El manuscrito carmesí (65 page)

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Authors: Antonio Gala

BOOK: El manuscrito carmesí
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—Con la amable conversación, ha avanzado la noche: ya es día veinticinco.

—De esa forma contaréis con un día más para vuestros manejos.

Hernando de Baeza derritió la cera sobre el pergamino que me presentaban. Con la sortija la sellé. Me asaltaron unas incontenibles ganas de llorar: el esfuerzo y el freno habían sido excesivos.

Aben Comisa y El Maleh suspiraron, y se intercambiaron miradas ufanas.

—Señor conde —concluí—, lamento que sea a vos a quien se encomiende el gobierno de la Alhambra y Granada; pero vaticino que serviréis muy bien a sus altezas. Por lo menos, a ellos.

—A eso, y no a otra cosa, es a lo que aspiro.

Fue a salir con brusquedad.

—Aguardad, señor. —Se detuvo y se volvió hacia mí, apretadas las mandíbulas—. Buenas noches. —Hice en el aire un levísimo gesto de adiós—. No debo reteneros más aquí, donde estáis por última vez como invitado. Os doy permiso para que os retiréis.

Salió en silencio, tras una insignificante reverencia.

A la noche siguiente mis delegados tenían que tomarles juramento a los reyes cristianos. Durante la tarde me acerqué al Palacio de Comares para poner en antecedentes a mi madre. Estábamos los dos solos. Mientras le enumeraba las condiciones, una lágrima, que ella creyó que yo no veía, resbaló por su rostro ya arrugado. Su respiración se alteraba, y brotaban de su pecho unos ahogados suspiros, que yo fingí no oír. Me arrebató el escrito, y se retiró a la luz de un ajimez. Leyó, sentada, durante largo rato. Luego plegó los papeles y permaneció muda, mirando sin verlo el dorado paisaje.

—Esto es hecho —murmuró—.

Nunca lo hubiesen presenciado mis ojos.

Por si le servía de consuelo, me aproximé con un gesto solícito.

Me atreví a acariciar su hombro.

Se levantó de súbito.

—¿Cuál es el protocolo de la entrega?

—Los ejércitos entrarán por las puertas de arriba...

Me interrumpió:

—En cuanto a ti concierne, digo.

—Las dos cancillerías han estimado que debo entregar personalmente a don Fernando las llaves de la ciudad.

—¿Besándole la mano? —gritó como quien mira un nido de alacranes.

—Creo que sí —balbuceé.

—¡Jamás! Aún nos quedan alientos y recursos y hombres para arrojarnos contra ese sucio campamento y echar abajo sus malditas cruces. ¡Jamás! Si por mí fuera, les obsequiaría con un montón de cenizas y huesos. Si por mí fuera, cuando estuvieran dentro sin posible salida, los desmenuzaría: Dios bendice las celadas contra los enemigos si se hacen en su nombre.

Si por mí fuera, mandaría a seis u ocho renegados que, con astucia y afilados cuchillos, asesinasen a esos reyes usurpadores...

—Lo sé, madre, lo sé: si por ti fuera.

—¿Y vas a arrodillarte tú, y a besar la mano que nos humilla y que nos roba? Esto no es una rendición, es un concierto entre dos partes por igual soberanas. Aunque lo parezcas, tú no eres un vencido, sino un emir que ejecuta un acuerdo: un acuerdo que no has de consentir que te degrade. Ahora aquí se resuelve un viejísimo pleito, pero por medio de una transacción; no hay más. Queden al margen los ejércitos y los alardes de victoria. Haz con tu honra lo que quieras; pero yo, que soy hija de sultán, viuda y esposa de sultanes...

La interrumpí:

—Y madre y cuñada de sultanes.

De acuerdo: se hará lo que se pueda.

—Se hará lo que se deba. Yo, con algún fiel que aún tengo, escupiré a los reyes a la cara, haré que me degüellen, y mi sangre amotinará a los granadinos —dijo, y salió de la sala.

Dicté una carta que Aben Comisa le llevó al rey Fernando a la hora de jurar. En ella, aunque era el alguacil quien la firmaba, referí la conminación de la sultana, tan comprometedora si se cumplía. ‘Ella —le avisaba— se propone morir antes que ceder, y tendría falta de consejo quien hiciese más caso de que le besaran la mano que de que le entregaran un reino.’

El rey, más sagaz y más práctico que mi madre, cedió respecto a lo secundario; ya había cedido en Córdoba. Se me dijo que yo no había de hacer más que un acatamiento, que consistiría en sacar un pie del estribo y en llevar mi mano al bonete; en ese momento el rey me impediría seguir y me abrazaría como a otro rey. Pensé que era mucho más difícil aprender y ejecutar aquel rito que el que estaba previsto: los movimientos incoados y a medio concluir siempre me han parecido de gran complicación. Me asaltó la duda de en qué instante preciso debía detenerme y aguardar la interrupción del rey, sin que la maldad de éste me dejase colgado en una estúpida postura. Luego pensé que llevaba mucho tiempo colgado en la peor.

En las fechas posteriores hube de hacer la vista gorda ante ciertos trajines. Supuse —y así me lo ratificaron Farax y Nasim— que los reyes, por medio de Zafra, de El Pequení y de El Maleh, enviaban dineros y regalos “para ganar amigos”, como decían ellos, con que fomentar una opinión favorable entre los alfaquíes y las personas prestigiosas.

El 29 de noviembre, con idéntico fin y con el de empujarme a no demorar mi información a los granadinos, los reyes dirigieron una carta “a chicos y grandes”. En ella ratifican —la conservo y la estoy releyendo— su resolución de mantener ejército y real frente a Granada, “Dios queriendo”. Y advierten que si los ciudadanos con brevedad vienen a su servicio y les entregan sus fortalezas, “no serán causa de su propia perdición como los de Málaga, sino que estarán seguros en sus personas y bienes, o de pasar a África” gratuitamente, después de vender su hacienda a quien les plazca, y podrán salir a labrar sus heredades, y andar por donde quisieren de sus reinos.

Pero lo importante era el final: señalaban un término de veinte días, desde la data, para que el común enviase a un representante que capitulara; pasado tal plazo, juraban por su fe que “no admitirían ni oirían más palabras sobre el asunto, quedando a los destinatarios de la carta la responsabilidad y culpa de su perdición”.

Contra la ruda idea de los reyes y contra su matrera intención, yo me alegré de que se entendieran directamente con el pueblo.

El estado de la ciudad, entre las nevadas crecientes de la sierra y los acaparamientos de provisiones, empeoraba. El 16 de diciembre, muy temprano, vino a verme una comisión de alfaquíes, alamines de los gremios, jeques, alarifes, viejos y sabios; me suplicaban, sin aludir en absoluto a la carta de los reyes, como si no hubiese existido, que convocara sin demora por pregoneros a la gente de la ciudad y que les plantease los auténticos extremos en que ella se encontraba: subsistencias menguadas y, lo que era más grave, irrenovables por la intransitabilidad de los caminos y la falta de cultivos y brazos; quebranto del ejército, por ausencia tanto de caballeros como de peones, y falta de ayudas africanas, en las que nunca confiamos mucho. También reconocieron, con sonrojo, que habían desertado muchos granadinos, y que se hallaban sirviendo a los cristianos de exploradores y guías para sus incursiones.

—Estamos en invierno, señor —añadieron—, y los cristianos han suspendido sus hostilidades. Si ahora tratamos con ellos, nos escucharán; pero si no lo hacemos, aunque lográsemos mantenernos hasta la primavera, lo que es irrealizable, reunirían un ejército mayor con que atacarnos, y entonces estaríamos la ciudad y nosotros al descubierto y sin seguro frente a su ira. Te rogamos, señor, que digas esto al pueblo.

Yo les respondí que comprendía sus razones, y que, si bien consideraba más prudente que fuesen ellos, por su predicamento, quienes hablasen con el pueblo, no tenía inconveniente en ser yo quien lo hiciera, siempre con su sostén y su presencia.

Convoqué la asamblea de ciudadanos para aquella misma tarde en la Tabla, el lugar donde mi padre se empeñó en celebrar aquel alarde con el que se emprendió el decaimiento. Subieron gentes de todos los barrios, aun de los más lejanos, a pesar de no ser a una fiesta a lo que subían, y en sus rostros se echaba de ver que no lo era. Yo no podía impedir que mi memoria, a rachas, me trajera canciones, risas, juegos, marchas de trece años atrás y también la desflecada calamidad en que todo acabó. Sólo faltaron representantes de los barrios de la Alcazaba y de la Puerta de Elvira.

Me estaba yo dirigiendo, rodeado de notables, al gentío, que era muy numeroso, cuando se escuchó un ruido de armas o voces que anunciaban ruido de armas. La turba se alteró. Yo volví a recordar el siniestro remate del alarde. Las gentes del Albayzín y las de los Alijares me gritaron: ‘No tengas miedo, señor, que hemos de morir nosotros antes que tú’, y se lanzaron en tropel cuesta abajo.

Un hombre, cuya delgadez era tan grande como sus ojos, que dijo habitar en la Antequeruela, fue quien dio cuenta de lo que sucedía: los de la Alcazaba y Puerta de Elvira, determinados a pelear, habían levantado empalizadas en sus calles, y clausurado la Puerta de Guadix y la del Osario, a la otra orilla del Darro. Pedí al hombre que se aproximara. Avanzó entre la multitud. Era manco del brazo izquierdo.

—¿Por qué? —le pregunté.

Pensé inmediatamente que me iba a contestar la causa de su manquedad, pero no.

—Porque dicen que de ellos saldrán los rehenes y que no volverán más, igual que tú no has vuelto a la Alcazaba desde hace días, y que entrarán los cristianos y les robarán sus casas.

—Son cosas de almogávares y de gandules, señor —gritó otro hombre muy grueso con dos niños en brazos.

—¿No son soldados ellos? Pues que sean ellos quienes vayan a la guerra. Nosotros ya tuvimos bastante —voceó un anciano, apoyado en un retorcido bastón.

—Venid —dije a los notables, y me fui, con ellos y muchos ciudadanos, en busca de los descontentos.

Cuando me vieron llegar, agarraron con más fuerza las herramientas que estaban usando para empalizar. No era momento de andarse con rodeos. Les hablé con parsimonia.

—He sabido que un número abundante de caballeros granadinos y algunos alcaides de aldeas negocian con los reyes cristianos contra mi parecer. Vosotros y yo somos, en común, quienes hemos de hacerlo.

Así han venido a pedírmelo vuestros superiores, y de lo hecho en su nombre no pienso desdecirme. Si alguien quiere pelear con ellos y conmigo, nos hallará en la Alhambra; pero si alguien tiene algo que pedir, o algo de que asegurarse, o entiende que algo no se realizó con rectitud, hable en su pro con su alamín y dele su poder, y que vengan a exponerme qué es lo que les inquieta y qué lo que les falta. Y no salga yo de Granada sino para bajar al cementerio si dejo a mis vasallos indefensos. No otra cosa que ésa es ser sultán.

Tropecé, lo mismo que otras veces, con los ojos de Farax embebidos en mi voz; me escuchaba con la boca abierta, y yo, incapaz de evitarlo, sonreí. Fue entonces cuando la población entera resolvió enviar una embajada pública a los reyes cristianos. Muchos, por descontado, opinaron que todo era una estratagema, y que al cabo el pueblo me había venido a pedir lo mismo que yo ya había pactado. Quizá tampoco la política sea otra cosa que esa anticipación. El hecho es que la embajada la condujeron Aben Comisa y El Maleh, y encontraron al rey propicio y “ablandado”, y les otorgó cuanto le pidieron; a nadie se le ocurrió pedir más de lo ya concedido en las capitulaciones.

A los embajadores les regaló doblas y alhajas: unas para ellos, y otras para seguir “ablandando” resistencias, aunque dudo que las segundas llegaran a su destino.

Sin embargo, las embajadas particulares a Santa Fe eran más de día en día, y llegó a mis oídos lo avanzado de las negociaciones con los alcaides de Alfacar, la única fortaleza exterior que aún quedaba en mis manos; unas negociaciones que se desarrollaron sin mi consentimiento, y se firmaron precisamente el 20 de diciembre.

Dije precisamente, porque ése fue el día en que saqué de la Alhambra los restos de mis antepasados. Yo, que para muchos era su ultrajador, tenía que impedir que fueran ultrajados. Ya al margen de nuestras contiendas, ellos tenían derecho a descansar en paz.

Eran tantas las tumbas que me abrumó la idea. Pedí a Farax que me ayudara; pero necesitábamos a alguien más de total confianza.

Recurrí a un secretario que, al término de una asamblea de las que días atrás menudeaban, se me había acercado con una sinceridad rara entonces y me había dicho:

—Señor, sobre lo que sucede, si es que sucede algo, no tengo yo opinión. Sólo tengo mi brazo, y ése es tuyo.

Lo miré, agradecido ante una declaración que poco antes habría resultado obvia, descansé la mano, y quizá más que ella, sobre el brazo que me ofrecía, y le contesté:

—Acaso antes de lo que creemos me veré obligado a usarlo. Gracias.

Lo usé con el motivo que ahora digo. El nombre del secretario es Bejir el Guibis.

Sin participárselo a ningún familiar, porque temía la barahúnda de juicios en un caso que exigía ser solventado aprisa, decidí llevar los restos a Mondújar. Allí se encontraban ya los de mi padre, y me pareció sensato reunirlos a todos en ese valle de Lecrín, rojizo y fértil como un vientre de mujer, bajo las agrias estribaciones de la Alpujarra, y lo más semejante al Paraíso que yo podía ofrendarles.

Pusimos manos a la obra en cuanto anocheció. Me entristecía tener que hacer a escondidas, como si se tratase de un crimen, una ceremonia que habría requerido tanta solemnidad; pero no era razonable exasperar más la sensibilidad a flor de piel de los granadinos. No convoqué a ningún alfaquí: los muertos gozan ya, o eso espero, de las promesas con las que alentaron, y no precisan intermediarios que les hagan de puente con la Divinidad. Habíamos conseguido una decena de hombres del pueblo de lealtad confirmada, ocho de ellos jardineros de la Alhambra lo mismo que Faiz. El secreto, tanto de la exhumación como de la inhumación en el nuevo lugar, y el nombre de éste, era esencial para mi propósito.

Creo que lo conseguimos.

Al atravesar la puerta de la rauda, con su portentosa y alta cúpula que tanto me sedujo desde niño, me invadió un ligero mareo, quizá provocado por la tensión a que los acontecimientos venían sometiéndome. Se me nubló la vista; me apoyé contra el muro. Creí escuchar la voz de El Maleh de hace veinte años, cuando me dio, por vez primera, la explicación de aquella puerta un tanto incomprensible.

—Esto —me dijo señalándola—, y el aljibe que surte el Cuarto de Comares y sus baños, son los únicos restos —en mi cabeza resonaba el eco de la palabra “restos”— del palacio del primer Ismail, el asesinado —ahora era “asesinado” lo que en mí resonaba—, que yace con los otros sultanes en la rauda. Su hijo Yusuf agrandó ese palacio, y lo transformó en el de Comares. Y su nieto Mohamed construyó el Palacio de los Leones y le añadió a Comares sus bellísimas puertas... Todos duermen ahora en esta rauda, tan próxima a sus obras inmortales... —”inmortales”, oía, y volvía a oírlo.

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