Read El manuscrito carmesí Online
Authors: Antonio Gala
Me quedé dormido sin querer.
No debía de haber pasado mucho tiempo cuando me despertaron los voraces lametones de “Din” humedeciéndome la cara. Sin abrir los ojos, sonreí. Pensé qué fácilmente había encontrado él el camino de vuelta, ahora que yo iniciaba otro de ida sin la menor idea de dónde me conduciría. Suspiró el perro, suspiré yo, y nos dormimos abrazados.
Pasaron dos días antes de que volviera a ver a Husayn. Fue a la salida de la oración de la tarde en la mezquita de la Alhambra. Me saludó con amabilidad. Mis ojos, llenos de intensidad, buscaron los suyos; después los abatió la decepción: Husayn me miraba con la sencilla indiferencia con que miraba los árboles, el minarete, los tejados verdes, la tarde, la suave cuesta que desciende hasta la entrada principal de los palacios, y los rostros de quienes nos rodeaban. Me preguntó por “Din” y me contó riendo que la otra noche no había durado a sus pies ni una vela siquiera; en cuanto apagó la antorcha para dormir, “Din” huyó de su alcoba.
Husayn, en adelante, me trató como si nada hubiese ocurrido entre nosotros. Y así era, en efecto: nada importante había ocurrido.
Sin embargo, yo tardé en descubrirlo. Cuando lo descubrí, había dejado para siempre de ser un niño ya.
Estábamos jugando, entre lección y lección, en la madraza de los príncipes, dentro del recinto de los palacios. Éramos doce o catorce. Nos habían enviado hacía muy poco, desde Loja, unos kurray: unos preciosos potros tallados en madera de colores brillantes, con los faldones de tela listada y bordada. Nos los atábamos, para correr cañas, a la cintura. El de mi hermanastro Nazar acababa de chocar tan fuerte contra el mío que le había partido una oreja; yo la tenía en la mano, la miraba con pena, pretendía ajustarla de nuevo a la cabeza. Entonces entró un criado de la casa de mi padre, y, dirigiéndose a mí, dijo tajantemente:
—El sultán, a quien Dios bendiga, desea verte ahora.
En el patio se hizo un silencio. Quizá ese silencio me atemorizó más que el mensaje. Mi padre no me había mandado llamar nunca, y yo no lo había visto a solas en mi vida. Me desaté el kurray; lo deposité con excesivo cuidado —no sé si para tomarme algo de tiempo o para simular una tranquilidad que no sentía— en un rincón del patio. Miré a Yusuf, que me saludó con la mano para darme aliento, y seguí al sirviente, preguntándome qué habría hecho mal, o qué quejas le habrían dado a mi padre para que, de manera tan drástica, interrumpiera las lecciones y me reclamara delante de todos.
Me condujeron a la Sala del Consejo, lo cual me alarmó, si cabe, más aún. Yo sólo había entrado allí una vez, en compañía de uno de mis maestros, para pedir gracia a un ministro en favor de un sirviente nuestro, que había quemado con un brasero el borde de un tapiz. Al atravesar el arco no distinguí nada en la penumbra, deslumbrado por la luz exterior.
Luego ya vi a mi padre. Nunca me había parecido tan temible, quizá porque nunca lo había visto antes en funciones de rey, o quizá porque mi estado de ánimo me lo engrandecía. Al principio creí que estaba solo: soberbio, de cejas espesas y fruncidas, y ojos relampagueantes como en una cólera continua. Debía de vestir de oscuro, porque no distinguí sus ropas, sólo su cara, cercada de una barba negra, y sus manos, poderosas y largas.
—Acércate —me dijo.
Estaba sentado, y me indicó que me sentara frente a él. Al obedecer, adaptados mis ojos a la luz, alcancé a ver dos hombres que lo flanqueaban. A uno lo identifiqué como el gran visir Abul Kasim Benegas; al otro no lo había visto nunca. El visir era muy delgado y cargado de hombros, con una barba en punta aún no del todo blanca.
El otro, en cambio, era bajo y regordete, con una expresión un poco ida y bondadosa; cuando notó que lo miraba, sonrió inclinando la cabeza; era más joven que los otros dos. Mi padre estaba hablando:
—Cuando tú naciste, los pronósticos que nos dieron los astrólogos no fueron favorables. Yo no creo en agüeros, salvo que sean propicios; sobre todo, si vienen de estrelleros trapisondistas, o pagados por enemigos míos. Y ciertamente los astrólogos de tu abuelo no me tuvieron nunca como amigo.
Yo había nacido un par de años antes de que mi padre destronara a mi abuelo. Los astrólogos oficiales, tratando de apoyar al sultán viejo, o acaso la candidatura de mi tío Abu Abdalá, pusieron de su cosecha cuanto pudiera ir en contra mía y, por tanto, de mi padre. En aquel tiempo la relación de mis padres entre sí era más concertada de lo que fue después, y mi madre falseó el día y la hora de su parto para tener el pretexto, suponiendo la mala fe de los sabios, de echar por tierra el resultado de sus horóscopos. Por eso nunca he sabido el momento exacto en que nací. El caso es que todos los vaticinios estuvieron de acuerdo en que, si un día me sentaba en el trono, el Reino se perdería conmigo. Semejante maldición había pesado turbiamente sobre mí, aunque nadie de las alturas tuviera una fe ciega en las cartas astrales, salvo —como acababa de decir mi padre— en cuanto les fuese conveniente. Y yo había sabido, unos meses antes, que los secuaces de mi tío Abu Abdalá, en los días de su frustrada rebelión contra mi padre, hicieron uso de esas predicciones perjudiciales para mí.
El visir y el otro acompañante atendían a mi padre entre signos de aprobación. Estaban de pie, y yo sentado, lo que me desasosegaba, porque preveía la importancia de lo que me iba a ser comunicado.
—Corren tiempos muy buenos para el Reino. Los reyes cristianos andan a la greña entre ellos y con Portugal; en cambio, nuestra economía está saneada, y nuestros súbditos viven tranquilos y felices. Gracias a mi gobierno, es fuerte la moneda; la agricultura, fructífera; los impuestos, tolerables; y el ejército, disciplinado y bien dispuesto. No se ven nubes en el horizonte. áTampoco se vieron durante los días del gran alarde, y cuando se vieron, no hubo remedio ya. De ahí que sea el momento ideal para iniciarte en las tareas políticas. Aquí están dos de las personas que te van a servir de guía en ese empeño. Sé que tienes ya bastantes conocimientos de escritura y del Corán; en adelante debes proponerte como punto de mira el de los príncipes nazaríes. La más alta instrucción es la que conduce al regimiento de nuestro pueblo: una forma de obtener el poder y de mantenerlo después en nuestras manos. Si respondes a esa exigencia, serás mi sucesor cuando Dios sea servido; si no respondes, otro príncipe te sustituirá en el privilegio. De ti depende, pues, tu propio destino, y no de los estúpidos agoreros que pretendieron disturbar nuestra esperanza.
Señaló a su derecha.
—Éste es, ya lo sabes, mi brazo derecho en el gobierno: el gran visir Benegas. Goza de mi absoluta confianza. Ningún hombre podría ilustrarte mejor que él, ni asesorarte mejor en el viaje que emprenderás a través del proceloso mar de la política. El ser humano vive muy poco tiempo y agitado.
Nuestra época es temblorosa y crítica: en buena parte es nuestra mano la que ha de marcar su signo y la dirección de los acontecimientos. En un príncipe, el valor, la abnegación y la defensa de su Reino hasta la muerte son virtudes que se dan por supuestas; a ellas hay que agregar la habilidad, la oportunidad en las acciones y la anticipación a los enemigos, de los que fuera y dentro estamos rodeados. —Los tres mostraron, con una sonrisa, su connivencia—. No puedo encarecerte con bastante insistencia que estudies, asimiles, experimentes y te apliques a discernir cuanto a tu alrededor suceda para que, cuando suene tu hora (y me es imposible desearla pronta) —los tres sonrieron de nuevo—, gobiernes con precisión, justicia y beneficio.
Señaló a su izquierda.
—Este otro personaje es Abu Abdalá Mohamed Ben Abdalá al Arabí al Okailí. Un hombre de prestigio, poeta y sabio. Él te orientará entre los intríngulis de la corte, del protocolo y de la majestad, no siempre accesibles, sobre todo al comienzo, cuando el poder no es aún suficiente como para cortar los nudos de un tajo y decidir con violencia. De ti y de ellos espero que hagáis una obra buena a los ojos de Dios. De vosotros dos —añadió dirigiéndose a ellos— espero que hagáis una buena obra a mis ojos. —Mirándome con frialdad, concluyó—: Ahora, vete.
No comentes nada de esta reunión.
Ni a tu madre. A tu madre menos que a nadie. —Sonrió, y volvieron a sonreír sus adláteres—. Ve en paz, y trabaja. Tu triunfo y el del Reino lo escribiremos entre todos dirigiendo tu mano.
Me puse en pie, di con torpeza las gracias, saludé y salí.
A Benegas y a El Okailí se agregaron un maestro de armas y un alguacil del tesoro. El maestro de armas me enseñó su variedad, su empleo y el procedimiento para elegirlas y sacarles provecho; pero también cómo utilizar a los soldados, a los que había que conducir y alentar, casi más que en la guerra, en la paz. áSin embargo, nadie me advirtió que la artillería —una nueva manera de hacer la guerra— me iba a traer los disgustos más serios de mi vida. Entonces en el Reino todos dormitábamos, sin mirar —ni en el armamento ni en nada— hacia adelante, sino a los modos y a las costumbres del pasado. Pero más que nada me hablaba de caballos. Me dio a leer el “Libro de los Escudos y de los Estandartes”, y, al recomendármelo, agregó:
—Según la leyenda, cuando Dios quiso crear el caballo árabe, se dirigió al viento del Sur: ‘Tú engendrarás una criatura con el poderío de quienes me defienden y con la fuerza de quienes me obedecen’. Por eso el Profeta nos previno: ‘A quien posea un caballo y lo respete, lo respetará Dios; a quien posea un caballo y lo desprecie, Dios lo despreciará’. Él simboliza la rapidez de nuestra victoria por el ancho mundo. No hay otro más elegante ni más ligero de movimientos; ninguno le iguala en mansedumbre y docilidad; ninguno más inteligente para aprender alegrías, o para hacer prodigios de agilidad. Recuerda esto: nunca mandes cortar su larga cola de seda; no te asemejes a esos pueblos que, con la misma cuchilla con la que cortan la cola de sus caballos, cortan la cabeza de sus reyes. Al hombre de armas castellano —decía ahuecando el pecho— da risa verlo, si es que se le ve; porque lleva celada con visera, peto doble, protectores de muslos, grebas y zapatos de hierro. Tiene un caballo principal, al que cubre también con bardas sobre ancas, cuello, pecho y testeras, y otro de dobladura para llevar la carga o sustituir al primero cuando lo rinde tanto peso. Ese caballero, pesado como un elefante, porta una lanza larguísima, de enristre, que descansa en una bolsa de cuero unida a la silla por el lado derecho, y estoque y maza o hacha. Nuestro jinete, por el contrario, se defiende con una armadura más ligera, una lanza corta, la adarga y un puñal.
Y mientras el castellano usa un estribo bajo, el estribo nuestro es muy alto y cabalgamos encogiendo las piernas, lo que hace más fáciles y ligeros nuestros movimientos.
Claro que los cristianos nos han copiado hace ya tiempo; sin embargo, les será siempre imposible competir con nosotros, porque el caballo es aliado nuestro.
El alguacil del tesoro, cuyo nombre es Abul Kasim al Maleh, me mostró, con el maestro de armas, durante una larga mañana, las riquezas guardadas en los sótanos del palacio principal, que entonces habitaba mi padre. Los reyes de Granada, tanto los ziríes como los nazaríes, han sido muy dados a acumularlas; por eso el resto de los reyes de Taifas nos llamaron “las urracas”. Las riquezas de los ziríes se las arrebataron los almorávides: ¿quién arrebatará las nuestras? Cuando las vi me parecieron deslumbrantes e innumerables: ninguna guerra ni desgracia alguna las podría agotar. áHoy sé que no estaba en lo cierto y las recuerdo, en su mayor parte perdidas, más de lo que las recordaba al día siguiente de habérmelas mostrado.
Entré en un subterráneo excavado en la piedra roja de la Sabica, con el silencio y la humedad rezumando por sus muros. Los siglos habían construido allí un prolongado agujero donde depositar sin prisas lo más fastuoso y lo más raro que se hallara. En la primera sala había armas suficientes para cubrir las demandas no sólo del ejército profesional granadino (la profesionalidad existía desde los tiempos de Almanzor), que era propietario de su propio armamento, sino de los ejércitos ocasionales, aglutinados como consecuencia de hechos concretos o por levas repentinas.
—En ellos se alistan, digamos que voluntariamente, los artesanos, los comerciantes y los ciudadanos del Reino, ordenados por villas, por señoríos y por familias, y también los artesanos, los comerciantes y los ciudadanos de la capital ordenados por gremios, por barrios y por puertas.
Así me lo explicó el maestro de armas, en aquel espacio lóbrego e inmenso, donde se repetía, una vez y otra hasta amortiguarse, el eco de su voz y de nuestras pisadas.
Mientras, me señalaba gruesos haces con millares de lanzas apuntadas o de dos filos, partesanas, hachas, mazas, porras de astil amplio y flexible, ballestas y venablos armados de varias cuchillas, flechas emplumadas, y esbeltos y potentes arcos. Apiladas en pirámides, miles de adargas, clasificadas según su material, su resistencia o su labor: había broqueles redondos de madera, y adargas de piel de buey o de onagro o de antílope sahariano, con bellos adornos metálicos colgantes; cotas de malla y jacerinas, coseletes y lorigas, cascos y yelmos. En una sala posterior, los arneses damasquinados y los tunecinos, hechos con chapa redoblada, las corazas labradas y las armaduras nieladas exhibidas sobre estafermos de madera, junto a los jaeces para los caballos y a los estandartes, los pendoncillos y los guiones. Y cerca, despidiendo una larvada refulgencia, un número infinito de alfanjes, cimitarras, gumías, dagas, puñales, espadas, y las trompetas y los timbales que escoltan el paso del ejército.
En un piso inferior, al que descendimos por unos peldaños gastados trabajados en la roca viva, se guardan las armas de los sultanes y de los príncipes: cascos orlados de oro y pedrería, espadas de combate y de alarde cuajadas de esmaltes y filigranas, armas blancas para las recepciones consteladas de perlas, rubíes y esmeraldas; espuelas, estribos, bocados de plata para las carreras; monturas recamadas en oro, guarniciones de caballerías, tanto de guerra como de torneo, gualdrapas y cadenas, armaduras diseñadas y adornadas por los mejores orífices y los más minuciosos joyeros de la Tierra...
—Todos los instrumentos de ataque y de defensa que el hombre ha inventado para sembrar con ellos bellamente la muerte —dijo El Maleh.
En las siguientes habitaciones, más aisladas y secas, se hallan el mobiliario y las ropas pertenecientes a los reyes de la Alhambra. Sobre esteras de pita y de cáñamo, se amontonan las alfombras y los alcatifes enrollados, y se alinean, en una guarda perenne, los armarios y las alacenas, los roperos y las cajonerías. De paso, abrí un cajón al azar, y manó como un venero seco o como un arco iris desprendido de alguna vestidura.