El manuscrito carmesí (9 page)

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Authors: Antonio Gala

BOOK: El manuscrito carmesí
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Un día, inopinadamente, nos prohibieron a mi hermano y a mí acercarnos en adelante a la torre en que vivía el tío Yusuf. Yo creí que sería por algo de los cristianos y de mi bautismo, y me arrepentí de la apostasía que siempre, hasta ahora, había mantenido secreta. Pero la prohibición no sólo nos afectó a nosotros, sino a todos los habitantes de la Alhambra, y provocó una alteración de las costumbres. El médico Ibrahim fue a vernos a mi hermano y a mí una mañana muy temprano.

Estaba descompuesto, alborotado el pelo, y con el rostro demacrado de fatiga. Nos examinó con detenimiento los ojos y las uñas; le preguntó a los ayos si andábamos bien del vientre; nos recetó unas pócimas a mitad de camino, según dijo, entre los evacuatorios y los astringentes. Y entonces fue cuando nos enteramos de que se había declarado una epidemia de peste, y de que el tío Yusuf había sido su primera víctima.

Doña Minia decidió trasladar a su tierra el cuerpo de su marido.

El negro Muley, un amigo mío que se ocupaba un poco de todo, supongo que para no ocuparse seriamente de nada, fue encargado de quemar las pertenencias del muerto, desinfectar la torre, y disponer un carromato, tirado por cinco mulas, para el transporte del cadáver embalsamado. Yo quise despedirme de él, y me lo enseñaron, desde el piso superior, a través de un mirador acristalado en colores. Esperaba ver al “Gordo” manchado de azul, verde, rojo y morado. No fue así: lo vi a través del hueco dejado por un cristal roto, y ya no estaba gordo, sino al revés, delgadísimo y alto como una torre caída, y con un sudario blanco que recortaba aún más su silueta. Arrodillada junto a él, doña Minia rezaba pasando las cuentas de un rosario, que —digan lo que digan— es igual que los nuestros.

El negro me contó que doña Minia pidió llevarse también la losa funeraria de mármol blanco que mi padre había mandado hacer.

—Como el peso de mi hermano ha disminuido tanto, no perjudicará añadirle el del mármol. Que esa cristiana gallega (por Dios, que los gallegos en Andalucía no han sido nunca sino esclavos cargadores) se lleve las dos cosas. Ni la estela ni mi hermano nos servirían aquí ya para nada. Y doña Minia, tampoco. Lo mejor es que los tres desaparezcan —dijo mi padre.

Y así fue.

El negro Muley

Era la persona más horrorosa que había visto en mi vida. Más aún que Faiz. Le llamaban Muley por burla, porque “muley” quiere decir ‘señor’. De todas formas, él no era un esclavo, sino alguien que uno de la familia abencerraje había traído desde un pueblo de los montes de Málaga, donde pertenecía a una comunidad musulmana muy severa.

O, por lo menos, eso se chismorreaba en la Alhambra, donde se chismorreaba todo de todos. Por su inteligencia y un evidente don para contar historias, había ascendido a donde estaba ahora, bastante arriba en el servicio de mi padre. Convencido de su fealdad, no le extrañaba el espanto que de entrada causaba en cuantos lo veían. Tenía los ojos redondos y saltones, con venillas muy rojas, lo que los colmaba de crueldad y fiereza; las manos, desmesuradas, y una gran joroba que le hacía parecer doblado, como si anduviese a gachas por recoger algo que se le hubiera caído. Gastaba bromas, ideaba fantasías, relataba historietas burlescas, gesticulando con sus descomunales brazos y girando de modo aterrador sus ojos, como los bufones que a los reyes cristianos divierten en sus cortes, según había yo oído.

Subh decía que los muchachos guapos que sirven en las fiestas de la Alhambra lo querían tener siempre junto a ellos, para que resaltara su guapura. Hubo un mal poeta que le dedicó unos versos cuando actuaba de copero en una noche de septiembre, en la que mi padre se despidió antes de retirarse a descansar a Salobreña.

Nosotros acostumbrábamos alejarnos de Granada en otoño e invierno, después de las algaras del verano, para procurarnos un clima más benigno a la orilla del mar.

Decían así los versos:

“Etíope Muley, con el que esta noche me he regocijado y ante cuyos destellos el sol se negaba a salir, prolongando la tiniebla.

Tu corcova hace pensar que llevas a cuestas el mundo y sus pesares, y que el cuello te brota en la mitad del cuerpo.

Las mechas de tu pelo son un racimo apretado de moras; tus manos, aspas de molino; tus ojos, dos hornos de pan, y, cuando circulas incansable con la jarra de cristal llena de vino rojo, semejas un escarabajo que rueda ante él su bola de excremento, sólo que en ti la bola es un rubí andaluz”.

Muley le dio las gracias más sinceras al invitado poeta, y recitaba sus versos, a quienes tenían la paciencia de oírlos, con tal salero y tal abundancia de muecas y meneos que nadie podía sustraerse a la carcajada. Con lo cual el insultador quedaba en peor lugar que el insultado.

Yo trabé contacto con él a causa de Subh y de Faiz. Los dos se habían puesto de acuerdo en que joroba más grande que la de Muley era imposible hallarla en toda Granada, y ambos me hicieron un encargo común. Yo debía coger el collar de amuletos de Subh y una talega con unas cuantas monedas que me entregaba Faiz, y, sin que el terrible negro lo percibiera, pasárselos por la joroba. Subh estaba convencida de que, después del restregón, sus amuletos serían los más eficaces e irresistibles de la ciudad, y Faiz, de que las monedas se multiplicarían al instante en su bolsa.

Dos días llevaba ya en posesión del collar y de la bolsa sin atreverme a cumplir el encargo. Acechaba a hurtadillas —o eso creía yo— a Muley. Iba y venía tras él, que correteaba por cierto con una rapidez insospechada para una carga tan abrumadora. Se impacientaban mis comisionantes, pero yo no me resolvía a dar el pavoroso paso de rozar la joroba con los objetos ocultos debajo de mi túnica. Octubre comenzaba a refrescar; la tarde había caído; trepaban las sombras por la ladera de la Sabica, y se encendían las antorchas.

Los braseros empezaron a encenderse días atrás, porque aquel año el frío se había anticipado. A mí me había puesto Subh un albornoz de lana verde, bajo el que podía guardar con mayor disimulo el collar y la bolsa. Me aproximaba al Palacio de Yusuf III, que era mi preferido (y aún lo es, y viviría en él mejor que en ningún otro por ser el más íntimo y moderado), cuando vi detenerse a Muley en la calle Real. A mí me acompañaba un ayo, al que engañé diciéndole que iba a dar un recado imprescindible, y que siguiese hasta la torre de mi tío Yusuf, que era adonde nos dirigíamos. De una carrera, sobrepasé a Muley y me apoyé en el quicio de la puerta con la esperanza de que, al cruzarse conmigo, me rozase él a mí con la joroba. Pero nada sucedió como lo previne.

Llegado a mi altura, Muley volvió a detenerse y se dirigió hacia mí con una sonrisa escalofriante.

—Tú eres hijo del sultán, ¿no es cierto?

Contesté que sí con la cabeza: las palabras no me salían del galillo.

—¿Eres el primogénito?

De nuevo afirmé con la cabeza.

—¿Te llamas lo mismo que tu tío?

Ya no tuve otro recurso que musitar:

—Mi tío se llama Yusuf. Voy a su casa ahora.

—No. Me refiero a tu tío el más joven.

—Entonces, sí.

—Ojalá seas en todo igual. Tu tío es fuerte, generoso y valiente.

—Eso aseguran todos.

—Yo hice con él una campaña muy cerca de Comares, aunque no soy partidario de las guerras. Da gozo verlo galopar a banderas desplegadas.

Y luego, sin dejar de sonreír, se despidió. Yo vi perdida mi oportunidad. Alargué, bajo el albornoz, la mano, pero ya sin motivo, porque Muley se alejaba. Y, de repente, se volvió.

—Si lo que quieres es tocarme la joroba con lo que guardas ahí debajo, no lo dudes y hazlo. Ya estoy acostumbrado. Me encanta ser portador de buena suerte para los demás.

—No, no —repliqué aturullado—.

Dios te bendiga, pero no.

—Está bien. Hasta pronto.

Y entró en el palacio, que entonces habitaba uno de los visires de mi padre. En ese momento, cayendo precipitadamente en la cuenta de que jamás se me presentaría ocasión tan propicia, corrí tras él y, sin decir palabra, restregué furiosamente el collar y la bolsa contra la chepa de Muley, que se retorcía de risa, en un ángulo del estanque.

Avergonzado de mi conducta, procuré esquivarlo durante mucho tiempo. Faiz me repetía que sus monedas, contadas y recontadas, no se multiplicaban. Subh, sin embargo, publicaba haber entrado en una racha de fortuna, tener novios a montones, y que su verruga del pómulo izquierdo —que antes era un simple lunar, y ahora estaba lleno de pelos— se reducía por momentos, gracias a una navaja de jabalí que colgaba de su collar. Pero ¿cómo iba yo a escucharlos? En la Alhambra todos nos encontrábamos, y yo temía la hora en que habría de enfrentarme cara a cara con el etíope, ‘ante el que el mismo sol se negaba a salir’.

Fue un mediodía. Acababa de evitar un encuentro con Muley, que venía de frente hacia mí, no lejos de la rauda donde yacen los antepasados, y el corazón me latía tan fuerte que tuve que recostarme en la pared. Pasado el peligro, casi veía aún su chilaba azul inflada por la jiba, cuando por el otro lado, exactamente por el lado contrario de la calle, apareció otra vez Muley. Dejó caer su terrible mano sobre mi hombro, y yo supe que estaba completamente perdido y que allí mismo me estrangularía. Sin embargo, aquella mano subió hasta mi cuello y mi mejilla con una suavidad inesperada.

—Creí que éramos amigos desde el otro día; por lo que veo, no es así.

Tartamudeando de miedo le pregunté:

—¿Es que tú quieres ser amigo mío?

—No deseo otra cosa. Si me das permiso, te acompaño donde vayas.

—No voy a ningún lado. Sólo huía de ti.

—Ése será un trabajo que te ahorrarás de ahora en adelante.

Nadie me había fascinado tanto como él con sus relatos fabulosos.

Nadie como él despertó en mí el deseo de viajar y conocer tierras exóticas, remotos paisajes, gentes nuevas de costumbres insólitas, animales y flores recién estrenados por mis ojos. Por desgracia, hasta ahora no he podido realizarlo.

—Yo, Boabdil, como la granada y como tú, coronado nací. Pertenezco a la familia imperial de Etiopía, más antigua que el mundo, que se vio destronada por otra, enemiga aunque no de distinta sangre, hace ya quince años. Todos mis hermanos murieron; pero yo, a quien, por mi monstruosa apariencia confundieron con un esclavo desechable, logré escapar de la matanza. Eso prueba cómo nunca se sabe qué es lo malo o lo bueno, qué lo que cae y qué lo que se eleva, y cómo hay algo siempre peor que lo peor. A mí, que me quejaba a los dioses de mi pueblo, antes de convertirme, por haberme hecho deforme y repugnante, quién me iba a decir que un día daría gracias al amor de Dios que, bajo este disfraz, salvó mi vida. Mi nombre no es Muley; o a Muley debería seguir mi propio nombre. Soy Fawcet, príncipe de Etiopía, aunque un príncipe sin reino no es más que un vasallo que ha de ganarse el pan y la consideración ajena, y mirar siempre el rostro de quien manda para procurar aligerarlo de nublados. Dicen que engendra alegría beber en vasos de oro y oler narcisos; dicen que sentarse a la vera de un río junto a una mesa de arrayán cura la melancolía. Yo, como copero de farsa que soy, sigo esas recomendaciones, salvo la de beber vino, porque acato los preceptos del Profeta; pero lo único que con ello se consigue es reavivar los recuerdos de cuanto se tuvo y se perdió. A pesar de todo, he aprendido de los andaluces la mejor lección: disminuir las necesidades para disminuir las fatigas que cuesta satisfacerlas. Y así he llegado a necesitar muy pocas cosas, y esas pocas, muy poco. Porque la verdadera felicidad no está en tener, amigo mío, sino en ser y en no necesitar.

Yo le planteaba la cuestión de si podría alguna vez sentarse en su trono familiar, y de si habría acertado al huir tan lejos de su patria.

—Nadie —me contestaba— puede retener un reino sin contar con sus pobladores. Quizá mi familia gobernó mal, y los súbditos se sacudieron su yugo para siempre. Pero no hablemos del pasado: contar una catástrofe es como perecer de nuevo bajo ella. He visto demasiada hermosura en el universo como para entristecerme porque sólo yo sea feo y desdichado. Cuánto me gustaría enseñarte lo que llamas mi patria. Yo nací en el mismo macizo montañoso en el que nace el Nilo Azul. Siguiendo su sendero de agua atravesé el Sudán y el Egipto de los mamelucos y de los fatimíes. Serví para lo que me mandaron servir, y complací a quienes me asalariaban. He sido esclavo libre tantas veces, que ya no veo diferencia entre la libertad y la esclavitud. He desempeñado oficios tan distintos, que podría naufragar en una isla solo y saldría adelante. He tratado gente tan diversa, que nada hay ya que logre sorprenderme. Sin embargo, añoro aquí, ante esta ciudad tan bella que un día heredarás, las dimensiones de mi tierra. Añoro la lenta majestad de los leones, la serenidad indiferente y rayada de los tigres, los indescriptibles plumajes de las aves. Añoro una naturaleza no sometida al hombre, que se entrega, inagotable e incansable, sin esperar siquiera que nadie la recoja.

Yo le mostraba mi colección de animalitos de cerámica, y él me hablaba de animales incógnitos; de la jirafa, sobre todo, a instancias mías. Eran tan expresivas sus palabras que las confundo aún hoy con los versos de Ibn Zamrak. áEl poeta que colmó de aleyas y de antífonas las paredes de la Alhambra en la época de mi antepasado Mohamed V, y cuya historia, como ejemplo de la justicia de la vida, me complacería contar tarde o temprano, porque estoy convencido de que el que a hierro mata a hierro muere. Dicen así:

“De terciopelo son sus flancos, tachonados de alhajas: la mano del destino recamó su prodigio.

Deslumbrante su piel, como un jardín donde florecen las juncias entre anémonas: blanca y jalde a la vez, igual que plata sostenida en oro.

Semejante a unos arriates de narcisos en los altos ribazos donde serpea el arroyo”.

Muley me hacía dibujos de flores, de fieras y de aves, que se cuidaba luego de romper para no quebrantar las normas del Corán.

Me describía criaturas increíbles; ríos que, si yo hubiera soñado, no habría conseguido soñar nunca; gacelas con los cuernos más finos y altos y retorcidos que es dado imaginar; cabras tan distintas a las nuestras que jamás les habríamos dado ese nombre; paquidermos como edificios, y de piel más dura que las corazas de los guerreros; ingentes animales, inofensivos y cariñosos como pájaros, y pájaros que llevan los colores del iris en cada una de sus plumas. Me describía a los hombres que se comen unos a otros; a los que descansan apoyados sobre una sola pierna; a los que, igual que los cristianos, se alimentan de bestias impuras; a los que adoran piedras, o árboles, o la Luna, o el Sol; a los que gimen y gritan cuando sus mujeres están de parto, y a los que, para evitarles la vejez y sus tristezas, matan a sus padres por amor.

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