El manuscrito carmesí (4 page)

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Authors: Antonio Gala

BOOK: El manuscrito carmesí
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Ahora estábamos muy cerca y frente a frente. Continuó:

—Sin embargo, no tengo más hijos que Yusuf y tú, y tú eres el mayor, qué le vamos a hacer. Es hora de casarte —añadió de repente.

Percibí en su mirada la alarma que ella debió de percibir en la mía. Me puse, en efecto, tenso como quien acusa una amenaza, o una llamada brusca o en exceso sonora.

—He llegado a la conclusión de que ninguna de tus primas nos conviene. Seguir mezclando sangres en una familia como la nuestra es arriesgarse a tener descendientes aún más débiles que tú. Ya ves cómo nació tu hermano —se refería a la mano inválida de Yusuf; fui a protestar, pero me interrumpió con un gesto irrebatible—. Déjame proseguir. Por añadidura, una esposa de sangre nazarí metería en casa la ocasión y el peligro. No quiero que se susciten pretensiones al trono en contra de la tuya, ni que nadie se haga ilusiones de gobernar a tu través. Las ramas familiares deben quedarse en donde están. Bastante tenemos con la pasión de mando de los abencerrajes y con los disturbios de los Voluntarios de la Fe (estoy convencida de que la única fe que tienen es en ellos mismos y en su propia fuerza). Ya ves que trato el tema sin rodeos. No sé, ni me importa, cuáles hayan sido tus escarceos amorosos, aunque tengo noticias contradictorias, no todas de mi agrado —ahora sí me miraba—. Tampoco eso va a pesar en contra ni a favor de lo que voy a proponerte.

(Y digo proponerte por emplear una palabra amable). Espero que mi elección de esposa te parezca plausible.

Fui a interrumpirla, pero me interrumpió ella a mí.

—Tu prima Jadicha sería la última que querría a tu lado.

Primero, porque no estoy segura de que no sea un muchacho —continuaba mirándome—. Y, si es una mujer, porque es de las que, para que el mundo entero sepa que son libres, le restriegan su libertad por la cara a todo el que se encuentran.

Es excéntrica, llamativa y necia.

Ninguna mujer inteligente desafía a nadie si no es imprescindible.

Me recuerda a aquella princesa Walada de los omeya: mucha estola blanca con versos de amor bordados en negro, mucha estola negra con versos de amor bordados en blanco; pero ni le sirvieron de nada, ni la acercaron un ápice a su meta. Tu prima Jadicha se tiñe el pelo de verde, y tiñe del mismo verde el pelo del caballo que monta: un despilfarro y una estupidez. Acabará por quedarse calva y por dejar calvo al caballo, lo que sería peor.

Y todo para pasear y trotar por el Generalife. Tales excesos me parecerían bien en el alcázar de Segovia, por ejemplo, para reírse de los cristianos, tan torvos y tan pusilánimes; pero, para andar por una huerta, sólo son ganas de llamar la atención.

Yo iba, en efecto, a referirme a mi prima Jadicha, de la que creía estar enamorado. Quedaba claro que mi madre, a pesar de ser mandona y distante, sabe todo de todos.

—El Alcaide Mayor de la Alhambra es un hombre que empezó de la nada; menos que de la nada: vendía especias en el zoco de Loja. Es valiente, fuerte, leal y viejo; uno de los dos brazos de tu padre. Mi intención no sólo es que deje de apoyarlo, sino que te apoye a ti. Los granadinos lo veneran; forma parte de los escasos indiscutibles de este Reino. Después de los sucesos más recientes, me atrevo a decir que es más indiscutible que yo y que tú. Si se lo arrebatamos, cuanto tu padre pierda tú lo ganas (o nosotros, si quieres) haciendo lo que yo he planeado.

Por fin iba a oír el resumen.

—Tiene una hija muy guapa. Se llama Moraima. La he tratado estos días. Puede darte hijos con rapidez y sin melindres. No tiene sangre real, pero tiene sangre en las venas, y de eso no andamos muy sobrados. A Aliatar le complacerá entroncar con la estirpe de los beni nazar, y se pondrá de parte de quien pueda otorgarle un nieto sultán. Es el mejor general con que cuenta el Reino, y te asesorará sin que tengas la duda de con qué fin lo hace, o de si rematará su buena carrera de especiero destronándote y sustituyéndote. Como carece de imaginación, le satisfará más ver a su hija en el trono por las buenas que sentarse él mismo mediante un alzamiento. Sé que, si yo te dejara, me dirías que tienes poca afición a gobernar, y que tus anhelos se limitan a mirar el paisaje, beber un poco de vino, y escribir lo que el vino y el paisaje te dicten; pero me temo que no hayas nacido para escribir al dictado, hijo mío, a no ser que quien te dicte sea yo. Una vez instalado en el trono, si deseas descansar en mi experiencia, te estará permitido seguir la vocación que crees tener; entretanto, no.

Ya estudiarás después; ya escribirás después. Granada, aunque no siempre, ha tenido sultanes sumamente cultos; recuerda a Mohamed “el Faquí”. Sin embargo, nosotros no somos los dueños de nuestra vida, ¿o no te lo han enseñado en la madraza? Tú te debes a tu destino y a tu pueblo. Y, para tal deber, ningún matrimonio más conveniente que el que te recomiendo, aunque sea quizá poco vistoso. Si no te gusta Moraima —eso era lo que, sin conocimiento de causa, le iba a oponer—, puedes luego hacer lo que te plazca. Ten un hijo con ella; o un par de hijos, mejor. Son dos o tres contactos, nada más, no es pedir demasiado. Más tarde, toma una o dos concubinas: más no es aconsejable. Ni necesario, creo.

Para ti, por lo menos; tu padre es otra cosa. Tú, por lo que observo, te inclinas más por el amor udrí, ese que siempre parece hacerse de perfil. Me pregunto si es un puedo y no quiero, o es un quiero y no puedo, y no sé qué será más desgraciado. Yo, ni entiendo de tales conjeturas, ni querría entender —concluyó—. Me alegra que estés de acuerdo con mi propuesta. Enhorabuena.

Dio una palmada para llamar a su servicio, y me señaló la puerta al mismo tiempo. Yo salí, recordando sin querer un hadiz de Bujari. Cuando un fiel le preguntó al Profeta quién merecía, de todos los vivientes, el mejor de los tratos, le contestó: ‘Tu madre, después tu madre, a continuación tu madre, y ya luego tu padre y los otros miembros de tu familia por orden de proximidad’.

Conocí a Moraima en el palacio del Albayzín. La vi cruzar el patio desde la galería superior, el lugar reservado a las mujeres, donde me había apostado. Vestía de blanco y amarillo. Alguien le debió de advertir que yo estaría espiando, porque, levantando los ojos, me miró. Los bajó a continuación de un modo muy gracioso.

Adiviné que sonreía debajo de su velo y, sin saber por qué, me descubrí sonriendo yo también. Era alta y no muy delgada. Se movía con una lenta majestad. Tenía —tiene— más aspecto de reina que yo de rey.

Las bodas se celebraron —con diecisiete años yo, y ella con quince— a finales de 1479. Semanas atrás Rodrigo Ponce de León, el hijo del Conde de Arcos, había conquistado el castillo de Montecorto. Dos días antes, la noche de la Navidad cristiana, mientras los castellanos se hallaban en los cultos de medianoche, los musulmanes de Ronda habían reconquistado aquel castillo. Todo era, por ello y por mi boda, alegría en Granada.

Yo iba de blanco y azul. Moraima llevaba una saya y un chal de paño negro bordados en seda azul, y una toca blanca le cubría la cara y los hombros. Cuando dejé de mirar su figura, no pude ya separar mis ojos de los suyos, que me atraían como si fuesen de piedra imán y yo un pequeño hierro. Unos ojos inocentes y pícaros, negros y claros a la vez, igual que dos almendras dulces o amargas; unos ojos absoluta, rigurosa e irresistiblemente sinceros.

Sobre la diadema del trono de la novia habían grabado un poema de Ibn al Yayab:

“A la vista encanta la belleza de esta diadema, que parece un tejido de brocado.

Sobre su trono la novia es como el sol brillando en lo más alto de las constelaciones.

Dos astros se han reunido en este asiento y rivalizan sus deslumbrantes resplandores”.

No era cierto que rivalizaran: aquel día, junto a Moraima, cualquiera habría salido perdedor.

Como recién casados asistimos a los festejos populares que regaló mi madre. (Mi padre se mantuvo casi al margen de la boda, a pesar de que su consuegro era el jeque de Loja, señor de la Sagra, alguacil mayor del reino y su mejor lanza.

Supongo que intuía que todo era una treta de la sultana, a la que —por las no menos oscuras tretas de su amante Soraya— pretendía destituir). En la segunda tarde concurrimos a una fiesta taurina. Se habían soltado en el coso unos cuantos toros bravos de los que pastan en los cercados de la Vega sólo para tal fin, y después, una muta de perros alanos, bravos también. A los granadinos les encanta ver la línea y el ímpetu de los animales cuando luchan con nobleza y arranque unos con otros. Aguardaban que los toros, cansados ante el acoso de los perros —los cuales, más ágiles, esquivan las embestidas, y se cuelgan de sus orejas como zarcillos—, permitiesen salir a los caballistas, rejón en mano, para terminarlos. Iba a correr mi tío Mohamed Abu Abdalá con otros caballeros, y mi ansiedad por verlo me mantenía en vilo. Pero Moraima no gustaba de un juego tan sangriento y, aunque mi madre se oponía, me rogó que saliéramos del estrado. El que desobedeciera la orden de mi madre me compensó de no ver a mi tío, y me la hizo más deseable aún.

Por las confabulaciones que se despliegan a mi alrededor, y que no pocas veces me involucran, tengo muchas prevenciones contra la mujer. No he entendido bien nunca a quienes afirman que el hombre posee tanto la naturaleza masculina cuanto la femenina, puesto que ambas componen su totalidad, creada a imagen y semejanza de Dios; la mujer, según ellos, es para el hombre como un espejo de sí mismo, que le da a conocer la parte de su esencia que le está oculta (la facultad del ojo consiste en ver, pero no puede contemplarse a sí mismo). Y menos aún entiendo la consecuencia de que, al ser el hombre en su primigenia integridad el símbolo más perfecto de Dios, y al encontrarse tal integridad en el complemento femenino, la mujer se transforme para el hombre en el símbolo más perfecto de Dios. Hay quien asegura que ahí reside la médula del amor; pero la verdad es que nada más lejano a nuestro concepto de él que el compañerismo entre hombre y mujer: sus ámbitos son tan divergentes que es imposible conjugarlos. De la mujer es la casa, donde el hombre es un huésped; del hombre es el exterior, donde la mujer no aparece. Oscilamos así entre el harén y la veneración caballeresca —el amor udrí al que mi madre aludió—; en ninguno de los dos extremos existe la mujer: ya por gastada y disponible, ya por ausente. No obstante, de mis lecturas deduzco que el descuido y el menosprecio de la mujer es una secuela de la vida ciudadana, porque en el mundo beduino, donde aparecen los sexos como los dos polos de una esfera, el hombre admira a la mujer, y ella lo respeta como a su señor. Sin embargo, en ningún caso —ni aun en ése— se produce el acercamiento necesario para la convivencia y lo que ella supone. Lo máximo es un hadiz de Tirmidhi, según el cual el Profeta aconsejó: ‘Recordaos mutuamente tratar con amabilidad a las mujeres, porque ellas son vuestros depósitos, de los que habréis de rendir cuentas. A menos que sean culpables de una manifiesta mala conducta, no les impongáis vuestra sanción. A las culpables, dejadlas solas en su lecho y castigadlas, aunque no con excesiva severidad; a las obedientes, no las tratéis con dureza. Vosotros tenéis ciertos derechos sobre vuestras mujeres, y ellas sobre vosotros: ellas han de llevar vidas castas, e impedir la entrada en vuestro hogar de las personas que desaprobéis; a cambio, vosotros sois responsables de su subsistencia’.

Pero ¿qué representaban para mí tales ideas en mis relaciones con Moraima?.

Desde el primer momento ella se me manifestó como es: respetuosa y confiada, pero también respetable y confiable; necesitada de protección, y protectora al tiempo. Obra conmigo como una esposa, pero también como una madre, o una amiga, o una hija, según las circunstancias; goza además del raro privilegio de saber sin error cuándo ha de desempeñar uno u otro cometido. Y, por añadidura, no aspira, como mi madre, a reinar, sino que se halla conforme, orgullosa y humildemente a la vez, con lo que el destino le ha deparado: ser mi mujer. La mujer de alguien como yo soy en realidad, no como ella se hubiese imaginado antes de conocerme que podría ser yo, ni como se imagine que podría llegar mañana a ser por ella.

Antes de estar con Moraima había yo envidiado a los campesinos de sexo grande y contundente, de manos poderosas y anchos hombros, que dominan la tierra a la que aman, y aseguran sin aspavientos la vida de sus hijos. Y había envidiado también a las mujeres de tales campesinos, penetradas por ellos —sin pudor en verano, y casi cubiertas en invierno cuando anochece— una y otra vez; las campesinas que mordisquean los gritos de placer para no distraer ni molestar a quien se lo provoca. Antes de estar con ella, yo era un masturbador, porque el deseo de no sé qué cuerpos me asaltaba de pronto en mitad de un jardín, o en mitad de una lección, como una ola a la que me tenía que abandonar. áLa sola presencia de Moraima, sin que mediase siquiera su intención, me transformó desde el principio. Aun antes de que los hechos nos quitaran en parte nuestra hermosa y mutua razón de vida, y en parte nos la fortificarán.

Cuando esto escribo ella está embarazada. Será nuestro primer hijo. A media mañana nos hemos amado de una forma pausada y deliciosa. Hace cuatro meses, en los primeros encuentros, todo era apresurado y torpe. Moraima permanecía, después de derramarme yo, mirando los almocárabes del techo como si hubiese esperado algo más.

Poco a poco, mi satisfacción ha conducido a la suya. Ahora me presento a ella coronado de flores —sólo de flores—, como a una cita en la que podría ser sustituido, pero ella y yo preferimos que no lo sea. Entro en la alcoba como un copero que ha de servir a su joven ama, que lo espera, impaciente y ávida, sobre el lecho. Y la miro despacio, casi extraviado el deseo de tanto desearla. No soy ya hijo de rey; no lo necesito. Ni ella es la esposa de un príncipe, ni de ningún otro hombre de este mundo: es sólo una muchacha que ve a un muchacho semidesnudo, desatacados los nudos del cinturón, acercarse a su lecho. Y yo soy un hombre que besa la boca que en ese instante quiere; que desliza su mano, despojada de anillos, por el cuerpo que anhela, tembloroso de lascivia igual que quien al amanecer se destapa entre sueños; que llega hasta el lugar propicio, entre los largos muslos, y moja sus dedos en el inconfundible testimonio del ansia.

Y estoy allí sin obligación que me lo exija. Y el cuerpo junto a mí, o bajo el mío, se entrega y se abre, dulce y maduro lo mismo que una fruta, flexible y dócil, generoso de sí y hambriento de mi cuerpo, emanador de placer y placentero sólo con que se rocen su piel y la mía, bienoliente y no perfumado, como un pan recién cocido dispuesto para saciar un apetito.

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