El manuscrito carmesí (67 page)

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Authors: Antonio Gala

BOOK: El manuscrito carmesí
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Días más tarde Hernando de Baeza, seguro de que estaba viviendo un día señalado e inolvidable —cuánto daría yo porque fuese olvidado—, me entregó una página con el orden del alarde que había organizado el rey Fernando. Igual que aquel alarde de mi padre, era excesivo: no sé si más para infundir temor que en señal de júbilo; no sé si para imponerse “a la morisma, liviana y levantisca”, o para exhibir su gloria ante nosotros. Yo, por mí, no puedo hablar de esa gloria: no la vi, no escuché sus instrumentos, ni sus aclamaciones, ni sus cantos. Por lo que leo en esta página, la delantera del ejército castellano la formaban —y no me asombra— el alcaide de los Donceles, junto al duque de Alburquerque, aquel Beltrán de la Cueva que fue amante de su rey, y los mariscales. En la vanguardia, el maestre de Santiago con los caballeros de su orden y casa y la Hermandad; en sus alas derecha e izquierda, respectivamente, las tropas de los duques de Plasencia y de Medinaceli. Detrás marchaba el marqués de Cádiz con la gente de Gonzalo Mejía. La tercera batalla la componían el conde de Ureña y don Alonso de Aguilar.

La cuarta, la gente del arzobispo de Sevilla y las de Pedro de Vera y las del alcaide de Morón.

La quinta, el duque de Medina Sidonia. La sexta, el maestre de Calatrava. La séptima, el conde de Cabra. La octava, el cardenal don Pedro González de Mendoza.

La novena, el duque de Nájera.

La décima, el conde de Benavente, el alcaide de Atienza y don Álvaro de Bazán. La batalla real la formaban un nutrido grupo de lanzas y peones gallegos, asturianos, vizcaínos y montañeses, y figuraban en sus alas los contingentes de Sevilla y de Córdoba. Al guión le daban cortejo 400 caballeros continuos y gente de corte de sus altezas. La custodia y la guardia del fardaje estaba a cargo de 200 jerezanos y una nutrida dotación de infantes. Por fin, a la zaga iban Francisco de Bobadilla con la gente de Jaén y de Andújar, y Diego López de Ayala, con la de Úbeda y Baeza. La artillería, que entró en Granada por distinto camino, marchaba escoltada por gran número de escuadrones y peones, y mandada por el maestre de Alcántara, el conde de Feria, Martín Alonso, el alcaide de Soria, Henao y Lope Hurtado.

Todos los descendientes de los que habían luchado en la mal llamada reconquista se hallaban presentes ese día en su culminación.

No supe por dónde íbamos. No había nadie en las calles. Me preguntaba: ‘¿Dónde están todos?

¿Dónde han ido?’ Ahora supongo que estarían en las murallas contemplando el espectáculo; acaso distraerlos era su única finalidad.

Y de él formaba parte yo. A cierta altura del trayecto, no puedo decir cuándo, me di cuenta de que junto a mí iba don Gonzalo Fernández de Córdoba; fui incapaz de saludarlo. Junto al arenal del Genil, delante de un morabito que a mí me gustaba ver de niño cuando íbamos a Alhama porque era la señal de que salíamos de Granada —en cierta forma, lo mismo que un ensayo de este día—, vi un reducido grupo de caballeros al que nos dirigimos.

—Ahí está el rey, señor. —Era la voz de don Gonzalo.

—Gracias —le dije. Pero no distinguí cuál era: don Gonzalo lo notó.

—Es el del centro —me lo señalaba con el dedo—. No le beséis la mano.

Fue entonces cuando me decidí a mirarlo; el capitán tenía el rostro tenso, y también me miraba. Avancé. Saqué un pie del estribo.

‘Está manchado de barro —me dije—.

Esa mancha de barro...’ Me llevé la mano derecha a la cabeza, y la izquierda al arzón. No sabía qué significaba aquello; quizá que iba a descabalgar. Vacilé. Giré los ojos. El rey se adelantó con una mano extendida, como para detenerme. Tampoco sé lo que significaba, porque, cuando iba a tomársela, la retrajo. Me dije: ‘Quizá ha entendido que se la solicitaba para besársela. No, me habían dicho que no’. Le alargué las llaves que me daba uno de los míos, no sé quién.

—Estas son las llaves de vuestro Paraíso. Mucho os quiere Dios —dije sin saber por qué, ni si me comprendió. Creo que sí, porque Hernando de Baeza me tradujo. Después lo tradujo a él:

—No dudéis de que cumpliremos lo prometido. Que no os falte la fortaleza en vuestra adversidad.

Mientras oía a Baeza observé lo mal que encubría su exultación aquel rey, y la mancha de barro del borceguí otra vez.

—Dadle el sello al conde —me apuntó don Gonzalo.

—¿A qué conde? —pregunté.

Me lo señaló con los ojos. Era el de Tendilla, que aguardaba altivo. Le tendí la sortija. No dije nada. Vi su boca sin labios.

Hernando de Baeza murmuró unas palabras. Después me enteré de que habían sido: ‘Con esta sortija he gobernado Granada. Que Dios os haga más dichoso que a mí’. Baeza asegura que yo lo dije, pero no consigo acordarme.

Seguimos al trote bastante trecho hasta llegar a un cerro alto, por Armilla, desde donde se domina la ciudad y la Sierra. El caballo, desmandado, se me volvió en una corveta y las vi. Parecía como si la ciudad también hubiese abdicado: la Alhambra se exhibía no en la cima como se la ve desde Granada, sino formando parte de un conjunto mucho más elevado que ella, blanco y aun más altivo que Tendilla. ‘Así sucede a los reyes cuando tropiezan con otros más poderosos que ellos.’

—La reina, señor —me advirtió don Gonzalo—. Entre el cardenal y el príncipe heredero.

Levanté la cabeza y la encontré en seguida. Había otras mujeres detrás. Tuve la impresión de que una de las damas me era muy conocida, pero no reparé sino un instante en ella. Saludé a la reina igual que a su marido. ‘Acabaré por hacer bien estos gestos incomprensibles.’ Hernando de Baeza, cerca de mí, me hablaba:

—Dice su alteza que conservaréis siempre su amistad y su ayuda, mientras no traspaséis los límites de lo que se ha firmado.

—Eso no es siempre —dije con una amarga sonrisa.

—Y el cardenal os dice que los días del hombre son cortos y llenos de pesares; que Dios da y Dios quita, y que tenemos el deber de bendecir su santa voluntad.

—Es más fácil bendecirla si da. Pero no traduzcáis —murmuré; mi caballo se inquietó; también yo me inquietaba—. Volvamos. ¿En dónde está mi hijo? —Inicié un movimiento hacia don Gonzalo y casi le grité—: Yo he cumplido.

Quiero ver a mi hijo.

Don Gonzalo cruzó una mirada con otro caballero que iba a su par, y que luego me enteré que era don Rodrigo de Ulloa.

—Está en el real de Santa Fe, señor. Vamos ahora a buscarlo.

—De prisa. Estoy harto de tanta ceremonia. Para vosotros puede que sea un bautizo o una boda; para mí es un torvo funeral.

De mi cohorte seleccioné a Farax y a Bejir, del que me atraía cada vez más su laconismo y la inteligencia de sus ojos; al resto lo mandé regresar a la ciudad. Salimos al galope por la vía más recta. Se retrasaba Hernando de Baeza, y hubo que aminorar la marcha. A mitad de camino transcurría un arroyo, que venía crecido por las nieves. El agua no alcanzaba el pecho de los caballos.

Fui a espolear el mío.

—¡Señor! —exclamó Bejir—, ¡señor!

Él y Farax se me arrimaron flanqueándome. Se proponían cumplir el protocolo tradicional de proteger los estribos del sultán con los suyos.

—Eso ya terminó. Os lo agradezco, pero ya terminó.

Don Gonzalo se había situado a nuestra altura.

—Para nosotros serás siempre el sultán —dijo Farax.

—Pues vamos a librar a mi heredero —murmuré al entrar en el agua.

Don Gonzalo se echó a un lado, e inclinó a mi paso la cabeza.

A punto ya de entrar en el real, el aire todo se transformó en estruendo. Nos alarmamos. Don Gonzalo sonrió un poco, señaló a nuestras espaldas y nos tranquilizó; era el adorno último de la proclamación de los reyes cristianos como los nuevos señores de Granada: una atronadora salva de toda clase de armas de fuego e instrumentos de guerra; se mezclaban bombardas y cañones con clarines, arcabuces con trompetas, mosquetes con atabales y tambores.

Parecía que la tierra temblaba, y no digo yo que no lo hiciera: tenía motivos; también temblaba yo, no sé si por los mismos.

No me fijé en el campamento.

Debía de tener una plaza central, de la que partían cuatro calles derechas principales; otras menores las cruzaban.

—El cardenal Mendoza os brinda su aposento —me dijo don Rodrigo de Ulloa.

Me guiaron a un gran pabellón situado en la plaza cerca de otro de aspecto muy rico, que presumí ser el de los reyes. Desaparecieron los capitanes cristianos.

Yo no tuve la paciencia de sentarme a esperar, y me movía sin cesar en aquella gran tienda, delante de uno que me habían presentado como hermano del cardenal, y a quien se encomendó mi custodia. ‘¿Mi custodia?’ Por la expresión de Hernando de Baeza y de Farax —la de Bejir era más impenetrable— deduje que se traslucía demasiado la agitación de mi ánimo. Traté de sobreponerme, pero seguramente no lo conseguí. Para disimularla, fingí que me distraía mirando el mobiliario: un altar portátil muy bello, con estampas de la vida de Jesús, las lámparas y los candeleros de plata sobredorada, un reclinatorio de oro y púrpura... No, nada de aquello me interesaba.

Quería recoger a mi hijo. Quería recoger a toda mi familia y salir de Granada. Se demoraban don Gonzalo y don Rodrigo. Cuando regresaron, venían tan cariacontecidos que presentí algo malo.

—Señor —me dijo don Gonzalo con un tono azorado—, ha habido una orden mal dada, o una contraorden.

No os alteréis; nada ha ocurrido que sea irremediable. Don Martín de Alarcón, desde Moclín, ha llevado a vuestro hijo a la Alcazaba. Es de suponer que a estas horas se encuentra en brazos de su madre.

No hice ningún comentario.

Temía algo peor. Era cuestión de una hora más.

En ese momento entraron en el aposento Aben Comisa y El Maleh. Traían unas caras que a ellos les parecían de circunstancias; estuvieron a punto de hacerme reír.

Falsamente contritos y serviles, me besaron el brazo y la mano. No les pregunté por qué no volvieron la noche anterior a la ciudad: lo sabía; ni por qué no se habían ocupado en recoger a mi hijo Ahmad. Ellos, sin embargo, se apresuraron a darme una miserable explicación.

—Se nos ha rogado, señor —fue Aben Comisa quien habló—, que permanezcamos junto a los rehenes que ayer trajimos de Granada.

Nuestra asistencia, según sus altezas, reforzará su seguridad.

—Luego balbuceó como si dudase en decirme, o en cómo decirme, lo que seguía. Me puse en guardia—. El jefe de este campamento, señor, me pide que os suplique que permanezcáis en él, en este aposento del cardenal, donde hay orden de que nada os falte, hasta que vuestros vasallos... —otro titubeo—, hasta que vuestros súbditos de Granada entreguen sus armas a los conquistadores...

De improviso, me invadió una gran frialdad. Me senté.

—No son conquistadores, Aben Comisa. Tú mejor que nadie, puesto que tanto has trapicheado, deberías saberlo. —Me volví a don Rodrigo—. ¿Qué armas han de ser entregadas?

—Todas —me respondió—, tanto ofensivas como defensivas. Y han de hacerlo persona por persona; eso alargará los trámites. Las espingardas y los tiros de pólvora los entregará después el jefe de la ciudad.

—En las capitulaciones —hablé muy despacio—, salvo esos tiros de pólvora, se estipula que sus altezas no tomarán a los granadinos sus armas, ni se las mandarán tomar.

Ni sus armas, ni sus caballos, ni ninguna otra cosa. Ni ahora, ni en tiempo alguno, para siempre jamás.

—Sobrevino un silencio—. ¿No es así, El Maleh?

—Por lo que yo recuerdo, así es, señor.

Intervino don Gonzalo:

—Quizá para garantizar estos primeros días el sosiego de la ciudad y de la toma, se haya estimado prudente tal decisión...

—Aun así, debió ser consultada conmigo. Es excesiva la presteza con que comienzan a incumplirse las cláusulas. Hasta a mí, tan hecho a traiciones, me maravilla.

El hermano del cardenal, para descargar la tensión, nos ofreció un almuerzo. Yo me propuse comer algo, más que nada por complacer la cariñosa y muda petición de Farax; pero me fue imposible. Mientras masticaba interminablemente, me descubrí pensando en dónde podrían ocultar mis súbditos sus armas.

‘No son mis súbditos.’ Qué fácil les sería esconderlas en sus casas, puesto que nadie podría entrar sin consentimiento de nuestros jueces, y qué fácil encontrar una cueva común, ignorada por los cristianos, donde acumular un arsenal crecido... Dentro de mí se levantaba un arrebato; me remordía, como una carcoma, el arrepentimiento, y hasta escuchaba el ruido de esa carcoma. ‘Pactar con estos reyes es pactar con el aire.’

La luz se retiraba; encendieron hachones. Don Gonzalo y don Rodrigo se despidieron: si les daba permiso, tenían algún quehacer.

—¿Soy yo el rehén por la entrega de las armas, caballeros, o se prohíbe mi presencia en Granada para que no se rebelen, viéndome, mis vasallos? ¿Es que no he demostrado en demasía mis buenas intenciones?

—No sospechéis, señor, que ni don Rodrigo ni yo estemos implicados en este asunto. Hemos recibido noticia de él a la misma hora que vos.

Se notaba en su voz, en sus ojos, en sus manos el disgusto que le causaba; no quise aumentarlo con mis quejas. Les di venia para retirarse. El hermano del cardenal, gordo y bobo, anadeaba por la tienda.

—Vos también podéis retiraros, si así lo deseáis —le dije, y eso hizo.

El tiempo se había detenido, y, sin embargo, era ya de noche. Hernando de Baeza y Bejir jugaban al ajedrez en un tablero de ébano y marfil, colocado sobre un ataifor.

‘Salvo el altar, todo es morisco aquí. Cuánta dificultad van a hallar en tacharnos.’ Farax y yo guardábamos silencio. Si lo miraba, lo descubría mirándome, y él desviaba los ojos. Me hizo recordar tanto a “Hernán” el perro que le golpeé con dulzura la cabeza.

Me vencía el cansancio; quise tenderme a solas. Un servidor me pasó, detrás de unos recargados tapices, a una alcoba donde había un amplio lecho. ‘¿Con quién dormirá aquí el cardenal, cuyos pecados (cuyos hijos) son, según creo, tan bellos?’ Me tumbé suspirando.

Cerré los párpados de plomo. Iba a dormir enseguida...

No fue así. Al contrario: tomaron más cuerpo y más voz y más hostilidad los fantasmas. Imaginaba lo que en la ciudad estaría sucediendo, e imaginaba lo peor, es decir, la verdad. Unos, ante la absoluta indefensión que suponía la entrega de las armas, habrían huido a la Sierra, y se hallarían allí, desarraigados, desprovistos, derrotados en todos los sentidos, entre la nieve, maldiciendo mi nombre. Otros, dentro de la ciudad, sufrirían infracciones, que yo no sabría nunca, de los pactos firmados: soldados en sus casas mirando a sus mujeres con ojos lúbricos; oficiales acogidos por azorados y temblorosos cortesanos; los salones de la Alhambra abarrotados por una soldadesca ebria de vino y de excitación tartamuda; calles repletas de una tropa indómita y zahareña; el cardenal, cuyo aposento ocupaba a la fuerza, entonando cánticos a otro Dios, que escandalizarían nuestros muros y estremecerían el agua de nuestras albercas, que ascenderían hasta los artesonados conmoviéndolos de consternación y de tristeza; caballos cristianos relinchando en nuestros establos, si era en nuestros establos y no en nuestras mansiones donde habían instalado sus pesebres... ¿Y mis hijos? ¿Y Moraima? ¿Llevarían los cristianos su avilantez hasta un extremo que no me toleraba ni temer? Sentí un violento impulso de escapar de allí y de ponerme al frente de mis granadinos, o de ordenar a Farax que galopase hasta Granada y trasmitiese de boca en boca una sentencia de muerte contra cuantos cristianos tropezase, de degüello contra los borrachos, de estrangulamiento contra los dormidos, de acuchillamientos de los centinelas por la espalda. Se desplomaba el mundo sobre mí; me veía trastabillando y a tientas por lóbregas e insondables calles desconocidas en las que me cruzaba con gente de rostro confuso y empapado de sangre, con mujeres que gritaban injurias contra mí y en los brazos acunaban niños muertos, con soldados a los que les faltaban piernas o brazos, o que caminaban erguidos y solemnes con su cabeza cortada entre las manos... Y me dolía, como cintarazos rítmicos y salvajes, el ruido de las armas que caían, amontonadas unas sobre otras, en medio de una plaza, bajo un almez negro cuyos frutos eran globos de ojos sin rostro. Grité. Grité... A mi lado estaba Farax.

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