Read El manuscrito carmesí Online
Authors: Antonio Gala
Y se sonreía mirando de hito en hito al que tuviese en frente.
—¿Tú tenías caballo propio? —le preguntaba yo.
—¿No había de tenerlo? Yo era amigo de tu padre, y todos los amigos de tu padre estamos llenos de caballos propios de raza pura.
Tenía un caballito no muy largo, ancho de pecho, con una grupa que ni la de una mujer, y una cara alargada y fina, con ojos de princesa, y ollares como para colmárselos de alhelíes. Cuando cogía el trotecito, era capaz de subirte a la Alpujarra en menos de lo que canta un mirlo. ¿No había de tener yo caballos? ¿O es que yo no soy amigo de tu padre?
—Pero ¿mi padre y mi abuelo se llevaban bien?
Yo había oído comentarios que a un niño, por muy simple que se le suponga, siempre se le quedan grabados. Trataban de reyertas o desagradecimientos familiares.
—Mira, reyecito, eso era cosa de ellos. Yo fui amigo de tu abuelo, y soy el mejor amigo de tu padre. ¿Cómo no iba a tener yo caballo? ¿O, entonces, qué fue lo que me pasó?: ¿que se me cayó en lo alto el caballo de un cristiano y me rompió la pierna? Si me permites decírtelo, eso es sencillamente una suposición.
Yo, por muy pequeño que fuese, llegué a la consecuencia de que lo que él llamaba suposiciones es lo que llaman los demás realidades; pero un niño, igual que Faiz, nunca distingue cuándo acaba una suposición y cuándo empieza una realidad.
—A tu abuelo lo apodaban los cristianos “Cereza”, que es una fruta roja, pequeña, muy rica de comer, que crece en un gran árbol que a finales de la primavera se pone como un milagro de Dios.
—”¿Cereza?” ¿Y por qué “Cereza”?
—Porque le decían Cidi Sad; pero, como ellos no saben hablar, le acabaron por llamar “Cereza”, lo mismo que a tu padre le llaman Muley Hacén. Ellos son así.
Tienen una lengua muy dura, que no pronuncia bien; igual que las urracas... Pero tu abuelo “Cereza”, antes de que tu padre se aliase con los abencerrajes para destronarlo, lo que quería era firmar treguas con los cristianos y comerciar con ellos, porque Granada se había quedado pobre. Pero tu padre es de otro modo de pensar.
Él quiere la guerra y las victorias; él no quiere el comercio, ni las treguas, ni los tributos.
—Y tú, ¿qué es lo que quieres?
—Yo, según. En la época de tu abuelo, prefería el comercio.
Ahora, la guerra. Pero ya no puedo ir a ella.
—¿Y en el ojo? ¿Qué te pasó en el ojo?
Él tenía un gran leucoma que se lo blanqueaba entero. Pasado tiempo, yo tropecé en una antología de Ibn al Jatib con unos versos de Malik Ibn al Murahal:
“Miraba con una pupila en la que había una nube, pero siempre se resistía, incrédulo, a aceptar la verdad, porque, en cierta ocasión, Al Sairafi había exclamado al verlo:
‘He aquí un contraste de plata que sirve como piedra de toque’“.
Algo semejante es lo que le sucedía a Faiz. Cuando alguien aludía a su ojo, él miraba con el otro a lo lejos y cambiaba de conversación, o enmudecía, o simplemente se iba. El caso es que nunca nadie consiguió que inventara ninguna fantasía como las que inventaba para explicar la pérdida de su pierna. Y eso que le habría costado poco esfuerzo. Subh me lo advirtió:
—No le preguntes por su ojo a Faiz; no te contestará. Fue su segunda mujer que, con la mano del almirez, le dio un porrazo una noche en que llegó borracho. Y tan presente tiene el golpe, que no se atreve todavía a inventar otra historia.
Pero Subh se reía con tal gana, que hasta yo deduje que tal explicación también se la acababa ella de inventar.
—Cuando el copero del rey me dio la cuchillada en esta pierna (el copero de Enrique, al que llaman “el Impotente”, y por algo será), cuando me la dio... En la pierna que me falta, si me permites que te lo diga... Cuando me la dio oportunamente, vi saltar mi pie solo, sin dueño, y le dije: ‘Ve con Dios’, porque hasta entonces nos habíamos llevado bien, y siempre me condujo por la buena senda, aun en las noches esas en que no sabes si la pared te está sosteniendo a ti o tú a ella, porque los dos habéis bebido demasiado y os estáis haciendo la mejor compañía.
—Pero, Faiz, lo de la pierna, ¿te lo hizo una cuchillada, o un caballo?
—Si me permites decirlo, reyecito, oportunamente fue de una cuchillada y de un caballo —aclaró con un tono de reproche—. Cuando uno defiende la santa religión en una guerra santa, uno ha de estar dispuesto a perder dos, tres, y hasta cuatro piernas por las causas que sean y en cualquier coyuntura.
Comprobé que no era amigo de mi padre, ni siquiera conocido, cuando vi una mañana acercarse al sultán.
Yo me escondí detrás de un ciprés grueso, aunque no estaba seguro de que mi padre me reconociera a mí tampoco. Faiz se quedó inmóvil, como aterrorizado, con la vista en el suelo, y dobló la cintura al paso del sultán, que lo miró al pasar con la indiferencia de quien mira un montón de estiércol dispuesto para abonar un arriate.
—¿Ves? —me dijo Faiz nada más perderse el cortejo—. Me ha dicho con los ojos que no ha olvidado mis hazañas y que cómo ando de la pierna. Yo le he contestado que muchísimo mejor; que sólo me molesta cuando va a cambiar el tiempo, aunque a veces me duele el pie que ya no tengo, lo cual no deja de ser una curiosa extravagancia de la Naturaleza. Y tu padre me ha replicado que el año próximo me mandará a Alhama, porque las aguas de sus baños son muy benéficas para estos alifafes de las piernas cortadas.
Yo, que en aquella época tenía de mi abuelo una gloriosa idea, insistía con torpe y desagradable frecuencia:
—Dime a quién prefieres tú: ¿a mi abuelo o a mi padre?
Hasta que un día, después del almuerzo, Faiz, dando un golpe con la azada en la tierra y apartándome con cierta violencia del paseo, me soltó:
—Óyeme, reyecito. El Profeta, Dios lo tenga en el Paraíso rodeado de toda su bendita familia, autoriza (llegado el caso, que llega más de prisa y en mayor número de lo que se cree) la taquiya, o sea, la negación, no sé si me permites decírtelo, la negación, reyecito, de tus más redomadas convicciones. La negación pura y simple, así como suena. Porque el viernes y las convicciones se han hecho en bien del hombre, no el hombre en bien de las convicciones ni del viernes. La moralidad más alta, oportunamente lo sabrás, hijo mío, la más altísima, es la que más favorece al que la tiene. Si hay que traicionar para conseguir lo que tú te propones, ¿qué le vamos a hacer? No siempre es posible avanzar en línea recta. Los que hemos hecho la guerra santa lo sabemos muy requetebién: lo importante es ganar. Si hay que mentir al enemigo, se le miente. Se engaña a quien sea preciso. Uno, en tierra de cristianos, para salvar la vida, puede pedir el bautismo y renegar.
De mentira, claro: ¿quién va a querer convertirse en semejante porquería? Lo que ocurre es que la vida está por encima de todo. Hay que ser falso para ser decente, y apoyar la falsedad en el Corán, reyecito, sin salirse de él nunca.
Disimular, canturrear, mirar a otra parte, a estas hojitas tan verdes, ¿ves?, que tienen por debajo de las grandes casi todas las plantas... Con la verdad verdad, si me permites, no se va a ningún sitio. No sé si me he explicado.
Pues eso: yo he preferido siempre a tu abuelo y a tu padre; pero al que prefiero de todos, reyecito, es a ti.
Como me hablaba muy poco de plantas, salvo cuando comparecía el médico Ibrahim, me acuerdo muy bien de una vez en que me habló de ellas, y me explicó el calendario de los jardineros, que es el calendario solar de los cristianos.
‘Porque —decía— el lunar sólo sirve para viajes y caravanas y guerras, y los jardineros no pueden viajar nunca, ni los cojos pueden ir a la guerra.’
—En enero se recolecta la caña de azúcar. En febrero se injertan manzanos y perales. En marzo se planta la caña, y el algodón también, y salen de sus huevecillos negros los gusanos de seda. En abril aparecen como loquitas las rosas y las violetas; se plantan las palmeras, la alheña y las sandías; y es la ocasión que el andaluz aguarda para que la lluvia le riegue el trigo y la cebada. En mayo se cubren de trama los olivos; nos caen en las manos la ciruela, el albaricoque, la manzana temprana y el pepino. Es el momento de recoger las habas y las adormideras, de segar el trigo y de arrancar el lino; las abejas nos regalan su miel, tan buena para todo (no quiera Dios que tengamos nunca el malpago de la colmena), y los pavos reales chiquitos vienen piando al mundo. En junio y julio pasan tantas cosas que no podría enumerártelas aunque no callase en mi vida. Hay tanto por hacer, que nos volvemos tarumba y nos tienen que llevar al maristán; la siega y la trilla son una siesta, no te digo más. En agosto maduran las uvas y el melocotón; se recogen la alheña, para que tú si quieres te tiñas tu pelo o las plantitas de tus pies, y las nueces, para que te las comas con la miel que ya tenemos en muy ricos pasteles, y las bellotas, que se desprenden así, de un tironcito, de su caperuza. Pero, en cambio, hay que sembrar los nabos y las habas y los espárragos para cuando llegue nuevamente su turno. Septiembre es el mes de las vendimias, tan alegres y cantarinas, y de las granadas y de los membrillos; el olivo engorda sus olivas, y el arrayán rompe a brotar con más fuerza que nunca. En octubre se abren las rosas más blancas, y se preparan, para chuparse los dedos, los dulces de manzana y de carne de membrillo. En noviembre se cosecha el azafrán, y se deshoja con delicadeza su rosita morada. En diciembre retornan las lluvias que alimentan la tierra y nos quitan la sed, y los narcisos nos visitan, y se acumula el agua en los aljibes, y en los huertos se siembran, para el bien común, la calabaza y el ajo y las adormideras, a las que les debo la vida y esta muleta, que el día menos pensado echará flores como los báculos de los más santos profetas.
Durante mucho tiempo vi a Faiz casi todos los días. Al cabo de un mes de no encontrármelo, pregunté por él. Un jardinero que ocupaba su puesto me dijo:
—Tu padre lo ha enviado a los baños de Alhama para ver si se le aliviaba el dolor de la pierna.
Yo —sorprendido, aunque no demasiado— bendije los nombres de Dios y de Faiz dentro de mi corazón. Creo que, desde entonces, no he cesado de hacerlo.
Fue el hermano mayor de mi padre. Mayor en todos los sentidos, porque era tan grande que no lo vi entero de una vez jamás. Altísimo y redondo, le llamaban, por descontado, “el Gordo”: decían que para distinguirlo de otros Yusuf de la familia, pero la verdadera causa saltaba a la vista. Estaba siempre recostado, hasta para dormir, porque si se tumbaba del todo no podía respirar, y tampoco podía enderezarse luego. Tenía tanta lucha con sus enfermedades y con su corpachón, que ni a él ni a nadie se le había ocurrido nunca que pudiese ser el sucesor de mi abuelo.
Con sus hermanos y su padre, había pasado la niñez y la juventud en la corte de Juan II de Castilla, y en el harén se comentaba que se había convertido al cristianismo.
Yo no creo que se hubiese convertido a nada: bastante tenía con moverse un poquito, comiendo como estaba todo el día y, según contaban, casi toda la noche. Vivía sólo para seguir viviendo, y llegó a Granada casado con una señora gallega, de nombre doña Minia, de la que se decía que, a pesar de haberse convertido al Islam, secretamente continuaba practicando su religión. Lo cierto es que en la familia nadie se ocupaba, salvo los médicos, de ellos dos, que residían en una de las torres, la segunda, de las que bordean el camino hacia el Generalife.
Yo los frecuentaba porque me entretenían los episodios, no sé si absolutamente veraces, que “el Gordo” me contaba de su vida, cuando él aún no era tan gordo.
—Son embustes —puntualizaba doña Minia—. Yo lo conocí con diecisiete años y ya era así.
Y los dos se miraban, cómplices, y se sonreían con una expresión de cariño tal que me causaba una profunda envidia.
No tenían hijos, y nos adoraban como si lo fuésemos a mi hermano Yusuf y a mí. Nos regalaban toda clase de juguetes; en los envíos que recibían de la Cristiandad siempre había algo para nosotros.
Por las fiestas del Año Nuevo, de la Ruptura del Ayuno, de la Primavera, nos sorprendían con animalillos de cerámica o de plata.
Recuerdo las jirafas, de las que llegué a tener hasta cuarenta, con un especial cariño por ser un animal que yo nunca había visto, y que sospechaba además que no existía en ningún país de la Tierra. Quizá lo que más ansiaba entonces era tropezarme con una jirafa, mucho más que con un león o con un elefante, en los bosques de la Alhambra.
Mientras que el tío Yusuf era sonrosado y rubiasco, doña Minia, contra lo presumible, era morena, de ojos menudos, negros y muy vivos. El tío Yusuf consistía en una bola grande con otras menores a su alrededor: cabeza, brazos, piernas, manos y pies. Más que en la torre, habitaba en un imponente sillón horadado, dispuesto muy en alto para que los criados que se cuidaban de limpiar la letrina pudiesen realizar su tarea. Una vez por semana, entre siete u ocho de ellos lo apeaban, lo lavaban, le mudaban la ropa, y, en tanto aljofifaban y perfumaban el asiento, lo sostenían para que anduviese cuatro pasos contados. Pero ésta era una ceremonia muy íntima, que nunca vi.
Mi hermano y yo temíamos que, si se caía del sitial donde estaba instalado, rodaría hasta llegar por la pendiente del bosque al río, y allí el agua no podría moverlo de ninguna manera, y le brotarían plantas y árboles sobre la barriga, hasta formar una colina nueva entre la Alhambra y el Albayzín.
Yo tenía un gato que atendía, aunque no mucho, por “Luna”. Su nombre vino porque el tío Yusuf nos refería muchos enredos cuyo protagonista era don Álvaro de Luna, visir y valido del rey Juan. Mi intención fue ponerle “Juan” al gato, pero doña Minia me advirtió que sería una falta de respeto, y que la grandeza de un pueblo se demuestra por el respeto que tenga a sus enemigos, y que, si los empequeñecemos o los ridiculizamos, somos nosotros a la larga los que salimos peor parados. Y por si era poco, el gato resultó ser gata, con lo cual ponerle “Juan” o “Álvaro” habría sido un contrasentido. Para esa gatita, que era pelirroja como el tío Yusuf, me regaló el matrimonio un cascabel de oro, que ella se apresuró a perder, aunque hubo quien receló que cualquier criado pudo haberlo cogido, porque era cosa de orates ponerle cascabeles de oro a un gato. Sin embargo, el matrimonio siguió regalándome un cascabel tras otro, cada vez que “Luna” los perdía, hasta que se perdió ella misma, con lo cual se acabaron los gajes del ladrón de los cascabeles.