Read El manuscrito carmesí Online
Authors: Antonio Gala
‘Pero ya no todas las manos nazaríes pertenecen al mismo cuerpo’, me dije con tristeza cuando me lo anunciaron.
El invierno, de acuerdo con lo que sucede en la naturaleza, que en tan pocas ocasiones respeta el hombre por desgracia, ha apaciguado o escondido las tensiones, dándonos tiempo para organizar, mal que bien, el Reino. Ha sido un invierno largo y muy frío. Granada, cubierta por la nieve, es una ciudad muda. El azacaneo de esos meses me ha impedido casi del todo hacer lo que me gusta: leer, escuchar música no demasiado cerca, pasear despacio sin objeto preciso, contemplar el cambio de las luces, escribir sin apremios. En muy escasos momentos he podido zafarme, durante este invierno, de la impresión de que representaba.
—Un sultán tiene la obligación de serlo, no de aparentar serlo —me insiste Moraima de repente, vislumbrando lo que por dentro de mí pasa—. Por tu bien y por el de nuestro pueblo, sé tú, Boabdil.
Sultán o no, sé tú. Si resistes un poco, lo lograrás. Por ahora, procúralo tan sólo, y apóyate en mí cuando lo necesites. Estoy convencida de que mi existencia no tiene otra razón.
Yo se lo agradezco como agradece el báculo un convaleciente que, arrastrando un poquito los pies, se asoma a una ventana a ver crecer el día que lo anima a crecer. Intento, ignoro si con éxito, cumplir mis deberes de sultán; pero no soy capaz de borrar a Málaga de mi mente. En mí está, cálida y radiante, con su alcazaba erguida entre las flores y el boscaje, con Gibralfaro como un ojo de luz encima de ella, y el puerto jubiloso y azul, y el arsenal y las atarazanas. Y no sale de mí Abu Abdalá —¿qué opinará de mí su integridad?—, cuyo auxilio me habría aligerado la carga del gobierno (si es que puede llamarse gobernar a seguir los “consejos” de Aben Comisa y de mi madre).
La primavera este año tardó mucho en llegar, pero cuando llegó se abrieron de par en par los ramos.
A mediados de marzo, los cristianos se reunieron en Antequera.
Allí acudió la flor y nata de su nobleza, desde Ponce de León al gran maestre de Santiago. Los asesoraba Bernardino, el renegado de Osuna, que conduciría una expedición a los montes de Málaga: los generales opinaron que el sultán destronado se hallaba en una posición menos ventajosa que la mía. Y decidieron atacarlo a él.
Se les unieron el asistente de Sevilla, conde de Cifuentes, el gran don Alonso de Aguilar y el adelantado de Andalucía: todos los nombres míticos de la frontera contra mi padre. ¿Me habría de alegrar? Y, si era así, ¿por qué no me alegraba? El día 19 de marzo pasaba de tres mil de a caballo y de mil infantes los que se dirigieron hacia la Ajarquía. El 20 por la mañana, según me avisaron, las tropas de los concejos, con los señores a la cabeza, avistaban nuestra frontera, o mejor, la frontera del territorio de mi padre.
Advertidos de antemano, sus habitantes habían abandonado las aldeas y refugiándose en lo alto de la sierra o en las torres atalayas con sus mejores bienes. Al enterarme de la evacuación, sentí el dolor de aquellas gentes y el pesar desarmado de mi tío Abu Abdalá, un emir casi sin ejército. Los cristianos se adentraron en los montes sin encontrar resistencia; asolaron alquerías y aldeas; quemaron frutales; alcanzaron la costa desde el interior a la altura de Bezmiliana. Sobre un mapa seguía yo, hora por hora, sus avances, confuso entre la tribulación y el regocijo.
¿Atentaba aquella agresión contra todos los musulmanes, o sólo contra el poder declinante de mi padre?
El día 21 salió el sol dentro de mí: se mudaron las tornas con un giro grandioso y violento. Mirando el mapa, veía la afilada mano de mi tío señalarme desniveles, pueblos, tajos. Cuando los cristianos estuvieron metidos de lleno en la serranía, dentro de ese terreno rocoso, roto y perturbado de los montes de Málaga, los nuestros —ah, sí, por fin lo supe: los nuestros, los mandara quien los mandara— se lanzaron sobre las huestes enemigas, las dividieron, las devastaron, las acecharon por los desfiladeros, las agotaron en las vaguadas, las aniquilaron desde las cimas. Por los puertos, por las angosturas, por los barrancos, se precipitaron sobre ellas, y las sometieron a una minuciosa y triunfante matanza. Acosados y acuchillados, corrieron los cristianos hasta las proximidades de Málaga, la ciudad soñada por ellos, que veían por primera vez con los ojos entorpecidos por la sangre. La noche del jueves al viernes fue una noche que no olvidarán nunca. Como me imagino a mi tío, vengador y magnífico, me imagino esa noche.
El terror en medio de la oscuridad, la hostigación por demonios invisibles y vociferantes, transformaron a los cristianos en enemigos de sí mismos. Huían sin saber adónde, abandonándolo todo, abandonando también la vida, o la libertad en cualquier caso. Las últimas noticias —y el júbilo que me proporcionaban debía disimularlo delante de mi madre y de mis visires— decían que más de dos mil cristianos, de los cuales muchos eran nobles, habían caído prisioneros; que toda la Ajarquía estaba cubierta de caballos, monturas, armas y víveres; que los malagueños llaman a gritos a mi tío “el Zagal”, es decir, “el Valiente”. La luz que, cuando me lo refirieron, entraba por el ajimez de la alcoba no era tan limpia como mi alegría. Quizá el informador entendió que mi largo silencio lo produjo el disgusto: tanto nos desconocemos, unos a otros, los hombres. “El Zagal”. Abu Abdalá, “el Valiente”: así lo llamaré yo también de ahora en adelante.
Aunque se mantenga a favor de mi padre, o quizá por eso mismo; aunque luche en un simulacro de reino, entre Guadiaro y Almería; aunque suponga que ese trozo de costa, cuando nos asentemos, caerá en nuestro poder. Porque no sé de cierto cuál es nuestro poder.
Porque sólo podré decir de verdad “nuestro” cuando mi brazo cuente con el brazo de mi tío, “el Zagal”.
El rey Fernando se apresuró a provisionar Alhama para impedir que, apoyados en la derrota de la Ajarquía, nos aprestásemos los granadinos a reconquistarla. Lo cierto es que esa posibilidad se planteó en el Consejo por Aben Comisa; pero el Consejo resolvió que la política más cauta era la de mantenernos dentro de nuestros límites, y fortalecernos para lo que viniera. Y que, en efecto, vino: los cristianos de Murcia entraron por Vera en el Reino, destrozando sembrados, a principios de abril.
Y fue mi madre la que vio cernerse el máximo peligro; no en las tierras más próximas a Murcia, sino en Almería, residencia del príncipe Yaya, el hijo de Ibn Salim.
No pasó una semana sin que se confirmaran sus sospechas: el rey Fernando iba a utilizar contra Granada la misma traición que utilizó de príncipe; iba a introducir entre los nazaríes un tercer bando y una segunda discordia, más radical que la primera, entre mi padre y yo. Desde Vera continuaron los cristianos su ruta hacia Almería, que el traidor Yaya había prometido entregarles. Destacamos un reducido ejército para impedir la traición. Pero no lo habríamos conseguido si unas atroces y milagrosas lluvias, que decidimos atribuir a la misericordia de Dios, no hubieran colaborado con nosotros. Creo que, por el lado de Almería, podemos momentáneamente respirar. Sin embargo, tengo informes de que Fernando ha situado naves en el Estrecho para evitar que los prisioneros de su religión sean expedidos por mi padre, desde la alcazaba malagueña al Norte de África, a cambio de refuerzos. La pasada semana yo he puesto mi sello en cartas al sultán de Marruecos en que le suplico que, si ha de enviar soldados, lo haga al Señor de la Alhambra y no al señor de Málaga. Y he sufrido al sellarlas.
Días atrás partió de aquí una expedición de castigo, amparada en la estela del desconcierto de la Ajarquía. La mandó Hamet Abencerraje, y se dirigió a las tierras de Alonso de Aguilar, a Luque y a Baena. Su retorno con un opulento botín hace dos días fue muy celebrado por la gente de Granada; tanto que, celosa mi madre del éxito de Hamet, vino anteanoche a verme.
—Es imprescindible que arranques una victoria, Boabdil. Tu padre y tu tío se han cubierto de fama a los ojos de los granadinos.
Con un pueblo no puede jugarse a calentarlo y enfriarlo. Desde hace dos semanas se preguntan si han hecho bien; necesitamos persuadirlos de que eligieron al mejor. ¿No te hierve la sangre ante la ocasión que te proporciona tu buena estrella? ¿Vamos a conformarnos con unos cuantos rebaños de bueyes o de cabras? El éxito de Hamet se les olvidará a los granadinos antes de que terminen de comerse la carne del ganado; acuérdate de cómo se burlaron de tu padre por la manada de vacas que trajo de Tarifa.
Ayer se estudió con detalle dónde sería más cuerdo dar un golpe seguro: cuál es la zona menos defendida; qué poblaciones están sin sus alcaides, presos o muertos o heridos en la Ajarquía, qué territorios conocen mejor nuestros estrategas. Es la primera expedición que yo voy a mandar personalmente y, por lo tanto, he de volver rebosante de laureles y despojos. Mi madre me lo exige, según ella en nombre de Granada.
Aliatar, con las cartas geográficas por delante, señaló con un ancho índice indiscutible —le decía yo luego a Moraima que es un índice más de vendedor de especias que de mayordomo de la casa real—.
Lucena es una ciudad cercana a la frontera, con un luminoso y legendario pasado judío. Tiene un recinto amurallado y un arrabal no extenso; no alberga más de trescientos vecinos, según me indican.
Su señor, Diego Fernández de Córdoba, emparentado con los Aguilar, cuenta exactamente mis años, y es alcaide de los Donceles, me gustará vencerlo. Bien manejada, esta victoria puede ser útil, no sólo respecto a los granadinos, sino respecto a los pueblos limítrofes, que en estos momentos calibran nuestras fuerzas.
Me garantizan que no hay peligro alguno; no se emprendería la acción si lo hubiese. La comarca a que vamos la llaman en el Reino ‘la huerta de Aliatar’: tan recorrida y domeñada la tiene. Eso allana todos los escollos.
Me acompaña, perfumada y lucida, la flor de Granada. Temo que, en lugar de parecer que vamos a la guerra, parezca que vamos a un torneo —tal es la creencia general—, y los jóvenes de Granada, cuando se exhiben, gustan de vestirse con lo más rico que poseen. Quiera Dios que, si ricos vamos, retornemos más ricos todavía. Como dirían los cristianos, es mi bautismo de sangre. Mi suegro está a mi lado: tengo en quién confiar. Con todo, sé que echaré de menos a mi tío el emir; siempre soñé con ganar mi primera batalla junto a él.
Antes de ponerse al frente de mis hombres me dispongo a dormir unas horas.
Para tus herederos no hay herencia: ni trino, ni arrayán, ni limpia sombra ni agua alegre.
Los cuervos te parecen, desde abajo, las aves de la misericordia.
Boabdil, “Elegía de Almutamid”
Este año —ya lo dije— la primavera tardó mucho en llegar; más hubiese valido que no llegara nunca.
Estoy preso. No hay palabra en que quepa mayor desolación; quien no lo haya estado, no podrá comprenderla. El transcurso lentísimo del tiempo, la confusión de los días y las noches, la soledad exterior, que a veces me pareció tan deseable y ahora sufro sin pausa, el círculo de los recuerdos, que se enmaraña alrededor de mi cabeza...
Un rey preso: el ser humano prefiere pensar que ciertos hechos no suceden. En la accidentada historia de la Dinastía no había ocurrido antes. Y ojalá sea sólo esto lo que ocurra por vez primera; me asaltan inevitables temores de que habrá más. Mi pluma y mi mano se niegan a escribirlo.
He pedido estos papeles, no carmesíes, para obligarme y concretarme en algo; para que mi voluntad y mis ojos tengan un asidero en que fijarse, y acaso mi esperanza: no sé qué será de mí si se desangra. Ahora estos frágiles confidentes son la única ancla que me retiene, el espejo único en que puedo mirarme (en que debo mirarme, porque no lo deseo). Me propongo destruirlos si algún día retorno a ser libre. El sentido de la libertad (aun el de la descabalada e imperfecta que gozamos los hombres) empiezo a vislumbrarlo, como siempre, a deshora... Y entonces qué ingratitud destruir estos papeles; porque ellos son hoy los solos amigos con los que me cabe dialogar, o por los que aspiro a ser interpretado. Como ocurre siempre con los amigos, mucho trabajo y tiempo me costó conseguirlos: los cristianos detestan la escritura y les da mala espina quien escribe.
La mayor diferencia que existe entre los cristianos y nosotros no es la religión, sino la forma de entender y de vivir la vida. Alguien puede opinar que tal forma es la consecuencia de nuestras religiones; yo opino exactamente lo contrario: cualquier pueblo acaba por acomodar su religión y su pensamiento a sus actitudes y a sus comprensiones, a sus modos de amar y de apenarse y de gozar y de aguardar la muerte.
Los cristianos son aún más ásperos y rudos de lo que yo creía.
Acaso no por cristianos, sino por habitar bajo un clima tan diferente al nuestro. Veo esta estancia en la que estoy: cuadrada, agria, rotunda, con una chimenea desmesurada, con hostiles paredes de piedra, sin la ligera y acogedora suavidad de las nuestras. Quizá ellos encuentran en alcobas como ésta una armonía enjuta y más duradera, una densidad y una persistencia: eso no hace más que confirmarme que somos opuestos. Lo nuestro es el ahora, lo inmediato; lo suyo, una inconcreta perennidad, una metáfora muy poco comprobable.
Me llama la atención, a primera vista, que los cristianos no se recreen con el agua; la utilizan para beber, y apenas. Nosotros, quizá por un recuerdo atávico y colectivo del desierto, la veneramos; nuestro lujo consiste en admirarla y eschucharla correr, en extasiarnos ante los surtidores, en contemplar cómo la luz la traspasa y la irisa, en ver nuestros jardines y nuestros rostros reflejados en las verdes albercas, en administrarla en los riegos de nuestra agricultura, y en adivinarla bajo el aroma de las flores. Los cristianos no huelen (mejor será decir que no tienen olfato). Nosotros nos bañamos y nos perfumamos; ellos consideran pecado tales hábitos, como si se tratase de una blandura castradora, de un tributo al cuerpo que lo pusiera en trance de condenación; las casas de baños son para ellos las antesalas del infierno, o acaso el mismo infierno.
Todo es tosco y elemental entre ellos. Comen cuando pueden y lo que pueden, sea o no impuro; creen en los ideales más que en las ideas, se aferran a la tierra, y a la vez la desprecian; adoran a su Dios sin lavarse las manos y con las uñas descuidadas y sucias, y cuando van a la guerra, sus soldados van para saciar su hambre, no para defender algo (quizá sencillamente porque no lo tienen, y su manera de adquirirlo sea la guerra). Su sentido de la intimidad, alrededor de la cual se cierran como erizos de mar, también es tosco. Nunca como ahora me he sentido tan hostil a mi cuerpo. Vestido con sus pesadas ropas opacas, sin ocasión de lavarme de continuo, como nosotros hacemos hasta por prescripción religiosa, percibo olores míos no percibidos antes: los olores de mis axilas, de mis pies, de mi sudor, de mi semen húmedo o seco, de mi cabello, de mis ventosidades, de mi aliento.