El manuscrito carmesí (17 page)

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Authors: Antonio Gala

BOOK: El manuscrito carmesí
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Mi tío, que se llama como yo, es moreno, delgado y muy alto; tiene la tez pálida y los ojos aterciopelados: ‘Mira como si acariciara’, decía Subh. Las mujeres, cuando lo ven, no logran apartar de él su mirada, y suspiran de pronto como si se les hubiese olvidado respirar por mirarlo. Mi tío responde con una carcajada a esos suspiros: conoce su causa y la desdeña. No en balde anda siempre rodeado de mujeres; hasta en su casa, pues sólo tiene hijas.

Desde antes de adquirir uso de razón he sentido por él una admiración maravillada. Me habían contado que, teniendo yo dos años, él solía buscarme —’Vengo a verlo crecer’, decía—, me tomaba en brazos, me besuqueaba, y después me arrojaba por el aire y me recogía con la capa, ante el griterío de Subh. Hasta que una mañana se le trabó la capa con el sable y, al no extenderla a tiempo, di yo con mis huesos, todavía blandos, en las losas. Añadía Subh que la cara de mi tío se demudó de tal modo que ni ella se atrevió a aumentar su sobresalto con insultos. A Dios gracias, las consecuencias de la caída fueron sólo unas cuantas moraduras y una gran hinchazón; pero mi tío no volvió a jugar con mi cuerpo a la pelota, y en la corte quedó confirmada su predilección por mí. Si alguien me preguntaba en mi niñez a quién me gustaría parecerme, respondía sin dudar un instante. Por eso cuando, unos días atrás, Moraima, después de observarme con sonriente ironía, me dijo que cada vez me asemejaba más a Abu Abdalá, levanté la cabeza con orgullo. Sospecho que ella no supo interpretar mi gesto, y calló pensando que la comparación me había incomodado.

Mi padre y él, a pesar de la diferencia de edades, se llevaban muy bien. En los comienzos, mi tío lo ayudó más que todo un ejército.

Entre los dos consiguieron lo que afirmó mi padre la mañana en que me llamó al Consejo: un buen momento para el Reino. El gobierno se desenvolvía con firmeza; los ciudadanos se sentían seguros; se respetaban los principios religiosos, lo cual proporciona a los instalados una plácida sensación de sosiego; se suprimió la delincuencia, y, sobre todo, la frontera se mantuvo estable y defendida, cosa que casi nunca había ocurrido. El pueblo, pues, estaba satisfecho con mi padre. Sin embargo, contra él, y contra la ascendente estrella de Benegas, pronto se levantaron los alcaides que promovió mi abuelo y que habían defendido su causa. Los secundaron algunos capitanes cristianos (siempre dispuestos a alimentar cualquier discordia interna) y los abencerrajes, que no olvidaban la hostil actitud con que mi padre inició su reinado, y que sintieron la tentación de imitar a los grandes castellanos que se comportaban en la frontera como señores absolutos. Estos grupos rebeldes izaron como bandera la más gallarda y noble que existía: el nombre de mi tío Abu Abdalá. Por medio de artimañas, lo secuestraron y lo instalaron en Málaga a la fuerza, coronándolo rey, y así declararon una guerra civil que pudo ser funesta. En Granada, tan hecha a vaivenes, a nadie extrañó mucho; la gente opinaba, como mi madre, que mi tío había nacido para rey. Yo había cumplido entonces ocho años, y cundió por la Alhambra la noticia. Tanto mi tío como los abencerrajes y los viejos alcaides gozaban de una simpatía que nunca alcanzó Benegas, generalmente odiado, aunque luego lo sería más aún. Por si fuera poco, Málaga aspira por tradición a la independencia: en la dinastía anterior también fue gobernada por el hermano del último rey; ojalá sea falso que la Historia reitera sus capítulos.

Pero mi padre no se arredró; conocía demasiado a su hermano.

Desde el principio supo que el alzamiento no era idea suya, sino una revuelta de los preteridos y humillados. áMi experiencia me dicta que los abencerrajes, como individuos, fueron siempre dignos de consideración, responsables y honrados; pero, cuando actuaron como tribu, han proporcionado muchos quebraderos de cabeza al Reino.

Les sucede al revés que a los Voluntarios de la Fe, que, como cuerpo, son una buena guardia y un buen baluarte, pero cuando han caído en manos de algún jefe intrigante, se han metido en política y han dislocado todo. Por eso fue en persona hasta Málaga y, mediante argucias y dinero, consiguió que mi tío escapara de las garras de los rebeldes y compareciera en su campamento. Allí se mostraron los dos juntos y, sin mayor inconveniente, se sometieron los levantados ante el prestigio de uno y otro. Mi tío volvió a ocupar el puesto que ocupaba; pero la represión contra los viejos alcaides y los abencerrajes fue terrible.

Muchos de éstos fueron decapitados después de una cena en la Alhambra, a la que acudieron embaucados por el perdón de mi padre a su hermano. Los que huyeron con vida se refugiaron en Castilla, o en Aguilar y en Medina Sidonia, asilados por las familias fronterizas enemigas de las amigas de mi padre. Y, tras aquel baño de sangre que suspendió el ánimo de la ciudad, el poder se estabilizó de nuevo. Aunque quedó una sombra en la mente del pueblo, que estaba enamorado de los abencerrajes —apuestos y valientes y representativos— y cada día más reacio a Benegas. Qué misterioso el olfato de un pueblo para detectar con antelación el mal que se avecina.

Tres años después, es decir, el mismo en que me entrevisté con mi padre, me mandaron a Almuñécar con mi tío, cuyo cariño por mí aumentaba al seguir sin hijos varones.

El propósito era que me ejercitara en el uso de las armas y me perfeccionase en la equitación. Mi madre me despidió diciéndome:

—Adviértele a tu tío que, por mucho que se aspire a un trono, no se tira por el aire a quien ha de heredarlo. Y que, si se le tira, no se le recoge.

Con lo cual me daba a entender el crédito que la seriedad de mi tío tenía a sus ojos, y que conocía mi entrevista con mi padre antes quizá de que yo saliese de la Sala del Consejo.

—Según el Profeta —me dijo mi tío el primer día—, a tres juegos humanos asisten complacidos los ángeles: a las carreras de caballos, al tiro al blanco, y a otro, aún prematuro para ti.

—¿Cuál es? —pregunté de inmediato.

Mi tío rió:

—El que juegan juntos un hombre y su mujer.

Cada mañana descendíamos de la fortaleza y galopábamos por la playa en competiciones apasionantes, cuyas reglas me permitía mi tío establecer, y en las que, a pesar de darme todas las ventajas, siempre me superaba. Aquellos días felices, ilimitados y luminosos, estuvieron llenos de mi tío y del mar. Quizá son para mí los dos como uno solo: a la vez próximos y lejanos, persistentes y mudables sin cesar, gozosos y severos, e inmensos. Yo no deseaba más que estar al acecho de los dos, pero fingiendo que ni siquiera los miraba, y sentirme mirado por ellos, pero fingir también que no me daba cuenta. Mi único anhelo era sobrepujarme a los ojos de mi tío, por lo que pugnaba en aparentar más coraje, más resistencia, más reciedumbre y más preparación de los que tenía.

Tierra adentro, una mañana me descabalgó con violencia la montura. Me produjo un soportable daño en un brazo; pero —quizá por excusar mi torpeza— cerré los ojos y simulé un desmayo. El tío Abu Abdalá se apeó, se abalanzó sobre mí, me tocó la garganta, y me abrazó, hasta que, al comprender que se trataba de un engaño, se alejó enojado y sin decir palabra.

Pero fue entonces cuando sobrevino el daño verdadero: una viborilla, quizá un alicante, a la que había asustado mi caída, me mordió en un muslo. Sentí la picadura, vi al animal, y quise no gritar, pero grité. Volvió mi tío la cabeza y se percató enseguida de todo. Se abalanzó de nuevo sobre mí, puso su boca en mi muslo y sorbió el veneno. A mí se me hizo eterno el tiempo en que la boca de Abu Abdalá, como una ventosa, estuvo contra mi carne. Pensé que podía morir, y no me resultó desagradabe esa manera. Mi tío apartaba la cara, escupía, y volvía a apretar mi muslo con sus labios. Hasta que dio por hecho cuanto era posible hacer. Yo yacía sobre la hierba casi desnudo, mi mano sobre la negra cabeza de mi tío; para serenarme, sus manos recorrían mis piernas, mi pecho, mis mejillas.

Ninguno de los dos hablábamos, sólo se escuchaban nuestras respiraciones; pero era evidente que acababa de crearse entre nosotros un nuevo vínculo de vida y muerte, de generosidad y de deber: un vínculo que convenía mantener en silencio. Con una honda y larga mirada así lo establecimos. La luz del sol caía en vertical sobre nosotros cuando, con su mano morena y vigorosa, me dio un azote, y dijo con voz severa:

—Ya eres un hombre. Que ese tonto veneno no envenene tu vida.

Ni la mía. Volvamos.

Y como mi impericia había dejado huir al caballo después de que me arrojase por las orejas, montamos ambos en el suyo —yo delante de él—, y retornamos a la ciudadela.

Lo que voy a escribir a continuación ocurrió dos días más tarde.

Estoy casi seguro de que no fue imaginación mía, sino que sucedió tal como lo cuento. Sin embargo, cualquiera —yo mismo hoy— puede sacar distintas conclusiones.

Todavía me molestaba el muslo por la picadura, pero no lo tenía apenas inflamado. El físico me había puesto un emplasto de hierbas —’Es de sapos’, bromeaba mi tíoque me impedía moverme con soltura.

Mi tío decidió que, en lugar de montar, me ejercitase esa mañana con el arco. Disparaba bastante mal, y frente a mí se hallaba el testimonio: un blanco ileso. Cuando marraba un tiro, escuchaba las risotadas de Abu Abdalá.

—La mejor manera de huir de tus flechazos es ponerse ante el blanco.

Nos encontrábamos en la plaza del castillo. Abajo espejeaba el mar. Era primavera, y ya sudábamos. Mi tío se había aligerado de ropa, y yo también. Los dos jugábamos a la guerra, como dos viejos compañeros de armas. De repente vi cómo mi camisa se teñía de sangre.

No sentí dolor, ni entendí qué sucedía. Mi tío había ido a recoger las flechas erradas y, cuando alzó la cara, lo vi palidecer. De dos saltos se acercó a mí, me arrancó la tela ensangrentada, cogió mi cabeza entre sus manos, y le volvieron de nuevo el color y la risa.

—Contigo siempre se está en un ay. Ahora sangras por la nariz; eres todavía un niño. ¿Es que te has dado un golpe?

Negué con la cabeza, mientras me cubría la nariz con los dedos.

Mi tío, después de sentarse en el suelo, me tumbó boca arriba sobre sus piernas, me echó la cabeza hacia atrás, me levantó los brazos por encima de ella, y, tronchando una ramita del arrayán que había junto a él, me la metió dentro de la boca sobre la encía superior, oprimiéndome luego con suavidad el labio. Casi en seguida la sangre dejó de manar. Con el vuelo de su camisa enjugó la que me manchaba la barbilla y la boca. Yo había entrecerrado los ojos porque el sol me deslumbraba. Traslúcidos, los párpados me enrojecían el cielo.

Sentí que la sangre —y no ya la de la nariz— se aceleraba por mi cuerpo y frenaba de pronto su carrera.

No sabía a qué atribuirlo, pero me encontraba a gusto sobre el regazo de mi tío. Su mano izquierda me acariciaba el muslo mordido por el alicante, y la derecha, cuyo brazo me estrechaba, no se había movido de mis labios. Arrastrado por un cariño más grande que yo mismo, la besé. No sé si fue sólo una reacción de agradecimiento, o quizá algo menos simple. Sentía el aliento de mi tío sobre mi rostro, como si un esfuerzo físico alterase el ritmo de su respiración. El sabor del arrayán perfumaba mi boca, y el aroma del arriate removido al arrancar el tallo, el aire. Calentaba desde lo alto el sol. La primera abeja runruneaba a nuestro alrededor. Sin abrir los ojos, percibía el cabrilleo del mar. El leve jadeo de mi tío se acercó más a mí. Mi boca presintió la proximidad de la suya. Aguardé, durante un segundo que duró más que muchas vidas, lo que iba a suceder.

Apretando los párpados, aguardé.

De repente, mi tío se levantó con brusquedad dejándome caído boca abajo en el suelo. Abrí por fin los ojos. Lo vi de espaldas frente al mar. Los vi juntos y superpuestos a él y al mar.

—Ya no te sale sangre. De prisa. Toma el arco y las flechas.

En aquel instante comprendí por qué todos pensaban que mi tío Abu Abdalá Ibn Sad habría hecho un buen rey.

Cuando mi abuelo casó a mi padre con mi madre no se molestó en preguntarle si la amaba: la respuesta saltaba a la vista. Había estado casada con dos sultanes, al segundo de los cuales acababa de degollar mi padre; era mayor que éste; se trataba, más que de una mujer, de una institución nazarí, y ni yo mismo me atrevería a decir que es bonita.

—Desde lejos, si no fuese por las ropas, se la confundiría con un hombre; y aun desde cerca surgen dudas —le oí comentar a una concubina.

Tiene, eso es cierto, una clase de arrogancia que sólo suele verse en los hombres; su instinto maternal es muy somero, y desaparece si se le compara con su instinto regio. Supongo que es porque nunca puso en tela de juicio que había nacido para reina. Es hija de Mohamed IX “el Zurdo”; su primer marido, del que no tuvo hijos, fue un primo suyo, Mohamed XI “el Cojo”, y el segundo, también por razones políticas, Mohamed X “el Chiquito”, hijo de Mohamed VIII “el Chico”. (Sé que este galimatías puede resultar complicado; lo es para mí mismo, aunque se trata de nombres próximos a nosotros. De ahí que me proponga, en cuanto tenga tiempo, escribir la historia de la Dinastía, poniendo en claro lo que no lo está y desbrozando las crónicas, tan cuajadas de elogios sobados y robados que, más que a poesía, huelen a sudor cuando no a sangre. Para ello tendré que consultar la biblioteca de la Alhambra, porque en una sola cabeza —sobre todo si es la mía— no caben tantos datos y menos aún tantas traiciones). Mi madre ha vivido entre intrigas, aventuras, destronamientos y entronizaciones, exilios y retornos. Es inteligente y representativa; personifica la más poderosa facción de Granada.

Era, pues, prudente que quien se propusiera gobernar se la anexionase. Y ningún procedimiento más eficaz que casarla con su futuro heredero, que resultó ser un usurpador. Por eso, ni mi abuelo ni mi padre se plantearon la cuestión de rechazar tal boda. Porque yo estoy convencido de que un florecimiento difiere de una decadencia en que hay una voluntad —no sólo del poderoso, sino de la mayoría de los súbditos— que acierta al escoger, y que escoge y coloca en la primera fila a un hombre de signo positivo, y elimina o anula al de signo contrario. Y tal es precisamente la última razón de que no las tenga todas conmigo en este trance, a pesar de que la actitud de mi padre responda a la dirección positiva de que hablo; porque, ¿con quién, sino con ella misma, está la mayoría de los súbditos?

Cada día iba menos por la madraza de los príncipes y pasaba más horas con mis instructores. Benegas, más que los otros, me atareaba poniéndome al corriente, a su manera, de la política y de la tesorería, y eran justamente sus largas parrafadas las que, por un efecto contrario al perseguido, sembraban en mí la incertidumbre.

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