El manuscrito carmesí (46 page)

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Authors: Antonio Gala

BOOK: El manuscrito carmesí
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Esta noche de la luna creciente de octubre, extinguida la fe y perdida la confianza, me acobarda el temor de no engañar a nadie: ni a los cristianos, ni a mi madre, ni al “Zagal”, ni a mí siquiera; me acobarda el temor de que quizá a la única que consiga engañar sea a Moraima.

Aquí abandono estos papeles, que de nada han servido.

Casi pasado el día, caigo en la cuenta de que he cumplido en él veinticuatro años.

III. Altos son y relucían

“—¿Qué castillos son aquéllos?

Altos son y relucían —El Alhambra era, Señor, y la otra la mezquita...”

“Romance de Abenamar”

Han pasado seis años desde que dejé de escribir en estos papeles carmesíes. Ahora ya tengo tiempo de volver a ellos; lo que me queda ahora es sólo tiempo.

Cuando a un hombre se le impone al nacer una misión, gloriosa o desdichada, su vida tendría que concluirse cuando se concluyera esa misión. Si no, ¿qué hará con lo que sobra?: ¿ordenar los recuerdos en la confusa arca de la memoria, trasladar, componer, recomponer, intentar situarlos, intentar que entre todos configuren una pieza coherente? Pero eso es imposible, porque la realidad no es ni remotamente parecida al relato que se hace de ella. Cada cual cuenta aquello que vio, o que se imaginó haber visto, o que deseó ver; si otro lo contara, lo haría de distinta manera, incluso de una manera opuesta, según sus impresiones, o según sus propósitos. Y eso, aunque todos actúen con honradez (lo cual es improbable), y aunque todos actúen con ecuanimidad, sin el único objeto de exponer lo que, antes de empezar, tenían ya previsto (lo cual es imposible).

Yo estaba hecho de dudas, y los reyes cristianos no tenían ni una sola. Perseguían algo muy concreto y plausible; lo único que yo podía hacer era oscurecerlo, perturbarlo, aplazarlo.

El “Zagal”, por el camino de la guerra, no habría conseguido sino destruirnos en más o menos tiempo: los cristianos tenían muchos más medios que nosotros y, por añadidura, una irrevocable decisión tomada en el mejor instante, en un instante de entusiasmo y de renacimiento. El descorazonador estribillo me envolvía una vez y otra vez: ‘Nada tiene remedio, y todos lo sabemos.’ Sólo cabía la eventualidad —no la certeza— de alargar el tormento, es decir, de continuar un día más, un mes más, un año más, en la disfrazada desesperanza en que vivíamos. Las capitulaciones de Córdoba y de Loja habían allanado el camino a Granada; yo las firmé consciente de su fin, que era precisamente nuestro fin.

A mis partidarios se les concedía en ellas la condición de mudéjares: el derecho a seguir en sus propias casas, disponer de sus bienes, tener sus mezquitas y casas de oración, y ser eximidos de pechos, del alojamiento de soldados y de tributos durante diez años; así como el casi póstumo derecho de marchar a África sin incurrir en sanción y a costa del erario real.

O sea, dada la cuestión por perdida, se aliviaba la desgracia de los perdedores. A los partidarios del “Zagal”, por el contrario, no se les otorgaba derecho alguno, y sólo por merced podrían habitar en los barrios de las ciudades que se habilitasen como morerías.

Mi máxima aspiración consistía no ya en vencer, lo cual era absurdo, sino en ser vencido con el menor daño. Pero absurdo era también que todas aquellas “generosidades” con los míos sólo entrarían en vigor cuando yo hubiera entregado Granada y su territorio; ante todo, debía expulsar de él a mi tío. La sagacidad de Fernando fue aceptada con resignación por mí, pero sin el ánimo de obligarme, sino de ir contra ella en cada oportunidad que se me presentara.

En las capitulaciones había cláusulas como ésta: ‘Ganada que sea la ciudad de Guadix, sus altezas habrán de continuar aparentemente la guerra contra Boabdil como la hacen ahora contra “el Zagal”, para que así Boabdil pueda cumplir, como impedido por la fuerza, lo que promete en esta capitulación.’ Se me proporcionaba, pues, la ocasión de traicionar a mi gente con el aire de protegerla; eso blanqueaba cualquier traición que yo cometiese contra los que me forzaban a traicionar así. Tal era mi propósito por debajo de todas las defecciones y de todas las desobediencias, a través de todos los descuidos, por medio de todos los engaños.

Muy pocos de mis correligionarios prestaron fe a las promesas de paz cristianas; prácticamente se redujeron a los vecinos del Albayzín. Y como el cauce exclusivo de esa paz era yo, para obtenerla se convirtieron en acérrimos míos. Cada día denostaban con improperios a los habitantes de Granada, partidarios del “Zagal”; con ello propiciaron lo que los reyes Isabel y Fernando perseguían: la rivalidad y la discordia.

Sin embargo, no tardaron ambos bandos en tener una cosa en común: la certidumbre de que yo era traidor a uno y a otro. Para lo que me proponía —y estaba lejos de saber con seguridad qué era—, hube de cargar, como primera providencia, con ese sacrificio.

En Granada había dos reinos, delimitados por el río Darro. En calles, en plazas y en plazuelas se peleaba cotidianamente, aspirando cada partido a alzarse con la ciudad y a aniquilar al otro. Yo quise apresurar el término de tal desangramiento. Dejé Vélez, y me presenté una noche en el Albayzín.

Fue el 14 de octubre de 1486.

Mis partidarios se reafirmaron al verme en persona a la salida de la última oración. Aquella misma noche, de improviso, entre antorchas que iban y venían arrastrando por la oscuridad ya fresca del otoño sus rojas cabelleras, fui coronado por segunda vez. Un grupo de muchachos me irguió sobre sus hombros y me subió a lo alto de un aljibe. Allí me quedé solo una vez más, con ojos húmedos, arropado por los candentes vítores de quienes tanto me habían aguardado.

—Dios Todopoderoso —gritabante ensalce y te preserve para nosotros.

—Gracias, hijos —les respondí con la espada en una mano y una adarga en la otra—. Gracias, porque arriesgasteis vuestras vidas para salvar la mía, y porque creísteis en mí con honor y largueza, y porque supisteis esperar sin desmayo esta hora. Yo os prometo que vuestro amable coraje no quedará sin galardón.

No creía en nada de lo que les decía; pero traté por su bien de que ellos lo creyeran. Mandé leer mis pactos en las plazas del arrabal por pregoneros, y brindé protección a cuantos abrazaran mi causa. El pueblo del otro lado del Darro, recordando lo sucedido en Loja —¿cómo iban a saber que yo aún estaba preso?—, me tachaba de vendido a los cristianos y descreía en mí; pero lo cierto es que suspiraba por la paz con la misma vehemencia que el pueblo del Albayzín.

Mi tío “el Zagal”, que ocupaba la Alhambra, se negó a escuchar los mensajes en que le proponía una entrevista. Le iba a exponer en ella mi exculpación, mis argumentos, mi propósito; le iba a ofrecer incluso mi abdicación, si él penetraba los motivos que me impulsaron a firmar las capitulaciones, con el designio de incumplirlas. Prestó oídos sordos a todas mis propuestas. Dos días después me declaró la guerra.

Era una mañana profunda y diáfana. Recibí la noticia igual que se recibe un empellón. Me tambaleé. Apoyé las manos en el antepecho de una ventana; desde ella veía la Alhambra, enhiesta y recortada sobre la verde Sabica, con su belleza imperturbable. Era contra ella, que lo simbolizaba todo para mí, contra lo que tenía que luchar. Contuve la expresión de mi abatimiento, y despedía a los emisarios del “Zagal”. Frente a la amada colina reflexioné. Dos cosas debía de tener claras: que el emir Abu Abdalá me consideraba un esbirro al servicio de los cristianos, y que tenía razón Aben Comisa cuando me advirtió que ahora las victorias habían de ser parciales y diarias, confirmándome en cada situación con un fragmento de éxito. Tenía que olvidarme de las grandes palabras y de los grandes ideales: estaban muertos para siempre. Ciertamente no era un destino de héroe ni de salvador el que la historia me había reservado; tenía que prestarme a cumplir lo mejor posible el de hormiga calculadora, mal vista y despreciada, que procura, en el silencio y en la oscuridad, la perduración de su hormiguero.

Envié, en consecuencia, a pregonar mis paces por toda la frontera. Fue entonces cuando llamé a Hernando de Baeza, luego mi secretario y mi cronista. Él vivía en Alcaudete y allí fue a pregonar un caballero mudéjar, Bobadilla, con el que mi amigo Abrahén de Mora, intérprete mío desde mi primera coronación en Guadix, le mandó una carta. En ella le pedía en mi nombre que viniese al Albayzín para encargarse de mis conversaciones con los reyes cristianos, que preveía cada vez más complicadas. Hernando de Baeza juzgó la entrada al Albayzín demasiado peligrosa, y no aceptó. Lo lamenté, porque lo había conocido cuando convoqué en Alcaudete a los grandes caballeros andaluces de mi partido poco después de mi liberación. No acudió casi ninguno, y el jefe de mi guardia, Al Haje, para distraerme, me habló de un Hernando de Baeza conocido suyo y sabedor del árabe, con el que aquella triste noche compartimos cena y posada, ofrecidas gentilmente en su casa.

Desatada la lucha entre mi tío y yo, lo mejor era ultimarla cuanto antes para ahorrar vidas y bienes.

Con tal fin acepté la ayuda de Castilla, y traté de olvidar que quienes habían de morir tenían nombres, cuñas, hijos y madres; sólo importaba disminuir su número.

Contra la contumacia del “Zagal”, que se disponía a emplear contra mí hasta el último de sus seguidores.

En efecto, sus ulemas proclamaron que todo el que se aliase con los cristianos o secundase mis planes sería reo de rebeldía contra Dios y su Mensajero. Así desvirtuaron una reyerta en una guerra santa, y la religión, en un arma mortal entre los hermanos que la compartían. Hasta el extremo de que “el Zagal” decidió tomar el Albayzín por asalto, capitaneando él mismo y su general Riduán Benegas a sus hombres. Convocó para ello a los granadinos y a los habitantes de los alfoces.

—La sangre y la hacienda de esa gente de ahí enfrente son vuestras. Quienes se unen a los cristianos no merecen más que la espada y el desprecio —les dijo.

Falseó y deformó mi postura; me acusó públicamente de renegado y corrompido, y exaltó contra mí a sus partidarios, que eran no sólo los de Granada, sino los de Baza y Guadix y sus cercanías.

A estos últimos les previno de su plan: mientras los granadinos se abrían paso por la puerta de Hierro, la de Oneidir, la de Caxtar, el Portillo y la Puerta de Vivalbonuz, el Portillo de Albaide y la puerta de Abifaz, ellos habían de ascender por el Fargue y atacar la Puerta de Fajalaúza para de esta manera acosarnos a los del Albayzín por todas partes. Así lo hicieron.

Yo, al tanto del momento en que iba a producirse la agresión, reuní a mis parciales, y los arengué para que confiaran en mí un poco a ciegas, porque ni a ellos me era posible hablarles con toda claridad.

—El principal impedimento para la paz —les dije—, es ahora Abu Abdalá y sus enloquecidas tropas.

Nos odian más aún que a los cristianos, y pretenden pasarnos a cuchillo y bañar las calles del Albayzín con nuestra sangre. Sólo hemos dejado de ser hermanos por su afán de muerte y venganza. Ni en Dios ni en mí, os lo juro, existe otra razón.

Los vecinos del Albayzín, bien ordenados y con el auxilio de Gonzalo de Córdoba —no al revés, como “el Zagal” me echa en cara—, acudieron a sus puertas, cargaron contra sus enemigos —ay, llamar así a quienes compartían con nosotros fe, Dios, ciudad, historia, todo—, y los dispersaron. Yo, desde mi puesto de mando, contemplaba cómo la primera victoria de mi vida se realizaba contra mis propios súbditos, y cómo el destino juega con los móviles de los hombres. Los vencidos se retiraron en tumulto, y, desconfiando de sus propias fuerzas, barrearon sus puertas y portillos. Toda posibilidad de comunicación, incluso la material, quedaba así excluida.

Mientras las peleas parciales proseguían, y los insultos y las pedreas y los cintarazos eran diarios, el sultán de la Alhambra convocó a los alcaides de Málaga, Baza, Guadix, Vélez, Almuñécar y otros distritos. Todos a una se comprometieron a obrar de común acuerdo y a prestarse mutua asistencia en el caso de que cualquiera fuese atacado por los enemigos de nuestra religión. Yo traté de enviar representantes míos a esa reunión; traté de que los alfaquíes de uno y otro bando se entrevistasen para pactar; traté de convencerlos de mis intenciones, lo que me parecía más fácil ahora que habían sufrido una derrota. Inútil: me estrellé contra el mutismo del “Zagal”. Envié, pues, a Abul Kasim el Maleh, a quien había nombrado visir, a los castillos de Vélez, de Almogía y de Málaga para informarles sobre mis tratados de paz con Fernando y sobre cómo provocaríamos su enojo si no nos ateníamos a ellos. Málaga y Almogía se adhirieron a mí. No así Vélez, cuyo alcaide era Abul Kasim Benegas, el que fue mi maestro de política.

—Un traidor siempre cuenta con la traición de los otros. Di a tu amo que recuerde mis lecciones.

Ojalá su padre hubiese hecho caso de los astros —fue la respuesta de Benegas.

Con cuánta frecuencia he visto desde entonces que los gobernantes se dejan llevar por la obstinación de sus súbditos que, desatada, ya es imposible de embridar. Con cuánta frecuencia he visto desde entonces que aquello que uno desea se desborda a menudo hasta volverse irreconocible; que la pasión que en frío suscitamos llega a poseernos con mayor delirio que si hubiese sido auténticamente sentida; que, como la luz reflejada en un espejo, nos deslumbra aquella luz que nosotros encendimos para que los demás, no nosotros, la contemplasen.

Eso es lo que le ocurrió a mi tío “el Zagal”. Acaso habría podido evitarse si los dos nos hubiésemos entrevistado a solas, sin la virulencia de quienes llamábamos por separado nuestros.

Ante la negativa de Vélez a incumplir sus compromisos con “el Zagal”, el rey Fernando se puso en marcha hacia allí y lo sitió:

Vélez sería la antesala de Málaga. Era el 10 de abril de 1487.

Cuando llegó el aviso a Granada, “el Zagal” juntó a las gentes que había aliado contra mí, su pacto exigía un cumplimiento más arriesgado y más rápido de lo previsto.

Les pidió parecer, y decidieron ir en socorro de Vélez en virtud de lo concertado unas semanas antes.

Mandó mi tío al alfaquí mayor que tomaran en sus manos el tahelí con el Corán, y les habló a los alcaides:

—Jurad por las palabras aquí escritas que ninguno de vosotros, ni los presentes ni los ausentes, en tanto que yo llevo a nuestros hermanos este socorro, haréis nada, ni diréis, ni os aconsejaréis en nada que vaya contra el servicio de mi causa y en pro de la de mi sobrino.

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