

—Francamente, no. Creo que estaba mintiendo. Sospecho que ellos tienen a un agente infiltrado del que no sabemos nada.

—Pero entonces, ¿por qué los ingleses no nos dicen la verdad?

—Lo ignoro, Calvin. Si tienen un agente que ha denunciado al
Trovador
, ellos lo niegan.

—Está bien, escúchame Joe. Di a Sam McCready de mi parte que desembuche o que cierre el pico. Tenemos un éxito fabuloso con
el Trovador
y no estoy dispuesto a tolerar que una campaña de difamación urdida en la
Century House
lo eche todo por tierra. ¡No sin pruebas de peso, y eso quiere decir de verdadero peso! ¿Me has entendido, Joe?

—Perfectamente.

—Y una cosa más, Joe; aun en el caso de que les hayan comunicado que Orlov es un farsante, ésa es la práctica habitual de la central moscovita. Moscú lo ha perdido, nosotros lo tenemos, a los ingleses les pasó por delante de las narices. Y como es lógico, ahora Moscú deja escapar la filtración a los británicos de que nuestro triunfo es infundado y no sirve para nada. Y éstos, por su parte, se inclinan a creerles debido a la frustración que sienten por no haber sido ellos los que consiguieron al
Trovador
. En lo que a mí respecta, estoy convencido de que la información confidencial que los británicos han recibido es un caso típico de desinformación. Si tienen un hombre, el suyo miente mientras que el nuestro es honrado.

—Muy bien, Calvin. Si el tema sale a relucir de nuevo, ¿Puedo decirle eso a Sam?

—Por supuesto. Es el punto de vista oficial de Langley, y así lo defenderemos.

Ninguno de los dos hombres se molestó en recordar que, a partir de ese momento, la reivindicación de Orlov se encontraba ligada al futuro de sus respectivas carreras dentro de la Agencia.

—Sam pudo apuntarse un tanto —dijo Joe Roth—. Trató al
Trovador
con gran dureza. Tuve que sacarlo dos veces del cuadrilátero. Pero logró que
el Trovador
revelase un nuevo nombre. Gennadi Remyants.

—Nosotros dirigimos a Remyants —replicó Bailey—. Sus mercancías pasan por mi escritorio desde hace ya dos años.

Roth le contó entonces lo que Orlov había revelado acerca de la lealtad que Remyants seguía manteniendo por Moscú y le habló de la propuesta de McCready, el cual consideraba que la forma más simple de dilucidar todo ese asunto consistía en encerrar a Remyants y arrancarle la verdad. Bailey permaneció callado. Por fin dijo:

—Es posible. Tenemos que pensarlo. Hablaré con el director y con el FBI. Si decidimos seguir ese camino, te lo haré saber. Mientras tanto mantén a McCready alejado del
Trovador
. Da un descanso a esos dos.

Joe Roth invitó a McCready a desayunar con él a la mañana siguiente, invitación que McCready aceptó. La cita, en el apartamento de Roth.

—No te atormentes por eso, Sam —le había dicho Roth—. Ya sé que en los alrededores hay algunos hoteles excelentes y que el
tío Sam
bien podía permitirse el lujo de costear un desayuno para dos personas, pero el caso es que yo también estoy en condiciones de preparar un desayuno bastante aceptable. En fin, dime lo que prefieres: ¿zumo, huevos, galletas, té, café…?

Al otro extremo de la línea se escucharon las risotadas de McCready.

—Zumo y café serán más que suficientes.

Cuando McCready llegó al apartamento de Roth, encontró a éste atareado en la cocina; llevaba un delantal atado a la cintura sobre la camiseta y demostraba orgulloso sus talentos culinarios con la preparación de huevos fritos con jamón. McCready se ablandó y probó aquel desayuno.

—Sam —dijo Roth cuando los dos estaban sentados tomando el café—, me gustaría que revisases tu opinión sobre
el Trovador
. Anoche hablé con Langley.

—¿Con Calvin?

—Has acertado.

—¿Y cómo reaccionó?

—Estaba muy dolorido por tu actitud.

—¿Dolorido has dicho? —preguntó McCready—. Apostaría cualquier cosa a que usó algunas viejas expresiones anglosajonas para referirse a mi persona.

—Vale, lo hizo. No pareció muy satisfecho que digamos. Imaginó que os estábamos dando la generosa oportunidad de hablar con
el Trovador
. Tengo un mensaje para ti. El punto de vista oficial en Langley es el siguiente: nosotros, los estadounidenses, conseguimos al
Trovador
y en Moscú están locos de rabia por ello. Ahora tratan de desacreditarle haciendo llegar a Londres la mentira de que
el Trovador
es, en realidad, un agente de Moscú. Ése es el punto de vista de Langley. Lo siento, Sam; pero, esta vez, tú eres el equivocado. Orlov nos está contando la verdad.

—Joe, no somos una partida de imbéciles a este lado del océano. Y tampoco vamos a caer así como así en la trampa que cualquier recién llegado nos tienda con sus informaciones falsas. En el caso de que dispusiéramos de algún tipo de información, de una fuente cuya identidad no quisiéramos, o no pudiéramos, revelar, por ejemplo, esa fuente sería anterior a la deserción del coronel Orlov.

Roth dejó sobre la mesa su taza de café y se quedó mirando a McCready con la boca abierta. Tardó cerca de un minuto en recobrar el habla.

—¡Dios mío, Sam! —exclamó al fin—.
¿Tenéis
un agente infiltrado en Moscú? ¡Por el amor de Dios, Sam, dime la verdad!

—No puedo —repuso Sam—, y de todos modos, no lo haríamos. Si tuviésemos a alguien en Moscú, no te hubiéramos contado nada.

En un sentido estricto, McCready no le estaba mintiendo, ya que
Recuerdo
no se encontraba en Moscú.

—Pues entonces lo siento mucho, Sam, pero Orlov se queda donde está. Es sincero. Opinamos que vuestro agente, ese que en realidad no existe, está mintiendo. Vosotros habéis sido los embaucados, nosotros no. Y éste es el punto de vista oficial. Orlov ya ha pasado por tres pruebas del detector, ¡Por los clavos de Cristo! Es prueba más que suficiente.

Por toda respuesta, McCready sacó un pliego de papel del bolsillo interior de su chaqueta, lo desdobló y lo puso sobre la mesa, delante de Roth. Éste leyó en voz alta.

—Hemos descubierto que hay ciudadanos de Europa Oriental que pueden engañar al detector de mentiras en cualquier momento. Los estadounidenses no somos muy buenos en ello ya que hemos sido educados para decir la verdad y cuando mentimos resulta fácil descubrir que no somos sinceros. Pero hemos encontrado a una gran cantidad de europeos —aquí puntos suspensivos— que pueden engañar al detector sin que se produzca la más mínima oscilación extraña en los cuadros de control. Las personas que viven en esa parte del mundo se pasan la vida mintiendo sobre esto o aquello, hasta que al final adquieren tal pericia en el arte de la mentira, que pueden pasar cualquier prueba del detector que se les haga.

Roth soltó un bufido y tiró el papel sobre la mesa.

—Esto lo habrá escrito algún asno universitario sin la menor experiencia en lo que hacemos en Langley —sentenció.

—En efecto —asintió McCready en tono afable—, eso lo dijo Richard Helms hace dos años.

Richard Helms había sido uno de los directores legendarios de la Agencia Central de Inteligencia. Roth pareció algo conmocionado. McCready se levantó de la mesa.

—Joe, una de las cosas que Moscú ha estado persiguiendo siempre es que británicos y yanquis se peleen como perros y gatos. Y eso es lo que estamos haciendo ahora, y nuestro amigo Orlov no lleva ni cuarenta y ocho horas en este país. Piensa en esto.

En Washington, la CÍA y el FBI habían estado de acuerdo en que el único camino posible para descubrir qué había de cierto en la declaración de Orlov sobre Remyants era arrestar a este último. Los preparativos se hicieron a lo largo del mismo día que Roth y McCready habían desayunado juntos, y la detención se fijó para esa misma tarde, cuando Remyants saliese de las oficinas de
Aeroflot
, en el centro comercial de Washington, a eso de las cinco de la tarde, hora local, mucho después de que hubiese oscurecido en Londres.

El ruso salió del edificio algo después de las cinco de la tarde, anduvo calle abajo y se metió por una zona peatonal en dirección hacia el sitio donde había dejado su automóvil.

Las oficinas de
Aeroflot
habían estado bajo vigilancia, y Remyants, al salir, no advirtió la presencia de los seis agentes del FBI, todos bien armados, que le fueron siguiendo hasta el descampado que necesitaba cruzar para llegar hasta su coche.

Los agentes tenían la intención de detener al ruso cuando éste se hubiese sentado al volante. Todo sería rápido y discreto. Nadie se enteraría.

El descampado era una especie de parquecillo, con una serie de caminillos entre zonas de un césped pisoteado y lleno de basura, así como varios bancos, colocados allí para que los honrados ciudadanos de Washington pudieran sentarse a tomar el sol o a comerse los manjares que llevasen preparados. Los padres de la ciudad no habían previsto que, algún día, ese parquecillo se convertiría en lugar de reunión para que «camellos» y sus clientes, hicieran sus cambalaches. Cuando Remyants cruzaba el parquecillo en dirección a la zona de estacionamiento, uno de los bancos estaba ocupado por un negro y un hispano tratando de cerrar un trato. Cada uno de los comerciantes llevaba su propia escolta.

La pelea comenzó cuando el sudamericano lanzó un grito de rabia, se levantó del banco y enarboló un cuchillo. Entonces, uno de los guardaespaldas del negro sacó una pistola y le pegó un tiro al cubano. Entonces, ocho hombres más, pertenecientes a las dos bandas, sacaron sus armas y abrieron fuego contra sus adversarios. Los pocos ciudadanos honrados que había por allí, y que no estaban involucrados en el asunto, se pusieron a gritar y salieron corriendo. Los agentes del FBI, paralizados durante un instante ante la celeridad de todo lo ocurrido reaccionaron conforme al entrenamiento que habían recibido en Quantico, y se dejaron caer al suelo, rodaron sobre sí mismos y sacaron las pistolas de las cartucheras.

Remyants recibió un balazo en la nuca y cayó de bruces. Su asesino fue abatido de inmediato por un agente del FBI. Las dos bandas, la de los negros y la de los cubanos, huyeron en varias direcciones. Todo aquel fuego cruzado había durado siete segundos y dejado a dos hombres muertos en el suelo, un cubano y el ruso, alcanzado por uno de los disparos intercambiados entre las dos bandas.

El modo que tienen los norteamericanos de hacer las cosas está muy ligado a la tecnología, y a veces han sido criticados por eso, pero nadie puede negar los resultados cuando la tecnología actúa por todo lo alto.

Los dos hombres muertos fueron trasladados al depósito de cadáveres más cercano, donde los del FBI se encargaron de la vigilancia. La pistola que el cubano llevaba fue enviada de inmediato a los laboratorios de la Policía, pero no ofreció pista alguna. Se trataba de una
Star
checa, no registrada, quizás importada de Sudamérica. Sin embargo, las huellas dactilares del cubano dieron mejor fruto. Fue identificado como Gonzalo Appio, cuyo nombre se encontró en seguida en los archivos del FBI. Las comprobaciones realizadas en los ordenadores revelaron que también era conocido en los archivos de la DEA y que estaba fichado en el Departamento de Policía de Metro-Dade, que cubría el área de Miami.

Gonzalo Appio era conocido como traficante y asesino a sueldo. Años atrás, en el curso de su miserable vida, había sido uno de los llamados
marielitos
, esos cubanos que habían sido generosamente «liberados» por Fidel Castro cuando éste despachó desde el puerto de Mariel a Florida a los criminales, psicópatas, pederastas y otros maleantes y gente de baja estofa que tenía a buen recaudo en sus prisiones y asilos, engañando a Estados Unidos para que los acogieran.

Lo único que no se le podía probar a Appio, aun cuando el FBI lo sospechaba, era que se trataba de un pistolero a sueldo de la DGI, la Policía Secreta cubana dominada por la KGB. Las sospechas se basaban en la probable participación de Appio en el asesinato de dos conocidos locutores de radio anticastristas que trabajaban en Miami.

El FBI pasó su informe a Langley, donde ocasionó profundo desconcierto. Entonces, el subdirector de operaciones, Frank Wright, se saltó a Bailey a la torera y habló con Roth en Londres.

—Necesitamos saber qué está ocurriendo, Joe. Ahora mismo. De inmediato. Si hay algo de verdad en las sospechas de los ingleses acerca del
Trovador
, tenemos que saberlo. Sin miramientos, Joe. Usa el detector de mentiras, lo que sea. ¡Muévete y descubre por qué demonios están saliendo mal las cosas!

Antes de partir para Alconbury, Roth vio de nuevo a Sam McCready. No fue un encuentro feliz. Estaba amargado y de mal humor.

—Sam, si sabes algo, si realmente sabes algo, tienes que sincerarte conmigo. Te haré responsable de todo esto si hemos cometido un grave error en este caso porque no quieres colaborar con nosotros. Pero nosotros sí hemos colaborado contigo. Y ahora venga la verdad, ¿qué tenéis?

McCready se quedó mirando a su amigo con rostro inexpresivo. Había jugado demasiado al póquer como para que se le notase en el rostro aquello que no deseaba revelar. En realidad se encontraba ante un dilema. A nivel personal le hubiese gustado poderle hablar a Joe Roth de
Recuerdo
, dándole así la prueba concluyente que el otro necesitaba para perder su fe en Orlov. Pero
Recuerdo
se encontraba caminando sobre una cuerda muy floja, que el Servicio de Contraespionaje soviético estaba cortando debajo de sus pies, hebra tras hebra, y acabaría definitivamente con ella en el mismo instante que tuviese la evidencia de que había una filtración en alguna parte de Europa Occidental. No podía revelar la existencia de
Recuerdo
y, al mismo tiempo, ocultar el rango y posición de aquél. Por lo demás, tampoco se hubiese atrevido a hacerlo.

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