El manuscrito carmesí (55 page)

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Authors: Antonio Gala

BOOK: El manuscrito carmesí
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Hice un enojado ademán de marchar.

Interponiéndose, mi madre me retuvo.

—Buscas una salida que no existe, Boabdil. Te conozco. Intentas salir por una puerta que está sólo pintada en la pared. —Ante sus ojos, me sentí transparente.Recapacita. ¿A quién nos encomiendas a nosotras, a tus hijos, a esta ciudad, a este pueblo? A mal recaudo nos dejas: si tu desapareces, el que no muera será esclavo. Para las grandes ocasiones son los grandes consejos.

—No te comprendo.

—Sí me comprendes —sus ojos chispeaban.

—Mejor es morir de una vez que, vivo, morir muchas.

—Siempre que murieras tú sólo y se salvasen los demás. ¿Hasta para morir vas a ser egoísta? Despierta. ¿De qué va a servirnos tu muerte, Boabdil?

Su barbilla, no del todo desprovista de vello, temblaba no sé si de dolor o de ira. Una vez más comprobé que mi madre nunca estaría de acuerdo con nada que yo hiciese.

—Déjame —dije librándome de ella—. Los soldados me esperan.

—No te dejaré —volvió a asirme— sin que me jures que no te arriesgarás, ni permitirás que nuestra gente se aparte de las puertas. —Agarraba el tahelí, y me lo ponía ante la cara.— Júralo.

¡Júralo sobre el Corán!

—¿Por qué jurar? ¿Es que nos oye Dios? ¿Es que nos mira? ¿No ves adónde hemos llegado? —Se lo decía en voz baja e intensa, para que sólo ello lo escuchara.Adiós, madre.

Le besé la mano. A Moraima, que ahora apoyaba su cuerpo contra el mío, le besé las mejillas: noté el sabor de las lágrimas. Por encima de su hombro, vi en la puerta principal a Farax, que me hacía señas de que me apresurara. Con la mano cubierta por el guantelete, me despedí de las mujeres, que arreciaban sus lamentaciones como si me tuviesen ya muerto ante ellas, y salí de la Alhambra.

A las puertas de la ciudad, los soldados me esperaban, ruidosos y no muy ordenados. Verifiqué qué pocos eran.

—Háblales —me recomendó Abdalbar—. Dales ánimo. Van a necesitarlo —mi expresión le indicó que me resistía a hacerlo—.

Háblales, Boabdil. Es la costumbre. Sobre todo en la última batalla —suplicó.

Sin esforzar la voz, les dirigí unas cuantas frases, que sus oficiales repetían:

—Amigos míos soldados: hoy no pelearéis para satisfacer la ambición de un sultán. Hoy no pelearéis por la independencia de vuestra patria. Hoy no pelearéis tampoco para glorificar a Dios, ni para propagar la fe, ni para defenderla, ni para ganaros el Paraíso.

Por todo eso pelearon vuestros antepasados. Hoy os toca a vosotros pelear por vosotros: por vuestras casas, por vuestra ciudad, por el huerto que amáis, por los bienes que os costaron sudores. Y por todo lo que está dentro de vuestros hogares: el honor de las mujeres, el amor de las esposas, la doncellez de las hijas. Hoy pelearéis por la vida. Y, si morís, moriréis por la vida. Que ella nos bendiga a todos.

Abrieron la puerta. Salí al galope por ella. Farax me seguía; Abdalbar iba a mi izquierda.

—Cuando atraviese el último soldado, que atranquen las puertas.

Y que no se abran sino por orden mía.

—¿Es que quieres llevarlos al matadero? —me preguntó Abdalbar.

Frené el caballo. Volví la cara y lo miré sin contestarle.

—Que no abran las puertas desde ahora sino por orden mía —insistí; luego me eché a un lado para dejar pasar a la tropa, y le grité—: No os separéis los unos de los otros por ninguna razón. No os separéis: os va en ello la vida.

—Poca les queda ya —oí que murmuraba Abdalbar.

Sin atenderle, levanté la mano.

No miré hacia atrás: sabía que allí estaba Farax. A él le advertí.

—Tú, conmigo.

Galopé hacia un alto próximo a la muralla. Sobre ella veía a los granadinos que se habían quedado en la ciudad —niños, viejos, inválidos—, y a las mujeres con ellos, dispuestos a derrotar a los cristianos en cuanto se acercasen.

‘Estúpidos’, pensé. ‘No, inconscientes’, pensé. Sentí piedad por ellos y algo muy parecido a la ternura. ‘Los estoy viendo, y dentro de muy poco no los veré ya más.

Ahmad, mi hijo, está en Moclín, ignorante de lo que aquí sucede; Moraima y Yusuf me aguardarán en vano.’ Vi el ejército enemigo, impaciente, piafante como sus caballos, ordenado. Sin darme cuenta, buscaba con los ojos a Gonzalo Fernández de Córdoba; no lo encontré. Pensaba: ‘Para unas fauces tan grandes, somos sólo un bocado. Cuanto antes seamos engullidos, mejor.’ Mandé avanzar un poco. ‘Es como una corrida de toros: se cita al animal moviéndose ante él para que se arranque y embista. Seguramente es lo mismo que ellos planean. El triunfo del que corre bien toros consiste en no perder la iniciativa. Los cristianos quieren que nos alejemos lo más posible de las murallas para correr luego más de prisa que nosotros, e impedir nuestra vuelta, y ganarnos la mano en las entradas.’

—¡Esperad ya! ¡Deteneos! ¡Ya basta! —mandé.

—Se acercan —era la voz de Farax.

Me volví. Estaba tenso, absorto en el ejército contrario, de pie sobre los estribos, estirado el cuello de un modo increíble. Era un niño atento a su tarea.

—Van a atacarnos. ¡Nos atacan! —decía como para sí mismo.

En efecto, nos atacaban. Pero, en lugar de concentrarse, se abrían como un gran abanico. ¿Pretendían envolvernos? Abarcaban un frente mucho mayor que el nuestro. Se dividían en numerosos cuerpos. Se adelantaban todos a la vez, seguros y ligeros. Antes de que me diera tiempo a entender ni a decidir, Abdalbar bajó al galope la cuesta.

Me distrajo su repentina decisión, tomada sin consultarme ni explicarse. Bastó ese instante de distracción; cuando miré de nuevo, mis hombres se dividían también. Intentaban responder a los distintos cuerpos atacantes; vacilaban de uno en otro, sin orden ni concierto.

Abdalbar impartía desesperadas órdenes. Todo era inútil. O no: acaso para lo que yo deseaba nada era inútil.

—Te dejo, señor —gritó Farax incontenible.

—¡Te mando que te quedes! —le dije a voz en cuello: tanto, que mi voz se oyó por encima del encarnizado ruido de los encuentros de abajo.

El polvo se espesaba; apenas nos permitía adivinar, pero el coraje de mis hombres relucía hasta velado por el polvo. Un solapado orgullo me hizo respirar hondo.

—Bravos, bravos —dije volviéndome a Farax—. Pero ya, ¿para qué?

Farax, más excitado de lo que puede describirse, no me oyó. Daba golpes al aire con su espada, agitaba la cabeza, reía y lloraba a la vez. Era un niño apasionado por un juego al que ve jugar a otros más afortunados que él.

Se multiplicaban los encuentros parciales. Mis hombres estaban despilfarrando su valor. Cuatro, diez, veinte cristianos por cada musulmán, aislado de los suyos. Y, de repente, por ambos lados, desde lejos, vi acercarse dos nubes de polvo. Lo que temí: nos envolvían.

Las alas de su ejército, ocultas hasta ahora, traían reservas contra mis hombres fatigados. Con otra artimaña, Fernando me vencía de nuevo. Mi corazón, que había latido hasta entonces a su compás, sin aceleración ninguna, se arrebató. Sentí a la vez odio y cólera. Un odio y una cólera ciegos contra aquellos extraños que en lo único que nos aventajaban era en fuerza: más fuerza que nosotros y más odio y más cólera. Si el deseo matara, delante de mí en ese instante habrían muerto todos. Los refuerzos —a la cabeza de uno de ellos creí ver a don Gonzalofraccionaban más aún a mi gente.

Mis peones retrocedían. No porque se hubiesen puesto de acuerdo, ni por obedecer orden alguna: trataban de salvarse simplemente. Miré a Farax. Tenía una mano delante de los ojos.

—¡Adelante, Farax!

Saltó como si le hubiese dado un golpe con la espuela:

—Ya era hora.

Nos adentramos entre los que luchaban. Me escoltaban sólo unos cuantos negros: los que quedaban de la guardia real. Procuré reunir a los caballeros desperdigados; no lo conseguí. La infantería cejaba hacia las murallas. ‘En un combate, hasta el final no se sabe quién gana: es todo tan confuso. En tanto dura, sólo pierde quien muere.’

Como si me hubiesen escuchado, todos a una, girando ante el empujón del instinto, mis peones corrían ya, sin remilgos, dando esta vez la espalda no a la muralla, sino al enemigo. Mis caballeros, que no tardaron en percibirlo, flaqueaban. Oí las voces de Farax:

—¡Abrid las puertas! ¡Que abran las puertas!

—¡No! ¡No! —grité; pero supe que las abrirían: él era mi portaórdenes.

—O volvemos, o esta noche Granada será suya —me dijo.

—¡No! —volví a gritar.

Mi guardia había sido separada de mí. Sentí un golpe en el capacete; no dolor, sólo el golpe. No sé ni quién me hirió, ni si lo herí al responder. En una batalla no se sabe nada si se está dentro de ella. Justifiqué la desobediencia de mis tropas: sólo los avezados y los expertos en batallas tienen clara la mente para ver qué conviene. Lo otro es el alboroto, el caos, el embrollo. ‘Esto no es una batalla: es una humillación.’

—Vamos, señor. Vamos. ¡De prisa! —era Abdalbar, que refrenaba su caballo junto a mí.

—Ve. Tú ve. Ya voy yo.

Unas palomas grises volaban por el cielo azul, por encima del polvo y la barbarie. ‘Tontunas. ¿Qué hacen ahí arriba esas palomas en lugar de los buitres? ¿Qué hacemos aquí abajo nosotros?’ Dejé de pensar. Espoleé mi caballo. Me lancé hacia adelante. Junto a mí sólo había un par de jinetes de mi guardia y Farax. Me habría gustado tropezarme con Gonzalo de Córdoba; que al menos fuera él quien... Pero ya daba igual.

Quien fuese. Adelante. Me sorprendí diciendo adiós a voces. Ya no había nadie mío cerca de mí.

Aunque quisiera evitarlo ahora, no podría. Estaba bien. Había estado bien. No pensaba. Nada recuerdo de un modo concreto y distinto, sino como entre la niebla del sueño que nos hunde y agita, donde ninguno de sus componentes tiene una estricta razón de ser. Si me esfuerzo hoy, veo un ojo desorbitado, una túnica rasgada de la que mana sangre, una mano sin cuerpo sobre el suelo, el rostro angelical y rubio de un muchacho, una boca vomitando sangre, una extraña mueca que remedaba —o era— una sonrisa.

Sólo tenía conciencia de que espoleaba a mi caballo. Y, en medio del ruido estentóreo, de los alaridos, las quejas, los choques, las carreras, los mandatos, el vértigo de la muerte, oí con toda precisión un galope detrás de mí. ‘¿Por qué oigo ese galope?’, me preguntaba, cuando, de un sablazo, alguien cortó mis bridas. Luego, con el sable de plano, golpeó el anca de mi caballo, y le hizo dar media vuelta.

Por fin, pinchándolo en la grupa, lo puso al galope. Contra mi voluntad, como una centella, volé hacia Granada.

Vi lo que aún subsistía de mi ejército —’Llamar ejército a esto’— correr ante mí. Atardecía.

¿Atardecía? No lo sé. Quizá el sudor, el polvo, el mareo de los encontronazos, alguna abolladura que presionaba... No lo sé. Pasaba el campo a un lado y otro míos. Era el campo quien pasaba, no yo: tan desbocado iba mi caballo. Habían abierto las puertas de par en par. ¿Fui el último en pasar? Oí: ‘¡Ahora! ¡Ya! ¡Ya!’

Oí el estruendo del portazo, el caer de las gruesas trancas, los primeros mandobles encolerizados contra los maderos chapados. Oí el griterío sobre las murallas. No distinguí si era de pena o de alegría. ‘También los derrotados aman la vida a veces...’ A favor de querencia, mi caballo, con el que todavía no me había hecho del todo y que no obedecía mi voz, subía igual que un rayo, a pesar de su agotamiento, la cuesta de la Sabica camino de la Alhambra.

—Perdóname —era Farax, que se ponía a mi altura. No le quise mirar.

—Has sido tú, ¿verdad?

—Perdóname.

—Todo me ha traicionado: tú y la muerte.

—Perdóname.

—Creí que morir era mucho más fácil.

—Cuando llega la hora de cada cual, lo es.

Farax retrocedió unos pasos, e insistió con voz suplicante:

—Perdóname, señor.

Dejé pasar unos momentos:

—Esta mañana me llamaste Boabdil.

Él avanzó de nuevo hasta mi altura, y atravesamos juntos la puerta de la Alhambra.

A la mañana siguiente los granadinos vimos, desde las murallas altas, un extraordinario movimiento en el lugar donde había estado el real cristiano. Al principio nos regocijamos creyendo que se preparaban para levantar el cerco y retirarse. Por la tarde supimos la verdad. La reina había llegado temprano con sus hijos desde Alcalá la Real, donde residía. Conversó aparte con su esposo, y los dos comunicaron su resolución a los maestres y a los capitanes: no era prudente dar su brazo a torcer; no era prudente aplazar la tarea. Las decisiones había que tomarlas en caliente, ‘y más caliente que después del incendio es imposible’, bromeó la reina. A partir de ese mismo día —es decir, ya— se comenzaría a construir un campamento que no pudiera arder; una ciudad de fábrica, con cimientos de piedra verdaderos, y verdaderas calles y verdaderos pozos. A medida que el asedio se prolongara, crecería y se asentaría la ciudad. Con más motivos que antes, se llamaría Santa Fe. Los musulmanes tendríamos que bebernos con los ojos la inamovible provocación de los cristianos. Se proponían levantar ante nosotros una prueba tangible, la mejor, de que no se irían: una demostración a prueba de lluvias y de fuego, de desalientos y vacilaciones. La reina lo había dicho:

—No quiero ejércitos con los brazos caídos. Mientras se rinden los infieles, haremos algo bueno: un cuartel atrincherado como una ciudad, que dure más que nosotros mismos, y que haga preguntarse a los que después vengan si es que estábamos locos. Por esta Santa Fe subiremos a la Alhambra. ¡A trabajar, soldados! Nuestro Dios no es sólo el Dios de las batallas, sino el de los hermosos campamentos con torres, fosos, muros, puertas y caballerizas. A santiguarse y a trabajar, soldados.

Los granadinos y los evacuados de las proximidades, después de ver cómo cavaban las primeras zanjas y trazaban con cal el extenso contorno; después de ver clavar los estandartes y distribuir las batallas; después de ver llegar en carros, desde las alquerías destruidas, los materiales para una duradera construcción, ya no tuvimos dudas. Aquella noche nos acostamos pronto: nos fuimos a nuestras casas en silencio; cuando dejó de divisarse el asiento cristiano, se vaciaron las plazuelas. A pesar de ser mayo, no tenía nadie ganas de cantar. El agua de los aljibes y las fuentes corría solitaria, no escuchada por nadie. Desde mi alcoba —Farax seguía durmiendo desde la noche anterior—, Moraima y yo oímos gorjear un ruiseñor. Pensé que estaba fuera de lugar aquel canto de intrepidez y gloria. A punto estuve de mandarlo matar.

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