Read El manuscrito carmesí Online
Authors: Antonio Gala
—¿Conoces la historia del judío que comenzó la construcción de la Alhambra?
—¿Un judío? —pregunté, convencido de que Ibrahim incurría en un apasionamiento racista.
—Sí; él levantó esa torre, y después se edificaron las demás y todos los palacios. Escucha. Esta historia pone de manifiesto lo malo y lo bueno de mi pueblo. El predecesor de Abdalá, el último zirí de que te hablé, fue su abuelo Al Muzafar. Entregándolo a una vida de crápula, se había adueñado de su reino un judío que comenzó de administrador. Se llamaba Ibn Nagrela. Gobernaba a su antojo, cuando le salió un contrincante.
Un antiguo esclavo de Almutamid de Sevilla, que formó parte de una conjura contra su rey, llegó a Granada precedido de fama y reclamado por los esclavos negros del sultán, que lo erigieron en jefe.
Al Naya, el sevillano, con su creciente influencia, más militar que administrativa, encelaba a Ibn Nagrela, al que Abdalá en su crónica designa siempre como “el Puerco”. Pues bien, “el Puerco”, sintiéndose en declive, con el afán de precaverse, calculó que la solución era ofrecerle Granada al rey de Almería, al Mutasin Ibn Sumadí, que, por agradecimiento, respetaría sus privilegios. La comunidad judía y sus rabinos le aconsejaron que tomase sus bienes y se fugase antes de que Al Naya acabara con él; pero Ibn Nagrela se aferró a su decisión, convencido de que, huyera donde huyera, Al Naya y el sultán lo perseguirían.
‘Entró, por tanto, en contacto con el rey de Almería, pero éste le exigió avales, porque, siendo Granada la ciudad mejor defendida, le asustaba una derrota que le haría perder su propio reino. Ibn Nagrela comenzó sus intrigas: mandó a los castillos principales del reino a los esclavos negros, a quienes indispuso con Al Naya, ganándoselos con tal comportamiento: por el contrario, los castillos secundarios los desguarneció para que Ibn Sumadí pudiese conquistarlos con facilidad. Como el judío y el sevillano, cada cual por su conveniencia, tenían al sultán placenteramente apartado de la vista del pueblo, comenzaron los granadinos a creer que había muerto y que el judío les ocultaba la verdad. A Ibn Nagrela le urgía la toma de Granada por el rey de Almería, que, dueño de bastantes fortalezas menores, no osaba aún acercarse a la capital. Esta tardanza dio lugar a que el populacho se rebelara, una vez más, contra los judíos, pretendiendo, una vez más, sacar tajada de ellos.
‘Ibn Nagrela, por si llegaba el caso que llegó, había resuelto construir esta fortaleza para protegerse con su familia una vez conquistada Granada por el de Almería, hasta que se apaciguasen los ánimos. Pero el pueblo y los nobles, que sólo en las grandes algaradas se unen, le atacaron, ayudados y enfervorizados por los esclavos negros, que salieron borrachos de una reunión pregonando a voces la muerte del sultán. Ibn Nagrela se ingenió para mostrarlo vivo al gentío, disfrazando para ello a alguien de su casa, desde una ventana de esa Torre. Pero los esclavos ya habían publicado que el rey de Almería se aproximaba (lo que no era cierto), y se sumaron en contra demasiados factores: la aversión a los judíos, la exageración de su perfidia, la generalización a todos de los defectos de unos cuantos y de la ambición de uno solo, el acaparamiento de cargos y prebendas, la ruptura de las tradiciones ziríes, y el miedo a una conquista provocada.
Ciegos y embravecidos por el odio y el ansia de botín, consiguieron entrar en aquel primer cuerpo de la Alhambra incipiente y matar a Ibn Nagrela. Después pasaron a espada, cómo no, a todos los judíos de la ciudad, aunque alguno quedó, como sucede siempre. Alguno, en efecto, que no tardó en hacerse con las riendas del nuevo gobierno.
Mira, pues, Boabdil, cómo este relato veraz demuestra que la Alhambra es obra de la previsión y el poder de un hombre de mi raza.
Y reía el buen Ibrahim de sus propias palabras, que a pies juntillas yo creí, ya que nada más lejos que la mentira de una persona tan pulcra y tan honrada.
Ibrahim tenía tantos hijos como tribus Israel. Su prole era numerosísima; como si sólo a él se le hubiese encomendado la perduración de su pueblo. Vivió muchos años.
Hace uno sólo que ha muerto, o mejor, que se ha extinguido, según la Naturaleza que a él le complacía respetar, entre el amor de su familia. Espero que en la Sión celestial lo recibieran el Coro de los Ancianos y la bienvenida de Yahvé. Sin embargo, confieso que siempre he considerado a Yahvé poco propicio a ofrecer bienvenidas.
La primera vez que tropecé con él fue a causa de un tropiezo. Me explicaré mejor. Mi hermano Yusuf y yo jugábamos una tarde en los jardines que hay ante el palacio de Mohamed V, donde está la fuente de los leones. Las dependencias de la Secretaría habían sido ya cerradas, y nos entreteníamos viendo a los administradores y a los secretarios, con ese aire contrito e impersonal que caracteriza a los que escriben mucho, arqueada la espalda, de asuntos que no les interesan. Yusuf y yo entramos en “la sala de la ayuda”. (La llamábamos así entre nosotros porque sus muros tienen grabada de suelo a techo una misma aleya, que inicia esa palabra, con la reiteración que pusieron en su quehacer los decoradores de la Alhambra. Una reiteración que produce cierto mareo, como si uno estuviese rodeado de infinito, a fuerza de mirar las mismas frases innumerablemente repetidas.) Corríamos uno detrás de otro, acosándonos y agarrándonos de la ropa. Yusuf me había desgarrado una manga, y yo, con un agudo grito, me desprendí de él. Pasé entre unos cuantos secretarios sin mirarlos, y todos se apartaron. Menos uno, contra el que choqué de forma irremediable. Asiéndome del cuello, me dio una bofetada. Levanté los ojos desconcertado, y vi que era el sultán.
—¿De quién es este niño?
—De la sultana Aixa, señor —dijo una voz.
—Pues dile a la sultana que lo eduque mejor; que le prohíba alborotar y gritar como una mujerzuela.
Y apréndelo tú mismo.
Luego continuó despacio entre su comitiva, hablando de algún tema de mayor interés.
Yo permanecí inmóvil y azorado.
Yusuf había desaparecido, lo que hacía con admirable habilidad.
Sólo estaba a mi lado el dueño de la voz, que me conocía, aunque yo lo desconociera. Era blanco como el arroz con leche, de labios rojos y delicada cara casi infantil; rubio y sin barba, y de buena estatura, aunque no tenía el cuerpo tan fino como el rostro. Un rostro que en aquel momento me sonreía con un asomo de confabulación.
—Me ha confundido con uno de tus ayos. No me disgustaría serlo, porque eres muy agradable. ¿Qué haces aquí a estas horas?
—Jugaba —respondí.
—¿Tú solo? ¿No tienes amigos?
¿De quién huías? —Y concluyó riendo—: ¿De ti mismo?
—Sí.
—Pues huir de uno mismo es mala cosa. Acabarás por no encontrarte nunca. —Cambió de tono para preguntar—: ¿Tú eres el mayor o el pequeño?
—El mayor.
—Por tanto, eres Boabdil, el futuro heredero si no lo estropea este encontronazo. —Me escrutaba con indiscreción—. Yo me llamo Nasim. áQue quiere decir ‘brisa’.
El nombre le sentaba como anillo al dedo: débil, pero persistente; y aun menos débil de lo que su cara denotaba, porque sus caderas eran marcadas y altas, un tanto femeninas.
—¿Vives aquí? —le pregunté.
—Trabajo aquí. En el harén; pero hoy no tengo guardia. Iba con un grupo de amigos, cuando te diste de cara con el Consejo en pleno.
¿En dónde vives ahora?
—Con mi madre —me arrepentí de haberlo dicho, y él lo notó.
—No temas; no le transmitiré el encargo del sultán. Todo eso ya pasó. —Echó a andar—. A estas horas suelo estar en los baños, o en este mismo sitio. Si quieres que nos volvamos a ver, a mí me gustará.
—Dios te guarde —le dije, y corrí en busca de Yusuf.
Pero Yusuf estaba escondido detrás de una columna exactamente a dos palmos de mí; su risotada me detuvo en seco.
—Es un eunuco —me dijo en voz muy baja—. No tiene la cosita que duele en la circuncisión.
—¿Por eso parece un niño grande?
—No lo sé, pero habrá que enterarse. Yo no querría estar sin barba toda la vida.
—Pues eres rubio como él —le advertí con muy mala intención.
—Pero el que ha hecho la amistad has sido tú.
No tardé en informarme, más o menos, de qué era ser eunuco, y de quién era Nasim. Tenía reputación de magnífico alcahuete: suave, convincente, educado, portador de los más refinados mensajes y de los regalos más costosos. Gozaba, a causa de su puesto, de múltiples y favorables ocasiones. No es que fuese uno de los grandes eunucos que se ocupan de la política, pero tenía una buena preparación y disfrutaba del respeto general. Se le estimaba como sirviente cumplidor, y todos le vaticinaban una buena carrera. Incluso como poeta, porque según Subh, aspiraba a ser poeta de la corte y en vías de ello estaba.
Mi amigo Muley, cuando me referí a Nasim, se echó a reír.
—Puede proporcionarte muchos datos que te serán muy útiles. Por la Alhambra circulan unos versos que tú no entenderás; pero si un día deseas halagarlo, recítaselos:
“Tu cuerpo es una rama de sauce, y tu rostro, la luna llena sobre el estanque, amada.
Pero no alardees de no otorgar a quien tanto te ama nada tuyo, porque mi mensajero es Nasim, y las ramas terminan siempre por doblegarse ante la brisa, y hasta la luna, por dejarse mecer bajo su soplo”.
‘Supongo que le encantará oírtelos. Está orgulloso de sus tejemanejes, y con toda razón.
Unos días Nasim me decía que era de Eslavonia, y otros, de Cataluña. No sé si quería encubrir su origen, o es que lo desconocía y lo inventaba de acuerdo con las circunstancias. Por lo que deduje, ignoraba quién lo había conducido a su actual estado y por qué albures había llegado hasta Granada. Fue esclavo, pero ya no lo era, porque mi padre lo había liberado en pago de no sé qué. Él sonreía con misterio cuando aludía a aquel servicio, y a mí me daba la impresión de que debía de estar relacionado con Soraya, la concubina. Hablaba de ella con devoción, y yo intuí que pertenecía a un partido contrario al de mi madre, aunque hasta ese momento ignoraba la existencia de dos partidos tan poderosos dentro del harén.
Nunca habría imaginado que mi madre anduviese en lenguas de la gente, y puedo afirmar que mi madre tampoco. Pero, por lo visto, así era. Soraya se había llamado antes Isabel, y fue hija del comendador de Bézmar, don Sancho Jiménez de Solís. La apresaron en una incursión de la frontera y, adjudicada a mi padre, se la destinó a la servidumbre de mi hermana, de su edad más o menos. El sultán la vio un día y se prendó de su belleza, en elogio de la cual se deshacía Nasim.
—El harén está lleno de mujeres —me decía—. Todas son bellas de algún modo. Pero a Soraya ninguna es comparable. Ése es su mérito. No es cuestión del tamaño y el fulgor de los ojos, ni de la lisura de la tez, ni de la carnosidad de los labios, ni de cualquier otra perfección. Sólo viéndola puede comprenderse. Es como un palacio, cuya fachada es tan hermosa que uno no aspira a llegar más que al umbral, y se queda ante ella perplejo y deslumbrado, satisfecho de que lo dejen estar allí, casi saciado ya. Se necesita habituarse, a lo largo de días y días, para acomodar nuestros ojos a su luz. Y nadie que no sea el más poderoso puede arriesgarse a entrar.
Ninguna de las madres del harén se había preocupado por Soraya, ni siquiera ante la predilección de mi padre tan mudadiza, hasta que se convirtió al Islam. Con ello, dejó clara su intención de ascender y de desplazar a mi madre. Rota su esclavitud por su conversión, y afianzada por el nacimiento de su primer hijo, abandonó el harén, y habitó en una de las torres exentas. Pero, según aseguraba Nasim, cuyo blasón consistía en estar al corriente de cuantos dimes y diretes hervían por la corte, poco duraría allí; mi padre le estaba habilitando uno de los palacios del Albayzín, de acuerdo con las demandas de ella, que exigía el tratamiento y el fasto de sultana.
Nasim me contaba que la irritación de mi padre por mi tropiezo con él fue consecuencia de otro tropiezo bastante más serio. Mi madre y Soraya habían coincidido, entre otras concubinas, en una fiesta que se dio con motivo de la venida de unos tañedores desde Málaga. La coincidencia se produjo a instancias de Soraya, que deseaba ya ostentar en público su supremacía. Sin embargo, mi madre trató con desprecio a la favorita; tanto, que ésta, herida en su amor propio, cuando llegó mi padre, acusó a la sultana de desacato, cosa absolutamente inusual en la corte de Granada. Y mi padre, en lugar de serenar la situación, devolver las aguas a su cauce, y cada mujer a su sitio, recriminó en público con dureza a mi madre. Nunca lo hubiera hecho: mi madre, colmada, sacó de su escarcela unas tijeras —Nasim opina que mi madre, más inteligente, había previsto todo— y, con la rapidez de un relámpago, le cortó a Soraya su gruesa trenza de color leonado. El alarido que dio la favorita se oyó hasta en Sierra Elvira. Naturalmente mi madre, por razones de seguridad, hubo de salir aquella misma noche de la Alhambra; pero fue a ocupar el palacio que mi padre disponía para la otra, que era propiedad suya. Con esto fracasó el ambicioso proyecto de Soraya, que estaba embarazada entonces de su segundo hijo, y llena de antojos y melindres.
Movido por una curiosidad no sé si infantil, porfié por conocer a Soraya. No fue difícil que Nasim lo consiguiera. Me condujo un día a la torre que hay junto a la de mi tío Yusuf, la tercera en el camino del Generalife. Es una calahorra que construyó Yusuf I, las inscripciones de cuyas cuatro esquinas son versos de Ibn al Yayab. A través de la claraboya que da al patio, después de aguardar un buen rato, vi cruzar a la favorita.
La verdad es que cualquier comparación con mi madre, sea mucho o poco el amor que yo le tenga, carece de sentido. Mi madre es arrogante, majestuosa y solemne; camina, habla y gesticula como una mujer educada para caminar —o sería mejor decir para desplazarse—, hablar y gesticular en público. No obstante, su cara es adusta, levemente asimétrica y, si no fuese mi madre, me atrevería a decir que algo hombruna. Es lo contrario de lo que ocurre con la cara de Nasim y, muchísimo más aún, con la de Soraya. Dice la tradición que hay unas huríes en el Paraíso que se llaman aín. Están conformadas de cuatro materias preciosas: desde los pies a las rodillas son de azafrán; de las rodillas a los pechos, de almizcle; de los pechos a los cabellos, de alcanfor, y sus cabellos son de seda pura. En el seno llevan escritas estas palabras: ‘Quien quiera ser mi dueño, que obre en la obediencia del Señor’. áY si una de ellas escupiese en el mar, endulzaría el agua. Por lo que pude ver, Soraya no está hecha de retazos, ni necesita tanta mezcolanza para resultar única. Yo era un niño, pero al verla me deslumbró lo que aún no conocía: su poder irresistible; al fin y al cabo, la razón que adquiere un adulto no es más que el envejecimiento de la inocencia. No es que en mí despertase un deseo; era aún peor, porque, sin desearla, me sentí dominado por la atracción que Soraya provoca en todo el que la ve. Nunca se justificó tanto el velo femenino. No me entenderá quien tenga junto al suyo un cuerpo de hermosura doméstica y trivial, de una hermosura subjetiva, agradable y afrodisíaca; sólo quien se haya inclinado y bebido en la abrasadora fuente de la belleza: la belleza absoluta, que disculpa cualquier guerra, cualquier crimen y las mayores injusticias; la belleza por cuya posesión los hombres son empujados a perder o a quitar el honor y la vida.