Read El manuscrito carmesí Online
Authors: Antonio Gala
Fue en junio cuando se dirigió hacia Baza el gran ejército.
Primero se apoderó de Zújar, así como de las fortalezas y castillos del contorno; luego le puso sitio.
En la serie inicial de combates llevaron la mejor parte los sitiados, y dieron muerte a tantos enemigos que éstos flaqueaban sin poder defenderse más que con parapetos y trincheras. Desesperados de adueñarse de la plaza por asalto, retejaron sus estancias lejos de los muros, y aun dudaron si levantar el cerco y dejarlo para más propicia ocasión. En esto, los de Baza entraban y salían sin ser hostilizados, y así se mantuvieron julio y agosto: con el enemigo acampado a distancia, impidiendo la aproximación de su artillería y de sus máquinas, y rechazando con facilidad sus embestidas.
En septiembre, la reina —que era utilizada a tal fin con frecuencia— visitó el campamento y afeó a la tropa su poquedad. Animados por ella, los cristianos estrecharon el cerco. Con una muralla de madera y una gran foso, guarnecidos ambos por guardias y peones, estorbaron la salida de los sitiados y la entrada de quienes acudían con socorros. No obstante haber acercado a la ciudad sus ingenios de batir, seguían saliendo los de Baza por sus portillos o sobre la muralla, y los acometían en su propio campamento inflingiéndoles daños de consideración, y apropiándose de sus provisiones.
En octubre y noviembre empeoró la situación de los sitiados al escasear los alimentos; examinada su cuantía por los jefes, echaron de ver que para pocos días les quedaban. Sin embargo, se conjuraron para no decaer, con la esperanza de que el enemigo se retiraría ante la proximidad del invierno. Cuál no sería su sorpresa cuando lo vieron labrar piedras y cimentar edificios donde ampararse de él. El pesimismo se alojó en sus corazones.
Pero tampoco para los cristianos la situación era halagüeña.
El invierno cayó sobre el campamento: morían de frío y hambre los soldados; los sabañones y la congelación les impedían manejar las armas. Fernando, ante el fracaso de una campaña en la que tanto perdía, se dedicó a su arte favorita: la astucia y el soborno. Por medio de Gutierre de Cárdenas, el comendador de León, a quien después me tocó ver más de cerca de lo que habría querido, entró en contacto con el príncipe Yaya. Yo conservo —porque me la remitió para doblegar mis insolencias— copia de alguna de las cartas que se cruzaron entre ellos. El rey propone la rendición de Baza al general, a cambio de donaciones y mercedes; el general contesta que no tiene fe alguna en las propuestas del rey, porque no ha olvidado sus informalidades y sus alevosías; replica el rey prometiendo ser mejor cumplidor de cuanto ahora ofrece, y mostrándose muy arrepentido de haber faltado a su palabra en la ocasión de marras, que no es otra que la doble traición de Almería. Y así siguen los tratos, las promesas y las garantías de las promesas, sin que el rey desista ante la irritada suspicacia del general, y sin que el general los cierre, aunque sí los aplaza. Con tan prolongado tejemaneje, de pillo a pillo, la pretensión de Yaya era recabar una avenencia más ventajosa para él; la de Fernando, que los baezanos se extenuasen. Para enterarse del auténtico estado de su aprovisionamiento, mandó el rey a unos de sus magnates con el pretexto de conferenciar. Pero, avisados los de dentro de su intención, reunieron los alimentos que les quedaban —las hortalizas, las frutas, los montones de trigo, unas pieles de cabrito rellenas de pajay los colocaron en los mercados por donde iba a pasar el emisario, con el fin de probarle que la guarnición podía aún mantenerse mucho tiempo. Como he leído en mi antecesor zirí Abdalá, la guerra no es más que falacia y ardid, y la estratagema de Yaya, versado en ellos, surtió efecto. Cayó el rey en su propio cepo, y mejoró su importe el general, de forma que aquél vino en concederle cuanto le pedía.
Sin embargo, Yaya exigió más aún. Sus demandas fueron tan altas que no había modo de aceptarlas; la cantidad de mercedes, tierras, privilegios y concesiones era tal, que valían más que la ciudad que iba a rendir. Los cristianos siguieron intentando el asalto y muriendo; los capitanes, planteando nuevas operaciones militares; la reina, rebuscando víveres y recursos en Castilla, y Fernando, redactando cartas con juramentos y ofertas recrecidas. Ante su ineficacia, no se arredró; más bien condujo el asunto con una inimitable maestría. Sugirió al general la posibilidad de darle cuanto pedía y mucho más, con una sola condición: la de entregar, con Baza, el feudo entero del “Zagal”.
Para eso hacía falta que el príncipe Yaya engañara a quien era su primo, su emir, su amigo, su cuñado, y del que él era hombre de confianza, general en jefe, brazo derecho y consejero. Experto en deshonores, calculó lo que éste le valdría, y, mientras continuaba defendiendo Baza para aumentar su valor a ojos de Fernando, trazó su plan junto al “Zagal”. En connivencia con el cristiano, salió a escondidas para entrevistarse con su víctima en Guadix; ante sus subordinados, incluido Mohamed Hasán, iba a solicitarle o socorros suficientes, o licencia para entregar la ciudad. La finalidad del viaje era distinta.
Nadie como yo puede comprender la verdad y la falsía de las alegaciones de Yaya a mi tío: la verdad de su falsía, y la falsía con que manejaba la verdad. El general le describió la espeluznante situación auténtica de la ciudad cercada: sin víveres, sin armas, sin recursos, con el invierno igual que una losa de mármol blanco sobre ella; sus habitantes, diezmados por el sitio, la epidemia y el hambre; los niños, muertos de inanición y de miseria; las madres, reclamando la rendición a voces; los hombres, negándose a salir a los adarves; la soldadesca, famélica e indisciplinada, resistiéndose a pelear. Y frente a eso, ¿qué es de los sitiadores? Resueltos a conquistar a cualquier precio, han construido un campamento de piedra; poseen armas muy superiores, y allegan más aún; sus avituallamientos ponen los dientes largos a los sitiados, cada noche, alrededor del fuego, cantan canciones de amor y de alegría. El rey Fernando ha resuelto castigar a Baza por resistir en una defensa inútil que dilata y perturba sus proyectos: quienes sigan vivos serán condenados a esclavitud y vendidos; sobre la ciudad, asolada, se sembrará la sal. Ésta es la realidad de la situación; lo demás son enmascaramientos. Tal tragedia no podrá ser evitada —así lo asegura el general, que lo sabe muy bien— sino con una capitulación rápida que deje a salvo la vida, la libertad y el honor.
“El Zagal”, abatido, pide la opinión de algunos consejeros; los consejeros han sido comprados previamente por Yaya con oro castellano. “El Zagal” se aparta a los rincones más oscuros de la alcazaba: reflexiona golpeándose contra su impotencia; se contradicen su corazón y su cabeza; sufre la agonía que sólo conocen los gobernantes responsables en los peores momentos; se desespera. Pasa un día, dos, tres, y no amanece. Yaya sólo lo ve para atosigarle y urgirle a sentenciar. Una madrugada en la que el frío chorrea por los muros, llama “el Zagal” a Yaya.
—Haz lo que menos hiera a mis gentes de Baza —le dice con voz estrangulada—. Que se cumpla la voluntad de Dios. Si Dios no hubiese decretado su pérdida, mi brazo y mi espada, aun ellos solos, habrían podido defender la ciudad.
Olvidó “el Zagal” que Dios decreta muy pocas cosas, y que su voluntad no siempre escoge intermediarios dignos para manifestarse; e ignoraba que la sombría labor de Yaya no había hecho más que empezar. Ya abierta la herida, era preciso empujar la daga hasta la empuñadura. “El Zagal” está demacrado y tembloroso; su mano ha derramado el agua de la copa en que bebía; sus ojos insomnes, ribeteados de rojo y con anchas ojeras, no resisten el peso de los párpados. Yaya pone su mano, de vello rojizo y fino trazo, sobre el hombro del emir.
—Déjame hablarte, como a mi hermano que eres, del mismo modo que, en las heladas noches de Baza, me he hablado a mí mismo. Tu espíritu, respetado y querido Abu Abdalá, no es el más a propósito para resistir esta campaña; una campaña más agotadora que un desierto y más escarpada que la Sierra Solera. Te aseguro que todos los pasos que en ella demos se volverán contra nosotros. Las fuerzas de los cristianos son inmensas e inacabables sus recursos; su ejército está aureolado por el fervor; cada uno de sus hombres vale por diez de los nuestros hoy en día. Somos inválidos contra ellos; estamos arruinados, empequeñecidos y rodeados por las traiciones de tu sobrino Boabdil; él, en Granada, es un simple testaferro de los cristianos, y Granada es la cabeza del Reino.
Cuando rindamos Baza, el rey Fernando se trasladará frente a Guadix o frente Almería, y, antes de que pase mucho tiempo, arrasará todos tus baluartes. Yo, que lo odio, sé de lo que es capaz; por eso lo odio... Y no eches en olvido que, por añadidura, tus generales y tus consejeros son partidarios de una rendición decorosa.
Tú ya hiciste bastante por tu pueblo: te llaman “el Zagal” y han seguido con fe tu bandera; la han seguido hasta aquí, pero ni un paso más. Mi opinión, Abu Abdalá, es que ha llegado el temido momento de envainar las espadas para no conducir al pueblo a las mazmorras de la esclavitud o al frío de las tumbas. Él te venera y te obedecerá; pero no debes, por soberbia, exigirle más sacrificios de los que hasta ahora le exigiste. Capitula con los cristianos, emir; ellos otorgarán a tus súbditos honrosas condiciones, tan opuestas a lo que una guerra a muerte provocaría, y te mantendrán a ti con la altura que tu estirpe y tu grandeza reclaman. No es hora de batallas, sino de pactos. Te lo dice quien no sabe pactar, sino luchar. Te lo dice quien menosprecia su muerte, pero no la de sus soldados. Te lo dice quien te quiere bien, y sabe distinguir cuándo la sangre es útil y cuándo se derrama a oleadas estériles como en un matadero.
Nadie puede comprender mejor que yo —repito— lo que había de cierto y de incierto en los razonamientos de Yaya.
Al fin, acorralado “el Zagal” por sus propias dudas, sin asidero alguno, llamó a su primer secretario. Con una cadavérica inexpresión, le mandó extender una carta plenipotenciaria a favor de Yaya para tratar con los cristianos en su nombre. Unida la paciente astucia de Fernando al más pérfido abuso de confianza, había triunfado una vez más.
Fernando fingió que la ventaja en las condiciones de la capitulación sólo rezaba con los habitantes de Baza, y no con quienes habían acudido en su auxilio desde Guadix, Almería, Almuñécar y las Alpujarras; éstos deberían de ser echados de la ciudad antes de firmar los contratos. Tal propuesta fue rechazada y se suspendieron las visitas unos días. Al cabo, accedió el rey cristiano, puesto que tal actitud era sólo una maniobra de regateo para satisfacer en algo a los sitiados. De las mutuas estipulaciones acordadas, unas se hicieron públicas y otras se mantuvieron secretas. Yo he conocido las segundas porque el aragonés me envió copia fidedigna de ellas para mi ilustración y como sugerencia.
Los cristianos dejaron ir a Guadix, con sus caballos y equipos, a los caballeros y peones que componían la guarnición. El 3 de diciembre los alcaides de la ciudad pusieron al rey en posesión de la alcazaba, sin que lo percibiera el pueblo. A éste se le dijo que todo aquel que quisiera continuar en la plaza gozaría, por el convenio, de paz y seguridad, y que quien deseara trasladarse a otro sitio podría hacerlo con sus armas y haberes. Muchos partieron para Granada; en cuanto a los que se quedaron, por temor a su alzamiento, fueron arrojados poco después de la ciudad y obligados a vivir en sus afueras.
Se acordó que “el Zagal” entregaría, en un plazo no mayor de dos meses, todas las ciudades, villas, lugares, alquerías, castillos y fortalezas de su jurisdicción.
Eso —salvo el recinto de Granada, donde yo ejercía una sombra de autoridad bajo el vasallaje de Castilla— era cuanto quedaba del Islam andaluz.
A cambio, “el Zagal” recibía los distritos de Lecrín, Andarax y Lanjarón, con sus lugares y sus rentas y los vasallos que los habitaban; la mitad de las salinas de la Malahá, y una cantidad equivalente al importe de la otra mitad: veinte mil doblas castellanas.
Otras cláusulas eran: que el emir, que había dejado de serlo, podía instalarse con sus familiares en cualquier punto del territorio cristiano; que en sus términos no se permitiría entrar a ningún infiel sin su permiso; que si deseaba vender sus propiedades, los reyes se las comprarían en treinta mil doblas; que si quería marchar a África, se le concedería pasaje gratis a él y a los suyos, con sus riquezas y sus armas, salvo bocas de fuego; y que, en cuanto los reyes cristianos entrasen en Granada, le devolverían a él y a sus parientes y criados, y a los jefes de su parcialidad, y a Soraya y a sus hijos Cad y Nazar, los bienes que yo les había confiscado. En un codicilo adicional se comprometían los reyes a que tales mercedes no fuesen contrariadas ‘por nuestro muy respetado en Cristo Santo Padre, ni por los prelados y caballeros, ni por otras personas de cualquier clase y condición que sean’. [En lograr ese codicilo tuvo mi tío más suerte que yo, aunque tampoco le sirvió de nada.] A Abul Kasim Benegas, a los alcaides de las ciudades reunidas, a los jeques, a los cadíes, a los ministros y a los dignatarios se les adjudicaron, según su importancia, propiedades, dinero y alhajas.
El príncipe Yaya cambió de religión poco después. Su nuevo nombre es don Pedro de Granada Venegas; lo hicieron caballero del hábito de Santiago y señor de Marchena de Almería; le asignaron más de sesenta mil doblas en oro castellano, honores que lo acercaban a los Grandes de España, incalculables privilegios y derecho a mandar ciento cuarenta lanzas pagadas por Castilla. En su escudo grabó un mote: ‘“Servire Deo reinare est”’, alusivo a sus aspiraciones al trono nazarí. Y para congraciarse con los reyes cristianos, que le miraban con la reserva que se merecen los felones, se dispuso a ayudarles a que lo conquistaran.
El rey Fernando se dirigió a Almería. En el trayecto no encontró castillo ni aldea que no se le sometiera. Las guarniciones castellanas ocupaban las plazas a medida que sus alcaides las abandonaban después del pago convenido.
Sólo uno se negó.
—Yo, señores —dijo a los reyes—, soy andaluz, de linaje de andaluces y alcaide de Purchena. En ella me pusieron para que la guardara. Vengo aquí ante vosotros no a vender lo que no es mío, sino a entregaros lo que hizo vuestro la fortuna. Y creed que, si no me enflaqueciese la flaqueza que encuentro en los que me debían esforzar, la muerte sería el único precio que admitiese por defender Purchena, y no el oro que me ofrecéis por venderla. Recibid esta villa que la suerte hizo vuestra. Sólo os suplico que respetéis a los andaluces de la ciudad y a los moradores de su valle, y que mandéis que sean conservados en su ley y en lo suyo, en su religión y en sus costumbres. Y que a mí me deis un seguro para que, con mis caballeros y mi familia, pueda pasar, vuelta la cara, a África.