El manuscrito carmesí (75 page)

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Authors: Antonio Gala

BOOK: El manuscrito carmesí
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Y menos cada día.

Me han venido a ver unos abencerrajes. Adiviné, por su aspecto severo, a qué venían. Habían dejado antes a sus mujeres y a sus hijos en las Alpujarras, y les di la bienvenida. Se han deshecho de sus haciendas y de sus bienes en Granada. Se disponen a partir allende a fin de marzo. Según ellos, la mayoría de la gente significativa dejará estas tierras, que fueron nuestras hasta donde la memoria de nuestro pueblo alcanza.

Para el verano, no quedarán en la ciudad más que artesanos y labradores; puede que tampoco en la Alpujarra.

—Tal como van las cosas, no tardarás en reunirte con nosotros —me dijo el mayor de la familia—.

En los cristianos todo es fingimiento; nuestra ley no durará en Granada. Nos despedimos de ti deseándote la paz.

Fue a besarme. De uno en uno los besé y los bendije. No hallé palabras de ánimo para ellos: tampoco las tenía para mí. Nos hemos dado un adiós terminante. Juntos hemos hecho muchas cosas, y soportado juntos más aún. De ahora en adelante no verán ni el cielo ni el paisaje que son consustanciales a su vida. Aquí dejan las cenizas de sus afanes y las cenizas de sus muertos...

Pensé decirles: ‘Cuando durmáis en África, quizá veáis en sueños a Granada’. Me contuve recordando mi amarga pesadilla.

Granada fue la desposada que se nos mostró, llena de adornos, el día de su boda; el día de nuestra boda. Los países remotos a los que ellos se van no le sirven ni siquiera de dote a la que amamos.

Los vi alejarse anonadados, con ese aire de indecible agotamiento que dobla el cuello a los rendidos.

Anoche, cuando todos se hubieron retirado, se acomodó Moraima muy cerca de mí. Con su boca en mi oreja, me recitó un poema que yo, que creía haberle enseñado cuanto sabe, no identificaba.

“¿Has olvidado los años en que las noches transcurrían sobre un lecho de pétalos?

En él estábamos unidos por un solo cinturón, y componíamos un collar armonioso; en él nos abrazábamos como se abrazan en el aire las ramas, y nuestros talles se fundían en uno, en tanto las estrellas, en el alto cielo, eran semejantes al oro que tachona el lapislázuli.”

Yo, hechizado, respondí con otros versos. Y a continuación, de una boca en otra, se confundieron los de muchos poetas. Estuvimos a punto de morirnos de amor. Le dije:

“El respeto que siento por ti hace que tenga miedo de tu cuerpo.

Y, sin embargo, él es el objeto de mis deseos.

Soy como el que se recupera de una borrachera, y se retrae y tiembla ante una nueva copa.”

Ella escondió su cabeza en mi hombro:

“El amor ha hecho de mi cuerpo una sombra: tan ligero se siente y tan poco se muestra.

Mi aliento es tan débil que su hálito desaparece y no se oye; pero mi cuerpo aún es menos visible, y hace aún menos ruido.

Aspiro a serte grata. Tu consentimiento será mi curación; gimo como gime el enfermo al venir la mañana.”

Y, en efecto, gemía. Sellé su gemido con un beso:

“He implantado tu amor en mi corazón, en el lugar preferente que ocupa la riqueza sobre las manos del avaro.

Busco un refugio en tu amor para huir de mi propia resignación, lo mismo que el cobarde busca en las armas su socorro.”

La apreté tanto contra mí que temía hacerle daño:

“Contra mi pecho te oprimo como el guerrero su sable. Caen tus trenzas sobre mis hombros igual que un tahalí.”

Ella separó la cabeza y me miró en los ojos:

“Antes de quitarte el tahalí, estrecha de prisa a la que posee el cinturón, y toma en su amor tu revancha.

Despacito, despacito. Mira bien el lugar en que te mueves, no devastes con tus manos la que va a ser tu única morada.”

Muy poco a poco, nos habíamos ido aproximando al lecho. Desde anoche sé de cierto que el amor a la vida es lo que engendra vida.

No sé si es que han puesto en mi casa más espías, o es que los que hay tienen orden de multiplicarse; o quizá es que yo me estoy volviendo loco. Me siento acechado hasta en el último escondrijo; escucho respiraciones detrás de los tapices; cambian de lugar cosas que dejé, como prueba, mal colocadas adrede. Sospecho que han husmeado hasta en estos papeles carmesíes.

Hoy, mientras me servían, habían depositado mi comida sobre la acitara de un ajimez. Alguien dejó entrar a “Hernán” en el salón. Yo aún estaba fuera. El perro metió su hocico en un cuenco y se comió la vianda de mi almuerzo. Desde el patio oí los gritos; sólo llegué a tiempo de presenciar su muerte. Me trastornaron el corazón sus ojos despavoridos, su lengua mordida y colgante, su cuerpo sacudido por convulsiones. ‘Esto fue “Hernán”.’

Yusuf sollozaba, agarrado frenéticamente a la ropa de su madre.

Ahmad, sentado en el suelo, tenía entre las manos la dislocada cabeza del perro. Me dirigía una mirada aguda y acusadora, como si yo fuese el culpable. Sólo se me ha ocurrido —y Dios sabe la pena que sentía— prometerle un cachorro para él solo.

—No quiero otro perro —me ha dicho—. Quiero a “Hernán”.

Desde el envenenamiento de “Hernán”, Ahmad me huye. Farax ha dado a los sirvientes la orden de probar la comida antes de que la coma yo. El terror se dispersa por la casa. Han huido algunos criados. Moraima, que está encinta, por primera vez no sabe qué decirme ni cómo confortarme.

Para distraer a mis hijos de este enrarecido ambiente, le he rogado a Farax que los instruya y los ejercite en la monta y en el manejo de las armas. En otras circunstancias, me habría sido muy grato rememorar cómo lo hacía conmigo mi tío Abu Abdalá en Almuñécar; sin embargo, ahora mismo estoy viendo casi con aflicción los delicados brazos de Ahmad guiados por los fornidos de Farax. Tienden entre los dos una ballesta.

Yusuf, mientras —los más pequeños se aferran al presente—, corretea dichoso.

Les he prometido que, cuando estén preparados —confío en que se demoren—, nos iremos un mes entero de cacería a la sierra de Lújar donde hay osos y jabalíes y venados. Ahmad, en cuanto se levanta —y aun antes, porque creo que sueña con ello—, corre en busca de Farax, su maestro, del que no se despega. Farax, a veces, en mitad del ejercicio, levanta los ojos a la ventana, desde la que yo los contemplo.

Quizá entre los criados desaparecidos estaba el espía o los espías. La tensión se ha suavizado.

Todos intentamos convencernos de que el peligro ha desaparecido.

Moraima, a quien se le nota la incipiente preñez, está más hermosa que nunca.

Dos perros de la jauría han muerto, pero Bejir le ha restado importancia: afirma que nada tienen que ver esas muertes con los atentados contra mí.

Yo, en secreto, he escrito una carta a los reyes. Es en Barcelona donde ahora está su corte. En la carta les propongo ir allí a tratar con ellos para dilucidarlo todo y suplicarles la paz en mi retiro. Por si a los reyes no les llega la suya, he enviado con El Maleh otra semejante a Zafra.

Ahmad me ha dado hoy las gracias por una nueva ballesta que le mandé hacer en Granada. Se me acercó de la mano de Farax. Quizá ha sido éste el que le recomendó que me la agradeciera.

Mi hijo es guapo, esbelto y bien plantado. A su abuela le satisface ver cómo tiende la ballesta y dispara, y cómo se aproxima cada vez más al blanco. A Moraima, por el contrario, no parecen gustarle estos juegos de guerra.

Apenas si sentimos deslizarse el tiempo. Pronto el frío empezará a entibiarse.

Hoy he recibido respuesta de los reyes. Es breve; lo suficiente para declararme su propósito.

Eluden darme la licencia para viajar a Barcelona: una ciudad lejana, dicen, cuyo camino podría fatigarme. Y me sugieren que, en mi lugar, envíe a Aben Comisa.

Todo, a su entender, tendrá una solución satisfactoria. No debo preocuparme; tanto yo como mi familia estamos bajo seguro, que ellos me garantizan.

Pero después añaden, inesperadamente, que, con la misma fecha, han expedido otra carta al gobernador de Almería en estos o parecidos términos: ‘Desde la hora en que esta carta llegue a vuestras manos, no pondréis obstáculo alguno a que Muley Boabdil embarque hacia el lugar de África que más le plazca. Y que haga lo propio todo el que tuviese noticia de esta carta, guardándose fielmente lo pactado con él. El cumplimiento de todo lo cual será exigido con el máximo rigor’.

Cuando los fuertes aspiran a ser además astutos, sólo consiguen ser despreciables; un león no puede comportarse como un zorro sin inspirar repulsión.

En cualquier caso, Aben Comisa viajará a Barcelona.

Los ciruelos y los albaricoqueros les han arrebatado su turno de flor a los almendros. Pronto los sustituirán a ellos los membrillos.

Se ha hundido el mundo. Farax murió hace una semana. Ha sido todo tan inimaginable y tan injusto que sólo a un Dios malvado puede atribuirse.

La mañana era suntuosa. Ahmad disparaba con su nueva ballesta.

Farax corrió hasta el blanco, señalándole el centro para que atinara mejor. Lo animó con la risa y con los brazos.

—Vamos —le decía—. ¡Ahora!

La saeta le entró por el ojo izquierdo.

Todavía no me he convencido de que es cierto, de que no volveré a ver más su joven hermosura, ni escucharé su voz.

Ahora descansa en el jardín que mi cuerpo tenía que haber inaugurado.

No he salido desde entonces de esta habitación. Me es imposible resignarme. Lloro hoy, y lloraré el resto de mi vida. Farax y muerte eran las dos palabras más contrarias; ahora son una sola. Me reprocho no haberle confesado cuánto lo amaba. Me reprocho no haberlo amado más.

El Destino se burla de nosotros: murió en un juego aquél a quien la muerte acarició mil veces en la guerra.

No se ausenta su rostro de mis ojos; no se ausenta su risa de mi oído. Hoy lo amo más que nunca.

Si estuviera en mi mano, empezaría a creer en la eternidad con tal de recobrarlo.

No quiero ver a nadie. No quiero comer: comería sólo si tuviese la certeza de que aún me envenenaban las comidas. Me ha golpeado tan de plano el filo de su muerte que juro que la mía es lo que más deseo.

Farax, Farax: tu cuerpo se ha deshecho bajo el jardín que trazamos y vimos crecer juntos. ¿Cómo iba yo a pensar que tú serías su abono? ¿Por qué te escondes de quien te ama más cada día? ¿Cómo voy a dormir, cuando detrás de mí tu muerte está acechándome: tu muerte, no mi muerte?

Mi madre, con el pretexto de que la presencia de Ahmad reaviva mis recuerdos, se lo ha llevado a vivir con ella. Yo, como un sonámbulo, veo pasar con infinita lentitud los días ante mí. Sé que Moraima siempre está cerca, al alcance de mi voz; pero me siento incapaz de llamarla. Me siento incapaz de cualquier cosa.

He intentado quemar estos papeles, que ahora son sólo un testimonio más de mi infortunio. Moraima lo impidió.

No quiero ningún lenitivo para mi dolor. El de la muerte de Farax, que culmina los anteriores, quiero que no tenga atenuantes. La única manera de terminar con el dolor es dejar que él termine conmigo. Me propongo no reflexionar sobre lo sucedido: eso sería comenzar a aceptarlo. Porque no se trata sólo de que me duela el alma, me duele todo: la piel y la carne y los huesos. Me he vuelto frágil; me he vuelto quebradizo, propenso a las heridas. Me hiere el fulgor del sol, y la temperatura agradable, y el rosa intenso del amanecer o el del Poniente. Levanto contra todo mis reproches. La realidad es que me aborrezco.

Hoy recojo estos papeles en que momentáneamente me había reflejado.

Hace tres meses que no escribía en ellos. Los recojo como si se refiriesen a una persona distinta, y acaso fallecida.

¿Cómo no reflexionar?

Para llegar a la soledad no deseada, sino impuesta, pocos atajos tan directos como el dolor.

Pero qué ambigua es esa palabra; tan ambigua como hablar por separado de alma y cuerpo. Cuando digo dolor, no me refiero sólo al del espíritu, sino al físico, y uno y otro están más imbricados de lo que creemos. Si en su instante lográramos diferenciarlos con precisión, afirmaríamos que el moral es más participable, más susceptible de compasión o condolencia, mientras que el físico nos enajena y nos aísla. Pero ¿se dan el uno sin el otro?

He estado enfermo. La enfermedad provoca un alejamiento que nos deja olvidados y desnudos. El dolor del cuerpo nos enfrenta sólo con él mismo y con la amenaza de la cual nos advierte, ya que tal advertencia es su único sentido. Si el dolor físico fuese gratuito, sería una incomprensible maldad de la Naturaleza.

Dicen que cuando el dolor nos emplaza, cualquiera que sea, no hay que escurrirle el bulto, sino sacarle el máximo partido: abrazarlo, asumirlo, hacerlo sangre nuestra, no pérdida de sangre. Dicen que ningún sufrimiento, si no es asimilado, nos hará ni más nobles ni más dignos. El sufrimiento es en sí torpe y feo y humillante como una mala digestión: por eso yo me oculto; pero dicen que en la incognoscible retórica de la vida, actúa igual que una parresia, que transforma el insulto en elogio. Para ello, sin embargo, sería preciso dominar tal retórica. Puede que la vida, como el viejo rey Midas, convierta en oro cuanto toca; pero eso sólo sucede si se ha convertido de antemano en provechosa la soledad que produce el dolor. Cuánta generosidad se necesita para alcanzar tal cima.

Al principio, el dolor atrae un ofrecimiento mayor de compañía, más comprensión, más amabilidad. Pero, si se prolonga, desanima y hastía a los acompañantes, inmunizados por sus continuas manifestaciones. El dolorido acaba por quedarse con su dolor a solas. ¿Qué define el dolor precisamente más que el ensimismamiento del que lo padece? No es algo cuya esencia se observe, ni algo que se comunique o se contagie, ni algo que se mida, por muy afinados que sean los aparatos de los físicos. Para quien no lo siente, es incomprensible e inaccesible: por eso yo me callo. Él se apodera de un cuerpo y de un alma, y los envuelve, y los transporta a su lóbrego reino. El único testimonio que da de sí es un comportamiento externo —llantos, quejas, gemidos, expresiones descompuestas—, un lenguaje que comprendemos, pero que, como todos los lenguajes, puede ser falseado por quien lo emplea y malentendido por quien lo percibe. Porque un lenguaje no es sólo un vocabulario, sino mucho más; un lenguaje no se posee hasta que no se es poseído por él. Y eso es lo que sucede con el dolor: no se entiende hasta que uno mismo es el doliente, su vasallo exclusivo, inhábil para aprender o entender otro idioma, o acatar otras órdenes. Y, aun así, ningún dolor es el mismo para todos, ni jamás se repite. El que siento hoy por Farax es diferente del que sentí por Jalib, e incluso del que sentí ayer por Farax mismo. El dolor (por eso yo me aíslo) es lo más personal que existe. Más que la salud, que es un equilibrio y una euforia relativos a un ambiente; más que el amor, que requiere su espejo; más que la felicidad, que es difusiva y necesita un campo donde obrar, y nos radica en él y de él nos baña.

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