Read El manuscrito carmesí Online
Authors: Antonio Gala
Aún hoy me cuesta trabajo convencerme de que una y otra cosa fueron reales: yo era la diana de las ilusiones y los odios ajenos, y se me erigía en la esperanza del Reino, siendo así que perdía, cada vez con mayor celeridad, mi propia esperanza.
—La situación está planteada con mayor evidencia que nunca —repetía mi madre—. En la historia de la Dinastía nunca se ha alcanzado tal límite. Tu padre se enreda más y más en los brazos de la ramera; ella da por descontado que un hijo suyo lo heredará; en Granada se respira el aire de la sublevación: yo tengo muy hecha a ese olor la nariz. El trono lo tendrá que ocupar alguien que pese de veras sobre él. O lo ocupas tú ahora, o lo conquistarán los de Almería. O acaso se anticipe, contra ti y contra ellos y contra los cristianos, tu tío Abu Abdalá.
—Eso es quizá lo mejor que podría sucederle a Granada. Tú misma has dicho que sería un buen rey.
—Lo sería; pero aquí estoy yo para impedirlo. Es mi sangre la que tiene que reinar en Granada.
No quiero volver a oírte, ni en broma, esa majadería.
No sabía ella hasta qué punto hablaba en serio yo.
Finalmente, una noche, entre los asistentes a una zambra, descubrí a Jalib. Había crecido.
Estaba más moreno que la última vez. Retrocedí de pronto todo lo que por la senda del olvido había adelantado. Hube de ocultar un temblor que me sacudió de arriba abajo. Me castañeteaban los dientes. Cuando me serené, me hice el encontradizo con él.
—Hace tiempo que no te veía.
¿O me equivoco?
—Estuve en Almería, señor.
—Con Husayn.
—Sí, señor.
—¿Qué tienes tú con él?
—Nada, señor; pero, como te disgusto, él me invitó a su casa.
—¿Me disgustas? —pregunté en un sollozo—. Tengo que verte a solas.
—¿Para qué, señor? —me sonreía—. ¿Para continuar riñéndome?
Lo llevé cerca de un quiosco en medio del jardín. Sin darle explicaciones, lo besé apasionadamente. Todos los besos que había imaginado darle en mi soledad se los traté de dar en uno solo.
Jalib, sorprendido, respondió con la misma lejana condescendencia con que correspondía a los cariñosos besos de los otros.
—¿Es que amas a Husayn?
—No amo a nadie, señor.
Estaba claro como el sol. Y, sin embargo, para mí no lo estaba.
—¿A mí tampoco?
—Si quieres, te amaré. Tú eres quien manda.
—Es que no deseo que me ames porque yo sea quien manda.
—¿Cómo entonces, señor?
—Como yo te amo a ti.
Lo acariciaba con tanto ímpetu como si lo golpease. Lo estrechaba furioso entre mis brazos, a los que él, sin resistencia, se abandonaba.
Una sombra cruzó sus ojos, que me parecían lo más precioso que había visto en mi vida.
—¿Me amas, y eres duro conmigo?
—¿No te das cuenta de que, si dejase escapar una sola palabra benévola, te inundaría con mi amor?
He de estarme ante ti con las manos delante de la boca, para evitar que por ella salga mi alma y te asuste.
Envuelto en mi ofuscación, no comprendía yo que él, ausente de Granada, no me habría recordado siquiera. Hirviendo en el jugo de mi amor y de mi desamor, no echaba yo de ver que nuestros caminos, durante los meses en que no lo vi, habían lógicamente divergido. Y pretendía, en un instante, ponerlo al tanto de lo que ni yo mismo comprendía.
—Tú eres mi pan de Egipto.
—¿Qué es eso?
—Un pan por el que se pasa la noche entera en vela, y no puede comerse.
Se echó a reír con sencillez:
—Pues cómeme, señor.
—No así, no así. Yo quiero ser también tu pan de Egipto.
—El pan hay que amasarlo antes, y echarle levadura, y cocerlo, y esperar que se enfríe.
Tenía razón. El que no ama siempre tiene razón: es lo único que tiene. Me despedí de él aparentando haberle gastado una broma, y me prometí apartarlo de mi corazón y de mi mente. Fui incapaz de cumplir mi promesa.
Nada hay más sencillo que poseer un cuerpo, y nada tan complicado como poseer un alma: un alma que ni siquiera se niega a ser poseída, sino que simplemente está mirando hacia otra parte, o no mirando nada. El enamorado es igual que un faquir de los que vienen desde la India a exhibir sus artes en el zoco: se acuestan sobre clavos, devoran fuego, se traspasan con espadas puntiagudas y, en apariencia, continúan ilesos. Yo continuaba en apariencia ileso, pero me hallaba moribundo.
El día en que me acosté con Jalib por vez primera había visto a mi padre acariciar en público a Soraya; encendido por ella, sus ojos incandescían de lubricidad.
Se retiraron antes de que la fiesta concluyera, porque a mi padre le urgió la posesión de aquel cuerpo que se le ofrecía, pero que no correspondía a su deseo. Sentí pena de él, y de mí. Busqué a Jalib con desesperación. Lo hallé en la casa de Husayn, al que no le ligaba más relación que la de la servidumbre, aunque los celos no cesaban de martirizarme. Lo llevé conmigo sin decir una palabra. Y lo tuve. ¿Lo tuve? Él respondió con cariño y docilidad a mis caricias. Me entregó cuanto podía entregarme. Como lo de Soraya, lo suyo no era amor, y no lo iba a ser nunca. Era dejarse poseer por mi ansia, igual que se deja comer el pan. Pero para mí sería siempre el pan de Egipto.
A partir de esa noche se materializaron mis tormentos. La soledad del que está solo no es la peor, porque aún le queda la esperanza; pero a la soledad del que está acompañado por quien no le corresponde, sólo le queda la desesperación. No es posible conquistar a quien ya es nuestro, a quien nos obedece con sumisión y afecto, pero con un afecto que no es equiparable al que nosotros requerimos. El amor seguramente no es más que un deseo, y el placer seguramente no es más que un alivio del dolor que ese deseo nos produce; pero cuando el deseo no se sacia, sino que se multiplica, el dolor, en lugar de calmarse, crece hasta hacerse irresistible. Es una hidropesía en la que el agua da más sed; en la que se bebe a conciencia de que es en vano todo, y de que el mal está dentro del hidrópico mismo, y de que hasta el beber es ya también un daño, quizá sólo inferior al que nos produciría el no beber.
“Maravíllate” —dice el poeta— “del que siente que le arden las entrañas y se queja de sed, teniendo el agua fresca en la garganta.”
Pero otro dijo:
“La mano del amor nos ensartó para la alegría: nosotros éramos las perlas, y el deseo era el hilo”.
A eso aspiraba yo. Pero cuando el hilo se rompe, ruedan las perlas separadas sin cumplir su rutilante destino de collar. Yo supe, en cada momento, durante los agotadores meses que siguieron, hasta qué punto el hombre disfruta de un espejismo de libertad y de enajenación. Nada podía yo contra la inmovilidad del sentimiento de Jalib. Saber que a él le habría complacido enamorarse de mí, saber que le habría complacido complacerme, no me consolaba, porque le era imposible. ¿En eso consistía su libertad? ¿En eso, la mía? El hombre jamás alcanza aquello que más quiere: nunca se toca el horizonte. Y allí estábamos, frente a frente los dos, o lado a lado, o yo dentro de él, y tan distantes como el Sol y la Luna.
Me sobrevino una especie de vesania. Tenía que vengarme del daño que me hacía, aunque sin intención; tenía que vengarme de necesitarlo de tal modo. Le prohibí cantar en público; le prohibí servir a nadie. Le exigí, por el contrario, cantar y cantar y cantar para mí sólo; cantarme con su voz ligeramente agria, de la que dependía mi felicidad momentánea y mi larga desdicha. ‘Déjame ver tu cuerpo en medio de tus palabras’, le suplicaba. Y él se despojaba con naturalidad de sus vestidos, y seguía cantando:
“Tus ojos no han dejado en todo mi corazón sitio sin agujeros: como un dedal lo tengo.
Mi dolor es la almunia donde tú te diviertes; mis ojos, las albercas; una acequia es mi cara.
Mientras la fiesta es tuya, mi corazón se rompe”.
Lo amaba y lo odiaba con igual fuerza al mismo tiempo. áDía y noche traté de acabar con aquel sentimiento mío sin respuesta, aquel sentimiento impar y manco, que jamás encontraría su necesario eco, a pesar de que en mis manos estaba matar la vida de quien me lo inspiraba, o exaltarla hasta el cielo. En el fondo, lo que deseaba era hacer trizas aquello que se me resistía sin oponerse ni al menor de mis deseos. Una tarde, en los Alijares, deslumbrado por su sonrisa imperturbable, cogí una piedra y le golpeé el rostro. Quise destruir aquella sonrisa que me destruía, aquella hermosura que nunca iba a ser mía, y que, por otra parte, ni siquiera me parecía la mayor de este mundo... Sus ojos, entre la sangre, me miraban aterrados, y yo me eché a llorar sobre aquel rostro, el más amado de los rostros, destrozado por mí. ‘El oficio del hombre —pensaba— no es el dolor; su oficio es la alegría, pero qué mal lo ejerce’.
Jalib me tomó miedo. Procuraba evitar las ocasiones de quedarse a solas conmigo. Inventaba para ello los más inverosímiles pretextos.
No consiguió más que transformarse para mí en un ofuscamiento que no me permitía pensar en otra cosa.
Lo echaba de menos como al aire mismo, y, cuando lo tenía junto a mí, lo detestaba y lo echaba de menos más aún. La gente de mi entorno me observaba con la medrosa atención con que se observa a quien está perdiendo la cabeza; con frecuencia sorprendí murmullos que se acallaban al aparecer yo. Los ojos y los oídos de mi madre eran demasiado perceptivos como para ignorarlo. Ninguno de sus emisarios, cada vez portadores de más oscuras nuevas, lograban distraerme de mi tema. Moraima, respetuosa, aguardaba a que pasase la tempestad —a su entender, tan intensa que no podía ser larga—, sin referirse a mi mudanza ni a mi desolación. A veces agradecía su mano sobre mi mano; a veces me repugnaba porque su amor no era capaz de sustituir al de Jalib. Y entretanto Jalib, a quien hubiese atado a mí con cadenas de acero, cantaba, me servía de beber, me brindaba su adorable carne, me era fiel, y sonreía: impenetrablemente sonreía. Cuanto yo deseaba me era concedido por él, menos lo único que de verdad deseaba: eso no estaba en su poder, ni dependía del mío.
Una noche fui al Albayzín a casa de mi madre, resuelto a participar en la conspiración contra el sultán. Pero mi proyecto nada tenía en común con el de ella: yo había llegado a la conclusión de que, siendo sultán, acaso podría lograr que Jalib me amara; el corazón humano se defiende con su propia insensatez. Mi madre me recibió con severidad y menosprecio. En sus ojos no descubrí piedad alguna; y yo me estaba muriendo, sin embargo. Yo anhelaba abalanzarme a sus brazos, volver a ser un niño en ellos, o desaparecer; ella, como si lo hubiese adivinado, cruzó sus brazos frente a mí.
—No hay nada en este mundo, ni en el otro, que valga lo suficiente como para apartar a un hombre de su destino. Preferiría verte muerto a saber que algo te arrastra a semejante violación. Ya lo has oído: muerto. Y haré todo lo que esté en mi mano para impedirlo. No lo olvides.
A la mañana siguiente un polvoriento mensajero trajo la desastrosa noticia. Cundió por la ciudad como un relámpago: se había perdido Alhama, que era nuestra antesala. Fue el primer aldabonazo que el destino del que mi madre hablaba dio contra nuestra puerta.
La tarde de aquel mismo día busqué a Jalib por todas partes. No apareció. Mandé que lo buscaran, alarmado por la sospecha de que definitivamente había huido de mí y de mis insaciables exigencias. Me propuse, si volvía, pedirle perdón por tantos sufrimientos; me propuse postrarme de rodillas ante él cuando volviera; me propuse ordenar su muerte; me propuse alcanzar el trono y abdicar en él; me propuse incorporarlo, sin la menor prerrogativa, al ejército que ya se convocaba para la reconquista de Alhama; me propuse pensar que todo se había perdido para siempre, y era mejor así; me propuse matarme para descansar un poco.
En las primeras horas de la noche de aquel 1 de marzo, en que la primavera, indiferente a todo, se insinuaba, Moraima pidió verme.
—Prefiero que lo sepas por mí: el cuerpo de Jalib, el hijo del herrero, ha sido hallado. Esta madrugada, según dicen, se despeñó en la Sierra.
La primavera, la alta noche, el palacio, mi vida, todo se echó a rodar. Una calima... no, demasiado tarde para tanta calima, demasiada oscuridad: eran mis ojos.
—¿Él mismo? Quiero decir, ¿por propia voluntad?
—No lo sé. Al parecer, tiene en el pecho una gran puñalada...
Una puñalada anterior a la caída.
‘Llorar, no’, me dije. Me flaqueaban las piernas. Se me acercó Moraima y me sostuvo. Valía más no pensar; hundirse. Me dobló el cuerpo una arcada. ‘No’.
Un vacío en el estómago, como si la muerte se fuese haciendo un sitio. ‘Respira hondo’, me decía.
¿O era Moraima? ‘No, no’. No podía contener el temblor de mi barba. Oía crujir mis dientes.
Con un brusco gesto la aparté.
—¿Qué es lo que sabías tú?
—Todo. Lo sabía todo —bajó sus dulces ojos—. Y tu madre también.
‘Llorar, no’, me repetí. Y no lloré. Pero, con todas las fuerzas de mi alma, me puse a odiar al mundo entero, y a mi madre en el centro del mundo, con la certidumbre de que la iba a odiar siempre.
Como un vestigio de aquella época, dejo aquí unos poemas. No expresan, ni por lo más remoto, lo mucho que sufrí y que gocé. El enamorado necesita engañarse para seguir sufriendo, y necesita sufrir para seguir engañándose. Como prueba, aquí están estos restos de mi naufragio. Sobre una playa ajena quedan, mancillando la arena, incapaces de describir cuánta era la gallardía y cuánto el esplendor del alto barco del que formaron parte. Sano está quien olvida.
“La noche era indecible y era nuestra Pero, como me habías besado a mí al llegar, tú besabas, copero, a todo el mundo.
Tú besas en la boca, copero, traidor mío...
La noche se volvió en mi contra como una oscura espada.
La noche, ardiente y casta, lo mismo que una espada puesta al fuego.”
“Acaso yo elegí la frialdad pensativa, y no era de pensar de lo que se trataba, sino de sentir sin presentir; de darse, ay, de darse, con los ojos cerrados a la esperanza.
Porque todos somos hermanos en la fiesta, y podemos besarnos sin temor en la boca.
La historia va despacio: va mucho más despacio que la noche.
Nada de todo esto ha ocurrido todavía jamás.”
“Mientras borracho el viejo maestresala baila y se cimbrea, la mano en la cintura y la servilleta tremolando en el aire, nos miramos.